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Pixels en el paraíso de las cibercompras

Las corecciones

JONATHAN FRANZEN

Seix Barral, Barcelona, 736 págs.

Trad. de Ramón Buenaventura

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1. UN WASP EN HARLEM

Todo empezó la mañana en que el novelista imprimió el borrador del primer capítulo y lo metió en un sobre dirigido a Farrar, Straus & Giroux. A la vista de doscientos folios, un alto ejecutivo le ofreció firmar un contrato cuya cifra era tan elevada que debía mantenerse en secreto. El escritor alquiló un estudio en Harlem y no quiso saber nada del mundo hasta el momento en que puso punto final a la novela. Con la entrega del manuscrito, ocho años después, dio comienzo una de las peripecias editoriales más asombrosas de los últimos tiempos. El origen de la leyenda no está claro, pero lo cierto es que llevaba tiempo circulando a pesar de que prácticamente nadie había tenido acceso al texto. Durante meses, en los pasillos de las editoriales de Manhattan no se hablaba de otra cosa. Al parecer, la «gran novela americana» que todo el mundo llevaba esperando desde hacía décadas por fin se había hecho realidad. Se titulaba Las correcciones y su autor, Jonathan Franzen, no era exactamente un advenedizo. Cuando el libro salió a la calle, los datos confirmaron con creces las expectativas que había despertado. Cuantiosas partidas de ejemplares desaparecían nada más llegar a las librerías. En un abrir y cerrar de ojos, la novela copó los lugares más altos de las listas de best-sellers. Mientras en los Estados Unidos se agotaban las tiradas, en las ferias profesionales, las editoriales más potentes del mundo se disputaban los derechos de traducción. En Hollywood tuvo lugar un forcejeo similar entre las productoras que optaban a los derechos cinematográficos. A los pocos meses, un boletín confirmó la noticia de que las ventas habían superado el millón de ejemplares, y suma y sigue. Sin duda, un éxito espectacular, aunque desde un punto de vista estrictamente comercial, la cosa no era para tanto. Tom Clancy o Michael Crichton, pongamos por caso, logran vender todavía más, y eso que sacan títulos nuevos al mercado con metódica periodicidad. Y como ellos, unos cuantos más. Entonces, ¿qué tenían de especial Franzen y su novela? Dos cosas, parece ser. En primer lugar, la desproporcionada atención otorgada por los medios de comunicación a Las correcciones hizo que el libro trascendiera el ámbito de lo literario, convirtiéndolo en un fenómeno de masas. El tratamiento dado a su autor hacía pensar en una estrella del rock o del deporte, más que en un novelista. En segundo lugar, el gran público no estaba interesado en el libro porque esperara encontrar en él las características que normalmente se asocian con lo que normalmente se entiende por best-seller, es decir, un producto de consumo rápido, destinado a proporcionar una forma de entretenimiento superficial. La gente sabía, porque se lo había advertido la prensa, que Las correcciones era una novela seria, incluso difícil y sombría. Lo fascinante del caso es que la buscaban porque estaban deseosos de aceptar el reto que les planteaba su lectura. Para cientos de miles de hombres y mujeres, enfrentarse a un libro así suponía la posibilidad de reencontrarse con algo que los nuevos tiempos parecían haber borrado de su horizonte vital: la buena literatura.

2. LITERATURA Y MERCADOTECNIA

Teniendo en cuenta la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos, todo apuntaba a que aquel era exactamente el objetivo que se había trazado el autor desde el primer momento. Antes de sopesar la hipótesis, parece oportuno examinar tres cuestiones de fondo: a) ¿cuál fue el veredicto de la crítica especializada con respecto a la supuesta calidad de la novela?; b) ¿hasta qué punto estaba involucrado el autor en la impresionante operación de marketing urdida en torno a Las correcciones?, y c) en la medida que ello pueda servir de punto de referencia, ¿qué recepción tuvo el libro entre las instituciones literarias que otorgan premios de prestigio?

