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La restauración del orden moral

La Gran Ruptura. Naturaleza humana y reconstrucción del orden social

FRANCIS FUKUYAMA

Ediciones B, Barcelona, 405 págs.

Trad. de Laura Paredes

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Al borde ya del siglo XXI, los saberes sociales del muy burgués y victoriano siglo XIX siguen dominando las mentes de algunos de nuestros más leídos y viajados estudiosos del mundo social. Tal reflexión se me viene encima tras la lectura del último libro de Francis Fukuyama, La Gran Ruptura, que cierra su trilogía sobre el mundo histórico actual: en la primera entrega, El fin de la historia y el último hombre (Planeta-De Agostini, Barcelona, 1996), se nos certificaba la finalización de la historia tras el éxito definitivo del capitalismo y la democracia liberal; en la segunda, La confianza (Ediciones B, Barcelona, 1998), se apuntaba que esa historia finalizada estaba lastrada por un déficit moral que la hacía desordenada y crispada; ahora, en esta tercera y última, se sigue este hilo conductor para, una vez desveladas las claves de la crisis sociomoral de las últimas décadas, mostramos la argamasa de la Gran Reconstrucción que se avecina. He aquí una trilogía al viejo estilo: una historia que viene de lejos, un nudo que se muestra problemático y el anuncio de un final feliz tras tanto quebranto.

El envoltorio, como se ve, es ya decididamente decimonónico, pero lo es aún más lo que con él se envuelve, a saber, las tesis fundamentales que se proponen y argumentan en el libro de referencia. Se pueden sintetizar en tres: la primera tesis establece que estamos sometidos a un proceso de cambio social acelerado y desajustado en el que las realidades políticas, tecnológicas y económicas emergentes no encuentran todavía adecuadas respuestas morales; la segunda argumenta que, en consecuencia, estamos atravesando un período de déficit moral dominado por la anomia y el egoísmo generalizados; y la tercera asegura que, como la naturaleza social odia el vacío moral, nos estamos ya encaminando hacia un nuevo período de reconstrucción moral en el que el edificio normativo será rehecho sobre bases nuevas y el frío del egoísmo será sustituido por la cooperación sociocomunitaria. He aquí lo que, a mi entender, son las propuestas fundamentales del libro. ¿No le suenan al lector a algo muy sabido? A mí desde luego sí, y no dejaré de confesar que leyendo La Gran Ruptura no dejaba de aparecérseme el fantasma de Durkheim que en 1895 –en El suicidio, un libro justamente famoso en la historia de las ciencias sociales– propuso ese diagnóstico tópico sobre el mundo que le era contemporáneo, diagnóstico en el que se resumía, con indudable finura analítica, el saber común a que había llegado el alma victoriana y burguesa de la ciencia social del XIX. El hecho de que, conectando con los tiempos que corren, Fukuyama no hable, al modo de Durkheim, de solidaridad social, sino de capital social, no empaña esta impresión de déjà vu que resulta de la lectura del libro. Y es que las innovaciones terminológicas no son las más de las veces sino cáscaras vistosas que contienen frutos conocidos y cansinos.

Conclusión inmediata: tal parece que de tanto avanzar la ciencia social no hace sino retroceder y que lo que al final llegamos a saber ya lo sabíamos desde el principio. Esto hará caer en la melancolía a quien tenga corazón progresista y afianzará en sus tópicos al del alma conservadora. Pero no se trata de disgustar al uno o complacer al otro, sino de pasar por el filtro de la crítica el retrato del mundo social contemporáneo que el durkheimiano Fukuyama proporciona y mostrar los límites de la tradición en la que se apoya. Abordemos, pues, las propuestas más concretas del libro.

