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Tercera catilinaria

La incompetencia militar de Franco

CARLOS BLANCO ESCOLÁ

Alianza, Madrid, 216 págs.

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Hace once años, el coronel Blanco Escolá publicó una interesante monografía histórica sobre el principal centro de enseñanza militar español [La AcademiaGeneral Militar de Zaragoza (1928-1931), Editorial Labor, Barcelona, 1989]. El autor, con planteamientos algo apriorísticos, orientó su trabajo a desmitificar la figura del director de la Academia durante aquellos años, el general Francisco Franco, y a adjudicar los indudables méritos del centro docente al que fuera su jefe de Estudios, el coronel Miguel Campins, fusilado por Queipo de Llano en 1936.

Debió aficionarse a este peculiar estilo de vidas paralelas y volvió a recurrir a él para realizar una semblanza de la biografía militar de Franco, contrapuesta a la de su oponente republicano, el general Vicente Rojo (Franco y Rojo. Dos generales parados Españas, Editorial Labor, Barcelona, 1993). El libro pasó desapercibido: era flojo en fuentes y metodología, y lamentable desde el punto de vista historiográfico por su maximalismo y simplista visión de los protagonistas.

La obra que ahora nos ocupa, tercera de la serie, es una versión cáustica y ampliada de la anterior. El historiador Javier Tusell la ha calificado como «innecesaria», seguramente porque nada aporta al repertorio historiográfico de la guerra civil. La tesis de la incompetencia militar de Franco no es novedosa. La prueba está en que el autor se apoya únicamente en fuentes secundarias, sobradamente conocidas y explotadas, para defender su visceral alegato.

El libro incluye un benévolo prólogo del periodista Miguel Ángel Aguilar, al que, tras una anodina introducción, siguen tres partes de longitud cartesianamente aquilatada –157, 156 y 158 páginas, respectivamente–, y una bibliografía con importantes e incomprensibles ausencias. El índice general anuncia otro onomástico al final de la obra, que el editor debió decidir omitir. El desmedido número de páginas, la sobreabundancia de juicios de valor, ociosamente reiterativos, y el recargo de descalificaciones superfluas fatigan al lector.

La primera parte describe la carrera profesional de Franco desde que ingresó en el ejército en 1907 hasta las vísperas del golpe de Estado de 1936, años marcados por sus fulgurantes ascensos por méritos de guerra en Marruecos. Si el objetivo era demostrar incompetencia militar, hubiera sido aconsejable analizar en detalle los hechos de armas en que participó. El autor no acude para ello a los abundantes fondos documentales conservados en el Instituto de Cultura e Historia Militar; se limita a cotejar la Hoja de Servicios –único documento original que maneja a lo largo de la obra– en donde sólo se advierte exceso de benevolencia y favoritismo en las recompensas concedidas, abuso muy generalizado por entonces.

En síntesis, la primera parte narra la aventura norteafricana de Franco, su paso por la Academia General Militar –sin consultar los fondos del archivo del Alcázar de Segovia– y sus vicisitudes durante la Segunda República, enmarcado todo ello en el contexto del período. La información procede de una bibliografía algo anticuada e incompleta, en la que se echan en falta obras recientes, como la de Juan Pando (Historia secreta de Annual, Temas de Hoy, Madrid, 1999), y otras básicas, como las de Carlos Navajas [Ejército, Estado y Sociedad en España (1923-1930), Instituto de Estudios Riojanos, Logroño, 1991] o Michael Alpert [La reforma militar de Azaña (1931-1933), Siglo XXI, Madrid, 1982].

Las otras dos partes resultan aún más decepcionantes. La segunda, que describe la archisabida indefinición de Franco en las vísperas del 18 de julio, la parsimoniosa marcha hacia Madrid y sus derrotas en el Manzanares, el Jarama y Guadalajara, no se apoya en ninguna fuente original y ni siquiera se cita un solo documento de los archivos de la guerra civil de Ávila o de Salamanca. Se limita a descalificar las aduladoras biografías de Arrarás, Aznar, Crozier, De la Cierva, Galinsoga, Hills y Suárez, y a refrendar juicios emitidos hace muchos años. Por ejemplo, el de Largo Caballero –«Como general [Franco], no puede pasar a los anales históricos» (pág. 25)–, o el del hijo del general Cabanellas: «Franco gana el Gobierno y los nacionalistas pierden Madrid» (pág. 261), refiriéndose a que supeditó las operaciones bélicas a la consecución de objetivos políticos personales, opinión compartida por todos los historiadores hoy en día.

La tercera parte –desde la ruptura del frente vasco en la primavera de 1937 hasta el final de la guerra– sigue los pasos de la anterior: ausencia de fuentes originales y diatribas contra los hagiógrafos, para concluir que Rojo tenía mayor talento y oficio que Franco, lo cual ningún analista objetivo había puesto en duda. Lo más criticable de estas últimas páginas tal vez sea que el autor imputa a Franco cuantos errores se detectan en la concepcion estratégica de las operaciones emprendidas por los nacionalistas, y a su estado mayor o a sus más inmediatos colaboradores los aciertos. Sorprendente juicio por tratarse de un autor militar, al desmentir uno de los principios fundamentales del arte de la guerra: el que establece que el mando es la única instancia facultada para decidir, sin compartir responsabilidad alguna en la victoria o derrota de sus tropas.

Aunque el coronel Blanco parece no darse por enterado, hace tres años, otro militar aficionado a la historia, el general Rafael Casas de la Vega, había publicado una obra para demostrar la competencia militar de Franco con exquisito respeto hacia los generales republicanos y amplio uso de fuentes originales (Errores militares de la guerra civil 1936-1939, Editorial San Martín, Madrid, 1997). No deja de resultar chocante que ambos analicen los mismos hechos y lleguen a conclusiones radicalmente opuestas; incluso los dos acuden a Clausewitz para respaldar posturas contrarias.

Si los presuntos especialistas no llegan a ponerse de acuerdo, ¿qué le cabe hacer al lector imparcial e interesado en el tema de debate? Los míticos maestros guerreros de la China predinástica ya hablaban del «arte de la guerra», en el sentido de que no había recetas que garantizaran la victoria en el campo de batalla y concluían que el ejercicio del mando era una ciencia imprecisa sólo evaluable por el resultado final. Las operaciones concebidas por el general Rojo en Brunete, en Teruel y en el Ebro fueron brillantes, audaces y dignas de ilustrar el mejor tratado militar de la época, pero su ejército no alcanzó los objetivos propuestos y, en última instancia, Franco logró enderezar los descalabros iniciales. Éste no concibió ninguna maniobra brillante y bailó al compás de su enemigo, pero se hizo con la victoria final. Como el propio Rojo reconoció, la República se derrotó a sí misma porque careció de unidad de acción y capacidad de organización, y también porque no supo o no pudo movilizar medios suficientes para equilibrar la situación.

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Ficha técnica

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