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El laberinto de la corrupción

La corrupción política

F. J. LAPORTA (ed.), S. ÁLVAREZ (ed.)

Alianza, Madrid, 1997

376 págs.

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El término corrupción no es un término amable. Sus sinónimos (podredumbre, descomposición, deterioro, putrefacción) cuando menos estremecen. Acudir al Diccionario de la Lengua Española tampoco es tranquilizador: allí corromper es echar a perder, depravar, dañar, podrir, oler mal… Al unirse a política las cosas no mejoran. Cuando giramos hacia la «literatura especializada» en ella podemos leer cosas igualmente temibles. Para la Grecia clásica, y en particular para Aristóteles, la corrupción es stasis, es decir, lo contrario de equilibrio, límite o moderación. La corrupción supone la degeneración del cuerpo político o de la forma de gobierno que lo ordena y, de este modo, llega a identificarse con desintegración, enfermedad, pérdida de identidad, de salud o de poder de la politeia. Todo se reduce a que la corrupción genera comunidades sin política (tiranías) o políticas sin comunidad (esto es, sin posible referencia al interés común y disueltas en lucha faccional generalizada)Ver por ejemplo, P. Euben "Corruption", en T. Ball, J. Farr y R. L. Hammon (eds.), Political innovation and conceptual change, Cambridge, Nueva York, Cambridge University Press, 1989, pág. 228.. Para la tradición republicana posterior, para Maquiavelo o Rousseau o Madison, por ejemplo, corrupción es también ausencia de virtù ciudadana, eliminación del lazo social comunitario y políticas dominadas por poderes y tiranos «privados».

El vínculo entre corrupción y tiranía es, pues, lo primero que debemos tener presente. De las varias virtudes que posee el libro que comento hay una que no es superficial, aunque se encuentre en la superficie: su portada. Ésta reproduce la Alegoría del mal gobierno de Ambrogio Lorenzetti que puede contemplarse en Siena. En ella el rostro vampírico de la tiranía domina el centro de la escena, al igual que debe dominar nuestras preocupaciones. Esta alegoría es el punto de referencia de la tradición de análisis de la corrupción que hasta ahora hemos comentado y que, según creo, debemos seguir alimentando.

Esta tradición, desde luego, sigue viva. Y ello a pesar de que las definiciones modernas del fenómeno de la corrupción se centran más en otros aspectos del término. En efecto, el enfoque más reciente suele asimilar la corrupción con el comportamiento de un servidor público que se desvía de sus obligaciones por razones derivadas del beneficio personal o particularVer, por ejemplo, A. J. Heidenheimer, M. Johnston y V. T. Levine (eds.), Political corruption: a handbook, New Brunswick, NJ, Transaction Publishers, 1990, págs. 15 y ss., etc. En todo caso, el lector encontrará abundantes matices para esta definición general en las contribuciones de E. Garzón Valdés, J. Malem o S. Álvarez al libro que comentamos.. Y este es, precisamente, el punto de partida general escogido por los distintos participantes del libro que comento. Sin embargo, y a pesar de su perspectiva más «individualista» o más «institucional», este concepto de corrupción contemporáneo queda vinculado igualmente a la degeneración de nuestra comunidad y nuestro sistema político (en lo que nos interesa, de nuestra democracia). Considerada como toxina, la dispersión de comportamientos corruptos a lo largo y ancho del sistema democrático puede producir la degeneración y eventualmente la muerte de una identidad política que nos resulta querida. Cuando dejamos de hablar de corrupción en la democracia y empezamos a referirnos a corrupción de la democracia, entonces la corrupción aparece a nuestros ojos como «l'ordre du mal»La expresión es de J. F. Menard, "De la corruption comme object d'etude", Revue Française de Science Politique, 43, 1993. Poco puede haber, entonces, más importante que su análisis y un estudio serio sobre sus implicaciones.

