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Fredric Brown: cuentos de marcianos

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La aparición de Ven y enloquece y otros cuentos de marcianos y Luna de miel en el infierno y otros cuentos de marcianos –un total de ciento doce textos, compuesto por sesenta y siete cuentos y alguna novelita corta, y cincuenta y cinco relatos brevísimos o minicuentos– nos permite rescatar del olvido a un notable autor «de género», en el estricto sentido de la palabra –pues la fantasía científica, el terror y lo policíaco fueron los campos de su escritura– y además un autor «popular» –ya que, originariamente, el espacio de difusión de sus textos estuvo principalmente en los quioscos– que, sin embargo, trasciende esos campos por la calidad de sus invenciones y su indudable interés narrativo.

El editor señala que los criterios selectivos han sido, por un lado, agrupar todos los relatos que el autor incluyó en sus recopilaciones de ciencia ficción a lo largo de la vida, añadiendo los relatos de tal carácter publicados en revistas especializadas que no hubiesen sido recogidos en aquéllas, «aunque la adscripción genérica no estuviera clara». Esta referencia a la adscripción advierte de que algunos de los cuentos incluidos no pertenecen, en sentido estricto, a la ficción de lo científico, pues tendrían más que ver con lo puramente fantástico, con el terror o el género negro. Los textos se presentan en orden cronológico: el primer tomo reúne los publicados entre 1941 y 1949, y el segundo los que aparecieron entre 1950 y 1965. La editorial anuncia la próxima publicación de las «novelas de marcianos» del autor.

La recuperación de la obra de Fredric Brown (1906-1972) nos invita, ante todo, a recordar la importancia que la llamada «ciencia ficción» –preferiría utilizar el concepto «fantasía o ficción científica», pues el otro, aunque se haya acuñado, es una traducción demasiado directa del inglés– alcanzó a lo largo del siglo XX, sobre todo entre los años cincuenta y ochenta. Por un lado, el género sin duda mantenía una conexión directa con el positivismo científico del siglo XIX y las proyecciones en el imaginario literario que fueron origen de la obra de autores como Jules Verne y H. G.Wells. Incluso el género acabó en cierto momento saltando los límites del quiosco y entrando en los mostradores de las librerías, y los lectores recordarán los nombres de Arthur Clarke, Philip K. Dick, Isaac Asimov, Ray Bradbury, James Ballard, Frederik Pohl, Cyril Kornbluth, Ursula Le Guin, Clifford D. Simak o Theodore Sturgeon, por no citar más que unos cuantos en un campo que fue muy fecundo en escritores interesantes.

En los ochenta, una corriente digamos irracionalista, que significó la progresiva aparición, pretendidamente dentro del género, de los llamados relatos de «espadas y brujería», acabaría desplazando a las invenciones de «proyección científica».A este fenómeno se unirían, a mi juicio, el final de la guerra fría –que había creado un clima imaginario proclive a muchos relatos futuristas desde el «terror atómico»– y luego la extinción, en el campo de lo fantástico, de las sugestiones científicas, progresivamente sustituidas por las históricas –o pseudohistóricas– para presentar esos misterios y conspiraciones del Medievo, de la Iglesia, y hasta del entorno de Cristo, que priman hoy en el mundo lector, cuando ya parece que no puede hablarse de «literatura culta» y de «literatura popular», pues cada vez queda menos sitio para otra que no sea una literatura de consumo masivo, dominante y excluyente, de facilísimo acceso, que sin embargo, carece del encanto inventivo de la «fantasía científica». Hoy día todavía se mantiene encendida la brasa de la fantasía científica, pero de nuevo en un mundo al margen del tráfico literario común, a través de revistas minoritarias y de librerías especializadas, aunque los nombres de aquellos autores de los cincuenta/ochenta sigan nutriendo en general los catálogos.

Hay que señalar que, incluso en aquellos momentos de cierto reconocimiento por un mundo de lectores más amplio que el de los aficionados incondicionales, la fantasía científica nunca ha estado en lo que pudiéramos llamar el canon literario. La mayoría de los críticos y estudiosos de literatura, si se han enterado de su existencia, no la han considerado digna de atención. Si Ray Bradbury o Philip K. Dick han podido ser en algún momento valorados desde la opinión y la mirada de los aduaneros y mantenedores del canon, no es precisamente por estimar su gracia fantástica. Ciertos sesudos analistas del fenómeno literario suelen tener buen cuidado en distinguir entre «imaginación» –que sería la cualidad digna de respeto– y «fantasía» –elemento impuro y menospreciable–. Un mundo feliz de Aldous Huxley fue aceptado desde perspectivas principalmente sociológicas; La metamorfosis de Kafka nunca se ha considerado académicamente una novela fantástica; yo he oído defender a un experto que tampoco Merlín y familia, de Álvaro Cunqueiro, es un texto de literatura fantástica, y muchas veces me pregunto si Edgar Allan Poe hubiese entrado en la historia de la literatura si no hubiese existido Charles Baudelaire.

