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El hundimiento

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El guión de El hundimiento, a tenor de los títulos de crédito, está basado en un libro de Joachim Fest de igual título y en las memorias de una de las secretarias de Adolf Hitler de nombre Traudl Junge. No conozco el libro de Fest, pero, después de vista la película, me parece que ya estaba todo dicho en el excelente libro del historiador inglés Trevor-Roper titulado The Last Days of Hitler, publicado en Londres en 1947 (del que hay edición en español), o incluso en el magnífico y exhaustivo The Rise and Fall of theThird Reich del periodista norteamericano William L. Shirer (del que también existe una edición española), en el que se hace mención más que suficiente de estos últimos coletazos de la vida del tirano alemán. Ni siquiera la aportación de la señorita Traudl Junge me parece especialmente novedosa, pues, si la memoria no me falla, creo que Trevor-Roper había trabajado ya con el testimonio de ella y el de las otras secretarias que compartieron esos últimos días del búnker con el Führer.

Dicho esto, añadiré enseguida que la película me parece excelente, mostrando una vez más a mi juicio la superioridad que para la comprensión cabal de un acontecimiento tiene lo que se expone mediante dramatizaciones. Difícil será encontrar un espectador que haya dejado de sentir, tras las casi tres horas de película, la angustia y el horror del desplome total de un mundo, el del nacionalsocialismo alemán, con su fanática devoción hacia el Führer, su nauseabundo etnicismo y su grosera barbarie. Para el espectador español tiene además un interés adicional, no tanto porque aquí hayamos padecido los consabidos cuarenta años de franquismo, como por la exagerada presencia entre nosotros de ideologías etnicistas con idéntica falta de empatía hacia el dolor ajeno.A estas alturas no parece fácil encontrar nacionalismos buenos, por muy políticamente correctos que parezcan. Lo que traigo a colación no por capricho, sino para explicar con más detalle las virtudes de la película.

A este respecto me han llamado mucho la atención las manifestaciones del director de cine alemán Wim Wenders en un artículo publicado en el diario El Mundo (18 de febrero de 2005). «Sólo podría calificar –escribe– lo que he visto (esto es, lo que no he visto) como una enorme trivialización [sic]». A Wenders le resulta escandaloso que Oliver Hirschbiegel, el director de El hundimiento, nos haya privado a los espectadores de la visión de Adolf Hitler metiéndose el caño de su pistola en la boca y levantándose la tapa de los sesos; o nos haya ahorrado la visión de su cadáver, en una película, dice, en la que se ven miles de cadáveres.

Yo modestamente creo que contemplar los cadáveres del Führer y de Eva Braun añade muy poco a la historia.Y, en todo caso, la opción de Hirschbiegel no me parece desafortunada. Los cadáveres, aunque no se vean, están ahí, gravitan pesadamente sobre la escena, como también está, sin que lo veamos, el acto de su muerte, en ese momento dos seres acorralados, desquiciados, desesperados.

Nada dice Wenders de la muerte de la familia del doctor Goebbels, y ésa sí que es ilustrativa de lo peor del nazismo, la que muestra paladinamente su alto grado de fanatismo, su crueldad monstruosa, su extravío. En eso la película es meticulosa hasta la náusea.Vemos a Magda Goebbels preparar el asesinato de sus seis hijos, niños con edades comprendidas entre los tres y los doce años, con la premeditación y sangre fría del terrorista más desalmado. Primero les suministra un somnífero, presionándoles con embustes y carantoñas y, cuando es preciso, también con la fuerza. Luego, cuando ya están dormidos, se aproxima a sus literas y, como un ángel exterminador, les introduce en la boca una cápsula que termina uno a uno con sus vidas, en una de las escenas más fríamente macabras que yo haya visto en el cine. Claro que, según palabras del propio Hitler, Magda Goebbels era la más pura nacionalsocialista de Alemania. Por cierto, que era sueca, aunque este dato se omite en la película.

Wenders afirma también que la falta de un punto de vista narrativo deja a los espectadores en la incertidumbre [sic].A mí me parece todo lo contrario. Hay un punto de vista dominante en la película: el de la secretaria del Führer,Traudl Junge, interpretada por una bellísima y espléndida actriz nacida en Bucarest en 1978, Alexandra Maria Lara. Es algo muy evidente.Todo, o casi todo, se ve a través de sus ojos. Me refiero, naturalmente, a las escenas que ocurren dentro del búnker, porque las otras, las de la calle, esas avenidas destripadas que son ya frente de guerra, carecen de un único punto de vista.

