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Un capítulo del espíritu alemán de este siglo

Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo

RÜDIGER SAFRANSKI

Tusquets, Barcelona, 1997

Trad. de Raúl Gabás

522 págs.

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«El nombre de Martin Heidegger evoca el capítulo más excitante de la historia del espíritu alemán en este siglo. Hay que narrarlo, tanto en lo bueno como en lo malo, y más allá del bien y del mal.» ¿Logra Rüdiger Safranski cumplir este propósito?

Los intentos de llevar a cabo una biografía de Heidegger tienen ya una historia, reciente, pero muy significativa. Al devoto y hagiográfico esbozo de Petzet (Auf einen Stern zu gehen, 1983), siguió la turbulenta época abierta por Heidegger y el nazismo de Víctor Farías (1987) y continuada por Martin Heidegger. En camino hacia su biografía de Hugo Ott (1988). Si bien la resonancia pública de ambas obras se basaba en la revelación de datos inéditos de la vida del filósofo, especialmente en lo que se refiere a su colaboración con el régimen nazi, su estilo hermenéutico era por completo diferente. Mientras Farías, seguro de la culpabilidad irrecusable de Heidegger, actúa como el sabueso que persigue por doquier –en conductas y en textos– las huellas del delincuente, Ott pretende disponer su libro sobre las pautas profesionales del historiador: objetividad, distancia, atenimiento a los hechos y parquedad de interpretaciones filosóficas o culturales. El resultado produce una sensación de inverosimilitud: en ambas biografías el pensamiento del filósofo está muy escasamente integrado en su vida; en uno, porque la unilateralidad de su punto de vista –la presencia latente del nazismo– conduce a interpretaciones tan notoriomaente pobres, que resulta inexplicable el desarrollo del pensamiento y su influjo; en otro, porque se abstiene, en general, de interpretaciones.

Un maestro de Alemania representa en esta historia un salto cualitativo. El intento biográfico de Safranski no se deja seducir por la disolución del pensador en su obra, que el propio Heidegger tan abundantemente practicaba («el nombre del pensador es un título para el tema de su pensar»), ni tampoco en la complementaria comprensión de la obra a partir de circunstancias personales del decurso vital de su autor. Sin declaraciones programáticas, Safranski ejerce un arte narrativo próximo a la propuesta orteguiana de una biografía «desde dentro», que nada tiene que ver con la inmersión en el llamado «mundo interior» del sujeto biografiado. En efecto, lo destacable de Un maestro de Alemania –a pesar de lo que podría hacer suponer su título, evocador de un famoso poema de Paul Celan sobre los campos de concentración, «La muerte es un maestro de Alemania»– es que no trasluce ningún esquema a priori, ningún hilo conductor preconcebido en su modo de abordar la figura de Heidegger; ni la imagen que éste tenía de sí mismo y que quería proyectar hacia fuera ni la que en sus contemporáneos efectivamente dejaba proporcionan el punto de vista desde el que se produce la reconstrucción biográfica. Más bien son ambas imágenes materiales con los que, entre otros, Safranski fragua su manera discreta, como en penumbra, de hacer comparecer el destino singular y propio del filósofo Martin Heidegger. Destino que se forja en la tensión entre la voluntad de un pensador, que se sabía, a veces con conciencia clara, llamado a revolucionar la filosofía de su época, y su medio social, académico y cultural.

