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La democracia naufragada

Todo lo que era sólido

Antonio Muñoz Molina

Barcelona, Seix Barral, 2013

253 pp. 18,50 €

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Antonio Muñoz Molina y yo somos amigos y casi de la misma edad (le saco dos años). Lo de la edad es importante, no por la magia cohesiva que se atribuye a las generaciones, sino porque empatar en edad es empatar en algo infinitamente más importante que las opiniones: a saber, la posición vital. En esencia, Muñoz Molina y yo éramos muy jóvenes cuando murió Franco, y la política profesional nos caía a desmano. Con cinco, seis años más a la espalda, es posible que nos hubiésemos aproximado a las cosas desde un encuadramiento partidario. O quizá no, porque no creo que nos haya llamado Dios por ese camino. El caso es que la muerte de Franco nos sorprendió estudiando, no militando en sentido estricto. Al revés que Antonio, yo ni siquiera militaba en sentido laxo. Estaba cursando quinto de Física, rama teórica, y la política me interesaba como puede interesar la teología a un no creyente. De La sociedad abierta y sus enemigos, de Popper, o de Capitalismo, socialismo y democracia, de Schumpeter, no se pasa a la acción directa sin dar un paso que yo no di. Esto, en lo que mira a las cosas que se hacen. En lo tocante a las que se piensan, absorbí muchas de las certezas rutinarias que saturaban el ambiente y a las que era casi imposible sustraerse por aquel entonces. Estas certezas no se revelaban en forma de argumentos, sino de reflejos. El sintagma «España eterna» proporciona un buen ejemplo. Se decía «España eterna» en mala parte, con un sentimiento de desdén que no era necesario justificar, porque casi todo el mundo de nuestra edad estaba de acuerdo en compartirlo. «España eterna» remitía al nacionalismo litúrgico y réchauffé del franquismo; a la voz gárrula y solemne al tiempo, y en conjunto absurda, que desde un punto impreciso y cenital se derramaba sobre las imágenes del NO-DO; a las tonadilleras y el folclore andaluz que de oficio expendía la televisión en las galas de Nochevieja; a Santiago Bernabéu y Lola Flores; a la Legión y la Semana Santa y las señoras con peineta; a los pobres registros de nuestros atletas en los Juegos Olímpicos. «España eterna» sonaba, en fin, pobre, rancio, y por una simetría inversa, sonaba mejor de lo que merecía el nacionalismo no español, y para muchos, entre quienes tengo la satisfacción de no contarme, ETA. Hablo de la calle. Los padres constituyentes estaban volcados en tareas más técnicas, que están por encima de la calle, aunque no desconectadas de ella. Todo lo que era sólido, un libro que no es una novela sino un documento y casi unas memorias, resume maravillosamente lo que la generación a la que pertenecemos Antonio y yo siente en este instante, tras casi cuarenta años y la volatilización de las certezas que infundieron un tono específico a la Transición. Innegablemente, Muñoz Molina estima que esto está liquidado. No define exactamente qué ha de entenderse por «esto», ni afirma formalmente que esté liquidado, aunque se aprecia que lo cree. Las creencias, cuando son profundas, no necesitan enunciarse. Se transmiten por medio de observaciones sueltas que resultarían incomprensibles proyectadas sobre una creencia distinta. En la página 102, escribe: «En treinta y tantos años de democracia y después cuarenta años de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática». ¿Qué motivos existen para confiar en que se haga ahora? Sobre todo, ¿quién podría hacerla? ¿Los partidos? Debe excluirse lo último, dado que los partidos, como repetidamente asegura Muñoz Molina, constituyen una de las causas de nuestra postración democrática. La tarea regeneradora habrá de recaer, por eliminación, en los españoles, o, para ser más exactos, en los españoles haciendo abstracción de los partidos. Ahora bien, una democracia resucitada al margen de los partidos sólo puede ser una democracia de nueva planta, una democracia que ha encontrado su centro después de una palingenesia o transformación total. Ese es el dictamen de Muñoz Molina: «Hace falta una serena rebelión cívica que, a la manera del movimiento americano por los derechos civiles, utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política» (p. 245). La exhortación está casi en sintonía con el lenguaje de los indignados, los cuales inspiran al autor una simpatía clara. Introduzco la cláusula de reserva «casi» porque Muñoz Molina matiza su aseveración dos veces: al hablar de rebelión cívica añade «serena», y precisa también que esa rebelión debe producirse dentro de la ley. La combinación es complicada: consiste en pasar por encima de los partidos sin vulnerar la Constitución y empezar desde cero.

