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Caravaggio, Modigliani y Fortuny: vida y novela de los artistas

Fortuny o el arte como distinción de clase

Carlos Reyero

Madrid, Cátedra, 2017

400 pp. 19 €

La apasionada vida de Modigliani

André Salmon

Barcelona, Acantilado, 2017

Trad. de Manuel Arranz

432 pp. 22 €

Caravaggio. Una vida sagrada y profana

Andrew Graham-Dixon

Barcelona, Taurus, 2017

Trad. de Belén Urrutia

584 pp. 24 €

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A estos tres artistas no les une su modo de pintar ni su tiempo, sino la desgracia. Fueron enormemente admirados cuando vivían: Modigliani por los «happy few» del París bohemio de Montparnasse y Montmartre, lo que le hizo célebre y pobre; Caravaggio por una pléyade de cardenales, príncipes y embajadores proclives a perdonar sus desmanes; Fortuny, que llegó a rico, por lo más selecto del coleccionismo internacional. Y en los juicios del gusto, el veredicto de la posteridad les ha sido propicio. A Caravaggio se le tiene con toda justicia como el fundador de una fecunda estirpe de pintores de la luz y la nueva realidad convulsa afrontada por el Barroco; Modigliani dejó un sello figurativo lánguido, pero no melifluo, en una época en la que sus contemporáneos rompían o desfiguraban las formas; Fortuny, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando otros soñaban ya el cubismo y practicaban un simbolismo delicuescente, cultivó la estampa orientalista, las escenas de costumbrismo anecdótico, el retrato a monarcas y damas de la alta sociedad, seduciéndonos hasta hoy por la sabiduría de la pincelada y el secreto de una felicidad pictórica hecha de gracia en el dibujo y genio en el color.

A los tres les faltó lo mismo, vida, aunque sorprenda lo mucho que realizaron en existencias tan cortas y de duración tan similar: Caravaggio murió a los treinta y ocho años, Fortuny poco más de cien días después de cumplir los treinta y seis, Modigliani seis meses antes de tenerlos. Tanto hicieron, sobre todo los que viajaron más, Caravaggio y Fortuny, que las extensas biografías de Salmon, Graham-Dixon y Reyero no adolecen de tiempos muertos ni rellenos prolijos; la poca edad alcanzada la ocuparon sin descanso, y en el caso del italiano, el libro de Graham-Dixon, exhaustivo y muy afinado, se suma a grandes trabajos anteriores, entre los que destacan (y el biógrafo inglés así lo reconoce en sus citas y notas) los de Walter Friedländer, Roberto Longhi y Helen Langdon, autora esta además de una fascinante y aún útil compilación de los tres estudios biográficos poco tiempo después de morir el artista, los de Giorgio Mancini y Giovanni Baglione, que llegaron a conocerlo y competir con él en la Roma de principios del siglo XVII, y el de Giovanni Pietro Bellori, escrito con más pretensión teórica, aun basándose para los datos en los dos anteriores.

Michelangelo Merisi se dio a sí mismo el apelativo de Caravaggio, el pueblo de la Lombardía donde nació en 1573 y vivió hasta su adolescencia, quizá para evitar la reiteración de un nombre de pila tan gastado por el aura deslumbrante de Buonarroti, por quien Caravaggio, siendo posterior, siempre sintió un recelo; hoy hablaríamos de una angustia de las influencias, que el lombardo supo negociar con originalidad incluso cuando se apropiaba de escorzos o gestualidades claramente «michelangelescas». Tras unos primeros aprendizajes en Milán, Merisi llegó a Roma en 1592, siendo pronto reconocido como un «muy famoso pintor», a la par que adquiría renombre de rufián y frecuentador –hasta el fin de sus días? de los tugurios menos recomendables de las ciudades más libertinas de aquel entonces ?Roma, Venecia, Nápoles?, donde los diversos guardianes de la ley rara vez quitaron de él sus ojos y sus fierros.

