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Corregir la historia

EL NACIONALISMO LINGÜÍSTICO. UNA IDEOLOGÍA DESTRUCTIVA

Juan C. Moreno Cabrera

Península, Barcelona

224 pp.

18 €

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El mensaje explícito que el profesor Moreno Cabrera envía al lector de este libro reza más o menos así: la historia de la evolución de las lenguas, tanto en general en el mundo como en la Península Ibérica muy en particular, es la historia de una destrucción injusta que sólo merece condena. Más aún, precisamente porque es fruto de una injusticia, los modernos gobiernos autonómicos están, no sólo legitimados para, sino realmente obligados a, reequilibrar sus resultados. Por tanto, el presente mapa de las lenguas en España puede y debe ser corregido por vía coactiva a fin de restaurar un pasado de feliz plurilingüismo que sólo el abuso de los poderosos pudo borrar.

Este resumen pone inmediatamente de manifiesto el peculiar desenfoque analítico en que incurre este libro, un desenfoque que radica en último término en tomar a la lengua como sujeto, de tal forma que puedan aplicarse criterios ético-normativos a la historia de sus cambios. Pero es bastante evidente que en la evolución de las lenguas humanas (como en la de las cordilleras, los continentes o los mares) no puede existir tal cosa como la justicia o la injusticia para con ellas, puesto que las lenguas no son seres con relevancia moral alguna. Ninguna lengua posee un «derecho» a sus hablantes, de forma tal que el hecho de que éstos disminuyan pueda ser calificado como un atentado injusto. Y tampoco, por tanto, puede corregirse injusticia alguna reestableciendo a la lengua en el pretérito vigor y extensión que poseyó en un territorio o grupo poblacional concreto. Los únicos sujetos que cuentan desde el punto de vista de la justicia son los seres locuaces, las personas, y sólo sus derechos pueden justificar o no una determinada política lingüística. El error del libro radica, precisamente, en confundir entre objetos y sujetos o, de otro modo, en no distinguir entre la lingüística y la política lingüística. La una trata de las lenguas, la otra de las personas de carne y hueso. Pero vayamos por partes.
 

LA CRÍTICA AL NACIONALISMO LINGÜÍSTICO (ESPAÑOL)
 

El profesor Moreno Cabrera critica acerbamente dos de los presupuestos teóricos que más frecuentemente ha utilizado el nacionalismo español en materia lingüística. Por un lado, el de asumir un peculiar darwinismo lingüístico, en el sentido de creer que la difusión de una determinada lengua está asociada a su mayor perfección, en concreto, que el castellano es una lengua superior a otras peninsulares por ser más capaz de expresar con plenitud las creaciones de la mente humana. Hace ya tiempo que la antropología lingüística concluyó que no existen lenguas superiores e inferiores, que todas están perfectamente adaptadas a las necesidades de las poblaciones que las usan y que todas pueden evolucionar cuanto sea necesario para reflejar mundos modernos o cambiantes. Si algunas de ellas han llegado a poseer una difusión muy superior a otras, ello no se debe a su calidad intrínseca, sino a factores sociales, económicos y políticos de naturaleza exógena. La difusión universal del castellano en España no puede ser explicada en términos de una mítica superioridad intrínseca.

Por otro lado, es también acertada la crítica al nacionalismo «implícito» de quienes defienden que la lengua común española sería algo así como una lengua no étnica, una lengua poco menos que «neutral» frente a las demás peninsulares, éstas sí teñidas de etnicismo. Y es que existe un nacionalismo peculiar, el propio de las naciones que han visto satisfecha hace tiempo su demanda de estatalidad, que consiste precisamente en no reconocerse a sí mismo como nacionalismo. Los marcadores de identidad de la nación española tienden a percibirse como algo poco menos que neutral o natural, carentes de connotaciones étnicas. El nacionalismo sería algo que les pasa a los otros, y nosotros seríamos todos liberales cívicos sin adscripción identitaria alguna, vienen a creer muchos sedicentes patriotas constitucionales. Y esto mismo, como subraya Moreno Cabrera, sucede también en el terreno lingüístico: muchos e importantes lingüistas españoles han dejado páginas imborrables en que presentan la lengua común española como algo sospechosamente natural y carente de entronque étnico particular.