Contestar la primera pregunta requiere poco espacio: del apabullante número de reseñas dedicadas al libro, un número muy elevadado –de entre las de mayor solvencia, se entiende– se mostró contundentemente favorable. Podía haber diferencias de grado o de matiz pero, en conjunto, críticos y creadores coincidieron en señalar que Las correcciones eran una propuesta narrativa seria, de gran interés e innegable mérito literario.

La segunda cuestión es más difícil de dirimir. La reacción del escritor en un momento en que le pareció que el status artístico de la novela podía resultar perjudicado si se daba preeminencia a consideraciones de orden mercantil, puede arrojar algo de luz acerca de cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Me refiero al denominado escándalo Winfrey. Cuando, en medio del furor desatado por los medios de comunicación en torno a Las correcciones, Oprah Winfrey, presentadora de uno de los programas de televisión con mayor índice de audiencia de los Estados Unidos, seleccionó la novela como título del mes de su celebérrimo book-club, Franzen rechazó categóricamente la distinción. Conviene aclarar que cada vez que esta presentadora se dispone a designar un título, los editores de su país se echan a temblar, y no es para menos, si se tiene en cuenta que el gesto se traduce automáticamente en la venta de más de medio millón de ejemplares del libro en cuestión. Franzen justificó su reacción diciendo que había escrito una obra seria y que prestarse a un juego así podía perjudicar la reputación de su novela. Todo el mundo, incluido un buen número de escritores serios, acusó a Franzen de elitista, pero nadie pudo poner en duda su actitud inequívocamente anticomercial. Es más, en la larga historia del programa –y entre los escritores seleccionados figuran nombres de la talla de Toni Morrison y Joyce Carol Oates– jamás había hecho nadie nada semejante. En un lugar como los Estados Unidos, caracterizados por el propio Franzen en un artículo que se comentará más adelante como «un país donde el dólar es la medida de la autoridad cultural» y en el que «hacer dinero siempre ha sido un elemento absolutamente fundamental de la cultura», el novelista había desdeñado beneficios materiales de gran cuantía… en nombre de la buena literatura.

En lo que se refiere a la sanción de la obra por parte de instituciones encargadas de otorgar galardones literarios de innegable reputación, después de quedar finalista de los premios Pulitzer y PEN/Faulkner, Las correcciones obtuvo el National Book Award. Hagamos, pues, balance: mimada por el gran público y los medios de comunicación, la novela de Franzen era un best-seller que contaba con el espaldarazo de la crítica y el reconocimiento institucional del mundo literario. Hay libros que logran destacar en una esfera u otra, a veces más. Pero ¿en todas a la vez?

3. EL JARDÍN DE LAS DUDAS

Con anterioridad a Las correcciones, Franzen había escrito dos novelas que lo convirtieron en uno de los autores más interesantes de la generación epigonal del posmodernismo: La ciudad número 27 (1988) y Strong Motion (1996). La crítica vio en ellas construcciones narrativas difíciles y ambiciosas, con momentos de gran brillantez en las que Franzen demostraba ser un autor excepcionalmente dotado para la sátira social. Por otra parte, dentro de su generación, el autor se sentía parte de un grupo de escritores que pensaban que el arte de la ficción necesitaba adentrarse por nuevos derroteros. Formados a la sombra de los grandes maestros del posmodernismo, autores como David Foster Wallace, Mark Leyner, A. M. Homes, William T. Vollman, Richard Powers y el propio Franzen se encontraban en una difícil encrucijada: descartada la opción del realismo de corte tradicional por parecerles una vía muerta, pensaban, por otra parte, que el posmodernismo cultivado por sus maestros había cumplido su papel histórico. El saludable experimentalismo de la primera época había dado paso a un despliegue delirante de paroxismos metaficcionales cada vez más vacíos de emoción, en un manierismo ultraintelectual y autorreflexivo que había llevado a la novela a un callejón sin salida. Quien mejor representaba la posición en que se encontraban los nuevos autores probablemente fuera David Foster Wallace, amigo de Franzen y autor de La broma infinita, novela de más de mil páginas, considerado el título más emblemático de los noventa. El propio Wallace se encargó de levantar acta de defunción del posmodernismo en una hilarante parodia de los procedimientos característicos del movimiento llevada a cabo en una nouvelle titulada Hacia el Oeste, el avance del Imperio continúa.