A los tres les faltó lo mismo, vida, aunque sorprenda lo mucho que realizaron en existencias tan cortas y de duración tan similar

En una obra trascendental de la historiografía del arte, Nacidos bajo el signo de Saturno, el matrimonio formado por Margot y Rudolf Wittkower se ocupó de Caravaggio sin ponerlo en el infierno de los peores desalmados del arte, aunque el gran artista matase en riñas, fuese pendenciero, sufriera de prisiones y de persecuciones, muriendo, en circunstancias borrosas, pero seguramente de causas naturales, en Porto Ercole, un infame pueblecito costero de la Toscana donde nunca se localizaron sus restos. Pero los Wittkower, no tan «caravaggistas» como sus ilustres colegas Longhi y Friedländer, reconocen que a pesar de su «ininterrumpido historial criminal», al pintor nunca le faltaron como clientes y protectores muy altos eclesiásticos y cortesanos, para quienes su genio en la iconografía sagrada servía de aval o disculpa de su carácter, con la ventaja, nada desdeñable en unas esferas tan pías como licenciosas, de que Caravaggio también era capaz de ofrecerles imágenes de sensualidad y picardía lindantes con lo pecaminoso. Y en cuanto al crimen, tampoco fue para tanto, dicen los Wittkower. Los hubo más cruentos, más despiadados (el libro los refleja con detalle morboso), y él y Benvenuto Cellini, otro réprobo de la justicia, fueron «notables en virtud de la calidad de sus obras más que en virtud de sus malas acciones».

Un arzobispo de Milán que llegó a santo, Carlo Borromeo, fue no sólo el primer gran patrono de Caravaggio, sino el provocador de la potencia figurativa de su pintura religiosa, que acabaría por marcar un antes y un después en el tratamiento formal de la santidad, el martirio, los sacrificios bíblicos, los tránsitos mortuorios, los arrobos místicos, fundiéndolos con la carnalidad a veces casi frutal, la desnudez y el tremendismo de lo sanguinario. Son excelentes las páginas (60-72) de Graham-Dixon sobre los preceptos y prácticas devocionales que Borromeo, muy influido por la preponderancia de las composiciones visuales de lugar en los ejercicios espirituales de San Ignacio, impuso a una liturgia espectacular alejada de las abstracciones intelectualizadas del arte altorrenacentista: lo suyo eran las representaciones teatrales y los ritos vulgares, «en el sentido de estar dirigidos al “vulgus”, la gente ordinaria». Pero Carlo Borromeo también miraba más atrás, a los franciscanos fundacionales del siglo XIII, que, siguiendo el gusto del propio San Francisco por los nacimientos (nuestros belenes navideños), desarrollaron recreaciones tridimensionales de la Natividad y, más tarde, a finales del siglo XV, crearon en lo que hoy es el Piamonte los llamados «sacri monti», una red de capillas comunicadas por senderos abiertos en la montaña, en cuyo interior, dispuestas en retablos independientes y de tamaño natural, los artesanos locales modelaban en terracota pintada pasajes figurados del Viejo y el Nuevo Testamento con una voluntad claramente dramática; esa escenificación, a medias entre la escultura de altar y el museo de cera edificante, lleva a Graham-Dixon a hablar, no sin ironía, de «equivalente piadoso medieval del performance art». Y es fascinante ver en el libro las fotografías de dos de estos «sacri monti» que aún permanecen in situ al norte de Varallo, con sus escenas de ingenuo verismo descarnado, al lado de los cuadros de CaravaggioLas más de ochenta reproducciones de la edición de Taurus son de gran calidad, aunque es una lástima que su número no vaya referenciado al texto en que son todas citadas y a menudo analizadas con gran percepción por el autor..

Borromeo peregrinaba con asiduidad a estos «sacri monti», y es muy posible que llevase alguna vez en su cortejo al joven Caravaggio, el pintor que más le satisfacía por entonces; este, sin embargo, abandonó la capital lombarda, rotos todos sus lazos familiares, en el otoño de 1592, sin haber cumplidos los veinte años. Antes de llegar a su destino, Roma, hizo una hipotética parada en Venecia, que se presta, lógicamente, a las cábalas pictóricas, en las que Graham-Dixon, rechazando el influjo de Giorgione y Tiziano que otros sugieren, insiste, a mi modo de ver con acierto, en la gran atención que el aún aprendiz pudo haber prestado al arte de expresiva gesticulación, lleno de dramatismo y narratividad, de Tintoretto, a quien, aún entonces en plena actividad, le quedaban dos años de vida. En cualquier caso, la eclosión pictórica del genio de Caravaggio se produciría en esa estancia romana de catorce años, protegido de nuevo por un mecenas vaticano, el cardenal Del Monte, muy próximo a los Medici, que lo alojó en su fastuoso Palazzo Madama y le encargó obras profanas para su propia colección (Los tahúres, Los músicos, La buenaventura) y comisiones eclesiales de relieve, como las dos grandes telas, La vocación de San Mateo y El martirio de San Mateo para el templo de San Luis de los Franceses.

