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Los intelectuales franceses y el terror comunista

El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión.

STÉPHANE COURTOIS, Y OTROS

Planeta / Espasa, Barcelona-Madrid, 1998

865 págs.

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Este año se cumple el ciento cincuenta aniversario de la publicación del Manifiesto Comunista de Karl Marx y es apropiado reflexionar sobre la contribución de Marx, desde el siglo XIX , a la historia del siglo XX . Podemos seguir la marcha de nuestro siglo a través de la existencia del Estado fundador de la idea comunista, la Unión Soviética. El comienzo del siglo quedó marcado por la revolución rusa de 1917, el fin de siglo por la caída del comunismo soviético en 1991, y gran parte del período intermedio estuvo dominado por la lucha de ideas y sistemas alternativos contra la Unión Soviética como núcleo del poder del comunismo. A lo largo de este siglo, el comunismo ha sido el principal enemigo común del fascismo, el nacionalismo, el imperialismo y la democracia. Triunfó sobre el fascismo en la Segunda Guerra Mundial, fue una fuerza de movilización clave en el derrocamiento del imperialismo en el Tercer Mundo durante la posguerra, y supuso un reto importante para la democracia occidental durante la primera y la segunda guerra fría. La caída final del comunismo como fenómeno global llegó con el colapso de la Unión Soviética, que no fue consecuencia de la represión brutal o el terror, sino de una liberalización política y económica mal dirigida bajo el gobierno de Mijail Gorbachov. La perestroika de Gorbachov deslegitimó la idea comunista y creó un espacio en el que pudieron desarrollarse ideas alternativas que acabarían desplazándola. La idea que tuvo la fuerza suficiente para movilizar a la población y, finalmente, destruir el comunismo, había sido aceptada y propiciada (si bien de forma controlada) por los regímenes comunistas: el nacionalismo.

Entre las intenciones declaradas de Courtois y sus coautores figura la de mostrar a un público amplio las últimas investigaciones históricas basadas en los descubrimientos más recientes, gracias al acceso a los archivos de los antiguos países comunistas. Aparte de su inusual extensión (865 páginas componen el voluminoso tomo), lo más característico de esta obra es la incapacidad que denotan los autores para abordar el extenso corpus de investigación histórica existente, así como para integrar el debate actual entre el enfoque totalitario y el revisionista sobre la naturaleza del terror soviético y del terror comunista en general. Courtois y sus coautores han escrito una larguísima crítica litúrgica del comunismo, centrada sobre todo en el terror y pasando por alto las bases legitimadoras, estructurales o ideológicas, de este tipo de regímenes.

Los Estados comunistas con más éxito, desde el punto de vista de la duración y estabilidad de su dominio, fueron aquellos en los que el comunismo se había fundido con el nacionalismo. Ningún ejemplo mejor que el de Rusia donde, en palabras del historiador Adam Ulam, «bolchevismo más nacionalismo ruso equivale a comunismo soviético». La Unión Soviética sobrevivió setenta y cuatro años. Decir que fue así debido exclusivamente a la represión era una comprensible táctica propagandística utilizada por las democracias occidentales durante la guerra fría. Durante este período, el objetivo último del «anticomunismo» (tanto académico como periodístico) era patologizar a la Unión Soviética. No cabe duda de que la «escuela totalitaria», representada por los trabajos de académicos norteamericanos como Richard Pipes y Martin Malia y de sus colegas británicos como Robert Conquest y Leonard Shapiro, llevó a cabo importantes estudios históricos sobre la Unión Soviética. Aunque sus trabajos se inspiraran en el belicismo de la guerra fría, se nutrían de la excelente labor de filósofos (como el emigrado ruso Nicolás Berdyaev) e historiadores (como el francés Boris Souvarine) que se habían mostrado críticos con el comunismo ya en los años treinta, cuando no estaba de moda hacerlo. La idea de que la modernidad había creado las condiciones para una nueva totalidad de poder que implicaba la movilización de las masas para alcanzar las metas del régimen había sido desarrollada por algunos teóricos políticos de los años treinta, entre ellos el español Ortega y Gasset. El surgimiento y la difusión del fascismo en Italia, Alemania y España llevó a muchos teóricos, incluso de izquierdas, a comparar fascismo y comunismo soviético. Por ejemplo Trotsky, en La Revolución traicionada (1937) afirmaba: «Stalin y el fascismo, a pesar de las profundas diferencias entre sus bases sociales, son fenómenos simétricos». La labor de la «escuela totalitaria» durante la guerra fría se basaba en las teorías y modelos comparados del totalitarismo desarrollados por Hannah Arendt, Karl Friedrich, Zbigniew Brzezinski, Raymond Aron y otros. Estas teorías se centraban en cómo el desarrollo tecnológico del siglo XX había generado un tipo de régimen orientado a realizar metas ideológicas. El recurso al terror masivo por parte de estos regímenes totalitarios los diferenciaba de otros modelos anteriores de dictaduras. Descomponían la sociedad civil para crear una sociedad atomizada y dispuesta a la movilización cuando fuera necesario para alcanzar los objetivos ideológicos y mesiánicos propugnados por el régimen.

