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Linealidad de la esfera

Mason & Dixon

THOMAS PYNCHON

Henry Holt, Nueva York, 1997

773 págs.

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Thomas Pynchon, el más grande de los escritores vivos, acaba de publicar su quinta novela, Mason & Dixon. Las anteriores, V. (1963), The Crying of Lot 49 (1966) («La subasta del lote 49»), Gravity's Rainbow (1973) («El arco iris de la gravedad») y Vineland (1990), junto con el volumen de cuentos Slow Learner, han sido todas traducidas al español a excepción de Gravity's Rainbow, su obra maestra, cuya «próxima aparición» anuncia la editorial Tusquets en la solapa de su nueva y suntuosa edición de V.. Estas son sin duda buenas noticias. Las malas noticias son que Tusquets lleva anunciando la «próxima aparición» de Gravity's Rainbow desde al menos 1987, fecha de publicación de la primera edición de V. en español. ¿Cuáles pueden ser, nos preguntamos, las razones de este «retraso» de diez años? Aclaremos, ante todo, que si bien Gravity's Rainbow es una obra de excepcional complejidad, no se trata en absoluto de un libro «intraducible» como podrían serlo, por ejemplo, Finnegan's Wake (que ha sido traducido en parte) o La desaparición de Perec (del cual acaba de aparecer una traducción).

«El más grande escritor vivo», escribíamos más arriba. Lo cual resulta ligeramente paradójico si pensamos que para muchos lectores Pynchon será poco menos que un desconocido. ¿Quién es, pues, Thomas Pynchon, y qué es lo que le hace tan grande?

La respuesta a la primera pregunta es sencilla. Podríamos titularla «la leyenda de Pynchon». Nadie sabe quién es Pynchon. Sabemos que nació en 1937, conocemos algunos pocos datos de su biografía temprana y disponemos de un retrato suyo donde aparece como un joven de pelo ralo, facciones regulares y grandes ojos expresivos. Nada más. De manera similar a J. D. Salinger y al imaginario autor Bill Gray de Don DeLillo (su más brillante «discípulo»), Pynchon ha logrado desaparecer completamente y convertirse en un autor invisible.

La respuesta a la segunda pregunta, ¿por qué es Pynchon un escritor excepcional?, es, evidentemente, mucho más difícil de contestar. Pynchon, que suele ser incluido junto a John Barth, William Gaddis, Donald Barthelme, etc., entre los autores de la «novela posmoderna americana», es un ejemplo conspicuo de esa tradición de «virtuosismo del pensamiento» que permea desde sus orígenes la literatura de los Estados Unidos. Es para mí siempre un motivo de maravilla que un país tan supuestamente poco intelectual y tan poco dado a la especulación filosófica abstracta haya sido capaz, en cambio, de legarnos la tradición del «virtuosismo del pensamiento». Poetas como Emily Dickinson, Wallace Stevens o A. R. Ammons, prosistas como Henry James, William Faulkner, Djuna Barnes o Harold Brodkey, los grandes exponentes de la escuela del virtuosismo del pensamiento, han llevado las posibilidades de nuestra capacidad de pensar y de nuestra capacidad de decir hasta límites insospechados, y lo han logrado mediante un asalto a lo que podríamos denominar la nébula central del pensamiento, ese vórtice donde se crean las palabras y las ideas y las sombras de las ideas y de las palabras. «Sólo se sabe lo que se sabe decir», decía José María Valverde, y sin embargo, hay muchas cosas que sabemos pero que no podemos decir, del mismo modo que hay cosas que podemos decir y que no se refieren a nada que nadie pueda en ningún modo «saber». El fin de la mente es el límite de lo que podemos decir y de lo que podemos pensar, pero hay una palma que crece en el fin de la mente, dice Wallace Stevens en uno de sus poemas, y desde sus ramas, un pájaro nos canta.

