Buscar

El momento de los heterodoxos

Liberales, agitadores y conspiradores

ISABEL BURDIEL, MANUEL PÉREZ LEDESMA

Espasa Calpe, Madrid

368 págs.

3.900 ptas. 22,44

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Los niños de mi generación leíamos las aventuras del Guerrero del Antifaz, impresas en blanco y negro en un cuadernillo apaisado, con aquel pésimo papel de la posguerra, que costaba 1,25 pesetas. Versaban sobre un enmascarado de los tiempos de los Reyes Católicos que ostentaba una gran cruz en el pecho, pese a lo cual luchaba por su cuenta, ya que, por alguna complicada historia personal, los cristianos lo creían hijo del malvado Alí Kan y no confiaban en él; pero lo importante es que era capaz de desbaratar, él solo, las maniobras de enormes ejércitos sarracenos. Ya en la universidad, nuestros maestros recitaban Los héroes, de Carlyle, y hablaban con nostalgia de aquellas épocas marcadas por «grandes hombres». Con el tiempo, no sólo dejamos de leer tebeos de aventuras, sino que nos rebelamos contra nuestros maestros. Convencidos de que aquello de los héroes individuales era una de tantas ilusiones idealistas que nos habían inoculado el catolicismo franquista y el capitalismo, hicimos nuestras las tesis de Engels y de Plejánov y repetimos –por mi parte, nunca con plena convicción– que los acontecimientos hubieran seguido el mismo curso si un accidente vascular hubiera liquidado a Robespierre o a Napoleón sin darles tiempo a desempeñar su papel histórico; otros hubieran ocupado su lugar con la misma eficacia. También aquel determinismo socioeconómico se acabó hundiendo, casi con la espectacularidad y el dramatismo con que lo han hecho las Torres Gemelas. Pero perduraron los intentos de salvar la cara acogiéndose a otros estructuralismos: el antropológico, el lingüístico, el psicoanalítico, la teoría de la modernización…

Entretanto, habían nacido hermanitos y, con los años, hijos. No les interesaba ya el enmascarado de la cruz en el pecho, pero volvían a dejarse fascinar por Sean Connery, Harrison Ford o el rostro hollywoodense de turno, cuya acción individual salvaba el rascacielos amenazado, o la civilización occidental entera, de una catástrofe apocalíptica. Más de uno habrá echado en falta el pasado 11 de septiembre, al ver en directo una escena apocalíptica de verdad, al superhéroe desviando in extremis los fatídicos aviones. Mas esa desilusión no ha hecho desvanecerse la explicación individual: para muchos, toda la maldad se encarna ahora en Bin Laden, que tanto se parece al demoníaco Alí Kan, y todas las esperanzas se depositan en que la cordura y experiencia de Powell se impongan sobre la falta de personalidad de Bush. A la vez, no dejan de oírse las referencias a una maquinaria –«el sistema», aunque no todos estemos de acuerdo sobre lo que es eso– que existe y funciona, al margen de las peculiaridades de los individuos que ocupan los cargos decisivos. Seguimos, en resumen, sin saber qué pensar sobre el lugar que ocupa la acción individual en los acontecimientos humanos.

Esta es la idea que Isabel Burdiel expresa de modo mucho más sintético cuando escribe, parafraseando a Virginia Woolf, que la biografía es un género «endemoniado». No sólo porque se inserta en la tensión entre la acción humana y el poder de las estructuras sociales, un problema intelectual en sí mismo de categoría comparable al del libre albedrío y la predeterminación divina, que tanto agobió a los teólogos en el pasado. Pero es que hay más. Como explica también Burdiel en su excelente ensayo «La dama en blanco», la biografía se sitúa en la intersección entre la esfera privada y la pública, que es, por cierto, según observa esta autora, la que hay entre lo femenino y lo masculino. La biografía tiene, en efecto, algo de femenino. Lo de «endemoniado» tiene también que ver con la vieja connivencia entre Eva y la serpiente. De ahí que Burdiel llame a la biografía «la dama en blanco».