Dicho lo anterior, hay que subrayar también que el tratamiento del nacionalismo lingüístico por parte del libro adolece de una acusada unilateralidad, en tanto en cuanto sólo aborda el nacionalismo español, mientras que omite cualquier atisbo de crítica para con los demás nacionalismos. En realidad, el subtítulo de la obra preconfigura esta unilateralidad, porque trata del nacionalismo como una «ideología destructiva» y para el autor esta condición sólo la cumple el español. Los demás nacionalismos no son destructivos, sino constructivos. Están más que justificados y disculpados porque son sólo defensivos, son unos nacionalismos de supervivencia lingüística ante el imperialista, agresivo y antidemocrático español (sería un caso de «legítima defensa de la lengua», como ha teorizado George P. Fletcher recientemente). De esta forma, la curiosa conclusión a que se llega es la de que el imponer una lengua a las personas desde las instancias de poder es algo sumamente negativo cuando lo hacen unos, pero constituye una virtud cuando son otros. Siglos de agresión lingüística por parte del nacionalismo centralista español justifican hoy un poco de intervencionismo lingüístico coactivo de los poderes locales. Al fin y al cabo, y comparada con la inmersión escolar obligatoria en castellano practicada desde el siglo XIII (sic), lo de hoy en día en Cataluña o Euskadi no es sino una anécdota, nos dice el autor.

Lo que no aparece en lugar alguno en este relato del juego de lenguas que se traerían los poderes territoriales desde hace siglos son las personas o sus derechos. Las personas serían, más bien, las pelotas con que juegan los nacionalismos.
 

LA EVOLUCIÓN ARTIFICIAL Y DISEÑADA DE LAS LENGUAS
 

A fuerza de criticar al nacionalismo, Moreno Cabrera cae en un exceso comprensivo típico: no ver sino nacionalistas por todas partes (todos seríamos nacionalistas de algo) y, sobre todo, atribuir al nacionalismo la condición de agente causal único y omniexplicativo de la historia. Todos los cambios lingüísticos sobrevenidos en un país o región del mundo son fruto de un designio nacionalista planificado y dirigido desde antiguo. Incluso desde antes de que existiera la nación como entidad político-simbólica capaz de dotar de legitimación a los nacientes Estados europeos. Pues ya en la Baja Edad Media existía, según él, un designio deliberado de convertir al castellano en lengua común obligatoria de la Península y de desplazar a todas las demás.

Y quien habla del nacionalismo en España, habla del colonialismo en el mundo, pues es la globalización capitalista la que obliga a los colonizados a adquirir la lengua del colonizador para así convertir al indígena en proletario del nuevo orden mundial.

La tesis de fondo es simple: la lengua de los grupos dominantes (clases, estamentos, reyes, oligarcas o multinacionales) se convierte coactivamente en la lengua de los dominados. Se trata de un principio tan simple como aquel marxista acerca de las ideas que todos aprendimos en nuestra juventud. La tesis, no es casi necesario ni decirlo, se refuta a sí misma con carácter general. A lo largo de la historia los grupos dominantes en una sociedad han tendido, cuando poseían una lengua propia, no a generalizarla entre los dominados, sino a guardarla como marcador de exclusión para los pocos que monopolizaban el poder. La diglosia ha sido una fiel acompañante de los fenómenos políticos de exclusión. Sin ir más lejos, en mi nativa Vizcaya la posesión del castellano se utilizó por los grupos oligarcas para excluir al común de vecinos de los órganos de poder forales y municipales desde el siglo XV al XIX: quien no hablase y escribiera castellano no era elegible para juntas o ayuntamientos. Nada más lejos de la generalización impositiva en la que cree el libro comentado: la lengua del poder ha sido, cuando ello era posible, una lengua secreta.