Lo que dotó a estos trabajos de una fuerza intelectual tan penetrante fue la sofisticada combinación de un profundo conocimiento histórico, una gran intuición para la captación del detalle, un ámbito analítico para el estudio adecuado y un gran refinamiento conceptual; elementos todos ellos que limaron los argumentos utilizados por los más importantes representantes de la «escuela totalitaria». La base de su comprensión del comunismo era el argumento esencialista de que esta ideología tan sólo podría dar lugar a regímenes políticos represivos donde el poder se concentrara en una pirámide vertical con un líder en su vértice, cuya fuerza se sustentara en el recurso al terror. En palabras de Malia, el comunismo padecía de un «defecto genético», puesto que un régimen basado en el terror sólo podría sobrevivir recurriendo sistemáticamente al terror. Desde el punto de vista totalitario, el terror era el denominador común de comunismo y de fascismo. Un terror dirigido desde arriba mediante el plan maestro del líder, lo que explicaría que los académicos se centraran en la política de los líderes y otras personalidades (en el caso de la URSS, Kremlinología) con la consiguiente marginación de los factores explicativos estructurales.

En los años setenta, el enfoque totalitario fue cuestionado por una generación de historiadores sociales más jóvenes y más de izquierdas. La «escuela revisionista» estaba encabezada también por historiadores norteamericanos especializados en la Rusia estalinista, como Sheila Fitzpatrick y J. Arch Getty, y hoy en día domina el estudio de la historia soviética, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña. Los miembros de esta escuela no se centran en las personalidades o la «alta política», sino en las estructuras. Pretenden investigar la historia «desde abajo», analizando el papel de la interacción entre grupos sociales que la escuela totalitaria tendía a ignorar: obreros y campesinos (desde empleados del ferrocarril a plantadores de algodón, mineros y lecheras), pequeños funcionarios del partido, etc. Investigan la historia regional y local, los problemas de género y la cultura popular (rituales, costumbres, canciones). Los defensores del enfoque totalitario afirman que se trata de una «historia sin política» porque entienden que los revisionistas, al centrarse en la interacción estructural de las fuerzas sociales para explicar la exitosa implantación y pervivencia del sistema comunista soviético, minimizan la importancia de algunas personalidades, en especial de Stalin, en la transformación modernizadora de la Unión Soviética.

Gran parte del debate entre la escuela totalitaria y la revisionista estaba centrado en las diferencias de planteamiento sobre cuáles eran las fuentes históricas más fiables para la comprensión y el análisis del comunismo. La escuela totalitaria consideraba muy poco fiables las publicaciones oficiales de la Unión Soviética y otros Estados comunistas, en la medida en que existía una estricta censura y, además, se sobreentendía que estaban llamadas a difundir la propaganda oficial sobre los objetivos a cumplir; es lo que Souverine denominó «la gran mentira» del comunismo. Las estadísticas económicas oficiales se consideraban invenciones pensadas para impresionar no tanto a las poblaciones sometidas, que eran muy conscientes de la escasez provocada por la planificación central, como a los visitantes occidentales ansiosos por alabar los éxitos del comunismo. Las fuentes importantes para la escuela totalitaria eran los relatos de emigrados, tanto en forma de testimonios personales como de memorias literarias, así como las publicaciones clandestinas de los disidentes (samizdat). Esta confianza en los emigrados políticos anticomunistas condujo, inevitablemente, a críticas por parte de una izquierda que consideraba que el enfoque totalitario estaba al servicio del belicismo de la guerra fría. A partir de los años sesenta, la fuente principal utilizada por los revisionistas fueron los registros prácticamente completos del gobierno soviético de la región de Smolensk, en la Rusia occidental. Caídos en poder de los alemanes en 1941 y posteriormente recuperados, nunca fueron devueltos a la Unión Soviética por el ejército americano que ocupó Alemania en 1945. Estos archivos conservados en los Estados Unidos constituyeron una fuente sin parangón hasta el momento del colapso de la Unión Soviética en 1991, fecha tras la cual se ha constatado una apertura relativa en el acceso a los archivos y se ha podido contar con el testimonio oral de ciudadanos de los países del antiguo bloque del Este de Europa. Desafortunadamente, incluso en el ámbito de las condiciones más liberales de la Rusia de Yeltsin, sigue habiendo archivos clave a los que sólo se permite el acceso a un puñado de estudiosos rusos. Por ejemplo, el archivo presidencial, que conserva las deliberaciones más secretas del Politburó y lo que queda de los papeles personales de Stalin.