 Muñoz Molina estima que esto está liquidado: «En treinta y tantos años de democracia y después cuarenta de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática»

Resulta difícil no recordar la receta lampedusiana, sólo que dada la vuelta. Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi: «Si queremos que todo siga igual debemos cambiarlo todo», afirma Tancredi en El gatopardo. Ahora se trataría, por el contrario, de respetar el marco democrático sin renunciar a una mudanza profunda, general. Esto asusta a los instalados y a los conservadores, por motivos en parte justificados. Pero las objeciones de carácter prudencial dan de sí lo que dan de sí. A partir de cierto momento, un momento en esencia misterioso, los ciudadanos optan por instalarse en un plano moral esquivo a los cálculos racionales sobre los fines y los medios, o el equilibrio entre ambos. Lo que caracteriza los momentos colectivos que adjetivamos como «revolucionarios» –en grande o en pequeño, porque también las revoluciones tienen tamaño–, es la renuncia a seguir echando cuentas. Desde la perspectiva del agente, la revolución es una apuesta sin límites por un objetivo memorable, o emocionante, o éticamente ineludible. Desde la atalaya del espectador imparcial –tomo la expresión de la economía política–, la revolución es lo que pasa cuando el rendimiento marginal de las diversas alternativas empieza a parecer ridículo o carente de contenido teniendo en cuenta la incertidumbre del resultado y, sobre todo, su valor relativo. A partir de ahí, no se calcula. A partir de ahí, se embala uno y que sea lo que Dios quiera. El desenlace, con frecuencia, es funesto. Esta previsión, sin embargo, encierra menos importancia de lo que se supone. Es vitalmente imposible proseguir calculando ad infinitum. Una analogía: imaginemos que nos toca en el trabajo un jefe tonto, o que ha variado la filosofía corporativa de nuestra empresa y el día a día se empieza a poner verdaderamente ingrato. Si uno tiene veinticinco años, y no hay demasiado paro, verde y con asas: será cuestión de buscar un empleo alternativo. Introduzcamos, a continuación, algunas turbulencias en este paisaje tan diáfano. Uno: no tenemos veinticinco, sino cincuenta años. Dos: la economía anda regular y la esperanza de plantar los reales en otro sitio es manifiestamente mejorable.

Empezaremos a sopesar los pros y los contras, esto es, a calcular. ¿Qué probabilidad existe de dar con un empleo durante el tiempo que dura la indemnización por despido? ¿Vale la pena dejar el trabajo a trueque de ingresar en el paro de larga duración, a una edad, para más señas, en que no es descartable que no volvamos a trabajar nunca más? Estos son, todavía, cálculos racionales. Una nueva variable: las condiciones laborales han comenzado a afectar a nuestra salud y nuestro carácter, y, por contigüidad, a la estabilidad de nuestro matrimonio. El cálculo nos lleva, ahora, a consideraciones nuevas y más difíciles. ¿Cuánto pesa la estabilidad en el empleo con relación a nuestra felicidad doméstica? ¿Seremos más ingratos a nuestra mujer si ya no llevamos nada a casa que si persistimos en conductas intemperantes y en melancolías que estropean nuestro sistema digestivo y, de paso, nuestro aliento? ¿Qué es más insoportable: un marido que padece impotencia porque se siente económicamente inútil, o un marido que insiste en el coito pero apesta a su mujer con su resuello fétido antes de inundarla con su flujo espermático? ¿Es peor despreciarse porque trabajar exige resignaciones serviles, o porque se acude de extranjis a los comedores de Cáritas?

