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Manufacturas de la virtud

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¿Tiene usted algo que objetar a una campaña pública dirigida a disminuir el consumo infantil de bollería industrial o a prevenir el consumo de tabaco en todas las edades? Si no es el caso, usted es un paternalista libertario. ¡Aunque no lo sepa! Y en ese caso, quizá le interese saber más qué significa exactamente serlo.

Que cualquiera de nosotros pueda ser incluido en esa provocadora categoría es lo que se desprende del último libro de Cass Sunstein, brillante teórico social norteamericano, que desarrolla en Why Nudge? The Politics of Libertarian Paternalism, con prodigiosa claridad y concisión, sus propias tesis al respecto. Sunstein, quien durante los últimos años ha acumulado cierta experiencia en la gestión pública trabajando en la Casa Blanca, ya había esbozado en obras anteriores su idea del nudgeMás concretamente, en una obra firmada junto a Richard Thaler y traducida al español: Un pequeño empujón (Nudge). El impulso que necesitas para tomar mejores decisiones sobre salud, dinero y felicidad, trad. de Belén Urrutia, Madrid, Taurus, 2019., término de difícil traducción a nuestra lengua, cuyo significado es el de empujar o animar suavemente. El matiz es que quien aquí empuja es el gobierno: al ciudadano, hacia la virtud.

Pero, ¿puede el gobierno empujar legítimamente al ciudadano por su propio bien en la dirección de un comportamiento virtuoso? ¿Quién define el contenido de esa virtud? ¿No supone esa promoción una interferencia en su libertad? Es más, ¿quién vigila a los promotores públicos de la virtud? ¿No suponen esas políticas una flagrante violación del principio de la neutralidad moral del Estado?

Se trata de un asunto extremadamente interesante. Y también lo es el hecho de que exista un contraste tan marcado entre su recepción norteamericana y europea: lo que para Sunstein es un concepto llamado a despertar fuertes emociones allí, pasará en gran medida inadvertido –fuera de algunos supuestos extremos– aquí. Pensemos, por ejemplo, en la obligación que impone a todos los ciudadanos norteamericanos la reforma sanitaria de Obama: disponer de un seguro médico. Para no pocos de ellos, este «mandato individual» supone una violación de su libertad, algo que, desde luego, no deja de ser en sentido estricto; pero una que pocos europeos considerarán injustificada. Y que pasará a considerar más que justificada el individuo que, confiado en su juventud, se encuentra sin seguro cuando le da un ataque de apendicitis.

O, por tomar un asunto menor, pero por eso mismo ilustrativo, la iniciativa de Michael Bloomberg, entonces alcalde de Nueva York, de prohibir la venta de bebida carbonatada en vasos extragrandes allá por 2012. Su propuesta fue criticada por algunos grupos ciudadanos, que caricaturizaron a Bloomberg como the nanny, la niñera, hasta obligarlo a retirarla. En nuestro país, no sólo sugeríamos por televisión, hace décadas, a qué hora debían irse los niños a la cama, empujándolos a ella por mor de la fealdad de los dibujos animados a que se encomendaba la tarea, sino que contemplamos con aparente indiferencia políticas públicas morales de todo tipo que, sobre todo allá donde gobiernan los nacionalistas, convierten la propuesta de Bloomberg en una nimia travesura.

En todo caso, más que sorprendernos por la idiosincrasia norteamericana, ¿no deberíamos preguntarnos por qué los europeos vemos tan normalizada –hasta el punto de no verla– la intervención moral del Estado? Sobre todo porque lo que viene a decirnos Sunstein es que está ciertamente justificada en no pocos casos, pero ni mucho menos en todos. Su razonamiento, sin embargo, no es el que podría esperarse.