No obstante, aunque este asunto es moral y políticamente claro (la corrupción no debe ni puede ser tolerada), deja de serlo a la hora de abordar su definición, delimitación, implicaciones o ramificaciones. Ya los funcionalistas nos advirtieron que la corrupción puede ser un sistema informal de distribución de recursos cuando ciertas funciones no están suficientemente atendidas dentro del sistema político (R. K. Merton); o bien, que «existen lugares donde corrupción significa progreso» (W. Lippman). Pues bien, leyendo este libro pronto advertimos la enorme complejidad del concepto. Aprendemos la ingente cantidad de matices que en este fenómeno podemos encontrar. La corrupción, de eso no hay duda, es dañina para la libertad política y la democracia, pero, al mismo tiempo, existen teóricos para los que los comportamientos corruptos en instituciones claves (partidos, burocracias públicas, etc.) pueden favorecer los vínculos entre elites y ciudadanos. La corrupción, desde luego, debe ser atajada y extirpada, pero para ciertos puntos de vista para los cuales es esencial la no-beligerancia ante la corrupción cuando ésta resulta eficiente. Hay comportamientos claramente corruptos, pero también existen laberintos legales para definirla o dificultades de las ciencias sociales para aislar un concepto «neto» de corrupción (por ejemplo, Laporta, pág. 23; Garzón Valdés, págs. 39 y ss.; Jiménez de Parga, págs. 147-149)En lo sucesivo citaré entre paréntesis el nombre del autor y la página dellibro donde aparece la tesis comentada en el texto. Quiero aclarar que, a veces, la tesis comentada en el texto no es defendida por aquel que se cita, sino comentada por él o ella donde se indica., etc.

De esta manera, nos damos cuenta de que aunque tiranía e inmoralidad sigan siendo para nosotros el summum malum del que debemos alejarnos, en muchas ocasiones no somos capaces de definir claramente sus términos. De hecho, una de las paradojas en este asunto consiste en que la indignación moral ayuda poco a la clarificación conceptual y a veces ha sido aplicada a la lucha partidista mediante las estrategias del escándalo político en los medios de comunicaciónVer a este respecto las muy interesantes contribuciones de Jiménez Sánchez y Arroyo Martínes, así como las inteligentes reflexiones sobre la relación entre corrupción, medios de comunicación y sistema judicial en las de Andrés Ibáñez y Auger.. Es decir, que la indignación desnuda y sin matices ante el fenómeno de la corrupción, aunque ha producido indudables efectos positivos y un aumento de la conciencia pública respecto de esos problemas, también ha servido a las luchas faccionales, a la stasis y a un discurso dominado por «tiranos privados».

Con todo, no debe sorprendernos esa tendencia a usar dicotomías taxativas en el discurso político para explicarse el fenómeno (sano-corrupto, bueno-malo, etc.). Lo sorprendente, lo realmente sorprendente, no es calificar a cierto personaje corrupto como indeseable o asimilar (muchas veces injustamente, pero otras veces no) sus prácticas repugnantes al colectivo al que pertenece (estos o aquellos gobernantes, estos o aquellos partidos, estos o aquellos responsables políticos). Lo sorprendente, lo realmente sorprendente, es que pueda demostrarse que el director general de la Guardia Civil robaba a viudas y huérfanos para enriquecerse.

Por otro lado, no es menos cierto que la solicitud de «paciencia» y definiciones claras respecto de la corrupción ha servido igualmente en nuestro país a intereses faccionales (esta vez del lado de los implicados, no de sus adversarios) y a la generación de hábitos de conducta extremadamente dañinos para la convivencia democrática y la confianza en las instituciones. Por esa razón hay una enorme diferencia entre la paciencia re-flexiva necesaria para comprender y delimitar el concepto de corrupción y la dilación política para atajarla. Mientras la primera aspira a la clarificación ante un fenómeno complejo, la segunda pretende convertir a la política en algo así como una «ciencia penal exacta». Tengo para mí que una de las cosas que más daño han hecho a la democracia española ha sido la solicitud de espera (¿«paciente»?) a una definición penal de ciertos comportamientos que debieron haber sido taxativamente definidos como políticamente intolerables. La ausencia de responsabilidad política y la sustitución de la «verosimilitud política» por la «verdad penal» no ha ayudado nada a una clarificación de la lucha contra la corrupción, sino todo lo contrario.

Todo ello hace perentorio un esfuerzo reflexivo que ayude a delimitar campos y a ofrecer las bases para una deliberación política capaz de enfrentarse a sus nuevos desafíos. Y más aún teniendo en cuenta que la corrupción es un tumor tan ramificado y profundo en las democracias liberales (España, desde luego, pero también Italia o Japón o Estados Unidos o Argentina) que, lejos de concentrarse en un punto, se ha convertido en un laberinto en el que debemos aprender a movernos para «cortar por lo sano», atajar sus consecuencias nocivas y lograr salir de él con bien.

