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La reoca de los premios

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No son pocas las cosas que han cambiado de lugar o de función en el sistema literario español desde la primera transición hasta hoy: los novelistas han copado la cima del prestigio popular de la literatura, no es necesariamente deplorable la literatura comercial, el ensayo ha encontrado una voz más persuasiva y animosa para dirigirse a sus lectores sin la severidad solemne de los estudios universitarios, la historia (no siempre la mejor historia) ha vuelto a ganar un público con ganas de conocerse mejor, los editores intercambian altos puestos ejecutivos con más frecuencia de la clásica, los jóvenes escritores a veces buscan agente literaria antes incluso de tener libro terminado, mientras que algunos fenómenos específicos, como los éxitos espectaculares de buenos libros de literatura (Eduardo Mendoza, Juan Marsé, Javier Marías, Luis Landero o Javier Cercas), han tendido a servir de pauta para identificar las temporadas literarias.

Los premios literarios y comerciales están, sin embargo y muy a simple vista, entre los mutantes más descarados y quizá más descarnados de una nueva actitud social ante la cultura literaria, como si el comportamiento de jurados, editores y autores, en los últimos treinta años, pudiera dar un retrato en pequeño de la interiorización colectiva de los mecanismos de mercado que rigen, también, la compraventa y promoción de literatura más allá de su valor estético, e incluso enteramente al margen de él. La plena integración capitalista que ha vivido España desde el final del franquismo ha seguido su ciclo expansivo (e intensivo) y las peripecias de los premios literarios desde entonces pueden ser una pintoresca y eficaz lente de aumento para verificar algunos nuevos comportamientos y, sobre todo, un nuevo aire, menos romántico, más cínicamente capitalista, más triunfador, como de Operación Triunfo, en los años más recientes. Si la televisión ha vivido cambios radicales hacia una masiva función de entretenimiento en el último medio siglo, no habría razón alguna para no sospechar que también los premios, dada su función promocional, no habrían de alterar también algunos de sus antiguos y más primarios criterios de funcionamiento. Quizás incluso han suplido socialmente un criterio de autoridad disuelto hoy o apenas defendido como medida de exigencia literaria o cultural: como si de veras en el imaginario colectivo esté fuera de lugar cualquier otro ejercicio de autoridad que no venga avalado por el mercado y la resonancia mediática como presuntos dictadores del gusto. Por supuesto que nada de esto vale para las minorías intelectuales y literarias, y de ahí que el diagnóstico general de esos medios sobre los premios sea globalmente descalificador: el festival de los premios encierra una gran farsa de declaraciones, esperas tensas sin misterio, ganadores con el libro impreso y encuadernado en el mismo momento del fallo, ganadores con contrato editorial firmado con el editor, jurados nítidamente cómplices o directamente cautivos de los deseos del editor.

«Sé muy bien cómo me gustaría que fuera la cultura polaca en el futuro. Sólo que cabe preguntarse si no extiendo a toda la nación un programa que no es más que mi necesidad personal». Lamentablemente, a mí me falta la imaginación de Witold Gombrowicz para proyectar el futuro de la cultura española incluso para el próximo cuarto de hora y, sin embargo, tengo la certeza de que hay un numeroso público dispuesto a formular sus ideas al respecto. El sistema de premios comerciales discrimina poco lo literario de lo mediático porque ha ido adaptándose cada vez más rutinariamente a su nueva función comercial y exclusivamente comercial: optimizar las ventas de un producto (autor y libro) con la resonancia mediática de un premio. Están tan a mano y salen tantos a cada rato que son casi siempre una desnuda provocación. Según ha escrito, a Juan Cueto le ha gustado uno de los últimos premios (lo sé capaz de leerse los restantes mil quinientos de la temporada); la novela trata de escritores, con la mano atea y sarcástica despierta, macerada en el rencor y en una amplia cultura literaria. Se titula Caja negra, su autor es Pablo Sánchez, el premio es el Lengua de Trapo y yo sé de la trayectoria del premiado (y de la limpieza integral del proceso del premio, en este caso) porque compartimos algunos años y algunos trabajos en un departamento de literatura española, el mismo departamento donde me propuse ganar una batalla total contra la melifluidad y la pequeñez del gusto estético y literario de una muchacha muy joven, una estudiante, cuando apareció por el despacho desenvuelta y convencida de que estaba bajo los efectos de una experiencia literaria única, intransferible, con el descubrimiento de su vida: la novela se titulaba El manuscrito carmesí, su autor era Antonio Gala y había obtenido el premio Planeta. Gané yo, y la muchacha aprendió a leer y a desestimar la vulgaridad novelesca, a ganarse a sí misma para una prosa y un mundo narrativos que no ratificasen su sensibilidad ineducada y cursi, sus propios prejuicios, la vulgaridad de sus sentimientos, la incapacidad para armar pensamientos complejos y más obvios que la mermelada de fresa.