Para Sunstein, los filósofos ilustrados que diseñaron nuestras instituciones –y establecieron, como resultado último de la aplicación del principio de tolerancia religiosa a los asuntos morales, que el Estado había de ser moralmente neutral para no interferir en la libertad de elección de sus ciudadanos– no sabían lo que nosotros sabemos. Y lo que sabemos es todo aquello que la psicología, con ayuda de la neurociencia, nos señala: que los seres humanos se equivocan constantemente sin percatarse de ello. De manera que los presupuestos antropológicos del liberalismo clásico estarían revelándose como ilusorios: el sujeto autónomo y racional es menos racional y acaso menos autónomo de lo que creíamos. Esta vez no es que nuestros padres mintieran, sino que no sabían lo suficiente. Algo que, por otra parte, no impidió a Hume anticipar a Freud y decir aquello de que la razón es un instrumento al servicio de las pasiones.

Sea como fuere, era de esperar que Sunstein, quien lleva muchos años estudiando los sesgos en que incurrimos al razonar individualmente y deliberar colectivamenteUn completo resumen de esa parte de su obra puede encontrarse en Four Failures of Deliberating Groups., diera una entusiasta bienvenida a los hallazgos de la psicología y las neurociencias, que él considera ejemplarmente compendiadas –por ahora, al menos– en la ya bien conocida obra de Daniel KahnemanDaniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, trad. de Joaquín Chamorro, Barcelona, Debolsillo, 2013.. A partir de la distinción entre los sistemas intuitivo y reflexivo de decisión, Sunstein enumera la larga lista de nuestras fallas cognitivas, todas ellas suficientemente probadas. No son pocas: tendemos a ser miopes e impulsivos; nos dejamos influir poderosamente por aquellos datos que son conspicuos e ignoramos los que permanecen latentes, por ser la atención un recurso escaso; aplazamos a menudo las tareas que nos encomendamos; estamos sesgados a favor del presente, subrrepresentando nuestros intereses futuros; nos acogemos con facilidad a las reglas establecidas por defecto (aquellas que establecen, por ejemplo al contratar un seguro médico, lo que se entiende por elegido si no hacemos nada); tendemos a un optimismo irracional y damos más peso a las buenas que a las malas noticias; nos dejamos influir por las decisiones previas de los demás, o los imitamos (en una cena, el primer comensal pide vino y los demás se suman); cometemos errores de predicción al dejarnos llevar por las emociones; etcétera. Además, hay mucho que aún no sabemos, y algunas cosas que vamos sabiendo no dejan de ser sorprendentes, como el hecho de que recurrimos al sistema reflexivo cuando se nos plantea un dilema moral en una lengua extranjera y al intuitivo si es la nuestra, o la peculiaridad de que las personas más impacientes representan neuronalmente su yo futuro como si fuera un desconocido, sugiriendo la posibilidad de no estar lo suficientemente preocupados por su futuro bienestar. Naturalmente, la mayor parte de los atajos heurísticos funcionan razonablemente bien, y por eso los usamos; pero los errores son también frecuentes, a menudo con serias consecuencias.

Para el pensador norteamericano, hay que tomarse en serio estos descubrimientos, dando forma a lo que denomina «paternalismo informado por el conductismo» (behaviorally informed paternalism). De hecho, el diseño de las políticas públicas en Estados Unidos y Gran Bretaña (David Cameron ha creado un Behavioral Insights Team) se ve ya influido por este enfoque, por el que también se interesan ya la OCDE y la Unión Europea. Sunstein se cura en salud y admite que los mercados solucionan muchos de estos errores, e incluso apunta hacia el surgimiento paulatino de un universo de aplicaciones digitales conductistas que ayudarán a la gente a corregir sus propios errores. Pero, dado que los mercados también incluyen a quienes tratan de explotar esos mismos errores, hay espacio para un cierto grado de intervención pública.