La originalidad de Pynchon está en combinar las extrañas convoluciones de pensamiento de la voz del pájaro que canta en «la palma del fin de la mente» con un lenguaje de fascinante precisión, un lenguaje imbuido de un rigor casi científico (no en vano Pynchon ha sido llamado «el novelista de la imaginación científica») que logra encontrar siempre un «correlato narrativo» para sus más espectrales intuiciones, para sus más surreales vuelos de fantasía. En la humilde opinión de quien esto escribe, sólo el Nabokov de Pale Fire y Ada y el Arno Schmidt de obras como Cosmas, La república de los sabios o Tarde orlada de oro han logrado un equilibrio tan perfecto entre «magia verbal» y «magia narrativa» o, por decirlo de otra forma (aunque estas enumeraciones espectaculares siempre resultan ligeramente arbitrarias), entre el legado de Joyce y el de Cervantes.

El año es 1922. El lugar, una colonia alemana en Südwest Africa. Modaugen contempla a la bella Vera Meroving y se da cuenta de que su ojo izquierdo es artificial. Entonces ella se quita el ojo y se lo entrega en la palma de la mano. Era «una burbuja soplada hasta la transparencia, cuyo "blanco" aparecería más bien como un verde marino semiiluminado al ser colocada de nuevo en la cuenca. Una fina red de fracturas casi microscópicas cubría su superficie. En el interior estaban las ruedas, muelles y trinquetes delicadamente manufacturados de un reloj… Un verde más oscuro y unas motas de oro se fundían hasta formar doce formas vagamente zodiacales que, colocadas anularmente sobre la superficie de la burbuja, representaban a un tiempo el iris del ojo y la esfera del reloj». Así es la prosa de Pynchon: si nos acercamos lo suficiente veremos fracturas casi microscópicas, mecanismos de precisión en movimiento, misteriosos zodiacos, redes simbólicas que quizá estén allí o quizá sean sólo un efecto visual, pero si nos alejamos de nuevo (Mondaugen devolviéndole el extraño reloj a Vera, que lo coloca de nuevo en su lugar), volveremos a ver un ojo, un ojo que nos mira. Así es el estilo de Pynchon: poético, humorístico, lleno de «fantasía», de irisaciones visuales y de sugerencias esotéricas, pero al mismo tiempo preciso como un mecanismo, fabulosamente exacto, casi «científico».

El ojo de Vera Meroving, en el capítulo 9 de V., es en realidad un reloj, una máquina. Parece un ser vivo, pero no es otra cosa que un objeto inanimado. Este es precisamente el gran tema de V.: una vasta conjura de lo inanimado para apoderarse de la realidad. El tema puede tener una lectura más o menos moralista (no en vano al pensamiento de Pynchon se le han señalado fuentes puritanas), pero es también una reelaboración del más querido tema del simbolismo: el de la «vida de las habitaciones» de Verhaeren, el del «terrible misterio de las cosas» de Darío, el de los muebles pensantes del «Igitur» de Mallarmé. Como en cualquier definición escolar del «símbolo» poético, «V», en el libro del mismo título, puede ser una y muchas cosas: Vheissu, un país imaginario situado en el mundo subterráneo y al que sería posible acceder por la Antártida o bien a través del Vesubio; el Vesubio; Victoria Wren, una joven que debuta en sociedad en El Cairo a principios de siglo; Venezuela, país sudamericano; Verónica, una rata que habita en las alcantarillas de Nueva York y de la cual se enamora un sacerdote loco que no tiene reparos, por otra parte, de alimentarse de sus congéneres; Venus en el Nacimiento de Venus de Botticelli; Vera Meroving, una aventurera alemana; La Valletta, capital de Malta y centro secreto del libro; lady V., una dama lesbiana a la que encontramos en París enamorada de la joven actriz Mélanie l'Heuremaudit; etc.