Courtois y sus coautores han resucitado gran parte de la condena moral esencialista del comunismo, pero les falta originalidad en los argumentos, profundidad y esa belleza en la composición tan característica de las obras clásicas del género. Teniendo en cuenta la apertura de los archivos soviéticos tras 1991 y la posibilidad que ofrece de rastrear nuevas evidencias, no sólo sobre la naturaleza del comunismo soviético, sino asimismo sobre sus implicaciones en Europa del Este y Central, la Komintern y el Tercer Mundo, se puede decir que el libro es una oportunidad desaprovechada. Ni el énfasis que ponen sobre el papel del terror en el comunismo, ni el recuento de la contribución del comunismo a los crímenes contra la humanidad, son ideas nuevas fuera de Francia.

Lo que Courtois y sus coautores nos ofrecen es una historia narrativa desprovista de marco teórico. Se aprecia muy poca reflexión en torno a los muy conocidos debates académicos sobre el terror. En muchos de los capítulos, las notas a pie de página son escasas, en otros directamente inexistentes y en estos casos se palía la carencia ofreciendo, en un apéndice final, una pequeña y más bien atrasada bibliografía. Por lo demás, su tendencia a mencionar sólo las publicaciones de los estudiosos franceses, no puede sino reforzar la impresión general de introspección y aislamiento. Es como si nunca hubiera existido el debate entre totalitarios y revisionistas entre los estudiosos occidentales del comunismo. Aquí radica, sin embargo, la verdadera importancia del libro, ya que nos ofrece una visión fascinante de la lucha de ideas en la intelligentsia y la clase política francesa para reconciliar el atractivo que ejercía el comunismo en la Francia de la posguerra con el colapso del comunismo como ideología tras las revoluciones de 1989 y las revelaciones sobre los horrores de la represión divulgadas como consecuencia de la reciente apertura de los archivos soviéticos y de otros países del Este de Europa. La controversia provocada por la publicación del libro en octubre y noviembre de 1997 refleja muy bien la dinámica de este debate en Francia que condujo incluso a largas y amargas disputas entre algunos de los colaboradores. El capítulo introductorio de Courtois causó furor entre el público, y el disgusto de algunos de los coautores (especialmente el del historiador Nicholas Werth) fue tal que renegaron del libro. Courtois arremete contra el comunismo en una vitriólica tirada polémica, con el celo típico del converso y, naturalmente, Werth y otros consideran que esta actitud le resta caché académico a la obra. Como consecuencia de este alboroto, el libro se ha convertido en un best-seller que se vende en todos los quioscos de París. Es posible que sea popular, pero ¿es un buen libro?

Sin duda el libro no tiene rival en ambición y alcance. Pretende rastrear todas las formas de terror y represión en cualquier Estado incluido en el «mundo comunista». Subdividido por regiones, estudia extensamente los casos de la Unión Soviética y China y el sureste asiático (Corea, Vietnam, Laos, Camboya), que ocupan la mitad de la obra. La otra mitad se reparte en tres secciones de extensión similar, en las que se trata el Comintern (incluyendo una sección sustancial en la que se hace referencia a las actividades del NKVD durante la guerra civil española), Europa Central y del Este y el Tercer Mundo (Cuba, Nicaragua, Perú, Etiopía, Angola, Mozambique y Afganistán).

El título de Courtois, el Libro negrodel comunismo, no deja lugar a dudas sobre lo que cabe esperar: un estudio polémico sobre la inhumanidad del hombre nuevo comunista. En su introducción considera el terror como principio definitorio del comunismo del siglo XX y plantea la pregunta: ¿cómo pudo una ideología de la emancipación y el internacionalismo degenerar en una doctrina de la represión sistemática en los Estados comunistas de partido único? Courtois nos ofrece su respuesta ya en la primera frase del libro: L'histoire est la science du malheur des hommes («La historia es la ciencia de la desgracia de los hombres») (p. 15). El comunismo como tragedia de la perversidad del hombre; esto adquiere, ya de entrada, un cierto tono moralista a lo Tomás de Aquino. Y en efecto, Courtois afirma que esta es la primera evaluación de la dimensión criminal del comunismo hecha desde un doble punto de vista, histórico y moral (p. 17). Aunque reconoce el peligro de recaer en el tipo de moralismo narrativo característico de muchos historiadores del XIX (muchos de los cuales curiosamente condenaban los excesos de la Revolución Francesa), el Libro negro es un caso en que la condena moral nubla el entendimiento y distorsiona los análisis de las causas estructurales profundas del terror comunista y sus dimensiones funcionales y disfuncionales.