En realidad, parece bastante claro para la historiografía actual (Charles Tilly, Ernest Gellner, Eric Hobsbawm) que la homogeneización lingüística de las poblaciones no comenzó en Europa sino en el siglo XIX, y fue una precondición necesaria del desarrollo, tanto del Estado nacional como burocracia de poder inmediato y directo sobre las poblaciones, como del mercado interior unificado necesario para una economía capitalista. Sólo utilizando las externalidades de red que generan en una sociedad las lenguas ampliamente difundidas fue posible impulsar unas economías nacionales capitalistas. De otra forma nunca se hubiera producido el despegue del crecimiento económico autosostenido en que se basa nuestra existencia actual. Mucho más que un diseño inteligente, lo que hay tras la homogeneización lingüística moderna es una precondición objetiva del mercado y del Estado, cuyo éxito inicial la retroalimenta sin cesar.

Condenar como injusta, abusiva y destructiva la homogeneización lingüística decimonónica es tanto como admitir que las cosas pudieron ser de otra manera. Es decir, que el desarrollo del capitalismo y de las burocracias estatales modernas pudieron realmente haber surgido sin producir interferencias lingüísticas, sin homogeneizar a las poblaciones afectadas mediante una lengua común ampliamente generalizada, de donde se sigue el arriesgado contrafáctico el de suponer como posibles cientos de diminutos Estados europeos. A este respecto es curioso subrayar un dato que nos ofrece la lingüística comparada: Europa es la parte del mundo donde mayor y más intensa ha sido la reducción de la variación lingüística, mientras que las partes más subdesarrolladas del mundo son las que mayor número de lenguas conservan (sólo el 3,4% de las lenguas del mundo actual son europeas, mientras que el 32% son de Asia y el 30% de África) (para más datos, nos remitimos al trabajo de Toscano en «La muerte de las lenguas», Claves de razón práctica, núm. 160, marzo de 2006, pp. 32-39). Es de sospechar que entre ambos hechos existe una correlación de tipo causal, de forma que la conservación de la plurivariación lingüística es incompatible con el despegue del primer capitalismo.

Pero es que hay más: como ha observado el lingüista Salikoko Mufwene, «los lingüistas, de forma típica, han lamentado la pérdida de la diversidad lingüística, pero pocas veces se han fijado en los hablantes mismos en términos de sus motivaciones y de los costes y los beneficios que les supone abandonar sus lenguas». En efecto, se censura moralmente el hecho de la pérdida de las lenguas sin tener en cuenta que la supervivencia de ellas podría haber implicado para sus hablantes la imposibilidad de adaptarse a nuevas ecologías o de acceder a un desarrollo humano más completo. El paradigma dominante desde el que se juzga (el de la conservación del «patrimonio cultural» como imperativo ético absoluto) impide ver a la humanidad real apresada en ese patrimonio. Cuando se lee que en un país como Indonesia existen en la actualidad 694 lenguas, de las cuales una elevada proporción son habladas por menos de diez mil personas, ¿alguien podría mantener que no es obligación del Estado respectivo el aculturizar a los hablantes correspondientes en una lengua franca, aunque ello cause la «muerte» de muchas lenguas?

 

¿ES LÍCITO CORREGIR EL PASADO?
 

Ahora bien, y volviendo a nuestro país, incluso si aceptamos como válida y verídica esta descripción que nos propone Moreno Cabrera del pasado lingüístico como una constante injusticia, ¿se derivaría de ella la licitud de las hodiernas políticas recuperadoras, que intervienen coactivamente sobre las personas para forzarles a readquirir el lenguaje que sus antepasados abandonaron? ¿Legitimarían esos «siglos de inmersión lingüística coactiva en castellano» de que nos habla el lingüista unos «pocos años de inmersión lingüística obligatoria en catalán o vascuence»? Si tomamos como sujetos a las lenguas, la respuesta es afirmativa, claro está: la discriminación abusiva pasada se corrige con una discriminación «positiva» actual. Pero resulta que los sujetos de derechos son las personas, no las lenguas, y que no son las mismas personas las que en el pasado sufrieron una discriminación lingüística y las que ahora van a experimentar otra. Félix Ovejero Lucas lo ha expresado de forma lapidaria: «Una injusticia sobre un muerto no se arregla añadiendo una injusticia sobre un vivo». Si como consecuencia de las acciones políticas de hoy en la comunidad donde se hablaba mayoritariamente «X» se acaba por hablar «Y», cualquier intento de retornar a «X» supondrá una injusticia con los habitantes vivos, como lo fue antes con los que padecieron el tránsito precedente.