Curiosamente, la trayectoria individual de Jonathan Franzen como narrador reproduce la que hubo de seguir el movimiento que él y sus compañeros se habían propuesto liquidar: es decir, un desplazamiento gradual desde la periferia al centro en aras del ideal de accesibilidad. El mismo Pynchon, unánimemente respetado por aquellos jóvenes que buscaban otra vía de expresión, demostraba en sus últimas obras una mayor voluntad de acercamiento a los lectores. Mason & Dixon, su obra más accesible, incluso llegó a ser un best-seller. Algo parecido le ocurrió al último escritor admitido en el panteón posmoderno, Don DeLillo. En Underworld, novela en la que, como en el caso del último Pynchon, rigor y calidad se conjugaban con una clara voluntad de accesibilidad, también logró un extraordinario éxito de ventas. Más transparente que Mason & Dixon, esta vez, además de comprarla, mucha gente leyó y disfrutó de la novela. Con DeLillo, cuyo magisterio ha reconocido repetidas veces Jonathan Franzen, estamos a un paso de que se complete el ciclo, cosa que ocurrirá por fin con Las correcciones. Sólo que, para lograrlo, Franzen hubo de llevar a cabo un plan considerablemente revisionista. Veamos en qué consistió.

4. EL IMPERIO DE LA IMAGEN

Después de Strong Motion, Franzen cayó víctima de una parálisis que le impedía sentarse a escribir su siguiente novela. ¿Cuál era el obstáculo, si estaba seguro de su talento, gozaba de prestigio, y podía vivir de lo que escribía? El problema estaba, efectivamente, fuera de él, pero tenía raíces muy profundas: Franzen se sentía paralizado porque cada vez estaba más convencido de que escribir literatura de ficción a finales del siglo XX era sencillamente un anacronismo. Ser novelista era una profesión obsoleta. Una tarde, en plena guerra del Golfo, vio por televisión unas imágenes del bombardeo de Bagdad en directo. Al rechazo moral se añadía una reflexión inquietante: frente al poder de los nuevos medios de comunicación, caracterizados por su capacidad para renovarse, no ya de día en día, sino de hora en hora, ¿qué espacio le quedaba a un modo de expresión como la novela? En la era de la imagen, presidida por la avidez de información y novedad, para la inmensa mayoría de la gente la lectura es un ejercicio circunscrito a los márgenes de una pantalla de ordenador: pixels flotando en un espacio virtual. Así las cosas, ¿quién dispone del tiempo cualitativo que exige la lectura de una novela? Y lo que es peor: crear ficciones, para contárselas ¿a quién?

Tales reflexiones constituyeron el punto de arranque de un largo ensayo titulado Tal vez soñar: razones para escribir novelas en la era de la imagen (1996). Para Franzen era urgente resolver la cuestión de si existía un lugar para la literatura seria de ficción en la cultura contemporánea. De ser así, y puesto que había una desconexión real entre la literatura como medio artístico y el público a quien iba dirigida, había que encontrar un modo efectivo de restablecer el contacto. Desde la época de la gran novela, las cosas habían cambiado drásticamente. Franzen constata un dato palmario: «Hace un siglo, un hombre culto leía unos cincuenta títulos de ficción al año; hoy día, como mucho, quizás cinco». La cuestión no es sólo que mientras que hubo un tiempo en que la novela era el medio primordial de instrucción, hoy día esa tarea la desempeña mucho mejor la tecnología. El problema afecta incluso al contenido. Como se pregunta Sven Birkerts en Las elegías de Gutenberg: «¿Qué historia hay que contar acerca del norteamericano medio cuya jornada consiste en dormir, trabajar delante de una pantalla de ordenador, ver la televisión y hablar por teléfono?».