Estas dos obras maestras que causaron efecto instantáneo en Roma marcan la configuración de la mayor parte de los elementos estilísticos y las libertades iconográficas que hacen inconfundible la obra de Caravaggio, a las que se suman, como un contraste o disonancia, el hecho de que el pintor, muy promiscuo en su vida amorosa, seguramente en el cauce de una sexualidad indiscriminada, utilizase como prototipos religiosos a prostitutas, conocidas en Roma como «le donne di Michelangelo», es decir, las mujeres de Caravaggio, y para modelar a sus adolescentes báquicos y a sus ángeles a «ragazzi di vita» de evidente androginia. Entre los últimos destaca, muy bien perfilado por Graham-Dixon en un contexto que se reconstruye con rico colorido anecdótico, el castrado español Pedro Montoya, cuyas maneras y rasgos hermafroditas de «mejillas hinchadas por los efectos hormonales de la castración» dan resonancias no sólo musicales al bellísimo cuadro de El tañedor de laúd pintado para el banquero Vincenzo Giustiniani, gran amigo del cardenal Del Monte y, como él, ferviente melómano.

La música es importante en la galería pictórica de Caravaggio, algo sin duda debido también a su proximidad a Del Monte, quien mantuvo en su palacio romano y financió al compositor romano Emilio de’ Cavalieri, autor del primer oratorio de la historia, Rappresentatione di Anima, et di Corpo, publicado en Roma en 1600, época en la que su amistad con el cardenal era más estrecha. Dos años después, poco antes de su repentina muerte, Cavalieri, y es de suponer que también Caravaggio, se encontraban entre los invitados a una velada en la casa de campo que el cardenal tenía en Porta Pinciana, en la que la soprano Vittoria Archilei interpretó con mínimo acompañamiento instrumental una pieza monódica, modalidad interpretativa que empezaba a gestarse. La peculiar informalidad de esa velada, conocida gracias a una carta escrita por el compositor, queda maravillosamente reflejada en otra de las pinturas de Merisi, Los músicos, que colgaba en el reducto dedicado a las artes preferido por Del Monte, su «camerino» en el Palacio Madama, «un aposento para claves, guitarras, un “chitarrone” y otros instrumentos» que pueden verse en el citado lienzo, hoy perteneciente al Metropolitan Museum de Nueva York.

Las muchas páginas, dentro de la tercera parte de la obra de Graham-Dixon, en que la pintura más festiva, la música en privado, la ambigüedad erótica y la iglesia católica se amalgaman, dan pie al biógrafo para lucir, dentro de un prudencial «understatement» muy británico, su buen conocimiento del período y sus características, tanto artísticas como socio-amorosas. En cuanto a «le donne» de Caravaggio, en el libro se cuentan los resquemores y suspicacias que despertó el hecho probado de que varias de quienes posaron para representar a la Madona de Loreto y la Madona de los palafreneros, a la María muerta de El tránsito de la Virgen, a Santa Catalina, a Judit, fueran mujeres de la calle, y entre estas quizá la más utilizada y amada por el pintor, Fillide Melandroni, su Santa Catalina y su Judit degollando a Holofernes, y la retratada con el propio nombre en un cuadro que ardió en la Segunda Guerra Mundial; Fillide, una cortesana inteligente y audaz, también fallecida en la juventud, es uno de los personajes secundarios más sugestivos del libro.