Sólo el propagandista más ignorante afirmaría que el terror no fue un instrumento esencial de la revolución comunista. Sin embargo, Courtois sostiene que el terror comunista mundial, que costó la vida a unos cien millones de personas (veinte millones en la Unión Soviética y sesenta y cinco millones en China) fue una política estatal controlada «desde arriba». Este argumento unidimensional está en franca contradicción con el grueso de los estudios históricos sobre el comunismo de los últimos veinte años, que es revisionista y se centra en las causas estructurales. En efecto, el enfoque revisionista en la historia del comunismo soviético ha salido fortalecido de las recientes investigaciones de archivo. Hay en la actualidad pruebas indiscutibles a favor del argumento revisionista de que el terror soviético (tanto durante la guerra civil como a lo largo del estalinismo de los años treinta), se basaba en un amplio apoyo social, movilizado con éxito por el partido comunista, y que los pequeños funcionarios radicales (a menudo una joven generación reclutada por el estado de partido único a partir de la segunda mitad de los años veinte), desempeñaron un papel crucial a la hora de implementar el terror «desde abajo». Courtois polemiza bajo el titular Crímenes del comunismo, pero nunca llega a ofrecer el marco comparado necesario para analizar la compleja diversidad de los regímenes comunistas en el tiempo y el espacio o las diferencias culturales que marcaron el uso del terror como arma política. Al sopesar los crímenes, se limita a apelar a la nebulosa noción de «ley de humanidad», una forma de medición cualitativa utilizada en los juicios de Nüremberg y a la que el autor recurre, entre otras cosas, para reforzar la comparación con el nazismo. Se discuten tres tipos fundamentales de crímenes: 1) los cometidos bajo el régimen leninista, 2) los cometidos bajo el régimen stalinista y 3) los cometidos en el mundo comunista en general (págs. 1819). Esta clasificación casa mal con las adoptadas en otros capítulos, donde otros autores menos apasionados evitan estas toscas generalizaciones. La definición de «terror comunista» a la que recurre Courtois (que incluye ejecuciones, hambrunas, guerras civiles, conflictos internos, trabajos forzados, detenciones y deportaciones de pueblos enteros junto a otros ejemplos) es tan amplia que resulta analíticamente inútil. Sería como afirmar que el capitalismo o el imperialismo europeo han sido los responsables de cientos de millones de muertes.

¿Contribuye esto a mejorar nuestra comprensión? Si bien el autor se niega a ocuparse de la aritmética comparada, acaba comparando los cien millones de víctimas del «terror comunista» con los veinticinco millones de víctimas del nazismo (lo que es pasar por alto la singularidad del genocidio racial nazi contra judíos, eslavos y gitanos) (p. 29). Esto plantea un interesante problema de definición que, por desgracia, no se trata en el texto: cómo calificamos los crímenes de exterminio cometidos por regímenes de metas ideológicas, no contra individuos o grupos étnicos y religiosos concretos, sino contra amplios sectores de la sociedad a los que, por motivos ideológicos, se califica vagamente de «enemigos de clase» o «enemigos del pueblo». Para Courtois basta y sobra con la etiqueta universal de «crímenes comunistas».

El libro pretende terminar con el supuesto «silencio académico» (al parecer un silencio francés) sobre la cuestión del terror comunista (p. 35). Para Courtois, la victoria soviética sobre el fascismo y el que los comunistas lograran centrar el debate en el genocidio nazi como un crimen excepcional, son las razones principales de la falta de atención al terror comunista. Observa con razón que incluso en la época de Khruschev, los crímenes se atribuían a Stalin, no a defectos de la ideología comunista o del partido. Lo que Courtois olvida convenientemente es que este libro se publica tras treinta años de debate entre totalitarios y revisionistas entre los estudiosos occidentales, y seis años después de la caída de la Unión Soviética, un proceso acelerado por el debate histórico iniciado por la glasnost a finales de los años ochenta. La amnesia que habría que explicar es la del mundo académico frances, que sólo muy tardíamente está abordando estos temas.