Me parece evidente que aquí ha dejado de funcionar el cálculo racional. O, si quieren, que el cálculo racional ha dejado de ser racional. El hombre apretado no resuelve sus dilemas bajo el estímulo de razones, sino impelido por su instinto. Unos se dejarán llevar por su amor a la independencia, con consecuencias quizá desastrosas. Otros por su renuencia al riesgo, con consecuencias, a lo mejor, no menos desastrosas. Sea como fuere, la razón se obscurece u oblitera, y no por un desfallecimiento de las facultades racionales, sino porque la razón es útil en determinadas circunstancias y estéril en otras. Ha llegado, por así decirlo, la hora de la verdad, la que exige cerrar los ojos y obedecer a una trepidación interior. Me parece que, políticamente, Muñoz Molina vibra al son de los que perciben que ha llegado la hora de la verdad. Y ha cumplido cincuenta y siete años. No les cuento qué clase de fantasmas se pasean por las entretelas de los que están cumpliendo los veintisiete y no han encontrado empleo, o han de resignarse a uno que es precario y está mal pagado: y además no quieren votar porque no lo han hecho nunca, o porque no se perdonan la semiesperanza que les arrastró a las urnas la última vez que lo hicieron. Desgrano estas reflexiones para que puedan calibrar al sentimiento de urgencia que trasciende de Todo lo que era sólido, lo mismo si se interpreta como un texto que lleva abajo la firma del autor que como un síntoma social. A continuación, voy al detalle del libro.

No se trata de un intento de análisis político, sino de una efusión, con todo lo bueno y lo malo que una efusión entraña. Lo malo es la falta de arquitectura, que se hace evidente conforme enfilamos el último cuarto de libro y el texto avanza más a golpe de anáforas, colgadas del atributo «sólido», que de un movimiento genuinamente interior. Lo bueno es que la mezcla de autobiografía, de biografía política y de reflexión a las bravas permite a Muñoz Molina enfilar las cosas desde muchos ángulos distintos y regalarnos con algunos cuadros de costumbres magníficos. Destaco una descripción insuperable de la celebración oficial de la Expo del 92 –donde probablemente se inicia la corrupción política a gran escala–, y la experiencia de Antonio mientras estuvo de director en el Instituto Cervantes de Nueva York. Hubo de recibir a los equipos autonómicos que desembarcaban en la capital del mundo, hacían como que iban a poner a sus territorios en los cuernos de la luna, y se gastaban una fortuna, pagada con el dinero del contribuyente, en fiestas gastronómico-culturales y en contratar a agencias de comunicación y correveidiles profesionales que los trataban como lo que eran: auténticos doctrinos, y carne de cañón para los expertos en sacar jugo a los auténticos doctrinos. Antonio escribe cuando ya se ha hundido la economía, impelido por un sentimiento de catástrofe de proporciones cósmicas. Las cosas se han roto y Muñoz Molina las enumera funeralmente pronunciando una palabra recurrente y que, por antífrasis, designa lo contrario de lo que parece: «sólido». El caso es que nada es sólido. No era sólida la economía; no es sólida la democracia; no es sólida España, que se ha dividido en territorios espectrales escudados por estatutos de autonomía fantásticos, y no es sólido el legado cultural español, en algunos sentidos admirable –es, o era, admirable el paisaje, obra humana de muchos siglos que los promotores de viviendas, en complicidad con alcaldes rapaces, han vejado y herido: una de las cosas que más enciende a Muñoz Molina es la conversión ilegal, en la España seca, de humedales en campos de golf–. Nada, en fin, es sólido, y de ahí la intimación de un naufragio, de un siniestro histórico. La liquidez extraordinaria de todo induce a afirmaciones que dentro de un texto de naturaleza más forense, o más filosófica, habrían podido denunciarse como paradójicas. A ratos, Antonio se demora en descripciones del paisaje finísimas y sentidas, y como hechas desde el fondo del tiempo. Un señor que da importancia a esas cosas no puede celebrar el sistema de lugares comunes –lo digo sin acento peyorativo alguno– que asociamos al progresismo.