En realidad, Vera Meroving, Victoria Wren y la mujer sin nombre de París son una y la misma persona, del mismo modo que la Astarté marina que llena las páginas finales de V. no es otra que Venus, la Venus saliendo del mar del cuadro de Botticelli, el principio femenino marino y plutoniano, la diosa del mar y del averno. La V de V. es en realidad la V de Venus. Sin embargo, ¿por qué Venus habría de representar «el Reino de la Muerte»? Victoria Wren, que quizá sea la V que Stencil busca desesperadamente a lo largo de las quinientas páginas del libro, se siente poderosamente atraída por el fascismo, la crueldad y lo inanimado. Cuando se encuentra con Mondaugen en África del sudoeste ha hecho que sustituyan uno de sus ojos por un ojo artificial (¿no es eso lo que ha hecho nuestro siglo XX, no es eso lo que hizo Rimbaud, lo que hizo la fotografía, lo que hace la televisión?), pero su deseo último es sustituir todas las partes orgánicas de su cuerpo por partes artificiales. La Venus-Astarté de Pynchon no representa la vida, sino lo inanimado. No representa lo informe femenino, lo que Camille Paglia llamaría lo «ctónico», sino la absoluta precisión del intelecto. Es una lástima que Joseph Campbell, que estudió las raíces míticas de obras como Ulises, Finnegan's Wake o La montaña mágica nunca tuviera ocasión de estudiar a Pynchon. ¿Qué habría encontrado en sus novelas? ¿La total desintegración del mito? (Pensemos en Edipa, la protagonista de La subasta del lote 49: sólo un feroz destructor de redes míticas y simbólicas podría poner a un personaje femenino el nombre de Edipo.) ¿Qué encontraría en sus tramas complejísimas llenas de falsos códigos, llenas de aparentes círculos zodiacales? ¿La mitología de un mundo incapaz de establecer relaciones verticales con ninguna Explicación, siquiera la explicación arbitraria de los arquetipos míticos, un mundo poseído por estructuras arbitrarias, por patterns sin sentido?

Pynchon es el supremo simbolista, el ejemplo máximo de correlato objetivo: la suya es la poesía de un mundo fabulosamente artificial, un mundo donde nada es impreciso porque todo, como en un fractal, es parte constitutiva de una estructura progresivamente más compleja. Su lenguaje es el que corresponde a un mundo que se ha hecho tan complejo que nos resulta ya imposible de comprender. «Conozco máquinas», dice un personaje de V., «que son más complicadas que la gente».

El mundo de Pynchon, el supremo simbolista, es un mundo de patterns. Pattern, esquema repetido, diseño, patrón. Hemos hablado de «un mundo donde TODO es parte constitutiva de una estructura progresivamente más compleja». Nos gustaría insistir en la naturaleza monstruosamente inclusiva de ese TODO. Todo: las acciones de los personajes, sus pensamientos y las palabras con que se describen dichas acciones y pensamientos, los giros de la trama, los colores de los objetos y las metáforas que describen los colores de los objetos, la propia forma de las frases, la articulación de la sintaxis, todo depende de patterns ocultos, patterns a veces tan extensos y sofisticados como las propias novelas. Habría que retroceder hasta los polifonistas holandeses del renacimiento o por lo menos al Raymond Roussel de Cómo escribí algunos de mis libros, ese texto sin paralelo en la literatura, para encontrar un cerebro siquiera vagamente similar.