La sección más interesante de este libro es el lúcido repaso que Nicholas Werth hace de la historia soviética, que si bien se basa en literatura especializada algo clásica, incluye asimismo parte de los nuevos datos obtenidos de los archivos. Señala cómo los historiadores rusos de hoy se han hecho eco del argumento occidental tradicional propugnado por la escuela totalitaria, según el cual la revolución no fue tanto el resultado de desarrollos estructurales como de un golpe dado por una pequeña élite brutal y conspirativa (p. 54). Debemos recordar, sin embargo, que casi todos estos historiadores rusos son antiguos peones del partido y que su giro a la derecha absuelve oportunamente a la sociedad rusa de toda responsabilidad por el terror y presenta al pueblo ruso como víctima inocente del comunismo. Resulta decepcionante que Werth no se enfrente a esta hipocresía de la historiografía rusa, y que no entre en absoluto en la cuestión de las causas. En líneas generales, nos ofrece un relato cronológico sobre cómo se desarrolló el terror y cómo se normalizó su uso en cuanto instrumento del poder bolchevique. No se analiza el paso crucial que supone el tránsito de la revolución al terror bolchevique sistemático y sancionado por el Estado, con lo que no se aclaran las razones que llevaron a Lenin a crear, en 1917, la Comisión Extraordinaria contra la Contrarrevolución, la infame cheka, para combatir (según una terminología propia de los jacobinos) a los «enemigos del pueblo» (págs. 49, 70-71).

La culpabilidad personal de Lenin al crear la cheka y dirigir las formas más brutales de terror está documentada, incluyendo un infame telegrama en el que se ordena la toma de rehenes y ejecución ejemplar de cien kulaks (campesinos enriquecidos) para acelerar las requisas de grano en Penza en agosto de 1918 (p. 89). Werth estima que las ejecuciones del «terror rojo» ascendieron a 10.000 o 15.000 en el otoño de 1918, y compara estas cifras con las 1.310 ejecuciones llevadas a cabo por el régimen zarista tras la revolución de 1905 (págs. 95-96). En contra de la opinión de Werth, yo diría que si se comparan los millones de muertos habidos en el período de la revolución y la guerra civil (1917-1921) con el pequeño número de ejecuciones bolcheviques, se hace evidente lo limitado y medido del terror bolchevique. Esta cuidadosa planificación del terror prosiguió a lo largo de los años veinte.

Ya en 1919 existían dos tipos de campos: campos de trabajo y campos de concentración, con unas 60.000 personas detenidas en 1921. Para el período de la guerra civil, Werth recurre a una «tipología» de víctimas que comprende cinco subcategorías: 1) oposición política (anarquistas y monárquicos), 2) trabajadores que protestaban reivindicando sus derechos, 3) campesinos rebeldes, 4) cosacos (deportados por ser un grupo étnico y social hostil), 5) «elementos sociales» (criminales y culpables de otro tipo de desviaciones) (págs. 101-102). Sin embargo, sabemos que existieron matices complejos en la forma en que los bolcheviques trataron todas estas formas de oposición, matices que Werth no aborda. Por ejemplo, la «descosaquización» no afectó a todos los cosacos, puesto que muchos de ellos habían luchado a favor de los rojos durante la guerra civil. Es más, una de las figuras más destacadas encargadas de ejecutar la política de «descosaquización» en el sur de Rusia, Sergei Syrtsov, se convertiría más tarde en uno de los líderes de la oposición a Stalin en el caso del terror desencadenado contra los campesinos siberianos. La impresión general que se obtiene tras leer el relato de Werth es que uno no puede más que mostrarse de acuerdo con la idea de Martin Malia de que el régimen bolchevique estaba genéticamente determinado para evolucionar hacia un régimen totalitario basado en el terror.