Las dos circunstancias descritas son europeas, puede vivirlas el sistema cultural de cualquier país próximo con la salvedad estricta de que España dobla como mínimo el número de premios literarios que conceden los editores de otros países. Pero hay otra gruesa y decisiva diferencia que lo cambia todo un poco más: en ningún otro país los premios literarios se dirimen sobre obras inéditas, sino al revés. Los premios cumplen la función de avalar, ratificar o descalificar lo ya publicado por los editores, en lugar de respaldar enfáticamente lo que ha sido ya la decisión del editor. La rapidez de crecimiento económico de la industria editorial española ha sido inédito en Europa porque el país ha pasado de vivir en las décadas finales del franquismo en un régimen de subdesarrollo económico (que lo era también de la industria cultural), a una situación de plena integración en los sistemas del capitalismo y la explotación comercial de todo tipo de productos, incluida la literatura buena, mala o regular. La hipertrofia de la red de premios es crónica en España desde el invento del Nadal en 1944, desmesurada e inflacionaria, y es quizás uno de los síntomas más patéticos de ese aceleramiento vertiginoso, o de esas prisas del negocio de los libros frente a otros modos de persuasión y búsqueda de lectores menos descaradamente comerciales. Pero ese juicio puede invertirse y considerar sin el menor rubor la saludabilísima dispersión, acelerada y atrabiliaria, que ha vivido una cultura como la española, tan sumisa, tan humillada, tan miedosa y precaria en su capacidad de ofrecer alternativas múltiples, dispares, heterogéneas. Se habrán colado mil cosas anodinas entre tantas modernidades heterogéneas, pero han oxigenado el panorama y lo han sacado de las manos aduladoras y rancias de su humilde y seguro servidor. Quizás entre esas desventajas esté no haber logrado aún ganar una base suficiente de lectores no gregarios, autónomos, más libres e independientes de la publicidad masiva. En ese ámbito puede estar todavía uno de los agujeros negros de la democracia en forma de inmadurez de la cultura lectora, demasiado fiada a la orientación ajena o demasiado perezosa o rutinaria para explorar por cuenta propia. Lo que fue invento imaginativo para combatir una situación de emergencia, en plena posguerra y en plena descapitalización intelectual y moral, se ha convertido cincuenta años después en una rutina para situaciones de normalidad: un mero mecanismo promocional al que casi nadie renuncia porque tampoco nadie asegura del todo su carácter directamente dañino, e incluso algunos confían en su subsistente valor de descubrimiento.

En última instancia, sin embargo, la responsabilidad de lo que haya sucedido en el sentido más integral y pleno de la palabra está fuera de los lectores, al margen de ellos, y en todo caso son los menos responsables de la dinámica festivalera que afea hoy al sistema literario. Ese retrato, además, lo emite la gigantesca industria cultural de la comunicación y el entretenimiento (de la que un pedazo valioso y exiguo es la revista que leemos ahora). Me pongo en la piel de Gombrowicz por vía de inmersión en sus diarios y no se me ocurre nada seguro para reparar ni los desperfectos de banalidad ni la falta de compostura que ha traído la democracia. De vivir en otro país y de ser novelista, quizás envidiaría tantos premios, de tantos dineros muchos de ellos, para enseguida hacerme cargo melancólicamente de las consecuencias degradantes que tienen en la jerarquías sociales del mérito cultural y la estricta calidad.Y podría, por tanto, echar de menos nostálgicamente aquellos viejos y heroicos tiempos de plenitud cultural antifranquista, cuando el premio Biblioteca Breve se entregaba casi a una obra maestra detrás de la otra, y no como ahora, en que treinta años después, con su resurrección, ha recaído en escritores sin obra equiparable a la de ninguno de la etapa clásica del premio.

También había sido ejemplar el inicio del premio Nadal, cuando dejó con un palmo de narices y un resentido sentimiento de fraude a César González Ruano (no es el lugar, pero las cartas de ira y decepción que le manda a Ridruejo en 1944 describen la peripecia sin tapujos), porque perdió su novela y ganó Nada, y poco después llegó una época dorada para ese premio. Conectado inverosímil y astutamente con los mejores de los jóvenes de entonces, gracias en parte a la información priviligiada que tenía sobre todo ello Rafael Vázquez Zamora, pudo llegar a premiar lo que estaba haciendo el hijo de un jerarca como Rafael Sánchez Ferlosio, una tímida muchacha que calló como una muerta hasta que se falló el premio y se supo que Sofía Velloso era Carmen Martín Gaite («no un seudónimo como los de ahora, que son un secreto a voces, sino con todas las de la ley», dijo ella misma hace unos años), y cabrá suponer que el premio era tan fiable como para no aceptar las presiones que un novelista frustrado como José María Valverde había hecho sobre Ridruejo para que a su vez Juan Ramón Masoliver interviniese a su favor. Porque ni Delibes, ni Laforet, ni Martín Gaite, ni creo que Ana María Matute ni prácticamente ninguno de los quince primeros ganadores hubiesen podido saber nada de antemano o estar sobre aviso.