¿Qué es esa Gran Ruptura que le da título? Se trata de una ruptura social grave que necesita de mayúsculas para escribirse, pues afecta a lo que según Fukuyama es el núcleo de lo social: los valores. En efecto, la Gran Ruptura se caracteriza por la destrucción de esos valores que, actuando como cemento del edificio social, permiten la vida en común. Esa destrucción se presenta como catastrófica y radical, lo que significa que no es la sustitución de unos valores por otros, sino la ruina seguida del vacío. ¿Precipitación, aunque sea coyuntural, en la nada social? Parece difícil pensar el oxímoron correspondiente (esa sociedad sin sociedad o lo social asocial), pero la tesis de Fukuyama es inequívoca: hemos vivido décadas de vacío social. La cosa empezó a ocurrir a mediados de los sesenta y ha continuado hasta principios de los noventa, coyuntura en la que, como veremos, parece que el gran vacío está empezando a colmarse. No es mucho tiempo, pero tampoco hay que minusvalorarlo, por lo que uno no puede dejar de asombrarse de que a pesar de vacío tan prolongado hayamos podido sobrevivir. Es evidente que un diagnóstico tan alarmista y patético ha de fundamentarse en algo palpable, algo que vaya más allá de la libre intuición del analista. Fukuyama así lo hace, recurriendo a las estadísticas sociales sobre delincuencia, divorcio, hijos extramatrimoniales, fecundidad y valores sociales. El cuadro que muestra para las sociedades del primer mundo se puede resumir así: más delincuencia, más divorcios, menos hijos, pero con un número creciente de extramatrimoniales, y crisis grave de la confianza en las instituciones y las personas. Todo esto son indicadores de un fuerte déficit de lo que, recogiendo el lenguaje de los economistas y los sociólogos que les son más afines, denomina capital social. Faltos de tal capital, los individuos carecen del conjunto de valores y normas informales que les permiten cooperar y formar una sociedad armoniosa y estable. De ahí que crisis moral y crisis social se igualen: la una no es sino la expresión de la otra.

Hasta aquí el retrato del mundo tal como ha sido hasta hace poco. Sobre la génesis de un tal desastre, las propuestas de Fukuyama se debaten entre lo genérico y lo poco firme. Su explicación genérica se apunta al carro tradicional de las teorías de la modernización, lo que proyectado sobre el caso se traduce en lo siguiente: en esos años las sociedades avanzadas han pasado de la era industrial a la era de la información, sufriendo profundos e irreversibles cambios económicos y políticos; en el ínterin se ha caído en un vacío moral porque no ha habido tiempo o capacidad para crear nuevos y adecuados marcos normativos; de ahí, el vacío moral y su carácter transicional. Como esta explicación, por recurrente y manida, no deja de ser llamativamente genérica y poco esclarecedora, se ve especificada por argumentos más concretos pero más bien erráticos o, al menos, poco firmes. ¿De dónde viene ese déficit de capital social que se muestra en los incrementos de la tasa de delincuencia, divorcio, infecundidad, hijos extramatrimoniales y desconfianza? Fukuyama es cauto a la hora de especificarlo, pero sus argumentos se reconducen, tras muchos tanteos, a tres causas decisivas: la crisis de la familia, la minimalización de las redes socioasociativas y la eclosión de la cultura del «individualismo desenfrenado». En efecto, en una parte sustantiva, el aumento de la delincuencia se asocia a la crisis de una familia que no socializa adecuadamente a unos jóvenes que, en consecuencia, quedan libres de control adulto y abandonados a sus impulsos agresivos y antisociales. A su vez, la crisis de la familia resulta de dos causas decisivas: la expansión del control de la fecundidad, tras la invención de la píldora y la legalización generalizada del aborto, y el desembarco masivo de la mujer en el mercado de trabajo. Ambos factores tienen como efecto romper el contrato implícito que fundamenta en términos biológicos la familia tal como la hemos conocido a lo largo de la evolución, contrato consistente, a decir de Fukuyama, en un intercambio de fecundidad de la mujer por recursos del varón. Pero aunque toda la argumentación causal tiende a asignar un papel central en la génesis de la Gran Ruptura a la crisis de la familia (y, por lo tanto, a la sexualidad liberada de la reproducción y a la mujer trabajadora), Fukuyama atiende también a otras causas. Decisiva, en este sentido, es la reconfiguración de las redes sociales en términos de miniaturización, lo que tiene por efecto generar lo que denomina expresivamente una «moralidad escueta» de corto radio de acción e incapaz de crear lazos sociales extensos, sólidos y confiables. A esto se suma la eclosión de un individualismo sin freno que acaba degenerando en relativismo moral generalizado. Tenemos así las causas fundamentales de la Gran Ruptura que acontece al hilo de la transición de la era industrial a la era de la información. En ese mundo de vacío moral hemos estado sobreviviendo a lo largo de las últimas décadas. ¿Es nuestro destino permanecer en él? Tranquilícese el lector: ¡nuestro destino es muy otro!