Y esto es lo que Safranski muestra con maestría, sin mecanicismos psicológicos, sociales o políticos. La obra aparece así, como resultado de esa tensión, directamente ligada a los avatares personales de la vida del filósofo. Y es esta actitud ante la obra de Heidegger lo que da a Un maestro de Alemania un carácter singular. Safranski posee la suficiente dosis de admiración por el pensamiento de su biografiado como para no caer nunca en la tentación reductivista del «no es más que» o en las fáciles ironías sobre su hermetismo conceptual. Pero tampoco es absorbido por el torbellino apasionado del lenguaje heideggeriano, ante el que muestra, en significativas ocasiones, una sincera perplejidad cuando no una distancia escéptica. Todo lo cual hace que las incursiones de Safranski en el pensamiento de Heidegger posean un grado de fiabilidad filosófica notable, y desde luego superior a lo esperado en un libro de este género. Sin duda el conocedor de los entresijos de la filosofía heideggeriana (el «especialista») percibirá insuficiencias o interpretaciones precipitadas, por ejemplo en el capítulo dedicado a Ser y tiempo, y se desasosegará ante la escasa paciencia hermenéutica que demuestra con los textos relativos al famoso «viraje» de su pensamiento. Pero nada de esto empece la sensatez fundamental con que Safranski se acerca al pensamiento de Heidegger y lo presenta inteligiblemente al lector.

Desde el punto de vista de los hechos biográficos, Un maestro de Alemania no ofrece novedad alguna. En todo lo referente a las situaciones más controvertidas de la vida de Heidegger –los orígenes católicos, la relación con Husserl, la colaboración con el nazismo, los silencios de posguerra, etc.–, Safranski se basa en las revelaciones de Farías y Ott, que no son rebasadas por ninguna investigación propia. Sin embargo, la reconstrucción de Safranski no es puramente repetitiva, pues utiliza como material omnipresente tres publicaciones recientes de gran importancia: la correspondencia entre Heidegger y Jaspers y entre Heidegger y su discípula judía Elisabeth Blochmann, así como el libro de E. Ettinger Hanna Arendt-Martin Heidegger. Especialmente este último, que es la fuente principal para el conocimiento de la relación entre ambos filósofos, a falta de la publicación de su correspondencia, juega un papel esencial en la estructura de nuestro libro; en efecto, la figura de Hanna Arendt es la protagonista en la sombra de Un maestro de Alemania. No sólo por lo que su relación amorosa con Heidegger revela del carácter de éste, de sus miedos, de sus cobardías y de las carencias de su personalidad, sino porque en casi todos los momentos importantes aparece el juicio de Hanna para poner las cosas en su justo sitio, para ofrecer la comprensión más adecuada. Ya con motivo de su primera aparición en el Marburgo de 1924, Safranski no se recata en afirmar que Hanna entenderá a Heidegger mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo. E incluso su propio pensamiento es una respuesta complementaria a la filosofía heideggeriana: «Al precursar la muerte responderá con una filosofía de la natividad; al solipsismo existencial de «mi singularidad» (Jemeinigkeit) responderá con una filosofía de la pluralidad; a la crítica de la caída en el mundo del «uno» replicará con el amor mundi. Al «claro» (Lichtung) de Heidegger responderá ennobleciendo filosóficamente la «esfera pública». Sólo así surgirá de la filosofía de Heidgger un «todo completo». Las admirativas páginas que Safranski dedica a De vita activa (en español, La condición humana), la gran obra de Hanna Arendt, son un testimonio del papel del otro que ella juega en la vida de Heidegger. Y es que, en el fondo, la actitud de Safranski hacia éste es gemela de la de Hanna Arendt: una mezcla de admiración ante la fuerza de su pensamiento y de impaciencia ante su vaciedad esencializante, de fascinación ante la pasión con que vive el acontecimiento del pensar y de repulsa de la mezquindad y la falta de grandeza de su conducta.