En el universo de Pynchon el pattern ocupa el lugar de Dios. El pattern es el demiurgo, el principio creador, y también el atman, lo que subyace a todas las cosas. En V., por ejemplo, el pattern principal, «V», permea de tal manera la «realidad» del texto que nos da, incluso, la edad de los dos personajes principales: Stencil tiene 55 años porque 5 es V, y Benny Prophane tiene 23 porque 2+3=5, es decir, V. En Gravity's Rainbow (por poner un ejemplo de un tipo de pattern completamente diferente), Slothrop, el protagonista de la novela, hace un mapa de sus conquistas sexuales londinenses y descubre que los lugares que aparecen marcados en el mapa coinciden con los puntos donde caen las bombas alemanas V2 (V. dos). Mediante los azares de su vida amorosa, Slothrop es capaz de «predecir» la caída de un cohete con un promedio de cuatro días de antelación. Lo que no queda claro es si se trata de un caso de premonición o si, por el contrario, la caída de las bombas alemanas es un efecto de las actividades sexuales de Slothrop. En The White Visitation intentan estudiar la distribución de los impactos de las bombas observando la cantidad de bombas que cae en cada uno de los cuadrados del mapa (es decir, intentan interpretar el pattern), y Roger Mexico observa: «Esa es la falacia de Monte Carlo… Cada impacto es independiente de los otros. Las bombas no son perros. No hay vínculo. No hay memoria. No hay condicionamiento». Así es el pattern, el Dios de este curioso mundo sin dioses y en el que los mitos se han vuelto locos: sin vínculo, sin memoria, sin condicionamiento. Y al escuchar estas palabras, Pointsman se pregunta «¿cómo puede Mexico jugar con tal indiferencia con estos símbolos del azar y del terror? Con la inocencia de un niño, quizá sin darse cuenta –quizá– de que con su juego está destrozando los elegantes salones de la historia y poniendo en juego la propia idea de causa y efecto. ¿Será posible que la entera generación de Mexico piense de la misma manera? ¿Será eso el mundo de la posguerra, una sucesión de "acontecimientos" independientes entre sí que se van creando minuto a minuto? ¿Será éste el fin de la historia?».

Mason & Dixon, recién aparecida en los Estados Unidos, es la más amable y lineal de las obras de Pynchon –lo cual no quiere decir en absoluto que se trate de una obra fácil–. Si en V. o Gravity's Rainbow nos encontrábamos con narraciones esféricas en las cuales era virtualmente posible comenzar a leer en cualquier punto porque todos los puntos eran equidistantes del centro, en su nueva novela Pynchon ha preferido colocar sus maravillas en una hilera bien ordenada. Frente al «principio de indeterminación» que presidía Gravity's Rainbow, con una trama complejísima donde la identidad de los distintos personajes parecía en ocasiones borrarse suavemente o incluso combinarse en realidades alternativas, en su nueva novela Pynchon ha elegido la honesta, pausada y episódica línea cronológica de los narradores del siglo XVII y nos ha regalado con dos personajes bien definidos, el melancólico Charles Mason y el alegre y jovial Jeremiah Dixon. La novela está ambientada en el siglo XVIII y los dos astrónomos Mason y Dixon son personajes históricos, pero Mason & Dixon, a pesar de su erudición, sus ortografías arcaicas y la Apariencia decididamente Dieciochesca que Pynchon ha querido darle a su Texto, no es en absoluto una novela histórica sino, más bien, una fantasía rabelesiana, una novela de aventuras en la línea de las del Barón de Munchausen, un canto a las infinitas posibilidades de la imaginación.

Podemos leer Mason & Dixon como una secreta respuesta a V., algo así como una «anti-V». La tarea que se les asigna en principio a los dos astrónomos consiste en observar el tránsito de Venus (es decir, el paso de Venus a través de la esfera solar) a fin de realizar mediciones astronómicas que permitan calcular el tamaño exacto de la Tierra. Pero esa Venus celeste que es ahora el objeto de contemplación de Mason y Dixon no es otra que la Venus marina e infernal que, como veíamos, se escondía bajo la «V» de V. Es como si Pynchon pretendiera exorcizar en su última novela a los fantasmas que habían hechizado sus obras anteriores. Frente a los terroríficos autómatas de V., fuerzas de lo inanimado, heraldos del Mundo de la Muerte, tenemos ahora a un delicioso «pato automático», confuso acerca de la sexualidad que ha implantado en él su inventor y preocupado porque no acaba de entender lo que es el amor, que regala a su creador con una serie de delicados milagros. Si en V. era posible entrar en un mundo subterráneo por algún lugar del Polo Sur, en Mason & Dixon, Dixon logra por fin entrar en el mundo subterráneo (la Terra Concava, cuyos habitantes son, por cierto, encantadores), por algún lugar del Polo Norte. Misteriosas simetrías, bromas privadas, venganzas secretas, homenajes subterráneos del narrador con sus patterns.