En España, por otra parte, y según se ha dicho tantas veces, se ha cultivado poco el género biográfico y menos aún la reflexión sobre los problemas metodológicos y conceptuales que tal género plantea. El libro que han coordinado Burdiel y Pérez Ledesma y presentan con el título Liberales, agitadores y conspiradores intenta ambas cosas: ofrecer biografías, aunque breves, y reflexionar sobre el género histórico-literario en sí mismo. Se presentan aquí una docena de ensayos sobre personajes del siglo XIX español, pertenecientes todos al ciclo de la revolución liberal. No se trata, aunque en la lista figuren Espartero y Prim, de narrar las vidas de los grandes personajes del liberalismo, gobernantes de éxito o políticos que se afincaron en una parcela de poder estable, sino más bien de dirigir la mirada hacia los «heterodoxos», como los coordinadores dicen, hacia la gente fracasada o marginal. Y aventurera, pues la gran mayoría de las vidas que se nos relatan en el libro están llenas de incidentes –exilios, conspiraciones, pronunciamientos––, aunque sólo sea por lo agitado de la política española del XIX.

Pero ese período no fue agitado por azar, sino porque se trató de un momento de profundo cambio, casi fundacional, en el que hubo que redefinir y relegitimar aquel Estado que estaba dejando de ser un imperio oceánico y quería ser una nación. Lo que significa que al reto de la biografía se añade otro: cómo catalogar el proyecto liberal, cómo conceptualizar aquel difícil período de transición. Especialmente difícil, de nuevo, para las tradiciones historiográficas dominantes en nuestro país. Juan Pan-Montojo, por ejemplo, observa, en su artículo sobre Mendizábal, que este personaje ha sido dejado de lado por los historiadores conservadores, porque preferían a figuras triunfadoras, de mayor valor ejemplar; por los liberales, porque se orientaban hacia ideólogos más coherentes; por los nacionalistas, porque era un centralista jacobino… Es curioso que repita una idea muy parecida Adrian Shubert, en su ensayo sobre Espartero: los nacionalistas españoles han preferido a Agustina de Aragón o Daoíz y Velarde, personajes que encarnaban una idea simple, menos ambigua; el franquismo lo consideró anatema por su liberalismo; los nacionalistas, por su centralismo; los demócratas, por su militarismo. Lo mismo le ha ocurrido a Jordi Canal, cuando se enfrenta con el personaje de Ruiz Zorrilla: los estudios sobre la masonería habrían sido víctimas de la pinza creada por los prejuicios irracionales de los reaccionarios sobre esta sociedad secreta y por los prejuicios socioculturales del marxismo, que veía en este fenómeno un capricho pequeño burgués, históricamente secundario. El firmante de esta recensión también señaló, al presentar su trabajo sobre Lerroux, cómo la figura de este caudillo radical había sido menospreciada por los conservadores, que preferían tipos menos zafios y corruptos; por los franquistas, que sólo veían en él al incendiario de la Semana Trágica; por los catalanistas, que lo creían un agente de Madrid; por los historiadores «sociales», para quienes había desviado a las masas obreras de su destino histórico intoxicándolas con su demagogia anticlerical…

Hay coincidencia, pues, en que los liberales del siglo XIX biografiados en este volumen no han tenido herederos políticos que reivindiquen su memoria, y que incluso los historiadores encuentran sus perfiles tan borrosos que han intentado borrar su paso por el mundo. Pero si ha ocurrido tal cosa no se ha debido a una conjura universal, ni únicamente al fracaso de su proyecto político, rechazado por los obrerismos y los nacionalismos del siglo XX , sino a que los historiadores no acaban de encontrar conceptos y esquemas explicativos aceptables para todos en relación con aquel –también endemoniado– siglo XIX . Ni hay acuerdo sobre el lugar de la acción individual en la evolución histórica ni lo hay sobre la manera de entender aquella etapa. Doble reto al que responde este libro, que, con buen criterio, no intenta dar una solución teórica cerrada ni unánime a ninguna de las dos cuestiones.