Pero el acierto principal de Safranski, lo que hace que su biografía de Heidegger sea, hoy por hoy, insustituible, es la extraordinaria puesta en situación histórico-cultural de sus momentos más decisivos. La inmersión en la circunstancia que Un maestro de Alemania sistemáticamente ejerce ilumina todo el camino heideggeriano y no sólo el tramo –1933– en que la realidad histórica irrumpe explícitamente en él. Safranski se aleja así completamente de la pretensión de la escuela heideggeriana más devota de ver en su obra un camino de pensamiento puro, que contendría en sí toda la clave de sus vicisitudes. Por el contrario, la lectura de esta biografía muestra nítidamente que la obra de Heidegger es una constante respuesta a su situación histórico-espiritual, llena de concomitancias, similitudes y rechazos de la obra de sus coetáneos. Resulta particularmente atractiva, por infrecuente, la ambientación cultural en que se insertan los primeros pasos filosóficos de Heidegger: la insatisfacción ante el idealismo académico del neokantismo, que representaban los diversos «vitalismos» (Dilthey, Bergson, Scheler, etc.), la crítica «existencial» al refugio objetivista de la filosofía de los valores, la separación weberiana entre ciencia y valor, la explosión de la fenomenología, y todo ello fundido en la «vivencia del frente» que tan hondamente afectó a muchos jóvenes alemanes, configuran un cuadro desde el que se ve surgir con naturalidad la animadversión heideggeriana a la actitud teoretizante en filosofía y la palpitación vital que respira su fenomenología de la «vida fáctica». Y también la «comunidad de lucha» que cree poder establecer con Jaspers en 1922, para llevar a la filosofía la intensidad vital que revolucione por completo el frío objetivismo académico. De este ambiente nace «esa tensión entre calor existencial y neutralidad distanciada, entre conceptos abstractos y neutralidad emocional, entre impertinencia apelativa y distancia descriptiva», que impregna todas las lecciones de Heidegger en los años veinte.

A partir de la publicación de Ser ytiempo (1927), Safranski cree percibir en la obra de Heidegger, que había caído en una cierta crisis sobre el valor real de su obra, un tono nuevo, producto de la acentuación de dos líneas de pensamiento, presentes ya antes, pero contenidas y embridadas por el proyecto sistemático de su ontología fundamental: la meditación sobre el «instante», que conmociona la existencia y la expone a la intemperie, tema en el que Heidegger coincide, una vez más, con buena parte de sus contemporáneos (Bloch, Schmitt, Jünger, Tillich), y la radicalización de la historicidad de todo lo humano y en particular de la filosofía. Ambas líneas confluyen, a su modo, en la opción filosófica por el nazismo de 1933.

La primera de ellas, que domina el clímax de los años 28-30 y que llega a su punto culminante en el curso sobre Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad, que Safranski estima, con razón, como su segunda obra maestra, no delata todavía incursión alguna en el campo de la política. Por el contrario, el ámbito de lo político sigue representando ese factor de inautenticidad, donde tiene lugar la disputa entre concepciones del mundo, ajena a la filosofía. Se trata de algo distinto: de sacar a la luz el temple de ánimo fundamental del que surge la filosofía y que ésta debe, a su vez, despertar. Los conceptos filosóficos, señala Heidegger, permanecen vacíos para nosotros si antes no hemos sido tocados por aquello que deben comprender. Y lo que deben comprender es la radical problematicidad del existir humano, su exposición al mundo en una total falta de asidero, cosa que no se ve, sino que se siente, apoderándose de nosotros en ciertos temples de ánimo. Safranski no oculta su admiración por el largo análisis del aburrimiento en que Heidegger expone que es él la vivencia que abre la comprensión genuina del mundo como un todo. Por ello, filosofía es transformación de la existencia, ataque permanente a toda instalación en las certezas propias o ajenas que encubren el hecho primario de existir: «No describir la conciencia del hombre, sino conjurar la existencia (Dasein) en el hombre». Con este cambio fundamental de tono «las descripciones frías de la ontología fundamental, elaboradas al estilo de una obra de ingeniería, ahora son puestas explícitamente bajo el torrente existencial. Heidegger comienza a calentar a sus oyentes».