Bohemio y belicoso (Giovanni Pietro Bellori, en sus Vidas de los pintores, escultores y arquitectos modernos, al elegirlo entre los doce artistas del pincel, le puso a su efigie grabada en el frontispicio correspondiente una espada en la mano), Caravaggio introdujo el desastre en la pintura, el melodrama plebeyo, el espíritu de la prosa, la suciedad corporal al lado de las aureolas, la santificación de los desdichados, la inestable vida de las echadoras de cartas, los tahúres, los complacientes pilluelos, los bebedores. Una nueva clase o cuerpo social tenido en menosprecio entraba en el gran arte sufragado por príncipes de corte y de curia, conversando de tú a tú en el lienzo con los mártires voluntarios, con Cristo en su pasión, con la Sagrada Familia. Su perpetua movilidad fue corta y accidentada, pues tras tener que dejar Roma por un confuso asesinato, el pintor fue recibido con recelo y admiración en Nápoles (donde está una de sus composiciones mayores, Las siete obras de misericordia), en Malta, en Sicilia, siempre inventivo y siempre conflictivo. Los pies sucios que tanto sorprendieron en las iglesias católicas (hasta Murillo supo de ellos en la lejana Sevilla y se los dio a sus figuras de golfillos juguetones y pastores orantes) bien pudieron ser la señal de la disidencia de quien cobró y satisfizo a los poderosos sin dejar nunca de ponerle cara a la infracción y al dolor.

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El desorden vital de Amedeo Modigliani fue de otra estirpe, y otro es el estilo biográfico del libro de André Salmon, un clásico de su género escrito y editado por primera vez a finales de los años cincuenta y que ahora rescata en castellano Acantilado. La bohemia de los dos artistas prematuramente muertos fue tan distinta como los propósitos de Salmon y Graham-Dixon; donde el británico se muestra cauto, cáustico a veces, y siempre propedéutico, Salmon quiere contarnos dos vidas, la suya y la del amigo malogrado, y para dar brío al corto trayecto del italiano y hacer honor a las francachelas parisienses de los años anteriores y posteriores a la Gran Guerra, elige un molde de novela picaresca, sin desdeñar los atisbos galantes y aun sicalípticos. La pobreza, el compañerismo, la rivalidad entre pintores que han hecho historia del arte, el «unhappy end» de Amedeo y de su gran amor final, la suicida Jeanne Hébuterne, son plasmados desde dentro, apareciendo a menudo el propio Salmon de personaje-testigo. El lector, que se deja llevar complacido por la peripecia, no sabe más de una vez si las palabras de sus abundantes escenas dialogadas son citas de memoria o reconstrucciones imaginadas: de ahí que el libro gane leído como obra de ficción. Salmon, poeta y crítico de arte ante todo, se presenta como fidedigno relator coetáneo, y en uno de sus muchos escolios a la narración se sincera: «Debemos entonces, basándonos en nuestros propios recuerdos, jirones reunidos, restablecer, mediante verificaciones sucesivas, la auténtica cronología. Aun así, es prudente ahorrarse demasiadas precisiones. Lo único que se puede hacer es recuperar las características del ambiente de un período de tiempo determinado». Esa aspiración del cronista está plenamente lograda en la colorida galería de retratos de los «jóvenes turcos» de aquella vanguardia internacional «in progress» y en el espíritu del lugar descrito con vivacidad y buen humor.

Modigliani procedía de una acomodada familia sefardí de Livorno venida a menos, y el joven Amedeo aprendió escultura y pintura en Florencia y Venecia antes de seguir la ruta con destino a París que hicieron tantos artistas plásticos del comienzo del siglo XX. Para un pintor, la capital francesa quería entonces decir Montmartre, y en ese barrio alto y bullanguero el santuario era el Bateau-Lavoir, taller y refugio de quienes años después serían nombres esenciales de la plástica y la poesía. Fernande Olivier, una de las «tres mujeres extraordinarias» evocadas en un reciente libro de Amy Licence, Bohemian Lives, evocó en su diario el edificio donde ella vivió con Picasso entre 1905 y 1909: «El viejo Bateau-Lavoir defiende a sus bohemios de la proximidad de los indeseables. Aquí la vida está preservada por la esperanza, el amor y el intelecto […]. Dejad paso a los artistas, la única gente con el derecho a vivir fuera de la sociedad». Olivier emplea un estilo exclamativo y bombástico del que también se contagia en su libro nuestro biógrafo («¿Vida apasionada? ¿Vida escandalosa? ¡Escándalo! ¡Objetos de escándalo!», p. 156), confirmando ambos que las interrogaciones retóricas, las interjecciones y los imperativos eran de uso común entre los pobladores de aquel microclima de artistas indómitos.