Como nuestra época detesta a los profetas del infortunio, Fukuyama acaba su trabajo con una faena de consuelo y buena nueva. El vacío moral es cosa más bien del pasado inmediato, una fase enojosa de transición que irá seguida de la gran reconstrucción. Ese nuevo amanecer moral lo apuntan ya las estadísticas de la última década del siglo que muestran enfriamientos de la delincuencia, el divorcio, los hijos no matrimoniales y la crisis de confianza en las instituciones y las personas. Se apunta así un mundo en el que los delincuentes serán menos y estarán inexorablemente en la cárcel, los divorcios más infrecuentes y los hijos tendrán padre y madre que los contemplen, cuiden y mimen si es menester. Tal restauración moral no nos puede sorprender ya que está dictada incluso por nuestra misma estructura biológica: los seres humanos somos seres naturalmente sociales y estamos abocados a superar los vacíos morales transicionales, generando, ya sea racional o irracionalmente, micro o macrosocialmente, tupidos marcos normativos que arropen, armonicen y den sentido a nuestras interacciones sociales. Que nadie se asuste, advierte Fukuyama, pues no somos lobos hobbesianos en pos de nuestros estrechos intereses egoístas. Pero que nadie fantasee, pues tampoco somos ángeles altruistas a la búsqueda del bien del prójimo. ¿Qué somos? Abusando del viejo saber aristotélico, Fukuyama nos asegura que algo que está a medio camino y participa de lo uno y lo otro. ¡Menos mal!

Menos tranquilizador es sin embargo el cuadro que dibuja en lo concreto el idílico porvenir de reconstrucción moral. Parece que Fukuyama es adepto de la política de unificación moral, eso sí, aderezada con respetos formales a las libertades individuales de elección. Lo muestra su entusiasmo por la política de firmeza contra cacos y asesinos del nunca suficientemente alabado Giuliani, alcalde de Nueva York, su apoyo a la erradicación de la enseñanza bilingüe en California o su rechazo de una política pública que respete el multiculturalismo. Todos estos casos son firmes muestras de la gran restauración moral americana que será seguida, a no dudar, por hechos semejantes en la vieja y escéptica Europa. ¿Y la mujer? ¿Qué pasará con la mujer en ese futuro moralizado hacia el que nos encaminamos? Porque fue su salida del hogar hacia el mundo del trabajo lo que precipitó la huida irresponsable del varón del espacio familiar, la disminución de la procreación y la proliferación de hijos ilegítimos. Fukuyama es cauto y firme a la vez al abordar el problema. No parece que crea en la posibilidad de restauración de la vieja familia compuesta por ama de casa, marido ganapán e hijos animando la salita de estar. Pero sí cree en, y aboga por, una trayectoria laboral intermitente de la mujer, que de muy joven trabaja, pero, a los pocos años, se enclaustra en el hogar para cumplir sus obligaciones de reproducción y crianza y, una vez alcanzada la madurez y ya con el nido vacío, se reincorpora al trabajo. Evidentemente esto la llevará a sacrificar su vida profesional y extradoméstica en aras de la reproducción y moralización de la especie, para regocijo de los genes. Y digo esto porque Fukuyama no contempla el diseño de políticas públicas que actúen sobre y contra el mercado para paliar estos efectos perversos que llevan al sacrificio de la mitad de la especie. Se limita a atisbar otras compensaciones: un cambio en los valores sociales que pondrá en el altar a la esposa y madre abnegada que a tanto sacrificio se abandona; una igualación de carreras y salarios de hombres y mujeres en función de la tendencia del mercado de trabajo hacia la precariedad, el cambio de empresa, la obsolescencia de las cualificaciones aprendidas en la juventud, etc. Valorada por varones como esposa y madre e igualada con ellos en un destino de incertidumbre, bloqueo generalizado de carrera profesional y bajos salarios, la mujer se reintegrará con gusto al hogar, subordinando a éste su vida extradoméstica.

