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¿Qué historia?

What was History? THE ART OF HISTORY IN EARLY MODERN EUROPE

Anthony Grafton

Cambridge University Press, Cambridge

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En 1961, el historiador inglés Edward Hallett Carr fue seleccionado para impartir las prestigiosas George Macaulay Trevelyan Lectures de la Universidad de Cambridge. El tema que eligió para sus conferencias fue la práctica de la historia en su tiempo, los problemas metodológicos y epistemológicos a que se había enfrentado su generación. Sus conferencias fueron publicadas posteriormente bajo un título sencillo pero significativo, What is History? (¿Qué es la historia?, trad. de Joaquín Romero Maura, Barcelona, Seix Barral, 1967), y en ellas Carr abordó temas importantes y ciertamente polémicos en su tiempo: desde las formas en que los historiadores se relacionan con los hechos y sociedades objeto de estudio, o la importancia de analizar y no sólo de describir, o las causas de los procesos históricos, hasta el perenne problema del determinismo histórico. Carr reflexionaba sobre otros muchos problemas y temas, y afirmaba que, para entender a un historiador –a los historiadores en general–, uno debe entender los tiempos en que éste o éstos viven, sus ideologías y las preocupaciones de sus contemporáneos. Una de sus conclusiones más importantes era que los historiadores no son jueces objetivos del pasado, sino que también tienen, como el resto de individuos, intereses políticos e ideológicos. En este sentido, decía Carr, la historia o, mejor, la práctica de la historia, no vive sólo de tradiciones historiográficas, y cambia con el tiempo en paralelo a los cambios que se producen en las sociedades donde viven estos historiadores. Si cada generación de historiadores produce una nueva historia del pasado, no es simplemente como resultado de una constante acumulación de nuevos conocimientos (una visión defendida por historiadores positivistas), sino porque cada generación se hace distintas preguntas y aplica a las fuentes nuevas técnicas e instrumentos de análisis.

Ésta no es una reseña del libro de Carr, ni un recordatorio nostálgico de sus ideas. Aquel libro tuvo una enorme influencia en muchos países sobre varias generaciones de historiadores pero, más de cuarenta años después de su publicación, las preguntas que los historiadores se hacen sobre su disciplina son, primero, distintas y, segundo, mucho más numerosas y complejas que las que se hacían Carr y sus coetáneos. Ahora sería casi imposible escribir un texto como el del británico, precisamente por las numerosas reflexiones que han venido realizándose sobre el tema en los últimos años, tratando de explicar –en palabras del historiador francés Roger Chartier– la sensación de incertidumbre que parece haberse apropiado de los historiadores en las últimas décadasRoger Chartier ha sido uno de los pocos historiadores que han intentado presentar un panorama general de la situación de la historiografía en los últimos años, los debates, problemas, dudas e incertidumbres, pero también las nuevas propuestas metodológicas y la mucha energía que todavía circula entre los estudiosos del pasado. Una de sus últimas aproximaciones a estos temas ha aparecido directamente en español: Roger Chartier, La historia o la lectura del tiempo, trad. de Margarita Polo, Barcelona, Gedisa, 2007.. Las referencias a Carr guardan relación con una nueva obra, la última de otro historiador prominente: Anthony Grafton. Éste, como antes Carr, también fue invitado a impartir las Trevelyan Lectures en 2005, ahora publicadas en forma de libro por la editorial de la Universidad de Cambridge con el título de What was History? The Art of History in Early Modern Europe (¿Qué era la historia? El arte de la historia en la Europa moderna). En realidad, el libro de Grafton, a pesar de sus numerosos homenajes a su predecesor, comenzando por el título, no tiene mucho que ver con el de Carr. Grafton no se muestra interesado en discutir con sus colegas, y ciertamente su objetivo no es explicitar sus propios presupuestos metodológicos. Su objetivo es analizar las teorías y obras de historiadores que vivieron entre los siglos xvi y xviii, de analizar los contenidos de lo que él mismo denomina la «revolución historiográfica» que se produjo a partir de mediados del siglo xvi. Además del título, hay, sin embargo, algunos lugares comunes entre las dos obras. Grafton, como algunos de los principales actores de su libro, y el propio Carr, también cree que para entender a historiadores individuales uno debe entender los contextos culturales, sociales, políticos e intelectuales en que vivieron y ejercieron sus profesiones, y que la historia (ya sea concebida como ciencia, arte o disciplina) es el producto de constantes debates y especulaciones, de críticas y contracríticas de los paradigmas dominantes. Sus historiadores, y éste es uno de los atractivos de este libro para los lectores actuales, no sólo discutían sobre técnicas historiográficas, sino también sobre los contenidos y usos de la historia, en un período en el que las diversas comunidades humanas trataban de dar sentido a su propia existencia promoviendo el conocimiento de sus orígenes y constituciones, alentando, en definitiva, la escritura de una nueva historia de sus naciones.

