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Fascinación del barro

La fiesta del chivo

MARIO VARGAS LLOSA

Alfaguara, Madrid, 520 págs.

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Si cabe entender, y cabe, que «cada autor inventa su público y crea su posteridad […] y la escritura es lo otro, encarna el allá lejos, representa el quizá y el cómo» (Adolfo Castañón), la obra literaria de Mario Vargas Llosa constituye un sólido edificio de arquitectura deslumbrante en el que la historia y la ficción han ocupado los salones más distinguidos de tan rotunda residencia en la tierra. Vargas Llosa no sólo ha creado un lector en español, sino que ha indagado, con la precisión de un entomólogo chino –si se permite el juego privado borgiano–, en las más extrañas ambigüedades de la realidad contemporánea, siempre un punto más allá de lo que las aristas del presente advierten: siempre en el sugestivo ámbito del quizá y el cómo. Y ahí sigue. Porque lo cierto es que La fiesta del chivo (2000) trata, en el vaporoso territorio de la memoria y en el laberíntico y «mogollante» (Lezama Lima) trazo del tiempo, de historia –la dictadura de Trujillo en la República Dominicana– y de ficción –la recreación de unos fotogramas surgidos en la neblinosa e inquietante mirada hacia lo que pasó–. Es decir, vuelve la novela a ser «la historia privada de las naciones» (Balzac), como el propio Mario Vargas Llosa suele recordar. A lo largo de más de quinientas páginas, el lector asiste ensimismado a lo que ocurre dentro y fuera de cada uno de los personajes que componen esta danza macabra, esta contemporánea y carnavalesca danza de la muerte. He ahí uno de los múltiples hallazgos, estrictamente literarios, que exhibe esta novela. Pero el vaivén es incesante.

Historia y ficción entran y salen de cada una de las páginas con la movilidad, con la ligereza, con la ágil descripción de unos acontecimientos, de unos interiores dibujados casi de perfil; páginas en las que se mezclan y alternan las más granadas retóricas periodísticas con el detonante de las descripciones precisas y concisas, los datos contrastados y las fechas implacables con el documento histórico, el testimonio personal, la recreación ensoñadora, la música popular…

¿Qué hay en la novela que obligue a su posible lector a olvidar las horas; que le nuble los contornos del lugar elegido para leer; que le haga sentirse dentro, y fuera a la vez, a la manera del espectador orteguiano, de cuanto ocurre en las páginas? Tal vez algo que cabe concluir al final de su apasionada y apasionante lectura: la realidad no sólo supera la ficción, sino que, en este caso, le otorga la condición de demiurga, de ser la depositaria mágica de la memoria restaurada. El propio autor ha confesado cómo ha tenido que renunciar a incluir en la novela determinadas situaciones, hechos y testimonios porque –de tan brutales, tan exagerados, tan desasosegadoramente esperpénticos– no resultarían, para el lector más endurecido por las cosas, verosímiles. Así va la mano. Un aspecto sobre el que se levanta la topografía imaginaria de la novela es su contundente documentación. Como bien suele recordar Vargas Llosa, la lectura, consulta, contraste de la ingente documentación respecto a Trujillo y a su bárbaro y delirante entorno le permite al novelista «mentir con conocimiento de causa». Claro que las novelas mienten, pero mintiendo expresan una curiosa verdad –la verdad de las mentiras– que sólo bajo la máscara –no olvide el avezado lector que «la máscara no engaña, subraya» (Bergamín, a propósito de Malraux)– puede expresarse; bajo el disfraz de lo que no es, surge esa curiosa verdad disimulada, encubierta.

Y La fiesta del chivo se embarca en un asunto decididamente contemporáneo, más allá de Trujillo y de la novela del dictador que ha recorrido el siglo y cuenta con títulos en lengua española como Tirano Banderas (1926) de Valle-Inclán; El Señor Presidente (1946) de Miguel Ángel Asturias; Muertes de perro (1958) de Francisco Ayala; Los pasos perdidos (1953) y El derecho de asilo (1972) de Alejo Carpentier; Yo, el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos; El otoño del Patriarca (1975) de Gabriel García Márquez, y Oficio de difuntos (1976) de Arturo Uslar Pietri, entre otros… Mario Vargas Llosa se embarca en la acción y reflexión de uno de los asuntos de mayor enjundia que han roto este siglo que ahora termina por fin: «Los regímenes totalitarios del siglo XX han revelado la existencia de un peligro antes insospechado: la supresión de la memoria» (Todorov). El fascinante ejercicio de Vargas Llosa es la minuciosa reconstrucción de una memoria, de una mirada que ausculta el pasado y reconstruye –con el poderoso ritmo de una prosa novelística adecuada al tiempo y lugar que marcan los hechos, los personajes, los escenarios, los ensueños, los anhelos y los desasosiegos– las oscuras horas finales de El Chivo, el Jefe Máximo, el Padre de la Patria Nueva, el Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, en torno a tres escenarios, tres perspectivas –en riguroso sentido orteguiano– que complementan la lectura de los hechos y sobre las que avanza, de manera minuciosa, la novela hasta fijar los claroscuros del tiempo y de los anhelos. El declive de Trujillo, desde el propio Trujillo –he ahí la afirmación del autor de descubrir en la contemplación del dictador, lo que en Francia suele denominarse como «la fascinación del barro»–. Como recuerda Vargas Llosa, ninguna de las amantes de Trujillo fue capaz de hablar mal de él, un hombre que era capaz de mantener la conversación más interesante con sus invitados y, poco después, «mandar que se tirase a alguien a los tiburones», y concluye: «Lo terrible de los dictadores es que no son demonios, sino seres humanos». Esta es, sin duda, la clave de la novela, el eje que vertebra la rigurosa complejidad de la reconstrucción narrativa: ¿cómo puede entregarse un pueblo, unos grupos universitarios, unos profesionales capaces y viajados a la libre disposición de un solo hombre?, ¿qué motivos empujan y arrastran a las naciones a cometer hechos tan desesperanzadores para la condición humana?, ¿cómo puede abolirse, no ya la libertad de expresión, sino incluso, el interior de los individuos, el libre albedrío de cada cual hasta entregarse en cuerpo y alma a los caprichos, delirios y atrocidades de alguien que fue, literalmente, definido como el continuador de Dios en la República Dominicana, en alocución encendida y discurso canónico, «Dios y Trujillo: una interpretación realista», obra de ese personaje, no menos literariamente inquietante que es, en la novela, Balaguer?

De ello da cuenta esta memorable novela. Sin más adjetivación que la precisa, sin más comentario que la mirada atenta a unos acontecimientos escalofriantes –por ejemplo, la parte final con la brutal represión y las aberrantes torturas a que son sometidos los autores, y los cómplices, del atentado a Trujillo–. Terror y horror, espanto y envilecimiento, conspiración y muerte, todos los personajes danzan alrededor de la muerte. El lector asiste a una fiesta tenebrosa que ha enseñado sus enfebrecidas fauces de violencia, y ha dado, gracias a la ficción, el color y el dolor a un tiempo y a una geografía. Con La fiesta del chivo, Mario Vargas Llosa retoma la concepción de la novela total, de la intrahistoria en la narración y del curso lateral de la memoria, los tres elementos decisivos sobre los que se levanta, con sólida arquitectura literaria, la siempre visitada casa de la ficción. Un lujo para la literatura en español de este fin de siglo desasosegador.

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