Hemos llegado así al final de La Gran Ruptura. Tal vez este lector y exégeta se haya dejado llevar, en el tono de su reconstrucción, por la irritación que el libro de Fukuyama le ha provocado. Pero es difícil, si no imposible, alcanzar un tono de neutral ecuanimidad ante un trabajo tan tópico, obsoleto y superficial. Pues tópico es proponer la idea de un cambio social en dos fases (destructor-reconstructor) mediado por un intervalo más o menos largo de vacío. Por mucho que se repita la idea y muy obvia parezca a nuestra intuición inmediata del mundo, no deja de ser ingenua y poco descriptiva de los procesos reales de cambio en los que incluso el aprendizaje de lo nuevo y emergente no va nunca de la mano del vacío. No menos tópica, gastada y rechazable me parece la otra idea de fondo que concibe los procesos de cambio social como el resultado del entrecruce de dos dinámicas: una lineal, direccional e irreversible que supone la emergencia de una nueva estructura, y otra cíclica en la que se suceden, desincronizadas de la anterior, fases de desmoralización y remoralización. Y cae ya en la categoría de lo obsoleto esa idea tan central en Fukuyama que iguala sociedad y moral y concibe toda crisis social bajo el modelo de la crisis de valores y normas morales. Es evidente que tal modelo dominó en las ciencias sociales durante algún tiempo, pero éstas han dejado ya de apostar por una visión del actor y mundo social bajo el disfraz del actor moral y su mundo de normas y valores interiorizados a modo de un catálogo de respuestas prontas, armoniosas y suficientes a sus situaciones de vida o encuentro con los demás. Y, además, me parece superficial la argumentación central del libro que identifica sin más la indudable crisis de la familia con un cataclismo moral. Que la familia está en crisis, que tal crisis tiene efectos demográficos, políticos y económicos relevantes, me parece indudable; también me lo parece que se trata de uno de los rasgos más sobresalientes del cambio social contemporáneo y que se ha de someter a un intenso debate público. Ahora bien, que la crisis de la familia nuclear y patriarcal se identifique básicamente como un cataclismo moral es algo que resulta harto problemático, a no ser que nos abandonemos en manos de tópicos que no resisten el escrutinio crítico. ¿Me podrá explicar alguien por qué es moralmente superior una familia que pasa por la vicaría a una familia sin papeles? Es evidente que puede serlo, pero nada prejuzga que lo sea. Y no se trata de apostar por el denostado relativismo moral que asegura que igual vale un roto que un descosido y todo depende del cristal moral con que se mira. No es problema de relativismo, sino de fijación de cuáles son las características de lo que denominamos mundo moral. Y si ocurre que tal cosa, a pesar de ser gaseosa, la identificamos con deberes y bienes, entonces no existe razón alguna para pensar que los únicos deberes y bienes moralmente justificables se encuentran al traspasar los muros de iglesias y juzgados o teniendo un matrimonio para toda la vida o reproduciéndose al tuntún de las pasiones o del sentido de sacrificio en bien de la especie. Que todo esto haya sido un ideal moral nadie lo pone en duda; otra cosa es que sea la encarnación insustituible de la moral.

Concluyo así afirmando que, a mi entender, el nuevo libro de Fukuyama es totalmente prescindible o que sólo tiene valor como muestra de una variante del pensamiento conservador actual que, pudiendo tener ciertamente gran predicamento político, se caracteriza por su pereza intelectual y su incapacidad para estar a la altura de los tiempos. Necesitamos diagnósticos de nuestro tiempo y no podemos eludir imaginar el futuro hacia el que nos encaminamos. Pero poco avanzamos si nos dejamos atrapar por fórmulas omniabarcantes, cerradas y huecas que fueron ensayadas para dar cuenta de un mundo ya ido y que ni siquiera entonces consiguieron iluminarlo suficientemente.

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