En realidad, Tal vez soñar tiene poco de novedoso, en el sentido de que lo que hace Franzen con el ensayo es añadir su nombre a los de los muchos novelistas que han sentido la necesidad de reflexionar acerca de lo que significa escribir ficción en las circunstancias históricas que les tocó vivir. Lo interesante es ver dónde pone el énfasis, y las ideas que tiene más presentes Franzen son las de Henry James, Philip Roth, Don DeLillo y Tom Wolfe, escritores de talento y trayectoria desigual, pero que tienen en común su interés por el status de la novela social, que es la forma de ficción que a Franzen le interesa. En la concepción de lo novelístico que defiende este escritor se conjugan factores muy diversos. Su interés prioritario es dar cuenta de la sociedad y sus costumbres; hacerlo adecuadamente exige dar con un modo expresivo que resulte accesible. Para Franzen, el buen novelista tiene la obligación de entretener al lector: en fin de cuentas, uno no escribe para sí, sino para los demás. La dificultad estriba en que hay que conjugar tal requisito con un imperativo de signo casi antitético. El novelista está obligado a ser veraz, y ello comporta tener una visión trágica del mundo: «Para mí, la visión del mundo propia del novelista es de orden trágico. Por trágico me refiero a cualquier ficción que plantee más preguntas que respuestas, que marque una distancia respecto de la retórica del optimismo que impregna todos los aspectos de nuestra cultura, la mentira necesaria de todo régimen que quiera tener éxito, incluyendo el tecnocorporativismo a la última bajo cuya férula vivimos todos. El realismo trágico garantiza el acceso a la suciedad que se oculta tras el sueño, a la dificultad humana que subyace a la facilidad tecnológica, el pesar que hay por detrás de la narcosis cultural pop».

En un momento crucial del artículo, Franzen explica que un día se dio cuenta de que la necesidad de recuperar la dimensión trágica la sentía también el público lector. Si Franzen logró recobrar por fin la fe en la escritura novelística no fue gracias a ningún colega de oficio, sino a los trabajos de Shirley Brice Heath, catedrática de Literatura y de Antropología Lingüística. Heath había efectuado un amplio estudio acerca del público lector de ficción seria en los Estados Unidos. Franzen leyó cientos de transcripciones de entrevistas con hombres y mujeres que proclamaban su necesidad de alimentarse de literatura, individuos que afirmaban abiertamente sentirse insatisfechos con un paradigma cultural cuya unidad expresiva cardinal no eran las letras del alfabeto sino los pixels (de picture elements), los gránulos de distinta coloración a partir de los cuales se configuran las imágenes que vemos en un monitor. Lo que más le llamó la atención fue la asombrosa unanimidad de las respuestas. Uno tras otro, cientos y cientos de lectores afirmaban que en la mejor literatura de todos los tiempos, desde Sófocles hasta Joyce, encontraban algo que ninguna otra cosa era capaz de suministrarles. Y citó las palabras de uno de ellos: «La lectura me permite constatar que hay algo sustantivo en mí como individuo: a saber, mi integridad ética, mi integridad intelectual». Ese algo sustancial o sustantivo que les permitía encontrarse con lo más hondo de sí mismos, y en que consiste la experiencia estética, emocional e intelectual que propicia la lectura de una obra literaria seria, le permitió a Franzen llegar a la conclusión de que «las obras de ficción sustanciales son el único espacio donde se da alguna esperanza cívica y pública de afrontar las dimensiones éticas, filosóficas y sociopolíticas de una vida que en los demás ámbitos reciben un tratamiento simplista. Las obras de ficción fuertes son las que se niegan a dar respuestas fáciles al conflicto que es la vida, a pintar las cosas en blanco y negro, en torno a la oposición entre el bien y el mal. En una buena novela se encuentra todo lo que falta en la psicología pop». Un rasgo esencial de la buena literatura, añade Franzen, es que no trata de vender nada y además le devuelve al lector la posesión de algo tan valioso como el tiempo.