La principal retirada programática deLenin, la nueva política económica (NEP), es analizada de forma similar. Las concesiones en el sentido de una economía de mercado limitada fueron acompañadas por una consolidación política mediante la represión de la disidencia y los movimientos nacionalistas. Para el período de la NEP, Werth distingue tres categorías de víctimas: 1) oponentes políticos (mencheviques, socialrevolucionarios), 2) «contrarrevolucionarios» (básicamente todos los grupos políticos no socialistas: el clero, los cosacos, etc.), 3) criminales (págs. 160-161). Las inmensas fuerzas sociales que conforman la evolución del régimen bolchevique en los años veinte, simplemente no cuentan para Werth. Pasa por alto en gran medida cómo los procesos de desarrollo agrario y de estratificación social de los campesinos, sumados al aislamiento internacional, contribuyeron a una tendencia creciente hacia el doctrinarismo ideológico bolchevique cuando Stalin ascendió al poder, y finalmente provocaron el gran choque entre bolcheviques y campesinos a finales de los años veinte. Así se olvida gran parte de la literatura histórica sobre este período, optando por el viejo relato familiar. Stalin lanza un ataque a gran escala contra todo el campesinado mediante la «deskulakización» y la colectivización masiva (p. 185). Ni siquiera se considera la idea de que las políticas del partido pudieron tener un impacto diferente según los distintos estratos campesinos, o haber contribuido a generar conflictos dentro del campesinado. La gran hambruna de 1932-1933 costó más de seis millones de vidas. Una de las escasas pruebas de archivo usadas en el libro se presenta «verbatim»: las cartas que el escritor soviético Mijail Sholojov apelando a Stalin para que acabara con el hambre (págs. 193-194). Puesto que la hambruna estuvo concentrada en Ucrania (unos cuatro millones del total de seis millones de víctimas eran ucranianos), habría sido útil para Werth el explorar más la idea de Robert Conquest en su libro Harvest of Sorrow: que el hambre fue un «hambre de terror» políticamente motivada contra los campesinos como base social del nacionalismo ucraniano. Las purgas de finales de los años veinte y principios de los treinta contra la oposición interna del partido, (especialistas, personal administrativo y otros grupos) también deberían ser objeto de una discusión más amplia, ya que no fueron sino el telón de fondo del «gran terror» de mediados y finales de los años treinta. Lo mismo cabe decir de la trascendencia social de algunas de las medidas adoptadas por Stalin como la «pasaportización» de la población, de la que Werth se ocupa poco (págs. 204-205).

El asesinato de Kirov y la campaña estajanovista marcan el comienzo del período conocido como el «gran terror» (1936-1938). Werth opta por el enfoque totalitario y, por lo tanto, no debate los argumentos revisionistas. Como él mismo señala, lo que le preocupan son «los niveles superiores de mando» y el elevadísimo grado de centralización del terror en la época de Stalin. Su discusión del «gran terror» y el «imperio de los campos» debe mucho a los trabajos más recientes de algunos historiadores rusos (Oleg Khlevniukh, Victor Danilov y Sergei Krasilnikov) que han estudiado los nuevos datos de los archivos. Su tesis es que el «gran terror» fue puesto en marcha y controlado directamente por Stalin y otros dirigentes, a lo largo de todo el período (págs. 233-234). No cabe duda de que la eliminación de especialistas en la época del gran terror generó disfunciones, sobre todo en un período de rápida modernización como el de los dos primeros planes quinquenales. Sin embargo, el terror tenía su propia lógica funcional, una lógica que han explicado los historiadores revisionistas: hacía sitio para una nueva cohorte de jóvenes tecnócratas, formados en el culto a Stalin, sumisos a la autoridad estalinista y seducidos por la promesa del «socialismo en un solo país». Ellos eran el material social maduro capaz de apuntalar la construcción del nuevo orden de Stalin y se convirtieron en los engranajes que hacía funcionar la máquina estalinista. Por lo demás, el terror acabó definitivamente con cualquier amenaza que se pudiera haber planteado al poder comunista por parte de la oposición política y social de los años veinte.

Según Werth, en enero de 1935 había unas 965.000 personas recluidas en el gulag: 725.000 en campos de trabajo y 240.000 en campos de concentración (p. 236). En 1941, las cifras prácticamente se habían doblado hasta alcanzar un total de 1.930.000 personas. Los presos políticos sólo representaban la tercera o cuarta parte de todos los presos del gulag; la mayoría eran encarcelados por gamberrismo, especulación, abandono del puesto de trabajo y otras desviaciones sociales –personas a las que Werth califica de «ciudadanos ordinarios»–. Se estima que el número total de presos del gulag entre 1934 y 1941 superaba los siete millones; se mire como se mire, un número elevadísimo.

Otro «punto negro» de la historia, afirma Werth, es la deportación de pueblos enteros (tártaros de Crimea, chechenos y otros) acusados de colaboración con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Werth admite que, hasta ahora, los archivos han aportado pocas novedades sobre este y otros tipos de represión propios de la posguerra.