La larga lista de concursantes sin éxito (Juan Goytisolo, Juan García Hortelano,Antonio Rabinad) es todavía más clara. Después el Nadal se desorienta algo, rendido a la superioridad de los autores que atrae el Biblioteca Breve a lo largo de la década de los sesenta (pese a Álvaro Cunqueiro, por ejemplo, que fue Nadal en 1968 o Fernández Santos en 1970), y todo eso lo explica bien Antonio Vilanova en su introducción a 50 años del Premio Nadal (Barcelona, Destino, 1994). El equipo de lujo de Seix Barral, moderno, de izquierdas, casi sin pasado propiamente franquista y casi todos jóvenes revoltosos (Castellet, Carlos Barral, Gil de Biedma, Ferrater,Valverde), premia a un hombre próximo a ellos en 1958, Luis Goytisolo, y después a un casi perfecto desconocido, Juan García Hortelano, que es lo mismo que sucedió en la primera convocatoria del premio Herralde de novela casi treinta años después, al borde del precipicio en la primera convocatoria y gracias a un contacto personal de última hora (¿fue Carmen Martín Gaite ese contacto?), capaz de descubrir, como en los viejos tiempos, a un escritor excepcional al que se le concede el premio, Álvaro Pombo, que sería además, junto con Enrique Vila-Matas y Paloma Díaz-Mas (futuros ganadores del premio a su vez), uno de los finalistas de esa primera edición con El hijo adoptivo. Para entonces, Valverde había defendido ya a capa y espada para el premio Biblioteca Breve una obra maestra como La ciudad y los perros, en 1962, y el premio no va a dejar de encadenar, uno detrás de otro, grandes nombres de novelistas, algunos con contactos previos (el caso más obvio es el de Juan Marsé y seguramente el de Juan Benet, para Una meditación, después de haber sido desestimada Volverás a Región en una convocatoria anterior del Nadal), y otros sin ellos, o sin que fuese tan evidente la proximidad: Carlos Fuentes, Guillermo Cabrera Infante,Vicente Leñero.

En la década de los ochenta, la editorial Destino está viviendo cambios estructurales y el premio se relanza en busca de una literatura nueva, de, para, por y bajo la democracia.Aspira a resucitar su papel de la primera posguerra con la primera democracia consolidada, y los nombres son de excelentes prosistas sin grandes novelas, como es el caso de Manuel Vicent, frustrado Nadal de 1979 con Ángeles y neófitos y ganador en 1986 con Balada de Caín, o de excelentes prosistas capaces de ingenionísimas y turbadoras novelas, como Juan José Millás y su Nadal de 1990, La soledad era esto. Ninguno de los dos es un descubrimiento del premio, como no lo había sido el Umbral que gana con Las ninfas en 1975 el mismo premio que perdió con El Giocondo en 1968. Pero es que la década de los ochenta iba a ser del Herralde, capaz de colocar en el mapa de la narrativa de la democracia, entre premiados y finalistas, a Sergio Pitol, Miguel Sánchez-Ostiz, Félix de Azúa, Rafael Chirbes, Pedro Zarraluki, Justo Navarro y, en tiempos más recientes, Roberto Bolaño, Pablo d'Ors o Alan Pauls, sin que el jurado haya alterado cuatro de los cinco jinetes que lo dirimen desde 1981 hasta hoy: Juan Cueto, Salvador Clotas, Esther Tusquets y el propio editor. Concursan en el Nadal de los ochenta un promedio de doscientas obras, la mitad de los que suelen concurrir al Planeta y el doble de lo que atrae el Herralde de novela.

La llegada de Rafael Borrás a la editorial Planeta en 1973 está minuciosísimamente contada por él mismo, y su dirección literaria casi desde el mismo momento también, en dos gruesos tomos de memorias, La batalla de Waterloo y La guerra de los planetas (ambos en Ediciones B): miles de datos se esparcen allí y, entre ellos, sensatas consideraciones sobre el modo de relanzar un desprestigiado premio como era el Planeta por entonces. Hoy su prestigio popular es absoluto, unánime e ingobernable: su nivel de consolidación en España es sólo comparable al que tienen algunos de los galardones o distinciones institucionales como los Nacionales o el Cervantes, pero en absoluto es comparable con los otros dos con crédito literario que controla la misma empresa Planeta, es decir, el Nadal y el Biblioteca Breve, ni tampoco los comerciales como el Ateneo de Sevilla o el Fernando Lara, y desde luego sin competencia posible en ese terreno con el premio Herralde. El Planeta es como antes el Partido,El premio, y así tituló Manuel Vázquez Montalbán una novela que aprovechaba cosas de las que sabía y de las que sabían sus amigos sobre la peripecia de ese premio, por lo demás tan pública y conocida, tan bien seguida por los periodistas. No pongo yo la ironía: el prestigio es esencialmente una medida social de apreciación del valor de algo, y ninguna televisión o periódico dedicará tanto espacio y atención y conexiones y entrevistas en directo a ningún premio, de manera que es sin ninguna duda el más popularmente prestigioso fuera y dentro de España. Sólo está desprestigiado en los propios circuitos literarios, entre editores, comentaristas y escritores (incluidos los que ya lo obtuvieron), precisamente porque se procura desprestigiarlo, rebajarle el crédulo crédito al que lo ha elevado su inmediato impacto mediático. Pero esa lima tiene repercusión cero en la realidad social y cultural española, y las reseñas de los libros mismos premiados, cuando son negativas, juegan en otro terreno. En el de la industria del libro y la cultura, el premio Planeta carece de rival inminente, y no es casual que haya captado ganadores en los medios televisivos y haya atraído sobre sí la imagen del libro necesario del año, como los medios próximos al diario El País tratan de convertir el premio Alfaguara en el otro centro de la literatura comercial.