Lo que hace Sunstein es entablar un diálogo con el Principio del Daño, o Principio de Libertad, formulado por John Stuart Mill, tan sencillo que ha calado en la conciencia popular: la libertad de cada uno termina donde empieza la de los demás. Dicho de otra manera, el gobierno no puede ejercer legítimamente su poder sobre las personas, salvo en aquellos supuestos en que concurra un daño para terceros. Dice Sunstein:

Mi objetivo en este libro es poner en cuestión el Principio del Daño sobre la base de que, en ciertos contextos, las personas propenden al error, y las intervenciones paternalistas pueden hacer que sus vidas vayan mejor. En tales circunstancias, hay un fuerte argumento, cuyo énfasis es moral, en favor del paternalismo.

Por supuesto, hay distintas clases de paternalismo público; no todas, ni mucho menos, son aceptables. En esencia, Sunstein distingue entre un paternalismo dirigido a influir sobre los fines que los individuos establecen para sí mismos y otro que actúa sobre los medios que los ciudadanos eligen para alcanzar esos fines (por ejemplo, la finalidad de adelgazar, con los distintos medios correspondientes, que van desde las dietas milagro a las razonables), o entre un paternalismo duro, que establece costes materiales para los individuos (una multa, por ejemplo) en contraposición a uno débil, que excluye tales costes (una campaña publicitaria o de información). Sucede que la estigmatización pública de un bien o actividad –a través de recursos emocionales– impone un coste psíquico o afectivo sobre su adquisición o disfrute, no estando nada claro si ese coste puede seguir considerándose débil o no.

¿De qué formas puede un gobierno actuar paternalistamente? Varias son las posibilidades, pero esencialmente puede intentar:

1) influir sobre los resultados, sin afectar a las acciones o creencias de la gente (propiciar la adquisición automática de un seguro médico, por ejemplo);

2) influir sobre las acciones, sin afectar a las creencias (imponiendo una multa administrativa a quien no adquiera ese seguro);

3) influir sobre las creencias, para influir en las acciones (lanzar una campaña educativa o formular un conjunto de advertencias); e

4) influir sobre las preferencias, afectando o no a las creencias, para influir en las acciones (una campaña explícita de advertencia de carácter gráfico contra el consumo de tabaco o el uso del móvil mientras se conduce).

Con carácter general, tras ponderar con cuidado los distintos supuestos, Sunstein se inclina a favor de los nudges, esto es, de formas suaves de paternalismo dirigido a los medios antes que a los fines. Se trata, por tanto, de iniciativas que respetan la libertad de elección, pero al mismo tiempo dirigen las decisiones de los individuos en la dirección correcta, que es aquella que ellos mismos fijan. Si Rousseau decía aquello de que hay que forzar a los ciudadanos a ser libres, los nudges forzarían a los individuos a ser inteligentes. Por ejemplo, se hace conspicua la información relativa al número de calorías que tiene una magdalena de chocolate expuesta en el mostrador de una tienda para influir en el individuo que no quiere comer en exceso, empujándolo así hacia el cumplimiento de sus propios fines. Lo que el paternalismo hace es crear una racionalidad como si, esto es, una racionalidad privada auxiliada por la racionalidad pública. De ahí que la única ley que Sunstein se anima a formular al respecto rece así:

En presencia de fallos conductistas de mercado, los nudges suelen ser la mejor respuesta, al menos cuando no implican un daño para otros.

Quiere así decirse que la sanción estatal puede ser más dura cuando existe el riesgo de dañar directamente a otros individuos, como sucede cuando se escribe en el teléfono móvil mientras se conduce, a diferencia del daño a sí mismo que hace quien devora bollería industrial y bebidas carbonatadas.

Dos son, principalmente, los argumentos de peso en contra del paternalismo: el argumento epistémico y el argumento de la autonomía. Pero ninguno de ellos resulta suficiente, a juicio de Sunstein, para desaconsejar el uso de los nudges. Acaso el más fuerte sea el argumento epistémico, según el cual los ciudadanos conocen sus preferencias y contextos mejor que cualquier funcionario público, de manera que están en mejor posición para identificar sus propios fines y los medios para realizarlos. Por su parte, el argumento de la autonomía sostiene que la libertad de decisión es un fin en sí mismo, porque la autonomía es un valor intrínseco, que no debe ser anulado por el paternalismo. Este correría además el riesgo de privar a los individuos de la posibilidad de aprender de sus propios errores y desarrollarse como sujetos. Si convertimos la sociedad en una guardería, cabe apostillar, obtendremos niños y no ciudadanos.