Werth reconoce que su recorrido histórico no ofrece grandes revelaciones, puesto que otros trabajos recientes, sobre todo rusos, han destacado temas similares. Sus contribuciones serían el balance general de las víctimas del terror soviético, el fijar una cronología clara y concisa, el uso de herramientas, cualitativas y cuantitativas, para medir el terror y el «inventario de problemas» sobre los contextos políticos y sociales del terror. Él considera decisivos los «ciclos de violencia» para entender la historia soviética (p. 300). Si bien la contribución de Werth es la más académica del libro, y aunque haya aportado una historia concisa y bien escrita sobre el terror soviético, la debilidad fundamental de su análisis es disociar la dimensión política y la dimensión social del terror, ninguna de las cuales puede ser comprendida por separado.

Stéphane Courtois y Jean-Louis Panné repasan «La Komintern en acción» (págs. 309-376), centrándose en los sucesos de Alemania, Hungría, Rumanía, Bulgaria y Estonia. La Komintern, la Tercera Internacional, fue creada en Moscú en 1919. Los autores afirman que para Lenin era sólo un instrumento más de control coactivo, como el Ejército Rojo. La Komintern creó ejércitos insurreccionales y planificó la integración de grupos armados en los partidos comunistas de cada país. Bajo Stalin, la Komintern también fue objeto de purgas, igual que el partido comunista. En un capítulo aparte, que será de gran interés para los lectores españoles, Courtois y Panné evocan también el papel del NKVD en España. Entienden que la guerra civil española fue una proyección hacia el exterior de la influencia comunista soviética (p. 379). En 1937, el NKVD abrió una oficina en la República española para liquidar a los posibles oponentes a la hegemonía soviética en el campo socialista, un proceso que prosiguió contra los exiliados, mucho después de la derrota de la República, hasta finales de los años cuarenta. Se ha dicho que para Stalin, la eliminación de la oposición de izquierda española, sobre todo de los anarquistas del POUM, tenía tanta importancia como el ganar la guerra contra Franco (p. 398). Una vez más, se ofrecen pocas pruebas de archivo para aclararnos el papel del NKVD en la guerra civil. De hecho, sólo he encontrado citado un dato basado en evidencia documental (una nota de un miembro del Politburó francés (PCF), André Marty, por entonces plenipotenciario de la Komintern en España, sobre la ejecución de «espías» de las Brigadas Internacionales) (p. 394). La tercera parte del libro está dedicada al resto de Europa. Andrzej Pazkowski inicia el debate sobre Polonia, partiendo del estereotipo según el cual los soviéticos consideraban a este país el principal «enemigo nacional». Este punto de vista no se aclara. A la afirmación sigue un recuento de las operaciones realizadas en Polonia por el NKVD entre 1933 y 1938, de las subsiguientes oleadas de terror (1944-1947, 1948-1956), y de la «represión selectiva» desde 1956. El autor hace referencia a su labor de archivo, pero no señala la existencia de nuevas fuentes de archivo o de otro tipo. En el capítulo de Karel Bartosek sobre Europa Central y del Este se sigue un esquema similar, y sus fuentes son indirectas y anticuadas.

En la cuarta y quinta parte de la obra la atención se centra en el Tercer Mundo, donde el comunismo se afianzó, en buena medida, al margen de la influencia soviética. Si se aceptan los argumentos superficiales sobre los horrores de la experiencia soviética del terror tan detallada en este libro, es un misterio que el comunismo pudiera alcanzar tal difusión global. Dos factores explican la globalización del comunismo. En primer lugar, el gran atractivo del modelo económico soviético de modernización rápida (las deficiencias de la economía soviética planificada como competidora del capitalismo occidental no se hicieron evidentes hasta mucho después de la era de la descolonización). En segundo lugar, la manera en que la ideología dirigente marxista-leninista se fundió con el pragmatismo de los valores comunitarios tradicionales y la inspiración mágica de la liberación nacional. El comunismo se implantó debido a lo útil que resultaba para movilizar contra el colonialismo, a lo que contribuía no poco el terror desplegado por las mismas potencias coloniales. Existe una excepción a esta tendencia y fue la ocupación soviética de Corea del Norte tras la Segunda Guerra Mundial, estudiada por Pierre Rigoulot. En este caso, el comunismo simplemente se impuso. Jean-Louis Marolin nos ofrece un análisis tan detallado como el de Werth sobre la URSS, el terror en la China comunista, Vietnam, Laos y Camboya, acentuando las semejanzas y diferencias entre estos regímenes y la experiencia soviética. El «gran salto adelante» de Mao resultó tan devastador para el campesinado chino como el ataque de Stalin a los kulaks, aunque el caso chino fue consecuencia menos de la ideología que de la mala gestión (la aplicación de las prácticas agrícolas irracionales del científico soviético Lysenko): dos millones de muertos por hambre sólo en 1960. El «totalitarismo anárquico» (p. 575) de la Revolución cultural reflejaba en muchos aspectos a la radicalizada y excesiva reacción «desde abajo» tan característica del gran terror estalinista. La disminución del terror tras la muerte de Mao y la liberalización de Deng son comparables con el deshielo de Khruschev en la Unión Soviética.