Porque seguramente Juan Cruz y el Premio Internacional Alfaguara es lo más próximo al relevo que yo pueda ver en el panorama reciente, en lo que hace a medios económicos, estrategias de mercado y promocionales, y selección de autores premiados, y me recuerda en gran medida el papel que desempeñó Borrás cuando reimpulsó el premio Planeta en los años setenta. El mercado interior de lectores, en evidentísima expansión entonces, era el terreno propio de Borrás, mientras que el que ha de pisar Juan Cruz está fuera de las fronteras seguramente, y de ahí la naturaleza marcadamente prohispanoamericanista del Alfaguara. Es una señal que define también la ruta del Biblioteca Breve y el Anagrama en las últimas convocatorias.

La tónica general de esos premios y de la mayor parte de los más conocidos y mejor dotados sigue una pauta semejante: son libros solicitados, sugeridos, instados, propuestos, animados o alentados por el editor en busca de un autor, de manera no disímil a como actúan la mayor parte de editores con su catálogo ordinario. Ponen las orejas, están atentos, tratan con escritores y son amigos de escritores, los escritores son amigos o enemigos entre sí y se explican y se explayan y se alían y a veces hasta se delatan y se confunden, de manera que la información sobre proyectos, novelas empezadas, libros indecisos o precipitadamente terminados, o malhadadamente inconclusos a tiempo, forma parte de la rutina de un editor sin que haya allí nada distinto que el ejercicio de un oficio practicado a todas horas.Y estar atento significa observar el panorama, conocer a los autores, y aspirar a atraerlos a un premio con beneficio mutuo si las expectativas se cumplen. Un editor como Jorge Herralde ha hablado de los premios como el principal método de tráfico de autores, y así los saltos de una editorial a otra de novelistas están vinculados a la dotación económica de un premio. Porque ese premio de 30.000 euros o de 200.000 euros, y son cifras en ambos casos reales, funciona como contribución suculenta a las cuentas de un escritor que ha aceptado entrar en un mercado donde los beneficios constituyen parte de la vida profesional del autor. Lo cual, dicho así, parece una cosa tan primaria que no acaba de entenderse dónde puede estar el problema. El hecho de que Juan José Millás gane el premio Primavera de Espasa Calpe, al igual que ganó antes el Nadal, siendo autor hoy sustancialmente fiel a Alfaguara, describe una realidad industrial más compleja que antes. El escritor (aunque puede que ni llegara a imaginarlo cuando empezó a escribir a oscuras) es un valor de marca, un reclamo, un producto que un editor desea adquirir para hacer dinero con sus libros. La fealdad espantosa de la frase no está reñida con la pureza inmaculada de la literatura. Lo está seguramente con un modelo de funcionamiento anterior, si no preindustrial, sí más artesanal, menos económicamente determinado, más amistosamente entrañable, en la línea de lo que dan por extinto editores como André Schiffrin en su hermoso y elegíaco La edición sin editores (Barcelona, Destino, 2000).

Sin embargo, un escritor de menor entidad novelesca que Millás, como Fernando Sánchez Dragó, se ha declarado más de una vez partidario radical del sistema (y acaba de recordarlo con contundencia y veracidad en Historia de los premios Planeta, Barcelona, Planeta, 2006): fue dos veces finalista de ese premio y en una ocasión vencedor. No tiene nada contra ellos, excepto las latosísimas promociones que ganador y finalista deben aceptar junto al cheque.Y hay una razón indefectible, y es que cada premio lo dirime la mayoría de un jurado con nombre, apellidos y biografía literaria o editorial. No hay más responsable de la victoria de Maria de la Pau Janer, o de César Vidal, o de Antonio Muñoz Molina, o de Álvaro Pombo en sus respectivos premios que el autor con su obra y la mayoría de votos del jurado que emite su fallo. Examinar desde otro ángulo el asunto es una forma de despejar pelotas fuera del gremio literario y mandarlas al mercado para rebajar la responsabilidad de quienes la tienen estrictamente. Son los jurados quienes aceptan o rechazan las reglas del juego y toman sus decisiones por convicción, conveniencia e interés (o desinterés), incluso si el editor ha jugado sus propias cartas, y entre ellas puede estar la criba de cinco originales finalistas donde sólo hay uno mínimamente aceptable y que con todas las de la ley acabará defendido como el mejor de los posibles.Y habrá ganado el candidato promovido por el editor.
 