Picasso ya reinaba en ese territorio plagado de aspirantes, y por ello Modigliani se le acercó un día de 1906, a poco de llegar, reconociendo al español parado frente a un bistró cercano a la Madeleine, donde Amedeo se tomaba un vino. La escena, que ocupa unas cuantas páginas del capítulo IV de la primera parte de la biografía, está contada como si Salmon estuviera viéndolos y oyéndoles; la osadía del joven italiano ante «el hombrecillo de la gorra inglesa y la mecha oscura sobre el ojo grano de grosella», la acogida simpática del malagueño, los elogios del primero al segundo, el consejo de éste de que «Modi» dejara el hotel donde se alojaba y se instalase en Montmartre, donde encontraría «la pintura y todo lo demás, incluso mujeres si eso le divierte», añadiendo Picasso en esa conversación aparentemente literal: «Con gusto pagaría otra ronda, pero estoy sin blanca», a lo que Modigliani no sólo habría respondido pagando la ronda, sino haciéndole a Picasso un préstamo, aceptado, de cinco francos. La historia relatada con tanta minucia por Salmon acaba años después en Montparnasse, adonde se desplazaron casi diez años después los menesterosos del Bateau-Lavoir; Picasso vio salir de un café a Modigliani completamente borracho y le metió con disimulo en el bolsillo de su raída chaqueta de terciopelo un billete de cien francos que no pasó inadvertido a Amedeo: «¿No te has olvidado? Yo tampoco… Hace doce años, rue Godoy de Mauroy… ¡Cinco francos! Y cien francos en 1918… No te devolveré el cambio, Pablo… Los intereses, ¿de acuerdo? Tengo que recordar a veces que soy judío. ¿Quieres beber algo conmigo?»

La pintura irresistiblemente atractiva de Modigliani se basa en la sustracción, siendo en ese sentido, trascurridos los siglos, un anti-Caravaggio

«¡Beber! Las ganas de beber. La necesidad de beber […] ¡Ah!, que mi lector me perdone. Para tratar de explicar a mi personaje, ese cuya historia me he propuesto contar, deberé hablar, con más detalle, de la embriaguez, de la borrachera». Salmon, lealmente apegado al amigo, no elude las zonas sombrías de su personaje, aunque se deleita demasiado en los pasajes cómicos y alguna vez exagera en las tiradas líricas, como en el poema que cierra el capítulo V de la segunda parte, donde contrapone a las dos mujeres descollantes de la vida de Modigliani: «Dos mujeres ante la muerte. / Beatrice Hastings. / Jeanne Hébuterne. / Beatrice. / Jeanne. / Una ardiente pasión. / Un amor puro. / La virgen loca dueña de su locura. / La virgen prudente loca por el sacrificio. / La guerra, el amor, finalmente las obras». Salmon, que conoció de cerca a Apollinaire, a Derain, a Picasso, a Max Jacob, al chileno-francés Ortiz de Zárate, a Brancusi, entre otros, tiene la elegancia de no tratar como meras comparsas a las mujeres amadas o buscadas (y a veces maltratadas) por los artistas. Son delicadas y perspicaces las semblanzas de las ya citadas Jeanne, que se tiró por la ventana, encinta, dos días después de la muerte por tuberculosis de su querido «Modi», y la aristócrata inglesa Beatrice Hastings, la poeta sin obra, tenaz en sus conquistas de hombres interesantes, pero yo me quedo con las hermosas páginas que dedica a Gilberte, modelo y amante del artista en su etapa primera y figura que vivió su propia bohemia con excepcional libertad y falta de prejuicios.

Genio entre los más pobres que hubo antes de que los mercaderes se adueñaran del arte, Modigliani es, según un experto en la materia, Marc Restellini, el pintor más falsificado de la historia, después de Corot, y, añadiría yo a ojo de buen cubero, a la par que Dalí. La pintura irresistiblemente atractiva de Modigliani se basa en la sustracción, siendo en ese sentido, trascurridos los siglos, un anti-Caravaggio. Atenuado en la paleta, poco dado al movimiento emocional de sus figuras dentro del encuadre, sus retratos y sus desnudos tienen alma, un espíritu melancólico en su oquedad facial o cuando, en sus extraordinarias esculturas, el artista crea algo así como ídolos pétreos de alguna primitiva religión incruenta. El drama de su vida personal, mitigado por las cantidades de alcohol ingerido, por el abuso de los psicotrópicos, por la promiscuidad con las mujeres, llega hasta nosotros en su verdad en las páginas vehementes de André Salmon.