Curiosamente, no se considera como un factor significativo el brutal impacto de la experiencia colonial. Se podría hablar de las recientes experiencias coloniales del sureste de Asia, mencionando en primer lugar la ocupación japonesa durante la guerra, luego, en la posguerra, los intentos de reafirmación del colonialismo francés y, finalmente, la calamitosa intervención militar norteamericana de comienzos de los años sesenta. Por ejemplo, se podría afirmar que el bombardeo masivo de Camboya ordenado por NixonKissinger a principios de los setenta, destruyó el Estado y abrió la puerta al surgimiento del extremismo milenarista comunista de Pol Pot (que costó al menos dos millones de vidas humanas). Si se compara el caso de Vietnam con el de Camboya o China, se puede apreciar que los comunistas vietnamitas desarrollaron una especie de terror a pequeña escala y que preferían la «reeducación». Estas variaciones regionales no se explican satisfactoriamente. En los capítulos de Pascal Fontaine, Yves Santamaría y Sylvain Boulouque sobre el «totalitarismo tropical» de América Latina (Cuba, Nicaragua, Perú), el supuesto «Imperio Rojo» de África (Etiopía, Angola, Mozambique) y la intervención soviética en Afganistán, se aprecia el mismo tipo de defecto, cuyo origen habría que buscarlo en lo unidimensional de los análisis, centrados en el terror y en los que se prescinde del estudio de otras posibles causas. Para llegar a comprender en profundidad estas luchas que han tenido lugar en el Tercer Mundo es preciso analizar factores como la competición interna en las élites, el nacionalismo étnico, la religión, las dependencias poscoloniales y, evidentemente, el contexto de la guerra fría.

En la conclusión, Courtois vuelve a plantear la pregunta hasta ahora sin respuesta: ¿por qué? Se nos presenta un balance dolorosamente detallado de los crímenes cometidos en nombre del comunismo, pero la cuestión de cómo el comunismo instrumentalizó el terror y normalizó su uso como herramienta política queda sin responder. La afirmación de que el marxismo era la ciencia de la política que sólo podía ser interpretada por el partido comunista y su líder Lenin, constituyó (según escribió hace muchos años el historiador francés Alain Besançon) el «origen intelectual del Gulag». Courtois parafrasea esta antigua idea con renovada convicción. En su opinión, habría que buscar los orígenes del terror comunista en los primeros tiempos del gobierno bolchevique. Su surgimiento se explicaría por la impresión equivocada de Lenin de que Rusia estaba madura para el socialismo (p. 825). Para mantener la legitimidad del terror fue necesario recurrir a un alto nivel de abstracción lingüística («enemigos del pueblo», «saboteadores», «facciosos traidores», etc.), abstracción que era el reflejo verbal de la deshumanización a gran escala de la sociedad soviética, a menudo exportada a otros regímenes comunistas (págs. 827828). Desgraciadamente, en el libro no se exploran los campos que permitirían realizar estas fascinantes comparaciones. Después de todo, cuando, en 1848, Marx escribió en Londres apresuradamente el Manifiesto Comunista para la Asociación de Trabajadores Alemanes, creía que la revolución socialista surgiría de las contradicciones inherentes a un alto nivel de desarrollo capitalista. Huelga decir que tanto en Europa como en Asia, África o las Américas, los comunistas llegaron al poder en sociedades atrasadas y básicamente campesinas. En tales circunstancias, el comunismo requirió el uso del terror para mantenerse en el poder y rehacer las sociedades, pero esto no explica el gran atractivo de estos regímenes ni su éxito en la movilización social. Es más, la escala y naturaleza del terror comunista fue el resultado tanto de la diversidad de experiencias históricas en el tiempo y el espacio como del milenarismo comunista empeñado en modernizar a toda costa. Courtois y su coautores nos ofrecen una demonización conservadora y esquemática del «espectro» del comunismo. Prefieren hacer las tipologías del terror y la clasificación de las víctimas, antes que profundizar en la comprensión de las diversas causas del comunismo y su evolución en el siglo XX hasta la extinción.

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