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Peter Pan a los altares

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En la Gemäldegalerie de Berlín puede contemplarse una estupenda pintura de Lucas Cranach el Viejo que se llama Der Jungbrunnen, la Fuente de lajuventud, y que fue terminada hacia 1546. El centro del cuadro está ocupado por una piscina llena de agua, rodeada por un fantástico paisaje de improbable localización, y en la que se levanta una esbelta fuente presidida por sendas estatuillas de Venus y Cupido. Por la izquierda del espectador llegan carros y otros vehículos repletos de ancianas de aspecto decrépito y presumible condición campesina. Tan pronto como penetran en el agua, sus macilentas y apergaminadas carnes se transforman, sus arrugas desaparecen, y su aspecto general adopta los rasgos físicos que se predican de la juventud: piel rosácea, de suave textura, complexión esbelta y saludable, cabellera abundante, gracia de movimientos. Cuando emergen del agua por el lado derecho, son esperadas por galantes caballeros que las conducen a unas lujosas carpas donde reciben vestidos que nada tienen que ver con sus olvidados, bastos sayones campesinos. La escena se extiende más allá evocando los placeres de la vida –la danza, el vino, la mesa, el amor– a los que se entregan con pasión las renacidas jóvenes.

La búsqueda de la juventud es uno de los más antiguos motivos literarios y artísticos. La obsesión por volver atrás y detener el tiempo está presente en todas las culturas y se basa en el universalmente compartido miedo a envejecer y a la pérdida de facultades (físicas y espirituales) que comúnmente se atribuye a la edad provecta. No crecer, no deteriorarse, detenerse para siempre en ese momento de oro en el que todo es todavía promesa y el mundo está por descubrir: es el telón de fondo en el que transcurren los Bildungsromane, las novelas de formación y búsqueda, desde el Lazarillo o Huckleberry Finn hasta La Montaña Mágica, desde Las penas del joven Werther hasta El gran Meaulnes. El joven (o la joven) aún no es hombre (o mujer) y, por tanto, no envejece. Pierre Drieu La Rochelle expresaba dramáticamente ese eterno anhelo al comienzo de su Relato secreto (traducción española en Alianza): «Cuando era adolescente me prometí permanecer fiel a la juventud; un día traté de mantener mi palabra». Se suicidó (lo había intentado antes) pocos meses después de escribirlo, a los cincuenta y dos años: había fijado en esa edad el límite para poner fin a la vida antes de que comenzara la odiada decadencia, la ineluctable decrepitud que, de niño, observaba en sus abuelos. Otros, como Wordsworth, se consolaron con la nostalgia de lo irremediablemente perdido: «aunque nada pueda devolvernos la hora/del esplendor en la hierba/de la gloria en la flor/no debemos afligirnos/porque la belleza pervive en el recuerdo.»

Que el tiempo se detenga en un presente en el que no hay futuro ni pasado es el argumento del más extremista y popular de los relatos sobre la eterna juventud: Peter Pan, de James Matthew Barrie, comenzó siendo una obra de teatro (1904) y terminó en una de las novelas para niños más universalmente celebradas. En Never Land (el País de Nunca Jamás de las traducciones españolas) vive el héroe volador, inmutable para siempre, sin pena ni llanto, sin compromiso, protegido por Tinker Bell (Campanilla), los indios y los Niños Perdidos, en la eterna felicidad que no cesa. En un País de las Maravillas, viven –decía Lewis Carroll en Al otro lado del espejo– soñando mientras los días pasan, soñando mientras los veranos mueren.

Lo nuevo en nuestro tiempo no es la búsqueda de la eterna juventud, sino la virulencia con que esa obsesión demasiado humana se ha convertido en una de las consignas sociales más universalmente adoptadas. La celebración de la juventud es algo tan asumido que se da por hecho. Los medios promueven hasta el paroxismo la nostalgia del pasado-inmediato (véase el masivo seguimiento de series como Cuéntame cómo pasó): ahora la gente se vuelve nostálgica no en su madurez o en su vejez –cuando se contaban a los nietos las batallitas de la juventud–, sino a edades más tempranas que nunca en la Historia. Eso explica el éxito que entre hombres y mujeres adultos tienen películas de dibujos como Shreck o Toy Story. O libros como las distintas aventuras de Harry Potter. La celebración de la inmadurez viene orquestada juiciosamente por todas las formas de psicología popular y «autoayuda» desprendidas del psicoanálisis: se incita a resucitar al «niño interior» quetodos-llevamos-dentro.

Los jóvenes adultos que no quieren crecer constituyen un gigantesco target comercial: los especialistas en mercadotecnia norteamericanos los llaman kidult (de kid, chico, y adult) o adultescents, aprovechando el cada vez más aceptado aumento temporal que separa la infancia de la adultez: según la Society for Adolescent Medicine el período intermedio se prolongaría ahora desde los diez a los ¡veintiséis años! Las sociedades desarrolladas de Occidente parecen haber aceptado plenamente la idea de que, hoy día, la edad adulta comenzaría más allá de los treinta.

La infantilización de la sociedad contemporánea no proviene del comprensible deseo de no envejecer, sino del autoconsciente cultivo de la inmadurez orquestado urbi et orbe. Las razones económicas no son las únicas que provocan que los jóvenes permanezcan en el hogar familiar hasta muy tardíamente y penalicen de paso a sus padres con una condena de paternidad de por vida (en Japón los llaman los «solteros parásitos»). Hasta hace un par de décadas los jóvenes querían irse de casa y sabían que la pobreza o los apuros económicos eran el precio (previsiblemente temporal) de la deseada independencia. Hoy no se van: les asusta el exterior y, además, pueden compatibilizar el nido con la máxima libertad de actuación. E incluso pueden disfrutar de todo su dinero para sus propios caprichos, sin presupuestos fijos, ni gastos generales. Se quedan en casa, tan ricamente. O, lo que es también llamativo, «regresan al nido» a la primera frustración (cuando rompen con el novio/novia y ya no pueden pagar el piso, o cuando los echan del trabajo): son los llamados boomerang-kids o retornados.

Que el aumento generalizado de la permanencia de los jóvenes adultos en la familia paterna coexista con el incremento de los hogares de una sola persona no es nada extraño. Muchos psicólogos sociales ven en ello otra muestra del miedo al compromiso (a formar una familia, a establecerse en pareja, o en trío: da igual) de los adultescents contemporáneos. En ciudades como Fráncfort el número de hogares de una sola persona ya supera el 50% del total. Y los sociólogos británicos, por ejemplo, calculan que, si no hay un cambio de tendencia, hacia 2020 el 40% de todos los hogares británicos serán de ese tipo. La angustia ante el fracaso, y el pánico frente al compromiso y las responsabilidades de la vida adulta, idealizan la adolescencia, convirtiendo «los mejores años de nuestra vida» en un paraíso del que sería preferible no salir nunca. Lo mejor, por tanto, es refugiarse en lo ya conocido u optar por vivir solo para no equivocarse y alejar el fantasma del fracaso. Las responsabilidades, cuanto más tarde, mejor: como Peter Pan, libre como el viento. Afuera, el ruido es atronador y, además, hace frío, aunque la tele haga también todo lo posible para que lo olvidemos. La única piscina a la que merece la pena tirarse es de la que sales rejuvenecido, tío.

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