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Al subtitular de modo imprevisto Carlos Reyero su estudio biográfico de Mariano Fortuny y MarsalNo hay que confundirlo con su hijo Mariano Fortuny y Madrazo, el esteta y polifacético diseñador que se coló más de una vez, gracias a sus ropajes femeninos, en la novela de Proust. con ese disyuntivo «o el arte como distinción de clase», el lector podría haber esperado, malpensando, un tratado sociológico del arte grácil y fabulosamente popular del pintor nacido en Reus. Después, a medida que se lee el libro, advertimos que Reyero, sin desdeñar el marco circunstancial, se muestra artista, pues no duda en novelizar él mismo y citar como autoridades a novelistas (Gimferrer en su relato coral Fortuny, de 1985, o Luisa Sallent en Fortuny. Retrato de una pasión, de 2014), saltándose la demarcación biográfica con digresiones ensayísticas de tema variado: la crítica de arte, la fama, los magnates (que tanto acompañaron al artista), el travestismo, sin abandonar en ningún momento el hilo narrativo de esa vida, vida también segada por la enfermedad mortal. Otra libertad que se toma Reyero es repartir en siete colores el curso de las páginas, en una gama que, sin querer emular al pintor catalán, aspira a realzar el portentoso don cromático de su obra pictórica.

Pensionado en Barcelona, Roma y Madrid, el joven Mariano sintió también, como tantos otros pintores nómadas, la atracción del Oriente, el suyo no lejano. Fue un enamorado de Marruecos, que visitó largamente y reflejó en sus óleos y acuarelas, de un orientalismo casi tropical cuando, no teniendo que reflejar por la obligación de un encargo escenas de batalla o topografías, su imaginación podía desbocarse. En Madrid fue un asiduo del Prado y se casó, dos decisiones muy productivas, ya que la boda la hizo con Cecilia, la hija de Federico de Madrazo, el alumno de Ingres y pintor de cámara de nuestra Isabel II; Mariano, más artista que cualquiera de los Madrazo, entró en el clan, un potente clan en la Europa rica e influyente de aquella época. París aparece en las páginas de Reyero en unos años y unos escenarios anteriores, menos paupérrimos y menos heroicos que los de Modigliani; en este caso como meca del arte más cotizado y no como puerto de acogida de los incomprendidos. Si algo fue el de Reus es comprendido, mimado, solicitado. En una revista española, La Ilustración Artística, pudo leerse a principios de 1888 que si a Fortuny le atraía Francia «es porque solamente en el extranjero se expiden los diplomas de honor que pretendía y se pagan por cuadros las sumas a que aspiraba con legítimo derecho».

No sabemos las cotizaciones exactas de Caravaggio, ni la calderilla que «Modi» empezó a percibir cuando agonizabaLo refleja en una perturbadora escena de brutal avaricia comercial el desenlace de la obra maestra de Jacques Becker, Montparnasse 19 (Los amantes de Montparnasse,1957), la mejor película sobre un artista, encarnado por Gérard Philipe, que se haya hecho nunca., pero sí lo que, una vez fichado por el galerista Adolphe Goupil, empezó a ganar Fortuny desde que su celebérrimo cuadro La vicaría fue vendido en mayo de 1870 por setenta mil francos a Adèle de Cassin, antes de ser expuesto por el marchante en su galería de la Avenue de l’Opéra, donde se formaba «cola todos los días para verlo», escribió por carta Ricardo de Madrazo, su cuñado y discípulo, al Madrazo patriarca. La crítica fue asimismo muy positiva, destacando el artículo entusiasta y muy sutil del hispanizante Théophile Gautier, que supo destacar, contraponiéndolo a las aparatosas telas de historia o mitología exhibidas en el Salon oficial, la frescura abocetada, los tonos raros y exóticos que armonizan con el discreto gris perla, la ligereza de las figuras más informales en contraste con la severidad sombría de los fondos del recinto eclesiástico donde sucede la poblada escena matrimonial. Reyero cuenta al detalle (en el último capítulo quizá de un modo redundante, acumulando citas y más citas de periódicos de la época) las relaciones entre el marchante parisiense y su pintor bajo contrato, así como la voluntad expresada más de una vez por Fortuny de emanciparse de la tutela de Goupil, para algunos un explotador de artistas, y superar la nombradía que le dio el éxito tan fenomenal de La vicaría, hoy perteneciente al Museo Nacional d’Art de Catalunya. La muerte no le dio ocasión.