Sin embargo, por no alejarnos de la perspectiva inmediata de este artículo, la riqueza del cuento literario del siglo XX pasa por los géneros, y muy especialmente por el género de fantasía científica, que llegó a alcanzar niveles de gran calidad. Con humildad no exenta de ironía –o viceversa–, Jorge Luis Borges reconoció ser un escritor de cuentos fantásticos, y sin duda fue un voraz lector del género, y utilizó en sus cuentos mucha utilería de la panoplia fantástica de la que no había sido él inventor. Sucede lo mismo con Julio Cortázar: creo, por ejemplo, que ese memorable cuento suyo titulado Continuidad de los parques, publicado en 1956, tiene íntima relación con un cuento de Fredric Brown publicado en el primero de los dos tomos que comento, titulado «No mires atrás», que apareció en 1947. El desconocimiento por parte de los estudiosos de cierta «literatura de género» aísla muchas veces a algunos autores mayores en un parnaso perdido, cuando es bien sabido que la literatura es una larga tradición.Acaso si en el propio Quijote –novela popular que puso en el canon la lectura y la influencia anglosajonas– no se hiciese continua mención a los libros de caballería que motivan las hazañas de don Alonso Quijano, la mayoría de los estudiosos no recordaría el nombre de Amadís de Gaula.

Lo primero que llama la atención en Fredric Brown es su extraordinario ingenio, no me atrevo a denominarlo imaginación, para inventar tramas, y luego la naturalidad con que lleva a sus extremos las posibilidades fantásticas. Un cuento ejemplar de todos estos aspectos sería «Los florgels de frownz» donde unos seres inenarrables –pero están ahí– van al parecer a competir en inescrutables juegos –que también somos capaces de barruntar– en un espacio inconcebible, perfecta y certeramente representado. Materializar lo imposible, dar verosimilitud a lo puramente imaginario, es el primer reto de la literatura, y sin duda Brown consigue dar corporeidad a todos sus relatos, aunque a veces el final no esté a la altura del resto. Pero el planteamiento ha sido tan brillante que el lector se lo perdona en casi todas las ocasiones.

El mundo mental, las ondas cerebrales, las sugestiones, son el elemento dramático de muchos de estos cuentos. Brown se atreve a plantear historias en las que actúa el Diablo, o en el Cielo tienen problemas de diseño de la realidad, o las criaturas nacidas de la imaginación humana –por ejemplo, los espíritus elementales del fuego– se preguntan si existimos los seres humanos. Las proyecciones mentales y telepáticas son un sistema de comunicación bastante habitual en estos cuentos.También el mundo de las ondas, de cualquier tipo, tiene un protagonismo central a lo largo de muchos textos, e incluso hay un cuento excelente, «Las ondulaciones», en el que la llegada de las primeras ondas hertzianas a un extremo de la galaxia despierta el apetito de unos seres invisibles que se alimentan de los movimientos de ondas y que viajan a nuestro planeta para dedicarse a devorar las ondas eléctricas, desde los relámpagos a los más elementales chispazos, de manera que el mundo debe regresar a la tracción animal, a la máquina de vapor, a las bicicletas y al gas del encendido, sin demasiados problemas.

Otro aspecto es lo que pudiéramos denominar el bioimaginario, o bestiario. Brown inventa seres verdaderamente extraños y siempre los hace convincentes, ya sean racionales o irracionales. En su bioimaginario están, por supuesto, esos «marcianos» con los que, genéricamernte, se apellidan estas dos colecciones de cuentos. En muchas ocasiones, tales extraterrestres son francamente superiores, e intentan ayudar, o probar, a los seres humanos. Una vez, para prevenir una catástrofe universal causada por las especies de inteligencia intermedia, como la nuestra, los extraterrestres que llamo superiores enfrentan en un duelo individual a dos miembros de las especies en litigio, un humano y otro no humano, consiguiendo relatos como «Arena», uno de los mejores relatos de fantasía científica de la historia y, sin lugar a dudas, un cuento literario, simplemente, de mucha categoría.

Los extraterrestres también pueden ser hostiles y andar buscando razas cuyos miembros puedan servirles como esclavos, y en este terreno Brown presenta varias historias diferentes: un alcohólico mostrará a los extraterrestres la extraña forma de vida que somos los seres humanos, y se irán sin invadir la tierra, llevándose al espécimen a su mundo para mantenerlo en su zoo en una inmortalidad nutrida por los mejores destilados, y cuidando su hígado, como muestra de una especie abúlica, torpe, incapaz de trabajar y cuya base alimentaria es tan sorprendente. En varias ocasiones los «marcianos» topan con el ser equivocado –monos– o consiguen comunicarse con un asno y no con su dueño, o la forma superior de inteligencia tiene la forma física de un asno, precisamente. A veces, el enfrentamiento de seres humanos e invasores es a través de la lucha abierta –con diversas soluciones a los distintos planteamientos, y sin considerar a los extraterrestres como fuerzas demoníacas– y en otras a través del juego, como el póker, asunto que aparece en más de un relato.