Anthony Grafton, profesor de Historia en la Universidad de Princeton, una de las instituciones académicas más prestigiosas de Estados Unidos, es sin duda uno de los mejores y más interesantes historiadores actuales. Galardonado con algunos de los más prestigiosos honores que puede recibir un historiador (el Premio Balzan para la Historia de las Humanidades en 2002, o el Mellon Foundation’s Distinguished Achievement Award en 2003, por ejemplo), Grafton es un historiador de palabra fácil, versátil en sus intereses, prolífico escritor y excelso prosista. Su saber, al igual que sus gustos, son universales: desde la historia de la producción intelectual y la educación, desde la Antigüedad al siglo xix, o la historia de la ciencia, hasta la historia de la lectura y la escritura en la época moderna. Sus publicaciones son demasiado numerosas para ser citadas en su totalidad, pero sus libros –desgraciadamente, sólo dos de ellos han sido traducidos al castellano– ilustran claramente la variedad de sus intereses y sus profundos conocimientos: un estudio de cómo los europeos reflexionaron sobre los contactos con América y sus habitantes, y en qué medida estas reflexiones ayudaron o no a desterrar las ideas heredadas de los clásicos sobre el mundo y la naturaleza humana (New Worlds, Ancient Texts, 1992); Joseph Scaliger, un calvinista francés del siglo xvi interesado en la cronología, y un profundo crítico de algunas de las historias y de los mitos que estaban desarrollándose en varias naciones europeas, incluida España (Joseph Scaliger: A Study in the History of Classical Scholarship, 2 vols., 1983-1994); las ideas de un astrólogo del Renacimiento (Cardano’s Cosmos: The Worlds and Works of a Renaissance Astrologer, 1999); o las de un artista que fue uno de los grandes sabios de su época (Leon Battista Alberti: Master Builder of the Italian Renaissance, 2000). Anthony Grafton es también autor de dos obras que están relacionadas con What was History? La primera, Forgers and Critics: Creativity and Duplicity in Western Scholarship (1990), traducida al castellano como Falsarios y críticos: creatividad e impostura en la tradición occidental (trad. de Gonzalo García, Barcelona, Crítica, 2001), demuestra que una de las razones por las que diversas falsedades históricas tuvieron tanto éxito en su época, fue porque sus autores utilizaban las técnicas aceptadas por los demás historiadores y porque respondían a expectativas de las propias comunidades a que iban dirigidas. Todavía más popular es su The footnote: a curious history (1997), traducida al castellano con el dramático titulo de Los orígenes trágicos de la erudición. Breve tratado sobre la nota al pie de página (trad. de Daniel Zadunaisky, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1998), una curiosa, elegante y entretenida historia de la nota a pie de página, esa combinación de profesionalidad y pedantería que cuelga de todo libro de erudito que se precie, pero cuyo estudio nos ayuda a entender los desarrollos y cambios en la disciplina de la historia.

Grafton es también conocido en Estados Unidos, en este caso más allá de los círculos académicos, como intelectual comprometido en la marcha y evolución de su sociedad, como quedaría demostrado en sus ensayos sobre los intelectuales y la guerra de Irak, o sus reflexiones sobre los procesos políticos que está viviendo su país en este año de elecciones presidenciales. Grafton es también reconocido como uno de los mejores y más versátiles ensayistas del país. Ahí está para demostrarlo la excelente reseña que publicó en The New York Review of Books sobre libros relacionados con la conquista y la colonización de América [«The Rest vs. the West», The New York Review of Books, 10 de abril de 1997], o las que ha firmado sobre el autor de teatro Tom Stoppard y el papa Benedicto XVI, ensayos que han aparecido en revistas tan prestigiosas, aparte de la ya citada, como The New Republic o The American Scholar.