La segunda línea se abre con la conciencia creciente que Heidegger tiene de la importancia del momento histórico que se vive a comienzo de los años treinta y de la insuficiencia de Ser y tiempo para comprenderlo. Safranski muestra cómo Heidegger estaba al tanto de la crisis del liberalismo en la República de Weimar y de las discusiones y diagnósticos históricos en torno a ella de Scheler, Berdiaeff, Plessner, Mannheim. La agudización de esta conciencia se introduce en la filosofía misma y Heidegger escribe significativamente a Elisabeth Blochmann en 1930: «Sólo puede llegar realmente a perdurar aquella filosofía que es en verdad filosofía de su tiempo, es decir, la que se adueña de su tiempo». La autenticidad existencial del pensamiento filosófico envuelve ahora el compromiso con la historia: si sólo comprende aquel pensamiento que vive lo que piensa, el momento histórico tiene que ser pensado desde dentro y eso significa participar en su realización. Helmut Plessner dirige en 1931 una crítica a las categorías existenciales de Ser y tiempo, que es un claro exponente del clima intelectual del momento: la neutralidad ontológica del pensamiento de Heidegger, a pesar de su insistencia en la historicidad, le inhabilita para entender el instante histórico, que sigue siendo el campo de la inautenticidad; la historicidad no es entendida históricamente y favorece el «indiferentismo político» y el mantenimiento de la tradicional escisión de la cultura alemana entre una «esfera privada de la salvación del alma y una esfera pública del poder». Heidegger, sin explícita confesión, asume a su manera esta crítica y se «resuelve» con creciente intensidad a que la filosofía se «adueñe de su tiempo».

Pero la confluencia de filosofía y nazismo requiere aún algunas mediaciones y no carece de algún salto mortal. Los prolegómenos de 1933 están llenos de meditaciones sobre el platónico mito de la caverna. Como Platón, Heidegger siente la llamada a la realización histórica de la filosofía, pero a diferencia del ciudadano de la polis griega, Heidegger mantiene frente a la política real toda la despectiva distancia de los mandarines universitarios alemanes; la política diaria es el reino de lo superficial, de la intriga y de la lucha partidista, del gesto estéril y de la palabra vana. El profesor alemán necesita del rodeo por la filosofía de la historia para acercarse a la política; lo cual, subraya Safranski, es un rasgo propio de la coyuntura de Weimar: había que descubrir en las sombras de la vida política las auténticas realidades de la historia. Y así, la simpatía de Heidegger por el nacionalsocialismo, que como opinión política era registrable ya en 1932, no tiene cabida precisa en su filosofía hasta la toma del poder en la «revolución legal» de los primeros meses de 1933. Entonces aparece como «la transformación de todo el ser humano» que rompía con la decadencia, como la irrupción de una posible nueva época en la historia del ser. El «hay que adherirse», que Heidegger aconsejaba a Jaspers, tiene todo el valor simbólico de haber encontrado por fin el acontecer real en que filosofía e historia se reúnen. Esta visión de Safranski me parece sustancialmente acertada, pues, en efecto, es esa peculiar «filosofía de la historia», que Heidegger estaba ya desarrollando a comienzos de los años treinta, y no la analítica existencial, la que proporciona lo esencial de su comprensión del nazismo como supuesta salida de la modernidad, la misma que le llevará, pocos años después, a reinterpretarlo de manera opuesta, no como salida, sino como su realización consecuente. Pero esto no sucederá hasta los cursos sobre Nietzsche de los años 36 y siguientes. ç

A partir de su entrega al «torbellino de la realidad política», Safranski no oculta ni edulcora ninguno de los rasgos más negativos y siniestros de la actividad de Heidegger como militante nacionalsocialista: su asombrosa fascinación por la figura de Hitler, su frenético activismo revolucionario en pro de la Gleichschaltung en el ámbito de la universidad, sus informes acusadores sobre colegas, su silencio y nula resistencia ante las depuraciones de discípulos judíos (a pesar de que, como Safranski subraya, nunca hizo suya la ideología de «sangre y suelo»). En el mismo sentido que Ott y Farías, Un maestro de Alemania se opone a la autojustificación de Heidegger sobre la época del rectorado: ni la aceptación del cargo de rector fue sin más una petición del claustro para evitar males mayores, ni su salida de él un acto de disidencia con el régimen; por el contrario hubo una estrategia del nazismo universitario friburgués en pro de Heidegger y su abandono se debió al fracaso de su acción revolucionaria, que le pareció excesiva y contraproducente al propio ministerio de Baden.