5. NOVELA SOCIAL Y PSICOLOGÍA

La lección fundamental aprendida de aquel informe era que si se había producido una pérdida de contacto con el público lector era porque los escritores de ficción se habían olvidado de proporcionarle un ingrediente que jamás puede faltar en una buena historia, algo que ningún juego formal puede jamás perder de vista. Lo que aquellos entrevistados echaban en falta en la novela contemporánea era algo que siempre había estado vivo desde que hay literatura: la pasión, la emoción. Era obvio que una forma de devolverle la vitalidad a la novela era propiciar que se reencontrara consigo misma dentro de unos parámetros que remitían al modelo clásico, para de ahí rescatar cuanto pudiera ser salvable en los nuevos tiempos. Pensando en ello, Franzen cayó en la cuenta de la existencia de una paradoja que se da en la nueva novela norteamericana. Se ha escrito mucho acerca de los estragos causados por el evangelio de lo políticamente correcto en los Estados Unidos. El multiculturalismo, los estudios étnicos y poscoloniales, el posestructuralismo, el feminismo y las cuestiones de identidad sexual habían dado al traste con los estudios literarios. Es decir, cuantos escriben desde una posición periférica y subalterna habían pervertido la noción misma de literatura. Franzen se dio cuenta de que lo que ocurría era exactamente lo contrario. Mientras los autores comerciales, por un lado, y vanguardistas y posmodernos, por otro, se habían extraviado por un camino sin retorno, quienes escribían desde una posición marginal se habían convertido en los verdaderos depositarios del arte de la ficción, y esto era así porque ellos eran los únicos que habían sabido ver lo que de valioso había en el legado de la gran tradición novelística. Sostiene Franzen: «Leer y escribir novelas serias es como entrar en una de las antiguas ciudades del Medio Oeste. Las calles están levantadas, las grandes mansiones abandonadas, el casco urbano rastrillado por superautopistas. Hoy día sólo se encuentran thrillers legales, ficciones tecno, novelas de crímenes y sexo, de vampiros y misticismo… Y al final lo único que queda son enclaves étnicos y culturales. Gran parte de la vitalidad de la ficción contemporánea está en lo que escriben los negros, los hispanos, los asiáticos, los indios, las mujeres, porque son ellos los que se han adentrado en las estructuras abandonadas por el varón heterosexual de raza blanca».

De modo que eso fue lo que decidió hacer también él: apostar, con su legado wasp de varón heterosexual de raza blanca, protestante, y de clase media, a la carta de la ficción clásica. Escribir novelas como se había hecho siempre: con argumentos sólidos, hondura emocional, una buena dosis de realismo social y una gran atención a la psicología de los personajes. ¿No había sido siempre así, desde los tiempos de Dickens y Balzac? ¿No había sido siempre una de las funciones primordiales de la novela ocuparse de la descripción y crítica de las costumbres sociales? ¿Quién había logrado llegar tan hondo en la exploración del alma humana como Dostoyevski? Repasando la obra de sus maestros posmodernos, Franzen cayó en la cuenta de que, pese a los muchos logros que pueden encontrarse en sus grandes frisos narrativos, pongamos por caso a Don DeLillo, se echaba en falta la creación de personajes memorables.

Quienes sí han sabido preservar esta función primordial, observa Franzen en su ensayo, son las grandes narradoras. Invocando los nombres de algunas de sus favoritas (Alice Munro, Penelope Fitzgerald, Christina Stead), cayó en la cuenta de que a ellas jamás se les habían olvidado un precepto fundamental: que el interés por lo humano pasa por la necesidad de saber dar vida a personajes sólidos. Y entonces intervino, una vez más, el azar, haciendo que cayera en sus manos una novela de una escritora olvidada, Paula Fox. El título del libro lo decía todo: Personajes desesperados. La lectura de aquella breve obra terminó de despejar sus dudas. Los temas que trataba Fox eran la desesperación humana, las dificultades de las relaciones en el seno de la vida familiar. Mientras aquella autora caía en el olvido, la novela contemporánea había propiciado «la desintegración de la mismísima noción de personaje literario». El simbolismo de la escena final, en que la protagonista estrella un tintero (¿un tintero?, ¿a finales del siglo XX ?) contra la pared, parecía proclamar a gritos algo. Todo estaba preparado para la escritura de Las correcciones.