En ese sentido bien puede decirse que hay dos películas. La que cuenta lo que sucede dentro del búnker, siempre visto a través de los ojos de Traudl, y lo que sucede fuera, en el Berlín asediado por el Ejército Rojo, aunque ni siquiera en este último caso me es posible coincidir con la opinión de Wenders. Sus reproches, a pesar de que parece estar hablando como director de cine, no son técnicos, sino morales o políticos. Porque en cuanto ocurre en el exterior, es decir, en todo aquello que no está focalizado a través de Traudl Junge, la conducta del nazismo recibe una condena sin paliativos, con esos padres mutilados que buscan salvar la vida de sus hijos, adolescentes fanatizados a los que el nazismo destina a una muerte sacrificial, o con las bandas de SS que tirotean y ahorcan a cuantos de una manera u otra no están dispuestos a presentar una resistencia numantina.

Dentro del búnker, ya lo hemos dicho, los ojos de Traudl Junge, ojos bellísimos de Alexandra Maria Lara, son la guía de cuanto ocurre.Y muy pocas veces se rompe esa ley, dejándonos ver aquello en lo que ella no está presente.Tan pocas que apenas lo percibimos, pues nos parece que también estamos ante una visión a hurtadillas, ante un atisbo de lo que ella ve, como esas conversaciones que le llegan a través de las puertas cerradas o como cuando Speer se despide del Führer confesándole no haber cumplido sus ordenes de destrucción de Alemania y una lágrima escapa de los ojos del tirano.

La visión que el director quiere ofrecernos es, pues, la de ella. Una visión las más de las veces directa, aunque, como ya he dicho, sea mostrada oblicuamente o de refilón, pues Traudl Junge no deja de ser un personaje secundario dentro de un búnker repleto de jerarcas.Y eso es así desde el primer momento, desde el día en que fue contratada por el Führer para ser su secretaria en la secuencia inicial de la película. Seis jóvenes mujeres hacen antesala en la cancillería. El Führer les pregunta una a una su origen.Y acaso porque Traudl es de Baviera, donde Adolf Hitler pasó su juventud, la elige a ella.Traudl tiene entonces muy poco más de veinte años, y desde casi los diez no ha vivido otra cosa que el nazismo y la glorificación de Adolf Hitler, quien se muestra siempre ante ella sumamente comprensivo, y así es como ella lo ve.

Luego, en la secuencia inmediata, han pasado ya dos años y medio, las fuerzas soviéticas tienen a Berlín sitiado y sus cañones llegan con sus proyectiles ante la misma puerta del búnker que sirve de refugio al Führer. Allí está también la secretaria Traudl, alguna otra secretaria, los mariscales Jodl y Keitel, su secretario personal, Martin Borman, el ministro de propaganda y galautier de Berlín, Goebbles, y un buen montón de jerarcas nazis que van y vienen hasta la jornada final.A todos los vemos siempre desde la óptica respetuosa y admirada de la joven Traudl.Y notamos la simpatía, la devoción que siente por el Führer, al que ve como un ser sacrificado por su patria, un hombre que ha asumido sobre sus hombros cansados la carga inmensa del Estado, el peso de la guerra, y a quien poco a poco parecen ir abandonando todos: todos menos ella, menos ellas, las secretarias que allí conviven, y la novia del Führer, Eva Braun, que comparte puntos de vista con ellas de una sencillez básica, elemental.

¿Y todo eso qué es? Pues una bonhomía tribal o primordial que, si bien mantiene activados los mecanismos de relación empática con los próximos –amigos, familia, animales domésticos– a los que se sonríe y se quiere y se espera de ellos cariño y amistad, cierra, sin embargo, los canales de relación con los otros, a los que la ideología ambiente considera ajenos. ¿Preferiría el espectador, lo preferiría Wim Wenders, que el Führer ladrara o tuviera colmillos, como un Drácula dispuesto a morder? Los nazis podían ser tan simpáticos y buenas personas, tan campechanos y queridos por sus vecinos y familiares, como incapaces de sentir el dolor ajeno. Algo que aquí desgraciadamente conocemos muy bien.