A la vez, Muñoz Molina es un progresista convencional –la afirmación, de nuevo, no contiene censura de ningún tipo–. Sin embargo, estas contradicciones o tensiones no incomodan, ya que Muñoz Molina adelanta sensaciones, y las sensaciones no son silogismos. Bien, el escritor acude durante unos meses a los archivos de un periódico –presumo que El País–, lee disciplinadamente las noticias que constelaban la prensa durante 2006 y 2007, compara ese mundo de desenfreno y euforia con la España escuálida que ahora se está viviendo, y se abisma en un hondón de amargura, perplejidad y escándalo. Punto de la máxima importancia: aunque no dirige el dedo acusador contra ninguna formación partidaria en particular –en rigor, y como bien dice, las culpas están repartidas–, habla, sobre todo, desde el desencanto de alguien que militó en la izquierda, a la que sigue próximo en varios conceptos. Esto, en sí mismo, no es notable ni deja de serlo. Cada cual ha sido lo que ha sido, y debe prestar testimonio, si es sincero, desde lo que en efecto ha sido. Lo bueno son las precisiones, en las que destacan los escritores de verdad, tribu a la que pertenece indubitablemente Muñoz Molina. Antonio estuvo empleado en el ayuntamiento de Granada, durante los primeros compases del felipismo, como auxiliar administrativo, y comprobó a pie de obra, por así decirlo, un hecho de enorme significación: la voladura de los sistemas de control de legalidad, realizada en nombre de la eficacia o de lo que los anglos denominan expediency. Lo percibido por el autor se corresponde estrictamente con la realidad. Durante los años ochenta, los interventores se pasaron en masa a la inspección. El motivo fue la descentralización administrativa: las Comunidades Autónomas implantaron –o no implantaron– sus propios sistemas de control. Aparte de esto, el Estado, al nivel que fuere, se mostró renuente a someterse a las disciplinas contables. Objetivamente, la corrupción, a la que, cuando pudo, se sumaría la derecha política, adquirió articulación, complejidad y sistema con el PSOE. La derecha política de primera hornada, esto es, UCD, estuvo harto ocupada con el Ejército, el terrorismo y una inflación galopante. UCD estallaría al cabo de un tiempo, como un ánfora al estrellarse contra el suelo. Recogería los añicos el antiguo jefe de la censura franquista, un hombre construido para no ganar las elecciones en la España nueva, y la derecha se tiró trece años largos en la oposición. La democracia, tal como la conocemos ahora, es hechura, sobre todo, del socialismo. La supresión de los controles que tanto impresionó al joven Muñoz Molina no sólo fue clave en la generación de clientelas y la corrupción concomitante. Fue a la vez una señal, o un anuncio, de aculturación política.

En realidad, y ése fue uno de los dramas del franquismo, no existía una cultura política de izquierdas en sentido estricto. Solo había existido, durante la dictadura, el equivalente de lo que fue una política ilustrada radical durante el reinado de Luis XV en Francia: cierta gente decía ciertas cosas, las editoriales más vivas publicaban determinados títulos, el lenguaje, en la universidad, se había hecho marxista. No había, sin embargo, gente de izquierdas en el poder y, por tanto, no había, no podía haber, una política de izquierdas. Lo mismo también que durante el reinado de Luis XV, una lettre de cachet fulminada desde los ministerios podía dar con un disidente –por lo común, del Partido Comunista– en la cárcel. Pero acabar en la cárcel por una buena causa no es lo mismo que hacer política, o es hacer política de modo muy excepcional. Prosigo: si bien no existía una política de izquierdas, existía una mentalidad de izquierdas, con sus valores, sus prohibiciones, sus imperativos categóricos. Y esto, como recuerda Muñoz Molina, se acabó casi por ensalmo, al calor del poder y de una aceptación improvisada y, en el fondo, oportunista, oportunista por no discutida ni sentida, de las actitudes menos incompatibles con lo que por entonces, si no me engaña la memoria, empezó a llamarse «gobernanza». ¿Habría sido mejor que el PSOE no hubiese renunciado al marxismo poco antes de ganar las elecciones? No, habría sido peor. Pero lo mejor trajo consecuencias, que ahora estamos pagando amargamente. Sucedieron más cosas. En Andalucía, la tierra de Antonio, donde los socialistas han mandado desde que existe democracia en España, se verificó una rapidísima simbiosis con las clases propietarias y las tradiciones nominalmente conservadoras. Antonio cuenta algunos episodios significativos. En Úbeda, su pueblo natal, el primer alcalde socialista, amparándose en la separación Iglesia/Estado, prohibió la presencia de representantes municipales en las procesiones de Semana Santa. El alcalde era un sastre local y un hombre de costumbres austeras y convicciones arraigadas.

Pero una golondrina no hace verano. Poco más adelante (página 71) Muñoz Molina recuerda que un concejal comunista de Granada, no contento con acomodarse a los ritos, inventó, literalmente inventó, una ofrenda floral a la Virgen de las Angustias, en la que las instituciones, los colegios profesionales, las escuelas, las cofradías, los equipos deportivos, llevaban ramos y coronas hasta cubrir por entero la fachada de la basílica de la Virgen. El hombre de izquierdas que Muñoz Molina lleva dentro se subleva contra estas capitulaciones frente a la Iglesia. Es posible que esté equivocado. Es posible que la pulcritud ideológica hubiese desatado violencias peligrosas. Es cierto, sin embargo, que la adaptación casi automática no es siempre hacedera sin incurrir en desnaturalizaciones que a veces son indistinguibles de amoralizaciones. En Francia, los sesenta años largos de la Tercera República se saldaron con un sistema escolar enteramente laico y una separación estricta entre Iglesia y Estado. Aquí todo se hizo congruente con todo –la Iglesia con el Estado; el capitalismo con el socialismo, y éste y aquél con sus negaciones parciales– en un abrir y cerrar de ojos.