6. LAS CORRECCIONES

Franzen estructura su novela como una sinfonía narrativa en cinco movimientos. Habiéndose propuesto hacer del trazado psicológico de los personajes el eje que vertebra todo el edificio novelístico, el desarrollo de cada movimiento cristaliza en una suerte de novela breve que invita a efectuar un viaje en profundidad al interior de cada uno de los cinco miembros de la familia Lambert. Las correcciones tiene como escenario las ciudades de Saint Jude (trasunto de San Luis, ciudad natal del autor), Filadelfia y Nueva York, con una fugaz escapada a la Lituania postsoviética. Las cinco unidades narrativas se articulan en torno a un levísimo punto de confluencia argumental: la reunión de los Lambert en la que puede ser la última Navidad que los encuentre a todos con vida. Más de un crítico ha señalado que el principio y sobre todo el final de Las correcciones resultan insatisfactorios, y es cierto que a Franzen le cuesta poner en marcha el engranaje narrativo y no logra resolver el conjunto de la historia armoniosamente. Ello no quiere decir que la novela no esté ni mucho menos bien trabada. Franzen pone en juego una serie de leitmotivs que engarzan con extraordinaria destreza los cinco segmentos novelísticos. Hay momentos en que su capacidad para establecer conexiones entre los distintos subtrazados argumentales constituye un verdadero alarde de maestría narrativa, como ocurre durante la descripción de un crucero de lujo, episodio en el que la trágica trayectoria que siguen por separado Alfred y Enid Lambert se entrecruza de manera escalofriante con la de unos pasajeros que se encuentran a bordo del Gunnar Myrdal porque en esas fechas ha de tener lugar la ejecución legal del asesino de uno de sus hijos. La factura de este capítulo, cuyo final es de una emotividad y dramatismo poco frecuentes en la ficción contemporánea, justifica de por sí la lectura de la novela.

Aunque la experimentación lingüística no es ni mucho menos el objetivo prioritario de Las correcciones, cualquiera que sea el ángulo desde el que uno elija observar este complejo poliedro narrativo, se encuentran muestras que no dejan lugar a dudas acerca de la potencia verbal de Franzen. A las innovaciones anecdóticas, como pueda ser alguna anomalía tipográfica, la inclusión de unos pocos dibujos, diagramas o listas de sintagmas que rompen el desarrollo lineal de la acción, hay que añadir apuestas más sofisticadas, como la elaboración de segmentos textuales híbridos de gran operatividad. Gracias a la incorporación parentética de los subrayados que hace Alfred Lambert en sus libros de filosofía, en un zigzag vertiginoso, el lector se tropieza con Aristóteles o Schopenhauer en contextos narrativos insólitos. La novela integra con gran naturalidad en el ritmo general de la narración sublenguajes de reciente aparición, directamente tomados de la realidad, y que tienen sus propios códigos dialógicos, como es la comunicación por teléfono móvil, el intercambio entrecortado característico de los e-mails, o el acceso electrónico a universos virtuales comerciales, políticos o pornográficos.

Pero donde Franzen da la verdadera medida de su talento es con la descripción del deterioro mental de Alfred Lambert, que padece Parkinson en estado muy avanzado. Por medio de una violenta alquimia verbal que se desplaza desde la corteza hasta los resortes más profundos del lenguaje, Franzen permite al lector asomarse a las honduras de una mente pavorosamente enferma y, sin solución de continuidad, a los estragos más abyectos que padece su cuerpo, como el retrato de su incontinencia. Verdaderamente, asombra la capacidad que tiene el autor para borrar las voces de su narrador y la del personaje, para que sea el lenguaje quien [sic], descabalado, siga narrando desde el otro lado de la locura. Hay momentos en que el uso de la segunda persona produce una sensación de desorientación total: ¿a quién se dirige el texto? ¿A nosotros? ¿Al personaje? Hasta que descubrimos que lo que se escucha es el eco aterrado de la mente de Albert, quien, entre delirios y alucinaciones, oye la voz de sus propios excrementos. En otros momentos, Franzen recupera la memoria prenatal de Denise Lambert, aún en el vientre de su madre, o traza un mapa sumamente complejo de los trastornos de percepción que padece Gary, el primogénito.