Sunstein se zafa elegantemente de estas objeciones, apuntando en la única dirección posible: la de la realidad. En lugar de defender a sus principios de ésta, como solemos, hace lo contrario. Para empezar, subraya que las afirmaciones empíricas que sostienen los argumentos arriba señalados son a menudo falsas, porque los individuos son con frecuencia malos tomadores de decisiones. Además, esos individuos no exaltan tanto como parece el valor de la autonomía, primando, por el contrario, su bienestar. De hecho, ¿no sucede lo mismo con el mito de la pulsión participativa?

Pues bien, lo que la realidad sugiere es que las objeciones al paternalismo no pueden ser generales, sino que dependen de la forma concreta que éste adopte. Por supuesto, el gobierno debe evitarlo cuando sea posible; pero no pocas veces está en una posición inmejorable para contribuir a que los ciudadanos tengan vidas mejores. Y hacerlo con arreglo a los fines que ellos mismos eligen. ¿O estaríamos mejor si las autoridades no hubiesen limitado el consumo de tabaco en lugares públicos o dejado de promover el uso del cinturón de seguridad y el casco? Parece difícil sostener lo contrario.

No obstante, el mejor argumento a favor de un paternalismo débil de naturaleza pública es otro, a saber: que ya existe un paternalismo por defecto que opera sobre nosotros y nuestras decisiones. Este paternalismo es público y privado, intencional o no, y abarca desde los contenidos básicos de la educación pública hasta la publicidad empresarial. De acuerdo con todas las pruebas empíricas, los individuos nos vemos fuertemente influidos por la «arquitectura decisional» (choice architecture), esto es, por el entorno en que tomamos nuestras decisiones. Y se da el caso de que «damos por supuestas partes tan centrales, incluso esenciales del entorno social, que éstas permanecen innominadas, inadvertidas, invisibles». Es decir, siempre existe alguna arquitectura decisional. Por ello, intervenir sobre la existente, con la finalidad de mejorarla, no es lo mismo que crearla.

Además, tiene lógica social que así sea, porque esa arquitectura es el producto de un largo proceso de racionalización: si tuviéramos que tomar todas las decisiones relevantes para nosotros, seríamos menos libres de lo que somos con el concurso de esa arquitectura decisional; ésta nos permite ser libres, no lo contrario. ¡Que no vote la gente! Con todo, la existencia de errores cognitivos demostrados justificaría ciertas formas de paternalismo. Y no está de más añadir que los significados sociales son una parte de esa arquitectura: no es indiferente que fumar sea percibido como cool que como obsoleto, ni lo es que ir sin casco sea contemplado mayoritariamente como signo de hombría antes que como una imprudencia. De ahí la potencial influencia de las campañas informativas, que, no obstante, carecen por sí solas de fuerza para modificar esos marcos significativos: sólo empujan los significados en una cierta dirección.

Por todas estas razones, el empleo público de nudges capaces de influir sobre los medios elegidos por los individuos para realizar los fines libremente elegidos por ellos habrían de considerarse una forma justificada de paternalismo. Va de suyo que quienes consideren que la elección es, en sí misma, un componente básico e irrenunciable de su bienestar, rechazarán incluso esa variante débil, igual que lo harán quienes crean que la imposibilidad de controlar a los funcionarios que diseñen los nudges es motivo suficiente para rechazarlos de plano. Al cabo, los diseñadores de nudges también operan inmersos en una arquitectura decisional y están sometidos a sus propios sesgos (como sucede cuando su juicio se ve afectado de antemano por el miedo a que se produzca un resultado catastrófico).