La desnaturalización, contemplada desde la derecha, ofrece un perfil distinto. Es un hecho que la gran mayoría de los políticos de UCD acabaría militando, con grados diversos de responsabilidad, en el PP, surgida como una geminación de AP. Aun así, entre los dos partidos, el de Suárez y el de Aznar, se abre una distancia moral enorme. UCD fue imprescindible en el asentamiento de la democracia, e imprescindible también como tránsito o medianil entre ésta y el PSOE. Tras el largo letargo de AP, el objetivo y misión principal del PP consistió en devolver la derecha al poder. No creo que, al revés de lo que ocurrió con el PSOE, el PP hiciera grandes concesiones ideológicas. El motivo no fue un exceso de principios, sino, más bien, una extraordinaria labilidad en materia de doctrina. Los brotes neoliberales fueron más bien periféricos y en gran medida retóricos. El pulso con los nacionalismos, aunque mucho más sostenido que el de los socialistas, intermitente. Lo único realmente organizado dentro de la derecha política ha sido la Iglesia, la cual ha mantenido con el PP una relación ambivalente. La derecha política necesitaba a la Iglesia, aunque sólo fuera porque era lo único que en ella latía genuinamente. A la vez no la necesitaba, o hubiera preferido no necesitarla, puesto que la influencia eclesial ha impreso al partido un sesgo conservador poco favorable a las técnicas de agregación del voto que aseguran el triunfo durante unas elecciones. La derecha se adaptó al terreno con la mentalidad y el espíritu de sacrificio, y también la avidez, de un colono que no tiene más remedio que sobrevivir en un territorio desigual y áspero. Hizo malas y buenas cosas, pero no consiguió comunicar su temperatura moral a la democracia. La normalidad democrática se acabó con los atentados de Atocha. Hace de esto poco menos de diez años. Desde entonces, la democracia ha perdido vigor institucional y arraigo en los corazones. Han seguido creciendo, vegetativamente, las prácticas corruptas de compra del voto.

La euforia económica encubrió la decadencia institucional y la insignificancia extraordinaria de un líder que llegó a ganar la secretaría del Partido Socialista y dos elecciones generales. Pero se había roto un resorte. Se había roto seriamente. La crisis económica ha puesto las cosas al desnudo, no originado una crisis política que estaba ya latente. De hecho, las encuestas del CIS empezaron a registrar un desvío popular hacia la clase política cuando aún duraba la época de vino y rosas. Por razones que se le alcanzan a cualquiera, pero que Muñoz Molina no podía anticipar cuando redactó su texto, la situación se ha degradado aún más durante los últimos meses. No sabemos en qué concluirá el caso Bárcenas. No sabemos si se partirá el PSOE. De tejas abajo, quiero decir, en las conversaciones, en los programas de humor, en las charlas de café, se ha decidido simplificar. Hoy, 2 de marzo, he estado escuchando un rato en el coche el programa matutino de Pepa Fernández en Radio Nacional. Es un programa cortés y correcto donde los haya, pero no está protegido del exterior por una cortina de hierro o un aislante a toda prueba. Durante una entrevista al hijo de Coll, un señor que es psicoanalista pero que ha heredado de su padre la vis cómica y que acaba de publicar un libro de apotegmas chistosos, se citó el siguiente hallazgo verbal: «¿Qué significa “chorizonte”? Político en el horizonte». Los periodistas escrupulosos se apresuran a subrayar que los corruptos son minoría. Y están en lo cierto. Pero ese esfuerzo de precisión empieza a resultar tan baladí como el que se realiza al afirmar que sólo algunos escoceses son pelirrojos. Inútil, porque los escoceses están asociados a un emblema, a una marca física. Cuando en una comedia se pone a un actor para que haga de escocés, se toma la precaución de teñirle el pelo de rojo. Se entiende que un escocés de pelo endrino, es un escocés exótico, por mucho que lo desmientan las estadísticas.