Pynchon ha salpicado su narración lineal de una serie de deliciosos juegos con el Tiempo y con el Espacio. Linealidad de la esfera, multidimensionalidad de lo que carece de dimensiones. Hay, por ejemplo, un cierto noble inglés que trae a Inglaterra a unos pigmeos asiáticos «inmunes al Tiempo» para que ocupen los once días del calendario que «sobran» según los modernos cálculos astronómicos. Los pigmeos llegan a Inglaterra con sus extraños ropajes y sus campanas musicales, desfilan por las calles haciendo mucho ruido y luego se instalan en los once días perdidos como «colonos». Y ya nadie vuelve a verles, como es lógico, dado que se encuentran once días por detrás de nosotros. Pero a veces, si se pone uno a pensar en algo raro que vio once días atrás…

El pattern también cumple en Mason & Dixon ese papel ligeramente desquiciado e inquietante de sus otras novelas. Las aventuras de Mason & Dixon en América, que ocupan la parte central del libro, van precedidas y seguidas por sus observaciones de dos tránsitos de Venus: el primero en el extremo Sur del mundo (el cabo de Buena Esperanza), el segundo en el extremo Norte (el Cabo Norte). La misión que se les encomienda a los astrónomos en América es la de trazar una línea, la demarcación geográfica que separa Pennsylvania de Maryland y que todavía hoy se conoce como «línea Mason & Dixon». Trazar una línea en medio del silvestre caos de un país todavía sin explorar, lleno de indios en estado salvaje y de vegetales gigantes, es sin duda la actividad más caprichosa, arbitraria y surrealista que imaginarse pueda y es, precisamente por eso, la ocupación perfecta para un personaje de Pynchon. Pero recapacitemos: trazar una línea. Una línea. Pero ¿no es esto, precisamente, lo que está haciendo Pynchon? La estructura lineal de Mason & Dixon no se debe, pues, a que su autor esté cansado de complicaciones o que quiera simplificar sus patterns, sino a que esta vez está usando un tipo de pattern distinto. Mason y Dixon trazan una línea. Pynchon escribe una novela lineal.

Con Mason & Dixon, Pynchon ha superado la dialéctica humano/no humano, animado/inanimado que eran las bases de su poética y de su terror en las obras anteriores. Lo artificial y lo natural se combinan en una nueva armonía que tiene algo de comprensión otoñal pero que apunta también a un mundo nuevo, un mundo sin la Bomba, un mundo donde la ciencia de los aborígenes americanos y la magia de la Real Sociedad Geográfica se entrelazan, un mundo en que la propia Tierra, a través de las criaturas que habitan su interior, intenta ponerse en contacto con nosotros, el mundo de nuestro fin de milenio.

Al final de su vida, quizá en su lecho de muerte, Mason sigue obsesionado con el pattern. «Se trata de una Construcción», le dice a Franklin con voz débil, «una gran Máquina del tamaño de un Continente… Todavía no se han realizado todas las Conexiones, por eso es todavía parcialmente invisible.» El místico persa nos habla de una bandada de pájaros que van a buscar un pájaro, el Simurgh, que es en realidad la reunión de todos ellos, y Borges nos habla de una sociedad dedicada a la minuciosa invención de un universo que termina por ser este universo. ¿Es esta la transformación final del tema favorito de Pynchon? ¿Era esto lo que llevaba construyendo todos estos años, un Simurgh, un Orbius Tertius, «una gran máquina del tamaño de un continente» que va surgiendo a la luz gracias a los esfuerzos de «pioneros y agrimensores», un continente, América, el mundo? ¿Es esa la solución del enigma? «Pero tú lo has encontrado, ¿no es así?», dice Franklin. «No me digas que se trataba de ese Curioso Diseño que me enviaste junto con tu Carta…» Y Mason murmura: «Al final ha resultado ser una cosa muy sencilla, ¿verdad?».

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