En el capítulo 10 del libro tercero de Persiles y Sigismunda, Miguel de Cervantes recordaba que la excelencia de la «historia», al contrario que la «fábula», es que todo lo que se escriba en ella «puede pasar al sabor de la verdad que trae consigo». Esta referencia de Cervantes a «verdad» e «historia» es sólo un pequeño ejemplo de los muchos que nos muestran el interés que él y sus contemporáneos manifestaron sobre el arte de la historia, al que hace referencia el título del libro de Grafton. Fue el llamado «siglo de Cervantes» una época de intenso debate y preocupación sobre los contenidos, métodos, funciones y usos de la historia, como lo demostraría la publicación de textos fundamentales sobre el arte de escribir historia, y la aparición de historias –las de Ambrosio de Morales, Antonio de Herrera o Juan de Mariana– que habrían de ser seguidas y leídas por sucesivas generaciones de españoles.

Grafton analiza estos temas desde otros espacios intelectuales –Francia, Italia o Inglaterra–, aunque, como veremos, hay algunas referencias a teorías e historiadores provenientes de la Península Ibérica. Para Grafton, las preocupaciones por la historia, por sus métodos y objetivos se hicieron especialmente intensas hacia mediados del siglo xvi, coincidiendo con la publicación de una serie de obras que hicieron posible una «revolución historiográfica» que afectaría a la escritura de la historia en Europa occidental durante al menos doscientos años. El impacto que tuvieron estas obras en su tiempo es resumido por Grafton al recordar que los contemporáneos del autor francés Jean Bodin (1530-1596) creían estar asistiendo a una revolución copernicana cuando descubrieron su Método para la escritura de la historia (1566), una sensación comparable, nos dice Grafton, a la que vivieron aquellos que en las décadas de 1960 y 1970 asistieron atónitos y entusiasmados a la revolución epistemológica propuesta por Michel Foucault.

Grafton comienza analizando esta revolución historiográfica desde la privilegiada posición del autor ginebrino Jean Le Clerc (1657-1736). Le Clerc era un heredero de la «revolución historiográfica» que se había producido desde mediados del siglo xvi, y sus propuestas aparecían como una cristalización de las teorías desarrolladas por los autores que habían iniciado esta revolución. Para escribir historia, aseguraba Le Clerc, un autor necesitaba tener conocimientos de geografía y cronología, y debía utilizar fuentes diversas en sus orígenes y de probada verosimilitud. Éstas eran algunas de las ideas propuestas por varios historiadores de mediados del siglo xvi. Hasta esos momentos, los historiadores humanistas eran, fundamentalmente, especialistas en retórica y, por tanto, estaban preocupados especialmente por cuestiones de estilo y presentación, no por cuestiones epistemológicas, por el origen, intención y veracidad de las fuentes, o por cuestiones de método. Es cierto, como nos recuerdan los estudiosos del tema, que estos autores reclamaban la necesidad de que la historia fuera «verdadera», pero lo hacían desde unas posiciones clásicas, aquellas que declaraban a la historia como «maestra» de la vida –en palabras de Cicerón– y, por tanto, como una actividad fundamentalmente moralizante.

Desde al menos mediados del siglo xvi estos presupuestos comenzaron a ser cuestionados. En primer lugar, gracias a la obra del citado Bodin, pero también a las propuestas de otros autores, como el francés François Baudoin (1520-1573), el italiano Francesco Patrizi (1529-1597) o el alemán Reiner Reineck (1541-1595), la historia iba a ser tratada ahora como una disciplina propia que requería su propia hermenéutica, es decir, el establecimiento de «una serie de reglas para lectores críticos de la historia», y no sólo –como había sucedido anteriormente– de cánones para guiar a los escritores de historias. Todos estos autores destacaban así la necesidad de investigar cuidadosamente la credibilidad de las fuentes, y de reconocer que estas fuentes podían tener distintos orígenes y objetivos. Estos historiadores, nos dice Grafton, «insistían en que la historia, la verdadera historia, no podía encontrarse en una única narración, sino que debía ser reconstruida recogiendo la mayor cantidad posible de información producida por todas las fuentes potencialmente relevantes». Estos autores trataban «la historia como una investigación exhaustiva del pasado a través del tiempo y del espacio, y como una disciplina crítica basada en la clara distinción entre fuentes primarias y secundarias» (p. 68).