Es decir, que sólo cuando partimos de una concepción holista y distorsionada de los sujetos de derecho, y tomamos por tal a las lenguas o las colectividades, a las que podemos dotar imaginariamente de una continuidad en un tiempo eterno, tiene algún sentido el argumento de reequilibrar la historia y corregir su injusticia. Pero, cuando tratamos de personas reales de carne y hueso, el argumento es estéril: no son las mismas personas las de una época y las de otra.

Y no sólo carece de sentido, sino que es contradictorio consigo mismo. Y para demostrarlo, puedo tomarme a mí mismo como ejemplo: en efecto, recuerdo bien que algunos de mis abuelos hablaban euskera; de alguno puedo decir cariñosamente que sólo chapurreaba castellano; pero no transmitieron a mis padres el vascuence. Sin duda, según el moderno canon historiográfico, ello se debió a la presión y el abuso de la clase dominante castellana que discriminó a mis antepasados para privarles de su idioma. Nunca me lo comentaron, pero sin duda fue así, pace Moreno Cabrera. Por el contrario, los antepasados de otros ciudadanos vascos que han conservado el idioma vernáculo hasta hoy se supone que no fueron tan discriminados. Pues bien, así las cosas, ¿a quién se discrimina hoy limitando sus posibilidades de acceso a la función pública o a la enseñanza? ¿A quién se le exige un esfuerzo adicional en su lengua? Curiosamente, se me discrimina a mí, el descendiente de los discriminados, y se premia a los descendientes de los favorecidos, a los bilingües. Parece un caso de aplicación de la abstrusa máxima evangélica de que «a quien tiene se le dará y le sobrará, pero a quien no tiene se le quitará más aún» (Mateo 13, 12). Una consecuencia chocante, pero consecuente con el error de tomar como sujeto de discriminación a un objeto atemporal, la lengua, en lugar de a los seres reales auténticos.

Llegados a este punto es lícito cuestionarse sobre la corrección de la historia que se nos relata de imposición lineal y simple. ¿Son realmente el nacionalismo y el colonialismo agresivos los que dirigen coactivamente los cambios lingüísticos de los hablantes? ¿No existen factores intrínsecos al contacto interhumano que guían estos cambios? La verdad es que sí, y que la moderna sociología lingüística ha llegado incluso a determinar los patrones de intercambio entre lenguas, unos patrones que se muestran con bastante claridad cuando se contemplan las lenguas como redes de comunicación para sus hablantes. Así contempladas, las lenguas presentan propiedades muy estudiadas ya, tales como las externalidades de red, economías de escala, efectos de masa crítica y demás mecanismos de refuerzo positivo, como las preferencias adaptativas. El tamaño de la red es un factor básico: cuanto más gente usa una lengua, más atractiva resulta.

Abram de Swaan (Words of the World, Cambridge, Polity Press, 2001) y Louis-Jean Calvet (Pour une écologie des langues du monde, París, Plon, 1999) han estudiado cómo las personas aumentan su repertorio lingüístico para maximizar sus oportunidades de comunicación, por lo que, cuando actúan libremente, eligen lenguas con mayor «potencial lingüístico»: el cual, a su vez, no es sino el producto de dos factores: el número de hablantes de una determinada lengua en la zona de interés y el número de quienes la poseen como «segunda lengua» (su «centralidad»). Aplicado a nuestro caso, eso significa que la lengua «común» de una demarcación tiene siempre una capacidad atractiva que es independiente de cualquier designio nacionalista que exista detrás de ella. El simple hecho de constituir una red más amplia la dota de una atracción irresistible. Lo ha sido el español o castellano en nuestro país lo está siendo el inglés en el mundo actual. Y este fenómeno no obedece a una planificación nacionalista o colonialista, sino al libre comportamiento de unos seres guiados por su autointerés, que es el de acceder a redes más amplias y eficaces.