Si consideramos que la obra de Brown está escrita en los Estados Unidos y publicada a lo largo de los años de la guerra fría y el histerismo anticomunista, lo que sorprende es su alejamiento de la crispación bélica de la época. El belicismo gubernamental está en algunos cuentos, en los que cierta paranoia terrestre frente a una posible invasión «marciana» convierte a los humanos en destructores de cualquier forma de vida que se acerque al sistema solar. El peligro atómico está también presente en varios relatos, pero siempre se ve en clave de escepticismo. Barry N. Malzberg, autor de la pequeña presentación para el primero de los dos tomos, señala que Brown «carecía de fe en la humanidad y en su potencial», pero es una afirmación que no parece justa, porque en muchos de sus cuentos, dentro del tono de escepticismo general, los seres humanos son capaces de sacrificarse por salvar una especie extraterrestre –«Obediencia»– o dan muestras de compasión y de respeto hacia otras formas de vida.

Las máquinas también ocupan un lugar importante en esta colección de cuentos. Por un lado, las máquinas de tiempo, capaces de crear muy interesantes paradojas temporales. «Ven y enloquece» es la transmigración de Napoleón a la persona de un modesto ciudadano que acaba internado en un manicomio, no precisamente por razones de locura. El viaje a nuestro tiempo desde el futuro origina la muerte del viajero cuando en el lugar del profundo sur al que han llegado los blancos se enteran de que en ese tiempo por venir todas las razas humanas estarán integradas en una sola, por lo que él lleva un veinticinco por ciento de sangre negra ¡y ha tenido relaciones con una de las chicas del pueblo! El juego de alteraciones de tiempo y espacio es un elemento familiar al mundo de Brown, aunque a veces para ello no sea necesario el uso de máquinas. En los cuentos aparecen también muchas otras máquinas, como la linotipia que se hace inteligente por manipulaciones extraterrestres, consigue autonomía funcional y acaba creyendo en las doctrinas de los manuscritos que lee, por lo que se hace revolucionaria y jacobina, y sólo se consigue dominarla haciéndole leer textos budistas; la «rueda de Vargas», que sirve para generar hipnosis colectiva y manipular el mundo, o los «duplicadores de personalidad», utilizados para mandar réplicas de la gente más útil para colonizar Marte, pero que al duplicar a las personas eliminan en ellas su parte más humana.

Es un mundo de invenciones siempre originales: un empresario multimillonario, mediante la emisión de radiaciones, consigue crear en el cielo la ilusión óptica capaz de reunir a todas las estrellas para formar un eslogan publicitario de su empresa. Los ordenadores llegan a ser tan inteligentes que, previendo el desastre atómico que va a suponer el enfrentamiento de los Estados Unidos y los países comunistas, inventan una amenaza exterior que une a todos los terrestres, y especialmente a un astronauta norteamericano y una astronauta soviética, en la muy divertida «Luna de miel en el infierno». Cuando los seres humanos crean el mayor ordenador del mundo, uniendo todos los fabricados hasta la fecha, y le preguntan si existe Dios, responde: «Ahora sí».

Aunque el ser humano está visto en los cuentos de Brown con bastante pesimismo, e incluso en algún cuento los robots son los sucesores de una especie humana ya extinta, subsiste en todos los relatos una visión cercana de lo existente, una gran naturalidad expresiva, muy convincente, mucho humor, y una falta notable de cualquier clase de retórica. La visión del ser humano en esas extrañas peripecias que imagina Brown no es complaciente –incluso a menudo llega a «proyectar una mirada corrosiva y crítica sobre la sociedad», como apunta César Mallorquí en la presentación del segundo tomo–, pero también está llena de comprensión y compasión, lo cual tiene seguramente mucho que ver con la personalidad y el temperamento liberal del propio Brown, que al parecer pasó de modesto linotipista a gacetillero y periodista, y luego a escritor, sin abandonar el gusto por el alcohol y el juego. Hay que decir que la naturalidad expresiva no impide que siempre esté bien logrado el punto de vista y que haya logradísimos relatos de corte «metaficticio»

Comentario aparte merecen sus cuentos brevísimos, que ocupan más de la mitad del segundo tomo. El gusto de Brown por el minicuento le permitió escribir algunos inolvidables –por ejemplo, la serie «Pesadillas», o «Grandes descubrimientos perdidos», o esa pequeña obra maestra de la metaliteratura que es «Fin» – y mostrar en general buenos hallazgos jugando con referencias míticas y legendarias. Lo que sucede es que, en algunas ocasiones, el autor plantea un juego verbal que queda desactivado en el paso de una lengua a otra, aunque la traducción que han hecho Nuria Gres y Máximo Miguel sea siempre limpia y correcta.

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