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Lo que podía parecer una situación muy específica de España quizá no lo es tanto, de acuerdo con algunos indicios y algunas consideraciones (sin duda terriblemente insuficientes). Siegfried Unseld estuvo al frente de la editorial Suhrkamp desde 1959 y en 1978 publicó algunas conferencias sobre su experiencia de editor. En una de ellas se extendía sobre los modos de encajar un proyecto intelectual y literario en el mapa de un sistema capitalista desarrollado: «Quien lucha en este terreno por una transformación, cree que la cultura debe democratizarse; quien entiende por cultura un proceso de humanización de la vida cotidiana, ineluctablemente entra en conflicto con su tiempo, y esto es válido especialmente para el editor que no participa en la caza del simple best seller, sino que publica libros para apoyar lo que puede y debe ser, es decir, lo que es progresista, en oposición a lo que simplemente es, es decir, lo puramente afirmativo. No es una contradicción organizarse de modo capitalista y editar literatura progresista» (El autor y su editor, Madrid, Taurus, 1985, p. 19). Por estas mismas fechas, España estaba lejos de ser nada parecido a Alemania en términos de industria editorial y literaria y, sin embargo, sí comparte en esencia los problemas de encaje entre un editor literario y un sistema ineluctablemente capitalista. La salida del desprestigio culto del Planeta justo en esos años tuvo mucho de maniobra inteligente, actividad industriosa y perspicacia histórica. Borrás supo hacer encadenar tres premios Planetas que lograron un efecto de legimitación duradero (y tentador) a quienes sólo unos pocos años atrás se habrían abochornado de comprar o exhibir un premio Planeta (que es donde estamos ahora en los medios intelectuales y literarios). Pero en la transición más caliente, casi predemocrática, las cosas fueron de otra manera. Al mismo tiempo que fundaba Borrás una colección contaminada del fraquismo de su dueño, José Manuel Lara, y que se llamó Espejo de España, el premio de novela se postuló y actuó como aliado del cambio que había de vivir la sociedad española, y quizás el más simbólico de todos fue Jorge Semprún, quien accedió a ganar el premio de acuerdo con la dedicatoria que Borrás transcribe en La batalla de Waterloo, y más aún con las extensas explicaciones del segundo tomo sobre este y otros casos. Después fueron en 1977 Juan Marsé y en 1978 Manuel Vázquez Montalbán, con finalistas como Juan Benet en 1980.

El impacto social e ideológico entonces de esos triunfadores tuvo mucho de sentimiento de traición para la izquierda menos integrada porque significaba una suerte de claudicación bajo el icono del capitalismo editorial en España. Legitimó democráticamente un premio e instaló a la izquierda en la democracia capitalista, posrevolucionaria y posfranquista. Con sintaxis y gramática muy retorcida, Unseld trata en la misma página de legitimar consoladoramente la subversión del orden capitalista desde el interior del orden. Cito, y prepárense para el laberinto: «Una empresa organizada de modo capitalista que contribuye a esclarecer la estructura psicogenética del individuo y la estructura sociogenética de la sociedad, y al mismo tiempo el fundamento sobre el que la misma se erige, contribuye objetivamente más al progreso que si, por una supuesta etiqueta progresista, renuncia a ese fundamento que le permite ejercer una influencia de la que puede esperarse que transforme al individuo y a la sociedad misma». Es inconfundible el aroma de la izquierda socialdemócrata y pactista alemana que, desde luego, España todavía no tenía por entonces. Incluso podría formularse de otra manera, y eso fue lo que tuvo de pionera la actividad de al menos tres de esos cuatro escritores vinculada a Planeta: ampliar el público para un pensamiento que seguía siendo crítico y progresista. Usaba la casa del poder, pero no su lenguaje ni su ideología. Borrás cuenta que Semprún se convenció de concursar pensando en la difusión potencial de su libro Autobiografía de Federico Sánchez, y el propio Manuel Vázquez Montabán contó eso mismo de muchas maneras directas e indirectas (la más indirecta de todas seguramente su testamentaria novela El estrangulador). Planeta parecía convertirse en la vanguardia ideológica y popular de una izquierda en fase de aclimatación a la democracia, cuando en realidad la lectura mayoritaria que la izquierda hizo de esos premios fue la claudicación traidora de intelectuales burgueses o en fase muy crítica de aburguesamiento.