No era sólida la economía; no es sólida la democracia; no es sólida España. El país sufre el equivalente social de una recesión

¿Cómo explicarse, en términos académicos, la pobre deriva de nuestra democracia? Estimo que, en rigor, el análisis es complicado, porque la crisis institucional, con distintos grados de virulencia, afecta en gran medida a toda Europa. El espectador con afán de exactitud oscila entre las teorías generales, referidas variables o magnitudes asimismo generales, y lo que le sugieren las tradiciones y prácticas de su solar patrio. Sin ninguna duda, se ha corrompido el Estado Benefactor, que empezó siendo un instrumento precioso de equidad social y ha terminado por complicar su función primitiva con la propensión de los partidos a crecer inventando fines para dotarse de medios. El proceso está perfectamente estudiado por la Teoría de la Elección Pública. The Calculus of Consent, de James M. Buchanan y Gordon Tullock, dos economistas importantes, se publicó en 1962, y aún puede leerlo con provecho quienquiera que esté interesado en comprender parte de lo ocurrido. Está, además, el hecho de que los sistemas parlamentarios, transcurrido un tiempo, tienen la costumbre de degenerar. La única excepción hasta la fecha, y ya veremos, es la Gran Bretaña. La combinación de ambos fenómenos, el económico y el parlamentario, puede minar seriamente la estructura civil de un país, y provocar reacciones portentosas. Lo demuestra Italia, la cual acaba de dividirse, en las últimas elecciones, entre un político convencional sin demasiada presión (Bersani), un hombre con sesgos delincuenciales (Berlusconi) y un cómico (Beppe Grillo). Beppe Grillo, por cierto, es la primera demostración objetiva de que el movimiento de los indignados va en serio. Dice exactamente lo mismo que decían los chicos del 15-M. Hace veinte meses, parecía imposible que del circo montado en la Puerta del Sol pudiera salir nada. Ha rebotado en figura italiana. Grillo es el primer indignado que decidirá cómo se gobierna, o si se gobierna, en un país importante.

Vayamos a lo que es específicamente nuestro y responde a una historia que es la nuestra. Sobre eso habla bastante Muñoz Molina. Muñoz Molina no es un filósofo ni un historiador, y padece cierta propensión a simplificar, eligiendo entre el blanco y el negro. Pero es un hombre inteligente, y además es un escritor, y propone, para explicarse el mal estado de nuestra vida pública, una teoría que sólo podría habérsele ocurrido a un escritor. La teoría ofrece dos vertientes. La primera, en mi opinión, es correcta, aunque el tono resulte un poco subido. Escribe Antonio, refiriéndose a España (p. 129): «Es muy difícil no pertenecer a un grupo, a una tribu, a una patria, a lo que sea, con tal de que sea seguro y colectivo, de que ofrezca una protección incondicional, si bien al precio de abdicar del derecho al libre pensamiento». Añade en la página siguiente:

En ningún otro país que yo conozca está tan extendida la profesión de opinador, en voz alta o por escrito. Pero tampoco creo que haya otro país, salvo los sometidos a un régimen autoritario, en el que las opiniones sean tan reiteradas y tan previsibles y se encuentren divididas en posiciones tan inmóviles como las de la guerra de trincheras. Los españoles tendemos a imaginar que somos gente impulsiva, tan auténticos que decimos sin miramiento lo que nos pasa por la imaginación o lo que llevamos dentro. Incluso disculpamos y hasta celebramos la grosería porque nos parece más verdadera, porque nos gusta imaginarnos poseídos por una espontaneidad tal vez incómoda, sí, pero también libre de hipocresía. De alguien que escribe o habla usando interjecciones e insultos se supone distraídamente en seguida que «no tiene pelos en la lengua», o que no es «políticamente correcto». Si se examina lo que dice o escribe el presunto valentón, se descubre que suele ser puro aire, y que el enemigo al que ensarta con su lanza después de una rugiente cabalgada era un muñeco de paja, incluso a veces un pobre desgraciado que no tendrá manera de defenderse, o una abstracción demasiado vaga para que proceda de ella ningún peligro real.