Pero a los hechos, conocidos ya en toda su crudeza, Safranski añade irónicas observaciones sobre la adopción del lenguaje paramilitar de la «grandeza, el peligro y el servicio» en confortables reuniones universitarias, o provocadoras aproximaciones entre los proyectos revolucionarios de Heidegger para la universidad (la lucha contra la burocratización, la unión de trabajo manual e intelectual, etc.) y las reivindicaciones estudiantiles de mayo del 68, que sazonan el texto y retienen la reflexión. Quizá la valoración más elocuente de las ilusiones filosófico-políticas del rector de Friburgo la pone Safranski en boca del director del departamento de política racial del NSDAP: hay que despolitizar la universidad, poniendo fin a los penosos esfuerzos de algunos profesores por «jugar a nacionalsocialistas», e incrementar los efectos económico-técnico de las ciencias. «Por una ironía de la historia no fueron de hecho filósofos como Heidegger los que prestaron los mayores servicios al régimen, sino científicos especializados de "corte apolítico". Ellos fueron quienes dotaron de eficacia práctica al sistema, al que Heidegger durante cierto tiempo quería servir bajo su fantástica forma revolucionaria». De ahí proviene el desengaño filosófico de Heidegger con el régimen nazi, que teorizará abundantemente en los años siguientes, pero sin que ello le llevara a ninguna disidencia política. Y es que, como recalca Safranski, las representaciones políticas de Heidegger, nunca demasiado claras, coincidían globalmente –al igual que las de la mayoría de los alemanes– con la imagen y las realizaciones del régimen, al que siguió políticamente adicto. Pero a partir de 1934 su adhesión volvía al campo de la opinión política y abandonaba el terreno del entusiamo metafísico. Safranski no se esfuerza excesivamente en perseguir los vericuetos de este distanciamiento con el nazismo; da la impresión de que le fatiga el escenario gigantomáquico de la historia heideggeriana del ser y desconfía de su capacidad para el análisis de la realidad, política o personal. Es significativo el escaso aprecio que muestra por las Aportaciones a la filosofía, un conjunto de pensamientos diseñado y compuesto durante los años 36-38 y no destinados a la publicación, que le defraudan porque, como «libro secreto», no contienen ninguna explicación consigo mismo, ninguna forma de autoexamen filosófico, y sí un «dadaísmo metafísico que no deja entrever ningún contenido semántico». De estos años finales del régimen nazi Safranski apenas aporta algún dato que no fuera ya conocido y no va más allá de constatar una censura creciente entre un acontecer exterior, cada vez más trágico y catastrófico, y un pensamiento que se refugia en lo «inicial».

Doblado el cabo de la adhesión al nazismo, Un maestro de Alemania claramente decae. Safranski apenas puede ocultar que la obra del «segundo Heidegger» no le suscita el interés de la primera y los sucesos biográficos tampoco alcanzan un relieve significativo. Los análisis carecen de la intensidad y la agudeza precedentes y el libro se encamina rápidamente al final, que cae abruptamente, dejando en el lector la sospecha de que el autor quería, tras quinientas páginas, desembarazarse ya del tema. Ni siquiera la descripción del clima intelectual de posguerra en el que se inserta la Carta sobre el humanismo o la ambientación del contexto filosófico y social de la famosa conferencia sobre la técnica, aunque útiles, recobran el vuelo anterior. Quizá lo más interesante sean las páginas dedicadas a la recuperación de la relación con Hanna Arendt, y las ironías que desliza sobre el «narcisismo de la pequeña diferencia» que Adorno cultivaba frente a Heidegger en una oposición que se ha hecho ya clásica.