Reyero hace una cábala interesante a partir de un texto, aparecido en 1892, en el que el crítico Rodrigo Soriano contraponía la reciedumbre varonil del arte de Eduardo Rosales con la agitación «voluble e impresionable» de Fortuny y Marsal, quien al derramar «en su labrada copa de oro embriagadores venenos» se hace «todo coquetería, afeminación y rebuscada gracia», viendo en la naturaleza y en las figuras «lo exterior, lo plástico, el mueble, la tela de complicadas labores, el dorado rococó, nunca el espíritu, la verdad o el sentimiento», concluyendo Soriano que una «figura de Rosales groseramente pintada vale por todas las femeniles monadas de Fortuny». Prestando quizá demasiado valor a esas afirmaciones de tosco sexismo de un crítico echado en olvido, Reyero introduce en la primeras veinte páginas de su capítulo quinto, Azul, el tema de los «estudios de género», aunque lo hace juiciosamente, a modo de sugerencia hermenéutica, basándose en la estrecha relación personal del pintor, más allá del estudio, con algunos de sus modelos, y en especial uno, Filippo Cugini, que trabajó para él en Roma y lo acompañó a París, habiendo sido señalado en su momento por sus modales amanerados, que le procuraron el apodo de «Graziuccia». Cugini posó para una de las obras más extraordinarias de Fortuny, Il ContinoTambién en la colección del Museo Nacional d’Art de Catalunya y expuesto hasta el 18 de marzo en la estupenda exposición que ha dedicado a Fortuny el Museo del Prado. (1861), bella acuarela de regusto neoclásico en la que un joven noble con atuendo dieciochesco, representando en el jardín de la Villa Borghese al personaje del conde Federico de una novela de Alexandre Dumas, desafía las convenciones en su insinuante pavoneo, «mezcla de fatuidad y de candor, de elegancia algo afectada y presuntuosa», según un comentarista contemporáneo. Reyero ve con perspicacia presencias igualmente ambiguas en otras obras del pintor, entre las que destaca el Desnudo en la playa de Portici, del Museo del Prado. Figuras delicuescentes y equívocas que contrastan notablemente con los prototipos de «masculinidad primaria, instintiva y brutal» pintados en sus estancias norteafricanas.

Pero, por encima de tales conjeturas sexuales, el biógrafo se explaya en la distinción de clase anunciada en el título de su libro: la clase dominante de «la familia política», los Madrazo, protectora y vigilante, a la que Fortuny, de modesta cuna, quiso pertenecer con tal de «conseguir una dona de dalt para demostrar que era capaz de alcanzarlo todo en este mundo», si bien Reyero admite, en fair play, que el joven Mariano pudo también enamorarse de Cecilia de Madrazo «por un dulce hechizo que transformó su sensibilidad de artista y su reserva masculina en finura aristocrática confundida con el amor». En ese sentido la vida cosmopolita que ambos llevaron en los grandes hoteles europeos y más de un palacio real habría sido para la pareja ya no un modo de «demostrar, sino mostrar. Mostrarse». Y puesto en esa vena sociológica, aporta Reyero una cita de Pierre Bourdieu como corolario: «La burguesía espera del arte […] un refuerzo de su certeza de sí».

Vicente Molina Foix es escritor, traductor y cineasta. Sus últimos libros son El abrecartas (Barcelona, Anagrama, 2010), El hombre que vendió su propia cama (Barcelona, Anagrama, 2011), La musa furtiva. Poesía, 1967-2012 (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013), El invitado amargo (con Luis Cremades; Barcelona, Anagrama, 2014), Enemigos de lo real (Escritos sobre escritores) (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016) y El joven sin alma  (Barcelona, Anagrama, 2017).

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