Esto, lo repito, se me antoja esencialmente correcto, y se entiende bien teniendo en cuenta dos cosas: siglo y medio largo de discordias civiles (la primera –Guerra de la Independencia– y la última –Guerra Civil– espantosas), y la ausencia de un discurso aborigen enderezado a formar o administrar la libertad moderna. Marcelino Menéndez Pelayo tenía razón, una razón desgraciada, cuando afirmó, allá por 1880, que el pensamiento ilustrado español había sido un pensamiento de baja aleación. Un pensamiento mimético, de similor. No tuvimos una ilustración como la escocesa, ni un pensamiento político como el inglés; no tuvimos a un Montesquieu o un Voltaire o un Sieyès; no tuvimos, entrado el XIX, a un Constant o a un Guizot (Cánovas llega mucho más tarde y es menos profundo). No supimos desarrollar instrumentos que conciliaran la libertad con la tolerancia. Las sociedades intolerantes son peligrosas, y el peligro engendra reflejos que, por ser defensivos, inclinan a la cobardía intelectual y civil. La majeza española ha sido muchas veces el airón con que se coronaba un cobarde protegido, no una señal de arrojo. Éste es un mal precedente para la democracia, la cual exige una discusión racional de las cuestiones, como bien señaló Guizot en referencia, no a la democracia, que despertaba en él un pavor burgués, sino a las constituciones políticas libres. Sieyès había expresado la misma opinión en la asamblea constituyente del 89. O se argumenta inteligentemente con el otro, o se le saltan las tripas. Dicho esto, opino que, en contra de lo que piensa Muñoz Molina, hemos avanzado bastante. Aunque no lo suficiente. Nuestros diarios o tertulias no son, exactamente, ejemplares.

La segunda vertiente es más original, y por lo mismo, más interesante. Aquí se le nota a Muñoz Molina el escritor, que es lo más íntimo y personal en él. Muñoz Molina protesta, como protestó Borges, contra el español, quiero decir, contra el idioma español. No se trata de que el español no sea hermoso, que lo es. Se trata de que sirve más para declamar que para pensar. Lo atestigua dramáticamente, a mi ver, una comparación entre dos escritores muy próximos, Joseph de Maistre y Juan Donoso Cortés. Próximos en las ideas, no en el tiempo. De Maistre escribe a principios del XIX y Donoso a mediados. Me refiero al Donoso de Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, no al Donoso doctrinario de poco antes de 1848. Ese Donoso ha bebido en Bonald y en De Maistre. Pero ensarta las palabras de modo absolutamente distinto. Las veladas de san Petersburgo, de De Maistre, es un libro repugnante, aunque, también, un libro razonado. Se tiene la sensación, al leerlo, de que el francés literario impide no pensar. Los modismos, circunloquios, frases hechas o elipsis del francés de entonces encierran una intención argumentativa: no pueden ponerse sobre el papel sin decir cosas que significan algo. La obra de Donoso, por el contrario, constituye un gigantesco retruécano, muy elocuente –y también repugnante–, y, al tiempo, intelectualmente irresponsable. Donosa adopta la forma externa del rigor, pero en falso. Lo que le impulsa como escritor es el sonido de las palabras y esa versificación invisible que, según Mallarmé, no puede eludir la prosa. Les ofrezco un ejemplo, extraído del Ensayo:

La infalibilidad no puede resultar de la discusión si no está antes en los que discuten; no puede estar en los que discuten, si no está al mismo tiempo en los que gobiernan; si la infalibilidad es un atributo de la naturaleza humana, está en los primeros y en los segundos; si no está en la naturaleza humana, ni está en los segundos ni está en los primeros, o todos son falibles o son infalibles todos. La cuestión, pues, consiste en averiguar si la naturaleza humana es falible o infalible; la cual se resuelve forzosamente en esta otra, conviene a saber; si la naturaleza del hombre es sana o está caída y enferma.

Hay que volver a construir, porque muchas cosas de las que se habían levantado están en ruinas