Hay algo que, sin duda porque sigue viva la aversión a la biografía tradicional, evitan todos los autores aquí reunidos: la grandilocuencia, la intención moralizadora, la veneración hacia el biografiado, el intento de defender o justificar las acciones de sus personajes. En el capítulo de García Rovira sobre Aviraneta, el distanciamiento respecto del personaje llega incluso al sarcasmo o la ridiculización del mismo. Josep María Fradera presenta, desde luego, una visión nada respetuosa de Prim; nada que ver con el prócer liberal, sino continuas denuncias sobre la mezquindad de sus intenciones, hasta el punto de negarle méritos en lo que siempre se ha considerado su acertada decisión de retirarse de la aventura mexicana. Ramiro Reig parodia a Blasco Ibáñez con toques literarios también muy irreverentes, algunos francamente ingeniosos. Acaso Juan Francisco Fuentes sea la excepción de la serie en su tendencia a justificar ética y políticamente la acción de Marchena en términos que suenan a ya oídos: «fue un hombre íntegro y lúcido, al margen de sus contradicciones»; causa «asombro» que Marchena cumpliera, al servicio de José Bonaparte, «cometidos tan poco honrosos como el de censor de obras científicas»… Mejor sería, quizás, deducir de la acción de Marchena lo mucho que los liberales de la primera generación habían heredado del elitismo ilustrado.

No sé si todos los capítulos de este libro intentan la biografía en el exigente sentido en que plantean este género los coordinadores de la obra, es decir, como inserción de lo individual/íntimo en lo político/colectivo/público. Lo intenta, sí, el recientemente desaparecido Carlos Serrano, en su evocador artículo sobre Mariana Pineda, donde se centra en el personaje evitando la generalización, para acabar ilustrando con su caso los límites que enmarcaban la actuación pública de una mujer. Abundan en él las referencias a la vida amorosa de la heroína liberal, como vuelve a haberlas en los capítulos de Irene Castells sobre Torrijos o de Ramiro Reig sobre Blasco, así como en el antes citado de Fuentes sobre Marchena. Esta coincidencia parece revelar un giro en la historiografía española, aunque tardío en relación con lo que ha sido el género biográfico en el mundo anglosajón. Hasta hace poco, en España reinaba un pudor muy victoriano y los historiadores «serios» no hablaban de estas cosas. Un pudor que hoy parece desvanecerse, lo que permite augurar que algún día a lo mejor conseguimos que se pueda hablar con tranquilidad de la rumoreada homosexualidad de Azaña. No por cotilleo, sino para entender aquel mundo, para explicarnos motivaciones y peculiaridades, no necesariamente determinantes de nada, pero, sin duda, influyentes en la acción de un personaje tan crucial en su momento histórico.

Otros capítulos se mantienen en un tono más tradicional, menos «endemoniado», con menos mezcla de lo privado. Por ejemplo, lo que más le interesa a Jordi Canal de Ruiz Zorrilla es su política, su programa, sus estrategias; como mucho, su vida masónica, actividad clandestina pero en definitiva parte de su vida pública. A decir verdad, es posible que, tratándose de Ruiz Zorrilla, estos fueran los aspectos más interesantes de su vida. También Fradera centra su atención en la carrera política de Prim, y lo mismo hace Adrian Shubert con Espartero, aunque a las reflexiones sobre el programa político del general añade otras sobre el mito populista y la veneración religiosa en torno al vencedor de Luchana. Se queda uno con ganas de saber algo más, por ejemplo, sobre su esposa, su «querida chiquita»: encontró tiempo para escribirle cartas incluso en los peores días de la guerra carlista. Analizar este aspecto de su personalidad también hubiera revelado cosas, no directamente políticas pero muy interesantes, sobre las complejidades de la España del XIX . Shubert sabe bien esto y es seguro que lo abordará en la biografía que promete del espadón progresista.

Un tratamiento parecido al de Espartero es el que recibe Mendizábal, a cargo de Juan Pan-Montojo. Si para Shubert de lo que se trata es de explicar «las complejidades y las contradicciones de la España del XIX » a través de su encarnación en Espartero, para Juan Pan se trata de extraer y explicar sobre todo el significado de Mendizábal como «burgués» y «revolucionario». Es decir, se discute más su tipo social y su programa político que la persona. En este caso, quizás con todo acierto, porque uno de los aspectos más interesantes de Mendizábal es, precisamente, su excepcionalidad como tipo social en aquel siglo XIX español en que se desarrollaba una revolución que algunos siguen obstinados en llamar burguesa. Mendizábal era el único que de verdad respondía a la descripción de burgués y que a la vez tomaba medidas de indiscutible contenido revolucionario. De ahí la desconfianza que suscitaba en todo el mundo, incluidos sus correligionarios. Y de ahí su interés como personaje excepcional, no prototípico.