Pues bien, ese es precisamente el punto de vista. A mi juicio su mayor acierto y lo más difícil de lograr por el riesgo de las interpretaciones torcidas. No sólo está muy bien utilizado, sino que se erige en el gran protagonista de la película. Porque el espectador no lo hace suyo –muy tonto tendría que ser– y, en cambio, al ver al Führer según lo ve Traudl puede comprender a qué cotas de deformidad monstruosa llegó la sociedad alemana en su narcisismo. Si Traudl lo ve así es porque estaba incapacitada para verlo de otra manera, por la sencilla razón de que si los suyos, sus allegados e íntimos, sus seguidores, lo vieran como quiere Wenders, es decir, como el genocida que fue, no habría habido nazismo.

El nazismo se sirvió de esta masa de seguidores complacientes y entusiastas, apasionados y vehementes, tan buenos chicos ellos en lo personal, con sus excursiones y fiestas, sus deportes, sus canciones y su camaradería; pero, como bien sabemos por estos pagos, absolutamente ciegos al dolor ajeno; lo que a la postre vino a suponer el consentimiento por activa o por pasiva del asesinato de millones de seres humanos.Ver a Hitler como lo ve Traudl, un anciano histérico y agotado, a pesar de que tiene poco más de cincuenta años, es clave en la narración. La misma Traudl dice: «Es tan atento y bueno, pero a veces dice unas cosas terribles». Lo que provoca la apostilla de Eva Braun, llevando su comprensión a una cima sublime de alienación: «Habla así cuando es el Führer».Y ese es el punto. Porque cuando Hitler es el Führer lo humano no está permitido, o dicho con sus propias palabras en la película: «La compasión no está permitida. Hay que acabar con el débil para que el fuerte prevalezca». Por eso podían ser cordiales entre ellos y ángeles exterminadores para los demás.

Aupado al gobierno mediante elecciones democráticas, Hitler ocupa todos los resortes del poder, eliminando cualquier oposición y atrayéndose el favor de numerosas fuerzas sociales, muy sensibles a ciertas ansias revanchistas. Un nacionalismo exacerbado invade la vida alemana, de modo que las actuaciones en su nombre quedan fuera de cualquier fiscalización o condena social.Y lo que sucede, por muy atroz que sea, parece obedecer a mecanismos naturales o a fenómenos invertidos en que el efecto es el que provoca la causa, con lo que todo queda así justificado. Es decir, lo mismo que ocurría con las víctimas de ETA cuando se decía aquello de «algo habrán hecho». Pero ni siquiera el Führer sería ese ogro capaz de desayunarse cada día con los higadillos de un niño vivo como algunos quisieran, sino un hombre gravemente mutilado por su propia y aberrante ideología, una ideología esencialmente antihumana, aunque capaz de sonreír y querer a los suyos, y, lo que es todavía más sorprendente, de que los suyos lo quisieran y lo siguieran.

Pero ya decíamos que había como dos películas. La otra, la que narra los sucesos del exterior, que también me parece excelente, está contada –y traemos aquí conceptos más propios de la novela– por un autor omnisciente. No hay una clara focalización, aunque sí un claro protagonismo. De un lado, un coronel médico, de otro, un adolescente, doblemente condecorado por haber destruido dos tanques rusos. El primero, hombre relativamente sensato, parece enfrentarse a la situación límite con sentido común, pero también con una abnegación y capacidad de sacrificio verdaderamente heroicos. El segundo es una víctima de la educación nacionalista fanatizada, al que las circunstancias terribles que le toca vivir, los asesinatos de que es testigo, le hacen ver la luz.

Y aquí sí estoy de acuerdo con uno de los reproches de Wenders a la película. Hablo de ese momento en que ambas historias se fusionan, cuando los refugiados del búnker lo abandonan y vienen a juntarse con los dos protagonistas de las historias que ocurrían fuera. Pero, mientras el coronel médico comparte suerte con un montón de hombres de las SS huidos, el niño surge en escena casi como una aparición arcangélica para ayudar a nuestra secretaria Traudl, a la que, sin que sepamos muy bien por qué, da la mano para atravesar las líneas rusas. Es lo único endeble de una película extraordinaria.

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