La novedad, propuesta en particular por Bodin, es que no sólo se ofrecía un método para escribir la historia, sino que éste iba también acompañado de una radical crítica de los paradigmas anteriores. El historiador –decía Bodin– debía construir un nuevo tiempo histórico, del que resultaría una nueva historia, «una que rechace la predicción en favor de la interpretación […], una nueva concepción del tiempo histórico que haga posible comprobar que la experiencia y las prácticas humanas cambian a través del tiempo y que estos cambios estaban ayudando a mejorar el mundo» (p. 179). Esta «revolución historiográfica» también afectó a los temas que preocupaban a los historiadores. Aumentó así el interés por la historia política, pero ahora interesaban ya no sólo las batallas o las hazañas de los gobernantes, sino todo un arco de experiencias humanas: políticas, religiosas, sociales, e intelectuales. Esto obligaba al historiador a considerar la gran diversidad de fuentes existentes, desde las acumuladas en los archivos oficiales hasta las «fuentes vivas», por ejemplo, los pueblos «nuevamente descubiertos» que debían ser analizados cuidadosamente para tratar de entender el comportamiento, las ideas y los mitos de las sociedades europeas antiguas. Como indica Grafton, uno de los mejores ejemplos de estas nuevas tendencias y aproximaciones a la historia y su escritura sería la «magnífica» Historia natural y moral de las Indias (1590) del jesuita José de Acosta, una historia basada en una gran diversidad de fuentes, incluidas las nativas, y que analizaba la historia humana «desde un rico contexto geográfico, atendiendo a la historia natural y divina, pero también al arco más completo posible de las experiencias de hombres y mujeres» (p. 235).

Desde un punto de vista intelectual, pero también social, lo que estos nuevos historiadores consiguieron fue convencer a sus contemporáneos de que vieran la historia como una disciplina formal, con sus propias reglas, y con un estatus, y una utilidad, similares a las del derecho. Y esto tuvo una importante consecuencia institucional, ya que, como también nos recuerda Grafton, fue a partir de la segunda mitad del siglo xvi cuando tutores privados, maestros, jesuitas y políticos comenzaron a dar prioridad a la enseñanza de la historia para la educación de sus pupilos, pues entendían que esta disciplina era fundamental para comprender el pasado y la constitución de sus naciones, pero también un mundo que estaba haciéndose cada vez más grande y complejo.

Sin que esto sirva de crítica a un libro inteligente y de prosa exquisita y accesible, Grafton no incluye a ningún autor español para analizar estos cambios epistemológicos en la disciplina de la historia. Sí hay algunas referencias a autores que habían nacido en la Península Ibérica, como Fernández de Oviedo, el citado José de Acosta o Melchor Cano, cuyo trabajo De humanae historiae auctoritate (1563) tuvo enorme influencia en varios territorios europeos del período estudiado en este libro. Estamos seguros de que Grafton no deseaba convertir su estudio en una enciclopedia sobre la escritura de la historia en la Europa moderna, y por ello decidió analizar aquellos autores y obras que tuvieron un impacto más general y que, por tanto, fueron decisivos en esta «revolución historiográfica». Pero el libro de Grafton debería permitirnos reflexionar sobre estos temas dentro del contexto hispano de los siglos XVI y XVII. También allí hubo muchos autores que reflexionaron sobre cómo escribir y leer la historia: escritores como Sebastián Fox Morcillo, Luis Cabrera de Córdoba (autor del famoso De historia para entenderla y escribirla, 1611), Antonio de Herrera y Tordesillas, o Bartolomé Alamos Barrientos, por citar sólo algunos de los autores mejor conocidos. En la Península Ibérica también hubo profundos y radicales debates sobre la historia como disciplina, qué tipo de fuentes utilizar, cuáles deberían ser los temas a tratar, y cuáles los usos de la historia. Las críticas, pero también las defensas, a los Anales de la Corona de Aragón de Jerónimo de Zurita serían una muestra de esta intensidad intelectual, como también lo sería la recepción, de nuevo positiva y crítica, de la Historia de España de Juan de Mariana, publicada en latín y castellano entre 1599 y 1601.

