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La rosa de Cela

La rosa

CAMILO JOSÉ CELA

Espasa-Calpe, Madrid, 325 págs.

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Con Camilo José Cela, con sus historias al margen de lo estrictamente literario (alguna tan esperpéntica como la de su presunto plagio a una señora gallega), corremos el peligro de no deslindar el grano de la paja, olvidando que Cela es un escritor excelente. Bien que en los últimos años –La cruz de San Andrés, la novela acusada de plagio precisamente, como muestra especialmente negativa– Camilo José Cela haya entrado en un a modo de manierismo, donde las retahílas onomásticas y las situaciones pretendidamente graciosas no aportan nada al mundo autóctono de un escritor que sin duda ha de quedar en la historia de la literatura española. Entre otras razones porque, ya se sabe, en el estanque de aguas pútridas de la posguerra vino el padronés a lanzar con rabia La familia de Pascual Duarte, creando una serie de ondas en sucesión que darían paso a diferentes mundos literarios, ajenos a los auspiciados por la versión oficial. Sólo por eso (hay muchas más cosas, claro) cabría hablar bien de Cela. Hay una tendencia revisionista que pretende rebajar el papel de Cela (también, de rebote, los de Carmen Laforet o Miguel Delibes) en esos años tan difíciles a cuento de enaltecer el jugado por los novelistas del exilio: Max Aub, Francisco Ayala, Arturo Barea, Manuel Andújar, etc., quienes según esa corriente habrían sido los auténticos renovadores de la narrativa española, o en todo caso la correa de transmisión entre la novelística prebélica y lo que vino después. De nuevo la vieja táctica española (y cainita) de «elogiar contra alguien». Pues bien, en 1959 Camilo José Cela iniciaba la publicación de sus memorias con La rosa. Tenía por entonces el padronés cuarenta y tres años, y detrás quedaban –como hitos y no como anécdotas– la ya citada La familia de Pascual Duarte, Mrs.Caldwell habla con su hijo, o La colmena, o Viaje a la Alcarria; libro tan imitado incluso por los detractores celianos, que los hay y aun son legión, ganados a pulso por el Camilo José Cela provocador y deslenguado. La rosa se abría, se vuelve a abrir ahora en su reedición íntegra más el añadido de las páginas entonces despistadas, con un prólogo bien celiano en el que entre otras cosas no menos enjundiosas se dice: «Sea lo que fuere, lo que sí parece probable es que el libro de memorias es menos científico, más arbitrario que la biografía. Su orden no requiere de tanta exactitud y podría imaginarse como un portillo abierto sobre el corazón que se quiere confesar de una manera quizá un tanto turbulenta» (pág. 17). La rosa no tuvo continuidad inmediata. O al menos Cela, absorto en otras aventuras, no cumplió su palabra de ir completando sus memorias, que tan bien comenzaban, bajo el título general de La cucaña. Sí que en cambio escribiría (San Camilo 36), la novela sobre la guerra civil, y dentro del plan previsto, año más o menos, que vaticinaba el prólogo. La rosa, por lo tanto, se quedó como un libro aislado, manjar de bibliófolos es ahora la primera edición, dentro de la amplia obra celiana. Un libro extraño y exquisito, que si hoy en su lectura puede parecer un déjà vu (en Galicia, patria de Cela, quien maneja y no sin «xeito» el idioma nativo en La rosa, la traducción aproximada del término francés sería «xatevín», es decir esos restos de comida reciclados para el día siguiente), lo será por el uso continuado que Camilo José Cela ha venido haciendo de sus contenidos, básicamente de los humanos. Un libro extraño, decía, porque en su momento, y volvemos a hablar del Cela pionero, pocos se atrevían a hacer un libro de memorias como este de Camilo José Cela, hoy felizmente resucitado, en el que lejos de la refitolería ambiental, o del tono acre de las memorias barojianas que en todo caso reflejaban un mundo ya muy lejano, se hacía ficción de la realidad, sin concesiones a la galería y dentro de un estilo minucioso y elegante. Y dentro de la elegancia que caracteriza a La rosa tendríamos que hablar del distanciamiento pudoroso que utiliza Cela a la hora de hablar de sus relaciones familiares, aquí sin duda omnipresentes, lo que les otorga credibilidad. Al tiempo cabe agradecer a Cela que en sus memorias se remonte en el pasado lo justo. Pocas cosas más enfadosas que el memorialista que retrocede en el tiempo para ilustrar al lector acerca de unas cuantas generaciones de antepasados. Cela se limita a situar los ancestros estrictamente necesarios para que empiece el baile. Un baile generoso y radical, que en La rosa nos ubica en un mundo apenas bucólico y sí a tono con el subtítulo que Cela le endilga. Ni más ni menos que Infancia dorada, pubertadsiniestra, primera juventud. Lo que encaja con las palabras de Camilo José Cela, igualmente incluidas en el prólogo: «A estas páginas, que no pueden ser amables, aunque procuraré quitarles acritud, las he titulado La cucaña, por evidentes razones de semejanza y de parentesco entre ese juego cruel y la vida literaria española» (pág. 21). Y no puede ser bucólico un mundo en el que al lado del confort (material, anímico) en que se mueve el protagonista, surge un cierto mundillo marginal, de siempre preferido por Camilo José Cela, quien en la elección no hizo sino seguir los pasos de su maestro Pío Baroja, otro personaje literario, polémico y contradictorio. Bien que a veces, también en La rosa desde luego, los marginales sean motivo de chanza, ejemplos de humor de sal gorda, en lo que Cela no deja de emular a otro de sus maestros, el Francisco de Quevedo de El buscón. La rosa, en fin, es un muestrario épico y lírico que va mucho más allá de lo evidente, la infancia y preadolescencia de un individuo nacido en familia acomodada durante el reinado de Alfonso XIII. La primera edición terminaba de manera inapelable; con el mismo adverbio de afirmación con que finaliza el monólogo de Molly Bloom y, por lo tanto, el Ulises. A la nueva edición se le han añadido medio centenar de páginas (once entregas publicadas en su momento, como el resto de Larosa en la revista Destino, y después olvidadas) que nada añaden a lo precedente, salvo retahílas de nombres y, ahora sí, de anécdotas prescindibles. Una pena esta acumulación de material extra, tal vez con la idea de rescatar a los primitivos lectores de La rosa, que en el mejor de los casos ejemplifica al Cela de los Apuntes carpetovetódicos y en el peor daña el final de la primera edición.

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