Es evidente que aquí se plantea un problema de difícil elucidación, porque, ¿qué significa elegir libremente los fines a los que nos orientamos? Cuando enfatiza la inevitable existencia de un contexto dado en el que ciertos datos e incentivos son más conspicuos que otros, empujándonos así hacia unos bienes y alejándonos de otros, pero también orientándonos hacia unos fines en detrimento de otros, Sunstein está poniendo en duda, acaso sin pretenderlo, que podamos hablar con claridad de una libre decisión sobre nuestros objetivos vitales. Si a eso añadimos que la neutralidad moral del Estado es más un mito que una realidad pública, especialmente en el continente europeo, nos encontramos con una clara dificultad, que, sin embargo, desdramatiza hasta cierto punto el uso público de los nudges.

Si bien se mira, los procesos mediante los cuales elegimos nuestros fines personales rara vez pueden describirse como procesos reflexivos –como sopesamiento puro de alternativas– al término de los cuales decidimos conscientemente que queremos llevar la vida A en lugar de la vida B o la C. En algunas ocasiones, es así; y existen fuertes vocaciones profesionales que facilitan la vida a quienes las disfrutan: normalmente, lo difícil es saber qué se quiere, no conseguir lo que ya se sabe que se quiere: pecamos más por indecisión que por convicción. Más bien, tomamos decisiones que combinan lo reflexivo y lo intuitivo, pero no sólo en el marco de arquitecturas decisionales públicas y privadas, sino en el marasmo que es la vida propia percibida desde dentro, donde no siempre estamos en las mejores condiciones para fijar fines y medios, sino que nos dirigimos hacia los primeros o echamos mano de los segundos sin tener conciencia alguna de la existencia de alternativas claras. Rara vez hay un momento decisivo, la preferencia decidida por una opción de entre diversas alternativas. Más que un jardín de senderos que se bifurcan, la vida personal se parece más un laberinto ajardinado cuyas salidas desconocemos, entre otras cosas porque no sabemos qué acabaremos encontrando por el camino.

Sin embargo, al igual que sucedía a los padres de la Ilustración, es preferible arrancar del presupuesto de la libertad y la autonomía que comenzar con su negación, aunque después, como hace Sunstein, podamos indagar en las auténticas condiciones para el ejercicio de la libertad. Bien podríamos, me parece, redefinir la autonomía como una combinación de autoconciencia e información: autoconciencia para saber que estamos tomando decisiones de manera constante y adquisición de la información que nos permitirá elegir mejor. Pero, en ese contexto, los nudges parecen un instrumento razonable de influencia pública sobre la arquitectura decisional que, como se ha subrayado, existe en cualquier caso e impone su fuerza. Saber cuántas calorías tiene una magdalena, advertir de los riesgos del tabaco para la salud o establecer la vigencia por defecto de las reglas más protectoras del bienestar de los sujetos en sus intercambios digitales con la administración pública y las empresas, no parecen tanto un mal mayor como un bien menor. En el extremo opuesto –asunto para otro día– se encontrarían formas fuertes de paternalismo de carácter finalista, que no son nunca aceptables. Verbigracia, las políticas nacionalizadoras de nuestros dirigentes autonómicos.

Se trata de un debate demasiado amplio para abordarlo aquí en todos sus recovecos. Tal como repite Sunstein, las ciencias sociales sólo pueden progresar en estos asuntos por medio de abstracciones hasta cierto punto: hay que hacerse preguntas concretas sobre problemas concretos. Sólo así la dimensión ideal de la democracia podrá encarnarse en su dimensión particular, aunque eso suponga inevitablemente una decepción: aquella que sufrimos cuando pasamos de invocar principios abstractos tan potentes como los de justicia o libertad a debatir los detalles de su aplicación práctica, que supondrá siempre, por definición, el menoscabo –desenmascaramiento– de su capital simbólico. Aunque para tener ese debate tan minucioso y decepcionante necesitamos todos, probablemente, un empujoncito.

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