El estudio de la interioridad psicológica de los personajes se complementa con una exploración de sus circunstancias profesionales, con intención de lanzar una mirada lo más amplia posible al conjunto de la sociedad norteamericana. Sea cual sea la dirección de su mirada, observar la relación que mantiene el autor con sus criaturas de ficción puede resultar un ejercicio sumamente entretenido para el lector. Probablemente, la mejor parte se la lleven los dos hijos menores, Chip y Denise, los dos de treinta y algunos años de edad. Chip, cuyas desventuras sexuales recuerdan a las de Clinton, le sirve a Franzen para ridiculizar el puritanismo endémico de sus compatriotas y, de paso (lo echan de la universidad por tener un affair con una alumna), para hacer una sátira sangrante de los aspectos más grotescos del mundillo académico. Su contrapunto narrativo lo constituye su hermana Denise, personificación del éxito profesional –es chef en varios restaurantes de moda– en agudo contraste con el fracaso de Chip, aunque, por lo que se refiere a su vida erótico-sentimental, no les da respiro a ninguno de los dos. Entre ellos se da una corriente de afecto fraterno que constituye uno de los ejes a través de los cuales Franzen ve una vía posible de redención.

Basado en la historia de su propio padre, que murió víctima de Alzheimer, el retrato más complejo y conmovedor, como hemos dicho, es el que Franzen hace de Alfred. Por lo que respecta a la madre, aunque el autor registra los menores detalles de la vida y pensamientos de Enid Lambert, alcanzando un estudio muy logrado de su personalidad, en comparación con otros, su retrato palidece. En todo caso, Franzen lanza sobre ella la misma sonda que llega hasta las regiones abisales de sus demás criaturas de ficción. El resultado es que pone en cada caso de relieve distintas zonas de la pavorosa soledad que parece ser la marca común de la condición humana.

Franzen reserva los trazos más duros para el primogénito de los Lambert. La tortura infernal en que consiste la vida privada del único de los hijos de Alfred y Enid que ha creado a su vez una familia parece cerrar toda esperanza de futuro. Diseccionada su personalidad, Gary le sirve a Franzen de excusa para lanzar una mirada terriblemente crítica al mundo de la banca y de las grandes corporaciones financieras. Curiosamente, el nombre de su compañía, Axon Corporation, resulta premonitorio del escándalo Enron. Vistos retrospectivamente, estos segmentos de la novela constituyen un adelanto de lo que se puede leer hoy a diario del sombrío mundo de los negocios.

Franzen nos ofrece un cuadro clínico de unos individuos psicológicamente enfermos, integrados en una estructura enferma, que es una familia representativa de la clase mediaalta estadounidense actual y que a su vez constituye el síntoma de un cuerpo social que está profundamente enfermo. De lo individual a lo colectivo, el síntoma persistente es la depresión. El tratamiento que se les da consiste en recurrir a una medicación que disimula los síntomas de la enfermedad, pero no la cura. En Las correcciones se presta considerable atención y se satiriza sin piedad la prescripción y uso de psicotrópicos, estimulantes y antidepresivos de toda suerte, en un arco que va desde la viagra al prozac.