Señala Laporta (págs. 28 y ss.), que estamos ante un fenómeno inevitable ya que procede, en último término, de las transgresiones individuales de un actor público al que es imposible (e indeseable) hacer totalmente transparente y mantener totalmente controlado. Pero, aunque esto fuera verdad, las tareas políticas y reflexivas de la lucha contra la corrupción son claras. Se trata de delimitar su campo, de reducirla al mínimo, de castigar políticamente su uso (con una relativa independencia de su definición penal), de evitar su contagio y, sobre todo, de eludir convertirla en «simpáticas picardías»A pesar de las apariencias, corrupción y picaresca no son en absoluto la misma cosa. El pícaro no es poderoso, sino que aprovecha las corrupciones del poder y la riqueza para apoderarse de ellas. en la cultura política prevaleciente. Estas «pequeñas tareas» ya valen el esfuerzo reflexivo y práctico al que este libro da forma. Aunque el libro, de hecho, tiene el caso español como eje, su esfera reflexiva desborda un enfoque localista o meramente descriptivo para internarse muy a menudo en la investigación de las causas y remedios de la corrupción en las democracias liberales.

Y estas causas, pronto el lector lo advierte, son múltiples hasta el agotamiento: el crecimiento y la modernización Teoría política 22 económica que produce cambios sociales y culturales que la legislación anticorrupción no puede anticipar, las dobles lealtades (a lo público y a algún ente semipúblico –partidos políticos, por ejemplo–), la moralidad del beneficio y del mercado frente a la moralidad pública, el Estado intervencionista y el creciente papel económico de la Administración (Sánchez Morón, pág. 190), las privatizaciones de la economía pública (Jiménez de Parga, págs. 149 y ss.), la financiación pública de los partidos que no ha acabado con la corrupción, sino que le ha dado un nuevo perfil (Pradera, págs. 164-165), la excesiva concentración del poder o, si se prefiere, la desactivación de los controles desde el pluralismo político o de poderes (Lamo de Espinosa, págs. 278 y ss.), etc. No todas estas causas, como es evidente, son complementarias. Es decir, no todas ellas son reducibles a una única o exclusiva variable. Hay corrupción por Estado social en demasía o por los procesos de privatización de corte neoliberal; por la falta de ética económica moderna o por la absolutización de la ética del beneficio privado; por la modernización económica o por la incapacidad para asumirla de manera adecuada; etc.

Y otro tanto cabría decir de los remedios. Éstos son tan numerosos y complejos como las causas: el reforzamiento y puesta al día de la estructura legal, la creación de condiciones políticas que hagan desaparecer los beneficios de los comportamientos corruptos, la educación de los agentes que les permita apreciar que el comportamiento moral es beneficioso para ellos a medio y largo plazo (aun cuando la corrupción lo fuera a corto), la «autorregulación» y los códigos de ética profesional que permitan recuperar legitimidad a los colectivos implicados, la penalización pública de la corrupción con castigos tanto simbólicos como reales, el reforzamiento de los controles y de la estructura de pluralismo democrático, el incremento de la transparencia tanto en la política como en el reclutamiento de funcionarios públicos, el desarrollo de los «pesos y contrapesos» institucionales, etc. (por ejemplo, Cortina, págs. 271 y ss.; López Calera, págs. 117 y ss).

Por todas las razones apuntadas, creo que es un considerable acierto de los editores el reunir en este libro contribuciones de disciplinas dispares (enfoques legales, sociales, políticos, filosóficos, económicos, morales, etc.). Un fenómeno de la complejidad del que nos ocupa sólo se nos hace accesible mediante esa actitud tan nombrada y tan poco practicada de la interdisciplinariedad. Quizá se echa de menos un análisis desde la historia o desde la teoría política, así como también un tratamiento más sistemático de algunos vínculos conceptuales importantes (estoy pensando en los estudios sobre clientelismo político y otros similares, de los que existe ya material interesante en nuestro país y que son instrumentos extremadamente dúctiles para lograr la clarificación conceptual a la que me he estado refiriendo). Las bibliografías que se incluyen al final de los diversos capítulos son útiles, así como resulta imprescindible la selección bibliográfica sobre corrupción que se incluye al término del libro. No tiene excesiva importancia, creo, que muchos de los trabajos hayan sido publicados con anterioridad en Claves de Razón Práctica u otros lugares. Porque estamos ante un libro necesario y útil para todo aquel que desee comprender el fenómeno de la corrupción, y su aparición en un volumen, y la actualidad del tema, deberían animar a su lectura en todo caso. Seamos, pues, más optimistas que Francisco Murillo que escribía en el prólogo de una selección de sus trabajos: «En nuestro país, para mantener en el más riguroso secreto una idea o una información basta con publicarlas en una revista profesional. Las compilaciones permiten no leer en bloque lo que de otra forma hubiera habido que no leer fragmentariamente»Ver F. Murillo, Ensayos sobre sociedad y política, Barcelona, Península, 1987..

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Ficha técnica

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