Con buen criterio, se ha reservado un capítulo para José Nakens, ciertamente un ejemplo de rara avis, de heterodoxo, de alguien que alcanzó cierta celebridad en vida –nunca traducida en dinero–, pero del que hoy no hay quien se acuerde. No por casualidad lo firma Manuel Pérez Ledesma, coordinador del libro, que claramente se adentra por el camino anunciado en los artículos introductorios. Nakens es un ejemplo de complejidad personal, y es a la vez fundamental para entender un fenómeno más general, como es el anticlericalismo. Pérez Ledesma no ha optado por catalogarlo socialmente, para elaborar a partir de ahí algún tipo de teoría sobre el fenómeno. Incluso ha renunciado a desentrañar el programa político del personaje, es decir, a explicárnoslo a partir de su ideología, de su visión intelectual del problema clerical. Se ha centrado, como debe ser, en el individuo en sí, dejando que a partir de él fluyeran destellos y deducciones sobre el anticlericalismo. Esperemos que, como en el caso de Shubert sobre Espartero, su interés por el personaje conduzca a un libro.

Especialmente atractivo es el capítulo sobre la condesa de Espoz y Mina, buen ejemplo de la mezcla de lo privado –su calidad de devota esposa del célebre general– y lo público –viuda del héroe, albacea de su herencia política, escritora de memorias reivindicativas de su vida y hechos–. Como explica Cruz Romeo, su autora, el mundo de la escritura no era fácil para las mujeres del momento. Se pensaba que era «incompatible con la virtud (moralidad) femenina». La revolución liberal y el romanticismo habían entreabierto este campo a la mujer, pero, «en razón de su naturaleza, sentimental y emocional, la mujer no debía ni siquiera intentar adentrarse en ámbitos que requerían un conocimiento racional de la realidad pública». En efecto, las mujeres conocidas del XIX fueron poetisas, novelistas. Susan Kirkpatrick escribió hace no mucho sobre «las románticas». Sería interesante explorar más a fondo los personajes femeninos, no sólo literarios sino influyentes en la vida política o social: Belén Sárraga, Guillermina Rojas, Concepción Arenal. Como deja claro este libro, las vidas de mujeres revelan más sobre la sociedad del momento que las de hombres. Mujer y mito, a la vez, sería una Agustina de Aragón, que quizás hubiera merecido un capítulo como creación social especialmente reveladora.

Hay algo común a todos los colaboradores de este libro, pese a ser tantos, y debe subrayarse para terminar: en todos ellos se observa un estilo muy cuidado. No hay capítulo aburrido y algunos se leen con auténtico placer. Parece ser que el género biográfico obliga a un esfuerzo literario. Es, seguramente, otra de sus virtudes. Y es un síntoma más de que la historiografía española está desbrozando nuevos caminos.

La biografía, en resumen, obliga a cambios de estilo y abre campos y perspectivas que iluminan la evolución de la sociedad de forma más imaginativa e inesperada que la aplicación de esquemas abstractos. Hablar de los individuos nos incita a describir espacios de sociabilidad, vida doméstica, educación, cultura, formas de acción, identidades colectivas… Son, todas ellas, cosas que hacen falta. Superados los prejuicios de una historia social concebida en términos muy estrechos, se ha conseguido volver a hacer historia política con la cabeza alta. Está bien, pero no basta. Puede incluso que hayamos incurrido en el error opuesto: vuelve a haber demasiada historia política; gobiernos e instituciones formales se han convertido de nuevo en eje central del proceso. Al hacer aguas los grandes paradigmas que dominaron la historia en el siglo XX , hemos buscado instintivamente refugio a la sombra del viejo árbol del poder. Y ello de una manera vergonzante, sin elaborar una base teórica sólida que lo justifique. Pongamos carne a la historia, a ver si la entendemos mejor.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

9 '
0

Compartir

También de interés.

De la estupidez (II)

Como Carlo Maria Cipolla es economista, tiene un tic característico que le lleva a…

Últimas noticias del antropoceno (I)

En una cartelera cinematográfica depauperada por la pandemia, destaca estos días la nueva película…