Esto es una sucesión de non sequitur, juzgado piadosamente, y de tonterías, apenas se adopta un punto de vista no inspirado por la piedad. El movimiento del lenguaje obedece más al ritmo jaculatorio y al jadeo que a un esfuerzo de la inteligencia. Pero no se trata de un párrafo inocente, sino de una invitación al fanatismo, hermoseado como dogmatismo, el cual se hermosea, a su vez, como adhesión a la verdad, una verdad cuya expositora e intérprete es la Iglesia católica. El que respira como el párrafo de Donoso exige que se respire, está aprestándose a anular al prójimo en nombre de Jesucristo. El español adoptó esta hechura retórica en el curso de la historia. No existe en el español una fatalidad fonológica que fuerce a expresarse floreando una espada, o que compela a imitar las cadencias del rezo allí donde se trata de conferir forma verbal a un pensamiento. El lector de La celestina, o del Lazarillo, o de Cervantes, traba contacto con un idioma distinto: más humano, más profundo, menos ritualizado, menos invadido por los automatismos de la prosodia. Muñoz Molina alude a una conexión entre el mal español dominante y la incivilidad, y da en la diana. Podría completarse el diagnóstico mediante un parangón traído de la teoría de la selección natural. Muchos genes han fijado su residencia en nuestro ADN porque sus portadores tenían más probabilidad de vivir largo y transmitir descendencia que aquellos que no los poseían. La presión ecológica, a lo largo de innumerables años, ha favorecido unos genes sobre otros, haciéndonos a los hombres lo que somos. La historia de España, y las cualidades que en ésta se han necesitado para no acabar en una cuneta de carretera o en el fondo de la pirámide social, han generado igualmente un idioma poco discursivo, que sólo los autores verdaderamente originales o poco obedientes a la tradición logran reconvertir en un instrumento apto al intercambio de ideas. El escritor capta de modo inmediato, intuitivo, este hecho. Y lamenta que el lenguaje político en sentido amplio –el de los profesionales de la política, aunque también el de los periódicos y el de los que leen los periódicos– deje tanto que desear.

La intuición, repito, es preciosa, pero el diagnóstico de Muñoz Molina me parece un tanto exagerado, un tanto overstretched. Mientras preparaba su última novela –La noche de los tiempos–, Antonio leyó cantidades ingentes de la prensa española de los años treinta, y yo creo que escribe contagiado aún por la impresión penosa que esa experiencia le produjo. Creo que la sociedad española –y la europea– de este comienzo de tercer milenio es irreversiblemente más pacífica que la de la década que precedió a la Segunda Guerra. No existe lucha de clases, o se encuentra muy atenuada; la gente vive infinitamente mejor, y el comunismo mesiánico no se apresta a la conquista del mundo ni los fascismos se preparan a hacer otro tanto. Desde finales de los cincuenta, los españoles empezaron a cambiar, aunque el Régimen siguiera inmóvil. De lo que sí puede hablarse es de decadencia institucional y, por simpatía, de decadencia social. Hace treinta y cinco años, las elites sabían hacia dónde ir. Esa claridad ha venido a menos o se ha debilitado, y la praxis política, como sucede con todo lo que está estanco, se ha maleado. Sobre el agua detenida crece la flora que se alimenta de elementos en descomposición: se han desorganizado las conductas y las palabras. Sería injusto, no obstante, ignorar que el país ha aumentado de tamaño en los términos que manejan las agencias internacionales: renta per cápita, capital disponible, ilustración media.

Estas magnitudes estadísticas autorizan una conclusión difícilmente rebatible: hay más españoles que nunca que saben algo, y estos españoles son, en términos relativos, menos violentos que en el pasado. Esto es compatible con la postración de la universidad, o el pésimo momento que atraviesan los medios de comunicación. Esto es compatible, en fin, con el reconocimiento valiente de que hay que volver a construir, porque muchas cosas de las que se habían levantado están en ruinas, o tan maltrechas que daría con ellas en el suelo la coz de una mula o un puntapié. De modo que hay motivos para ser pesimista y a la vez optimista. Lo más razonable, probablemente, es combinar el pesimismo con el optimismo: esto está mal, de acuerdo, pero estamos en situación de mejorarlo considerablemente. El país sufre el equivalente social de una recesión: se encuentra por debajo de su potencial de crecimiento material y moral. Aunque seguro, seguro, no se sabe nada. En 1844, aburrido porque, bajo la dirección tutelar de Luis Felipe, parecía que ya nunca iba a ocurrir nada interesante en Francia, Sainte-Beuve anunció la muerte definitiva de la política en su país. Cuatro años después estallaba la revolución del 48. A principios de los noventa del siglo pasado, Fukuyama proclamó lo mismo, ahora a escala planetaria. Vendría un decenio más tarde el atentado de la Torres Gemelas y, después, la Gran Recesión. Atravesamos un período de enorme incertidumbre, dentro y fuera de España. Un momento de apertura absoluta, como los que le gustaban a Nietzsche.

Álvaro Delgado-Gal es director de Revista de Libros. Sus últimos libros son Buscando el cero: la revolución moderna en la literatura y el arte (Madrid, Taurus, 2004) y El hombre endiosado (Madrid, Trotta, 2009). 

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