Cuando las elecciones lingüísticas de los individuos están guiadas por el potencial comunicativo de cada lengua, entonces las relaciones entre las lenguas son fuertemente asimétricas, nos guste o no. Y de poco sirve la retórica sobre la «igualdad de las lenguas», tan confusa como errónea. Una lengua común, o una lengua franca, no es igual a una lengua local.

Permítaseme volver la vista a mi familia, a mi abuela paterna Francisca Bravo, que chapurreaba el castellano en los lluviosos domingos del Bilbao de los cincuenta. Resulta que, como averigüé más tarde, la familia Bravo se instaló en una pequeña aldea vizcaína, en Berriz, en 1762. Procedía de Mecereyes, un orgulloso pueblo de Burgos, y tuvo que traer su cédula probatoria de limpieza de sangre, como exigían las leyes del Señorío de Vizcaya (por eso la familia ha conservado su memoria precisa). Pues bien, cuando los Bravo se sumergieron en la ruralidad vasca en el siglo XVIII, adoptaron el euskera y perdieron el castellano. Dos siglos después, cuando reaparecen en Bilbao en las personas de mi abuela y mi padre, pierden el euskera y se pasan al castellano. Todo ello es congruente con la lógica utilitaria de las redes humanas y económicas en que se encontraron en cada momento, y queda muy lejos de la historia de abuso e imposición que hoy se nos narra.

Aunque el libro que comentamos no se haga eco de estos patrones normales de intercambio, sí es consciente de ellos. Y es consciente de que destruyen el valor de su tesis descriptiva de la realidad actual como fruto exclusivo de la injusticia. Por eso, dedica muchas páginas a atacar la idea misma de la «lengua común», y a calificarla como una mera ficción cargada de contenido ideológico. No existen realmente las lenguas comunes, como el español o el inglés, nos dice. Son cánones abstractos que nadie habla en la realidad. Lo que en realidad existen son 38 variedades lingüísticas del español, y más de 50 del inglés. Pero esta descripción, por mucho que pueda ser correcta desde la ciencia lingüística, es una pura distorsión de la realidad operativa desde la perspectiva de los hablantes: igual que existe en la realidad sociohistórica que vivimos la lengua inglesa, existe una lengua común en España que todos hablamos y en la que todos nos entendemos. Decir que esa lengua es una pura ficción ideológica que no tiene existencia para la ciencia, y decirlo en esa lengua precisamente, para que todos lo entendamos, es una pirueta cientifista no muy seria.

En este combate con la realidad de la lengua común, el libro comentado llega a asociar, abusivamente, la idea de lengua común con la de lengua presuntamente superior, para meter así en el mismo saco de condena a una doctrina –la nacionalista– y a un hecho lingüístico, lo que no parece un proceder muy honesto. Y tampoco lo es invertir, como deliberadamente hace, la dirección del proceso de intercambio entre lenguas, proponiendo como plan de actuación obligatorio para los gobiernos regionales ampliar coactivamente el conocimiento y el uso de las lenguas vernáculas para así hacerlas más ampliamente conocidas y usadas y, por tanto, atraer a los hablantes a su red. Es decir, crear mediante ingeniería lingüística y coacción lo que la evolución propia de los locuaces habitantes de España no ha creado. Invertir el proceso y corregir la historia: ésa es la propuesta.

 

¿Y LAS PERSONAS?
 

Congruentemente con su enfoque colectivista, el libro plantea como objetivo legítimo de la acción de gobierno (objetivo «obligado», llega a decir) conseguir que todos los habitantes de un territorio conozcan y hablen su lengua «nativa». Cómo podría darse el caso de que muchas personas no hablen una lengua que, sin embargo, es definida como «nativa» de ellos es un pequeño misterio que no se nos explica. Al igual que no se explica por qué sería necesario obligar a nadie a hablar su lengua nativa, que se supone que es la que habla según la propia definición de lo que se entiende por nativo. La explicación del galimatías reside, como es obvio, en la transposición de sujetos. ¿Quién es el nativo de que hablamos? Para el libro que criticamos, los nativos son los territorios, las lenguas o los pueblos. Para otros, entre los que me cuento, los nativos son las personas, puesto que sólo ellas nacen y mueren. Lo demás, me temo, son metáforas inadecuadas en un discurso que se pretende científico.

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