Afirma en un momento Enid Lambert que la gran tragedia de los norteamericanos ha sido tener que «vivir bajo presidentes tan corruptos como Nixon, tan estúpidos como Reagan y tan repugnantes como Clinton». A más de un lector se le escapará una carcajada, imaginando lo redonda que le hubiera quedado la frase a Franzen de haber estado Bush en el poder cuando la escribió. Aunque teniendo en cuenta el poso de desasosiego que deja en el lector la novela, no hacía falta. Tal y como está, el retrato que se nos ofrece de un tardocapitalismo más salvaje y agresivo que nunca, que en virtud de la omnipresencia y el poder de las nuevas tecnologías ha desembocado en una nueva economía marcada por una falta de escrúpulos éticos y cuyo radio de alcance es ilimitado por la circunstancia de la globalización, no puede ser más descorazonador. Pero volvamos a las cuestiones textuales.

Prepárese el lector para un viaje bastante fuerte. En mi experiencia personal, Las correccionesse lee velocísimamente. Aunque hay momentos en que la prosa de Franzen roza o alcanza la grandeza, hay muchos tropiezos. En parte ello ocurre porque la novela está demasiado pendiente de los parámetros culturales de la sociedad que la produjo. Las correcciones, como toda novela costumbrista, adolece de provincianismo. Uno de los aspectos que más sufren con el viaje translingüístico es el humor. Situaciones que los compatriotas del autor encuentran desternillantes, pueden dejar frío o extrañado a quien no sea norteamericano. La traducción de Ramón Buenaventura es de una competencia profesional poco común. Lo que no se le puede pedir es que alcance la altura del original cuando éste es brillante, ni que deje de reflejar sus fallos, cuando la novela incurre en ellos. Como consecuencia de todo esto, tratándose de una obra irregular, al lector en lengua castellana le costará a veces entender los elogios hiperbólicos que le dedicó la crítica anglosajona. Algunos defectos de Las correccionesson consecuencia directa del ambicioso planteamiento del autor, y otros mero reflejo de sus limitaciones. Mencionaré dos: cuando Chip viaja a Lituania, único momento en que la novela transcurre fuera de Estados Unidos, se nos ofrece una visión acartonada de aquella república báltica. Su ceguera primermundista le hace a Franzen ver el mundo a través de clichés. Tampoco resulta muy logrado el tratamiento de la bisexualidad de un personaje por otra parte tan entrañable como el de Denise. El intento que hace Franzen de entender el mundo de las relaciones lesbianas no es nada convincente. Un problema de construcción serio es el empeño por parte del autor en interpolar en el plano narrativo largos segmentos de orden didáctico. En este caso, la misma facilidad de Franzen se vuelve contra él, provocando el aburrimiento del lector, a fuerza de transmitirle con toda fidelidad interminables querellas matrimoniales, detalles sobre el mundo de los antidepresivos, lecciones de prosa culinaria o informes financieros. Estas digresiones, que DeLillo sabía incorporar con fortuna en sus novelas, son una lección mal asimilada del maestro. La existencia de estos fallos puede hacer que el lector sienta la tentación de arrojar la toalla. Hacerlo sería un error.

De ninguna manera cabe decir que estemos ante una obra maestra de la literatura, ni siquiera ante una gran novela, aunque sí ante una de las propuestas narrativas más interesantes que se han hecho en mucho tiempo. Bien mirado, Las correccionesresulta ser una entidad muy semejante a los personajes que retrata: unas veces detestables y otras conmovedores, y pese a sus muchas imperfecciones, a la postre fascinantes. Como escritor, Franzen se plantea retos muy difíciles, a los que se enfrenta con notable valentía, y es de estricta justicia decir que, a lo largo de la mayor parte de la novela, lo hace condenadamente bien. Las correcciones es una obra de mérito extraordinario por otro motivo. La hipótesis que dio pie a la novela parece acertada. Por más que lo tiña de humor y cinismo, lo que Franzen sirve en bandeja a sus lectores es una sátira despiadada de los valores por los que se rige la sociedad norteamericana de nuestro tiempo. Que, sin dejar de ser fiel a su visión trágica, haya obligado a millones de lectores a dirigir una mirada extraordinariamente crítica sobre sí mismos, y de paso haya conseguido reconciliarlos con el acto de la lectura, me parece un logro que no es exagerado calificar de revolucionario. 

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