De golpe, aquel trío, junto a Juan Benet, venía a hacer legítimo el éxito de ventas de un escritor de izquierdas y podía empezar a corregirse la angustiosa y patética tendencia a equiparar éxito de público con mediocridad congénita. Esa inercia la hizo pedazos la narrativa hispanoamericana de García Márquez,Vargas Llosa o Julio Cortázar al menos una década y pico antes, a veces también con premio. Sin embargo, a la altura de 1980, Ángel Sánchez Harguindey no tenía dudas sobre el significado de la edición del Planeta 1980 con Benet de finalista por El aire de un crimen: «Puede ser definida como la transgresión radical de una norma no escrita: presentarse a un premio no es indigno», y podía ir ya terminándose con el «principal quebradero de cabeza» que es para «los escritores dignos» el premio Planeta. Benet ya le había contado con detalle a Harguindey la oferta insistente de Borrás, la satisfacción de Lara padre por verlo de concursante sin seudónimo (porque Benet rechazó el pacto de la plica), la firma del contrato por dos millones antes del fallo (y dos millones era la cuantía del finalista) e incluso la entrega fuera de plazo del manuscrito (la crónica se recoge en Juan Benet, Cartografía personal,Valladolid, Cuatro ediciones, 1997, pp. 167-168).

Y esa primera conciliación de mercado y literatura puede haber sido el origen de una acentuada degradación actual del sistema mismo, como si estuviese llegando a un final de ciclo en el que la permisividad y la encanallada costumbre hubieran ido escalando puestos que conducen a un cinismo más holgado, descarado e impúdico de lo que pudiera serlo antes, en justa correspondencia con la expansión de un semejante cinismo al resto de ámbitos sociales. Las toxinas éticas del capitalismo salvaje existen y degradan: resignarse a ellas o incluso aceptarlas como mal menor no significa negarlas ni tampoco por fuerza responder apocalípticamente (o melancólicamente) como si algún ser supremo e inmaterial (como el mercado) fuese responsable de todo ello, y no lo fuésemos quienes hemos participado de un modo u otro en el embrollo, como candidato, presentador, crítico, lector, comprador, informador o ese reducido pero nada pequeño club de miembros de jurados de premios.

Quizá, por tanto, el caso español es raro sólo en la proliferación de premios a manuscritos, pero no en la lógica de fondo de la industria cultural europea, o es raro sólo en la vistosidad follonera de un fenómeno común. En un análisis comparativo entre España y Alemania, publicado en 2001, Hans-Jörg Neuschäfer proponía algunas diferencias y semejanzas entre ambos sistemas literarios para concluir con rotundidad que en Alemania había resistido el «estatus semirreligioso» de la literatura junto con «una normatividad casi metafísica» que le había permitido oponerse «al reino del nuevo Dios único y verdadero», que pronunciaba, sin embargo, en francés, «le Dieu Capital», porque tomaba la frase de un novelista de hace cien años, Émile Zola. España estaba en lo segundo, evidentemente, porque aquí la literatura se había dado al mercado en cuerpo y alma, incluida la izquierda y el hermetismo legendario. En Alemania hay pocos premios, no tienen excesiva dotación económica, carecen del glamour español, apenas alcanzan resonancia mediática, e incluso pueden resultar perjudiciales para la apreciación del selecto reducto de los «entendidos» (López de Abiada et al. (eds.), Entre el ocio y el negocio, Madrid,Verbum, 2001, p. 210). Ni peor ni mejor literatura, sino procedimientos de comercialización distintos, sobre la base de sociedades con valores jerarquizados de manera más firme o solvente, e incluso más púdicamente. Porque el factor de diferencia verdaderamente llamativa, escribe Neuschäfer, tiene que ver con la ubicuidad de los escritores como mensajeros, portavoces, avaladores, transmisores y en tantísimas ocasiones receptores de aquellos premios que han contado con ellos como candidatos primero, jurados a menudo, autores casi siempre. El bochorno cultural germano de verse mezclado con una operación mercantil –un anuncio, una presentación, una entrega social de premio, una cena con cámaras, un reportaje televisivo que en directo retransmite el acto del fallo o las deliberaciones del jurado– veta toda posible contaminación, al menos hasta la fecha, de este tipo de mecanismos promocionales que las editoriales en España inventaron para vender libros y que los autores han aceptado porque los venden. No parece mucho más compleja la situación vista de esta manera: existen muchos más premios y tienen muchos más beneficios, editor y autor, en España, porque la industria editorial y literaria o, mejor, esencialmente literaria, no ha escapado a la dinámica rigurosamente nueva, moderna o posmoderna, que ha arrastrado a la parte más comercial de la edición literaria hacia el campo de cualquier otra industria del espectáculo o del entretenimiento. Y encima, en España, frente a la severa asepsia germana, no tenemos crítico que haga de Gran Crítico («un rol social que en España no existe», dice Neuschäfer), y si alguno lo pretende es carne (y espíritu) de la rechifla general, si no de cosas peores.