La historia, el arte de escribirla, también desempeñó un papel esencial en los debates y publicaciones relacionados con la escritura de narraciones sobre los orígenes y caracteres de España y los españoles, un tema discutido con agilidad y finura por Fernando Wulff en su muy recomendable Las esencias patrias: historiografía e historia antigua en la construcción de la identidad española, siglos XVI-XX (2003), o por Pablo Fernández Albaladejo en algunos de los artículos recogidos en su Materia de España: cultura política e identidad en la España moderna (2007). Los «usos» de la historia en ese período se han convertido, de hecho, en uno de los temas más atractivos para los historiadores actuales, como lo demuestran los trabajos de Baltasar Cuart Moner (sobre las relaciones entre derecho e historia, o la enseñanza de la historia en las universidades); los de Alfredo Floristán Imízcoz (sobre las cambiantes percepciones historiográficas de la conquista de Navarra por Fernando el Católico durante los siglos XVI y XVII); los de Martín Federico Ríos Saloma (sobre la construcción del mito de la reconquista entre los siglos XVI y XIX); los de Mercedes García-Arenal y sus colaboradores (sobre los llamados plomos de Granada y los debates sobre la historia, su producción y fuentes); o el volumen editado por uno de los historiadores más influyentes de nuestros días, Ricardo García Cárcel, titulado La construcción de las historias de España (2004). Ejemplo de esta nueva historiografía que combina el fino análisis sobre los cambios epistemológicos en la escritura de la historia durante los siglos XVI y XVIII, y cómo estos cambios en la disciplina influyeron en los usos políticos de la historia, es el excelente libro de Jesús Villanueva López, Política y discurso histórico en la España del siglo XVII: las polémicas sobre los orígenes medievales de Cataluña (2004).

La obra de Grafton, y la de los autores arriba citados, llega, de hecho, en un momento de gran interés sobre el pasado y presente de la historia como disciplina y los usos de la historia en las sociedades pasadas y en las actuales. Ya en un complejo, pero importante artículo publicado en 1998, el historiador J. G. A. Pocock incidía en la importancia de entender cómo las sociedades pasadas construyeron sus propias historias y la de aquellos pueblos que estaban bajo su dominación, y lo hace al tiempo que reflexiona sobre cómo estas construcciones históricas han afectado a las identitades y estructuras de las naciones modernas, especialmente de su país de origen, Nueva Zelanda«The Politics of History: The Subaltern and the Subversive», Journal of Political Philosophy, vol. 6, núm. 3 (1998).. Grafton, Pocock y los demás historiadores citados nos indican claramente que los autores objeto de sus estudios vivieron en su tiempo con preocupaciones en cierto sentido similares a las nuestras. Para ellos, como para nosotros, la relación con el pasado estaba siempre amenazada por las manipulaciones o distorsiones de la realidad histórica. Las razones de este continuo cuestionamiento de la realidad histórica eran, y son, muchas: la búsqueda de orígenes perdidos, la imaginación de un pasado deseado o soñado, o la movilización de la historia para dar legitimidad a las expectativas o las aspiraciones del presente. Los que vivimos en sociedades tan complejas como las nuestras, en las que la historia aparece como un arma constante en los debates políticos y en las reflexiones sociales, tenemos la obligación como ciudadanos de entender «qué es la historia», pero también «qué era la historia», por el papel que todavía desempeñan en nuestras sociedades los mitos e historias creadas en los siglos pasados. La constante reescritura de la historia supone para todos nosotros un desafío, porque nos obliga a entender las razones del constante cuestionamiento de viejas explicaciones históricas. Precisamente por ello, trabajos como este libro de Anthony Grafton, o los de otros autores citados, resultan tan importantes para quienes ejercemos como historiadores, pero también para todos aquellos que queremos ejercer como ciudadanos.

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