Pero queda el «silencio de Heidegger». ¿Qué dice de él Un maestro de Alemania? Safranski no puede aceptar, cosa lógica tras el conocimiento preciso que él mismo ha expuesto de la colaboración de Heidegger con el nazismo, la versión autoexculpatoria que el propio Heidegger puso en marcha, ocultando hechos, silenciando su entusiasmo revolucionario y difuminando los motivos filosóficos de su adhesión. Pero ¿hay que reprocharle que no entonase un mea culpa público y mantuviese un tenaz silencio sobre el holocausto judío? Las consideraciones que el autor de Un maestro de Alemania hace de la actitud de Heidegger, diferente tanto del silencio agresivo de Carl Schmitt como de la reflexión político-personal de Alfred Baeumler, es enormemente reveladora de su propio pensamiento y del talante general del libro. De un lado, Safranski comprende que Heidegger se negara a pedir disculpas por las matanzas de judíos, pues sobre ellas no tenía mayor responsabilidad que cualquier alemán y de sus presupuestos intelectuales racistas nunca participó. Pero eso no significa que se negara a «pensar Auschwitz»; su análisis de la voluntad técnica de poder, sostiene Safranski, para la que la naturaleza y el hombre son mero material manipulable, incluye implícitamente esa tarea: «Para él, lo mismo que para Adorno, Auschwitz es un crimen típico de la modernidad». Por tanto, el problema del silencio heideggeriano no está en que callara acerca de Auschwitz y su significado. El problema es más de fondo y afecta al pensamiento mismo y al estilo filosófico de Heidegger: «Calló sobre sí mismo, sobre la posibilidad de que el filósofo fuera seducido por el poder». Con ello no se alude al problema universal de la difícil relación entre el «filósofo» y el poder, sino a la cuestión de la responsabilidad del filósofo sobre su propio pensamiento y sus consecuencias. Lo que Safranski reprocha a Heidegger no es que no haya sentado bases filosóficas para una crítica del nazismo, sino que en esa reflexión no hay la menor huella de autocrítica, de referencia a sí mismo como sujeto pensante, que se diluye por completo en el magno escenario de la historia del ser. ¿Quién soy yo propiamente cuando pienso?, se pregunta Safranski, admirado ante el olvido de sí mismo en su pensamiento, al que propende el filósofo, y la respuesta heideggeriana sería probablemente que lo problemático está en el yo y no en el pensar. Heidegger, que inmerso en el calor del pensamiento sentía a Heráclito a su lado, no enunciaba casi nunca sus reflexiones en primera persona; no soy yo, sino el pensar quien piensa. El ser y el pensar son los auténticos protagonistas de esta historia, de nuestra historia, y no la singularidad del filósofo. Éste no es el autor de su pensamiento, sino, a lo sumo, el que corresponde pensando a la interpelación histórica del destino del ser. Esta tendencia a pensar «los abusos de la modernidad en el gran formato de la historia del ser», sin dejar hueco filosófico alguno para la asunción personal de las opciones propias, y por tanto para una responsabilidad sobre ellas, es para Safranski el verdadero silencio de Heidegger. Un silencio que se vuelve contra la analítica existencial de Ser y tiempo «echando a perder un ideal de "existencia propia": la transparencia del ser-ahí para sí mismo» y que no es ajeno a la indiferencia con que contempla el destino trágico de personas muy cercanas que, como Elisabeth Blochmann o Hanna Arendt, sufrieron las consecuencias del régimen político al que se entregó con fervor. Pero estas consideraciones filosófico-morales, para ser realmente definitivas, necesitan de una reflexión sobre el lugar del sujeto en la obra de Heidegger, que Un maestro de Alemania no ofrece, lo que no obsta para que su autor haya salido bien parado en su intento de escribir la narración del «capítulo más excitante del espíritu alemán de este siglo».

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