Y quizá por eso también podría ser aconsejable ensayar otros métodos antes que seguir con la hipócrita cantinela de protesta contra los premios comerciales cuando muchos escritores alteradísimos con esa deriva patológica han sido o fueron ellos mismos beneficiarios del sistema. Su perversión progresiva no ha variado cualitativamente el modo de operar y lo que antes era comercialmente viable y rentable (una izquierda como la que encarnaban Marsé o Semprún) parece haberse escorado hacia los presentadores televisivos de actualidad (pero eso vale sólo para la órbita de los Planeta). Sociedades menos atropelladamente democratizadas e industrializadas que la nuestra, como la británica, han buscado una manera alternativa de promover la venta del libro de literatura. O, mejor, han hallado una fórmula que preserva los requisitos de calidad y exigencia literaria sin renunciar del todo a la popularidad de los escritores contemporáneos menores o mayores. La revista británica Granta, bajo la dirección de Ian Jack, ha publicado ya tres números en torno a Los mejores jóvenes novelistas británicos. Aparecieron en 1983, 1993 y el último en 2003, y es en éste donde el director apunta algunos de los cambios vividos en veinte años en lo que hace al valor de icono o de marca que no todos pero sí muchos escritores han obtenido. Se remonta a principios de los ochenta para contar un acto de «nacionalismo cultural» impulsado por el Consejo de Marketing del libro con el fin de llamar la atención sobre la valía de los nuevos escritores británicos: «Verlos a todos juntos resultaba algo extraño, como una pieza de nacionalismo cultural más propia de la Segunda Guerra Mundial: escritores contra Hitler. Extraño, en realidad, el mero hecho de verlos: en aquella época, los escritores todavía eran personajes privados, sus vidas públicas se limitaban principalmente a lo que estaba impreso en la página» (p. 3), a excepción, evidentemente, del «estrecho círculo de las editoriales de Londres».

Nada es así ahora en Inglaterra ni tampoco en España y la producción de libros literarios no escapa a una ley que es más general y no exclusivamente literaria: tampoco las promociones de las películas, ni las moribundas gesticulaciones de los Papas, ni las inauguraciones de las Olimpiadas, ni las conferencias mundiales de políticos, ni los encuentros de la NBA, tuvieron antes el tratamiento descaradamente mercantil y promocional de hoy. Si los escritores se desenvolvían bien con las cámaras y sus personalidades públicas importaban tanto o más que sus propios libros, podía ser innecesaria incluso la promoción a través de ese primer Granta dedicado a ellos: «Poco a poco, y vagamente –escribe Ian Jack–, tomé conciencia de que era ese mismo bombo que a menudo rodea a la autoría lo que hizo que Lo mejor de la narrativa británica fuese incluso más necesaria. Lo que en un principio había sido un ejercicio para promover la novela literaria en un momento en el que había muy pocos focos iluminando esta rama particular de la cultura puede ahora desempeñar un papel nuevo para el consumidor como guía independiente de novelistas que merecen ser leídos en una época en la que […] tantísimos focos están controlados por el dinero del márketing y la suma del anticipo a los escritores» (pp. 3-4 de Granta en español, núm. 0, verano/otoño de 2003). Llanamente, eso significa la desconfianza generalizada que el sistema ha engendrado sobre lo que presenta como literatura, y la necesidad de hallar mecanismos correctivos para mantener las ventajas del sistema y remediar sus nuevas desventajas o perjuicios. La opción particular ha sido una combinación de literatura y mercado sin deplorar el mercado ni abandonar a su suerte a los escritores: el mecanismo corrige las nuevas condiciones que la industria cultural y el capitalismo global han inventado para no dejar de leer y publicar buena literatura, aun cuando la mayor parte de los lectores españoles seguirán viviendo bajo la conciencia prestigiosa del Planeta.

La consecuencia del nuevo mapa de los últimos veinte años no es unánime ni universal, pero las cosas han cambiado de aspecto y de función. El oficio de descubrimiento que tuvo el Nadal o el Biblioteca Breve, a veces en sentido estricto, se ha convertido en un papel difusor y exaltador, lo cual ha propiciado la instalación en la minoría del circuito literario de dos cosas: la renuncia a cambiar el sistema de premios, reproduciéndolo a escala menor, y la fatalidad con la que se convive con la rampante vulgaridad premiada (y mediáticamente entronizada como eximia excelsitud). Nadie se cree nada, por supuesto, y la única cosa segura en el sector es, por tanto, que entre los partidiarios del sistema y su actual funcionamiento están sin duda los concursantes con obra publicada ya y la aspiración irreprochable de aumentar su audiencia, o ratificar un crédito o ganar dinero.A menudo de acuerdo con su agente literaria y sus recomendaciones o indicaciones o sugerencias. No difiere esa práctica sustancialmente en los últimos treinta años y se aplica hoy a cualquier género y con cualquier aspiración literaria: los que se remontan a las esencias (porque hay premios también para esencias) y los que transigen con la mugre costumbrista, los que hacen aventuras y los que postulan géneros intermedios o mixtos o infiltrados, los que navegan en muchas aguas y los que sólo navegan a remo.

Es noticia reciente y conocida que un antiguo premiado como Juan Marsé con el Planeta de los tiempos heroicos ha desistido de mejorar los filtros de selección de originales y se ha retirado del jurado al ver desatendidas sus reclamaciones. José Manuel Caballero Bonald ha sido jurado del reciente Biblioteca Breve que ha ganado Luisa Castro sin protestar el resultado, pero sí deploró el reaccionarismo ideológico de la novela vencedora en otro jurado literario que había presidido. ¿Quieren tomarse como indicios de un bochorno contagioso? Es lo que son: llamadas de aviso o de hastío o de saturación del propio sistema. Quizá la más radical, en todos los sentidos, es la que ha emitido el fallo desierto de un premio de ámbito español e hispanoamericano, fallado en la feria de Guadalajara, que había aspirado a cumplir con requisitos de exigencia y calidad fuera de lo común. Es lo que intentó Tusquets, no era la primera vez y no es casa precisamente inexperta en la evaluación de originales y candidatos para otro premio tan consagrado y valioso como el Comillas de biografías y memorias. Los tres son indicios del deseo de algunos editores de saltar del tren en su marcha alocada y reforzar la confianza y el crédito de lectores menos gregarios. No todos los premios aspiran al prestigio del Planeta y se conforman con llegar a aguas menos populosas, quizá desde la conciencia de que una novela de Roberto Bolaño como Los detectives salvajes, o una novela como El jinete polaco, de Muñoz Molina, podrían intercambiar los premios que respectivamente obtuvieron, pero no sirven ambas para señalar el criterio de calidad de cada uno de los dos premios en cuyo palmarés están (el Herralde y el Planeta). La primera es norma plausible del Herralde, la segunda es excepción del Planeta, mientras que el Nadal animó una novela joven sobre jóvenes que está muy lejos de la recién premiada novela de Eduardo Lago, Llámame Brooklyn, que ni es joven ni escribe para jóvenes sino que es una larga, meditada y compleja novela de autor aplazado, lentamente madurado. El mundo novelesco de Maria de la Pau Janer, que ha ganado el último Planeta, está muy cerca de las series televisivas de producción propia en las sobremesas catalanas (si conecta TV3), y apenas tendrá nada que ver ni con Mario Vargas Llosa y su Lituma en los Andes ni con el mundo de Antonio Muñoz Molina y su El jinete polaco, pero tampoco con algunos otros anteriores o posteriores a ese premio.

Ni siquiera la astuta selección de este o aquel título para contar la historia de los premios servirá de gran cosa sin instalar ese fenómeno en coordenadas más generales o, por el contrario, ceñirlo a las más particulares.A mí me ayuda a terminar una noticia que me manda Enrique Vila-Matas porque se la he pedido, aparecida en El País, firmada por Miguel Mora y Amelia Castilla el 27 de enero de 2001.Ambos cuentan la peripecia que siguió el «II Premio Casa de América de Narrativa Americana Innovadora», editado por Lengua de Trapo y dotado con un millón de pesetas, para alcanzar un acuerdo suficiente sobre el resultado. El presidente (Enrique Vila-Matas) y los miembros del jurado (Juan Villoro, Héctor Abad, Eduardo Becerra y la jefa de comunicación de Casa de América,Ana López Alonso) habían desestimado de común acuerdo las cinco novelas finalistas que el equipo de la editorial había cribado y decidió reclamar información sobre los originales desechados hasta que apareció una caja grande con un manuscrito que era varios manuscritos y contenía setecientas páginas de una novela que era varias novelas, o al revés. Esta circunstancia fortuita (la caja, no el manuscrito) estuvo en el origen de la curiosidad por leer todas esas páginas que Villoro confió en que no fuesen buenas (para no tener que leerlas) y que resultaron ser inmejorables. No porque fuera, según la crónica de El País, una novela perfecta y maravillosa, pero sí una novela moderna, literaria y distinta, aunque desde luego no era exactamente comercial como el propio autor, el argentino Tulio Stella, sabía muy bien. No es un cuento de hadas, pero tampoco un cuento verdadero: es un cuento que parece una ficción romántica para seguir creyendo que los premios no son fundamentalmente medios de promoción de autores. El caso que acabo de contar puede que no valga de modelo y está tan tocado por el dedo del azar y la extravagancia, que podría estar atado directamente a la invención de Vila-Matas. Pero al menos define con precisión quiénes dan o dejan de dar los premios literarios.

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