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La primera mujer (y la última)

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En el principio, cuando reinaba Cronos sobre todas las cosas, confraternizábamos los varones y los dioses. Entre ellos había elementos femeninos, pero no entre nosotros. En aquella Edad de Oro del mítico patriarcado sin mujeres no existía el trabajo, ni la enfermedad, ni el nacimiento. Éramos felices, y vivíamos perpetuamente protegidos. No éramos exactamente dioses, pero no estábamos muy lejos de ellos. Y, un día, todo se fue al traste. Llegó la mujer, como un castigo.

Ya habíamos sufrido otros. Zeus, vencedor de la guerra de los hiperbóreos, fue el primero en poner orden, es decir, límites: los hombres a un lado, los dioses a otro. Pero todo orden es injusto porque es jerárquico. Y los hombres perdieron en el cambio. Prometeo –el que ve con anticipación, el que prevé– fue nuestro primer philan­thro­pos. Que nos ayudara por compasión o por resentimiento –él, un Titán, un dios de segundo rango, quizás un envidioso– es ahora lo de menos. Lo importante fueron las consecuencias de sus actos. Nos trajo el fuego, es verdad, pero también la desgracia, y el trabajo, y la enfermedad, y el nacimiento. Y provocó la llegada de la mujer.

Pandora, como Adán, fue creada con arcilla y agua. El vengativo Zeus, humillado, le encargó su fabricación a Hefesto, el patizambo, que la configuró como una especie de maniquí o replicante de las diosas, hasta entonces únicos elementos femeninos del Universo (mucho más tarde, los pitagóricos clasificarían todo lo existente como «masculino» o «femenino»). Ellas, las diosas, confirieron a ese golem de fabricación divina su irresistible atractivo físico, su encanto: Atenea y sus compañeras la dotaron de los adornos y atributos más convencionalmente femeninos, incluyendo, claro, el charis (el carisma) y unas gotas de sex appeal: para entonces los dioses ya sabían que tiran más dos tetas que dos carretas. Por el contrario, Hermes le dio un nombre que reflejaba la generosidad de los demás dioses (los regalos prenupciales que le entregaron), y el retorcido mensajero Argifonte «configuró en su pecho mentiras, palabras seductoras y un carácter voluble».

Mientras el prudente-imprudente Prometeo permanecía encadenado en el Cáucaso (y con el hígado hecho trizas) purgando el castigo por «su propensión a amar a los seres humanos» (Esquilo), Zeus envío a Pandora a su hermano Epimeteo (el que piensa después, el que se da cuenta demasiado tarde). Lo que sigue es bien conocido: Epimeteo hace caso omiso a los consejos que le había dado su hermano y acepta el regalo de Zeus, convirtiendo a la novia en la Primera Esposa del mundo. Un día, cediendo a la misma curiosidad que Eva (el árbol de la ciencia del bien y del mal), Pandora destapa el ánfora de los males. Y, como Eva, nos trajo la perdición. Por ella, como se sabe, nos llegaron todas las desgracias: «Mil diversas amarguras deambulan entre los hombres; repleta de males está la tierra y repleto el mar». Claro que, gracias a Pandora, la muerte ine­vitable a la que estábamos abocados por Zeus, adquiere un matiz diferente: de su vientre – el útero es otra ánfora– surge la vida que nos prolonga. Para bien y para mal. Desde entonces formamos parte de un colectivo insatisfecho que sobrevive al Tiempo y que le hizo exclamar a Cernuda, gran pesimista: «Alguna vez deseó uno / que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela. / Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla».

El discurso antifeminista que desarrolla de un modo tan completo Hesiodo en Trabajos y Días (47-107) lo encontramos en antiguos mitos orientales antes de pasar al Génesis. Y se convierte, a partir de la Alta Edad Media, en un motivo constante del arte cristiano. Pandora/Eva, la seductora, un estigma para las mujeres creyentes, precisará el contrapeso de María, Virgen y, paradójicamente, Madre del Salvador, el que nos rescatará, a través de su propia muerte, del diktat rencoroso de Zeus tonitruante (¿acaso no había permanecido también Elpis, la Esperanza, en el interior del ánfora?).

La primera y la última mujer sobre la tierra coinciden en ser fuente de todo mal. La ficción cinematográfica postapocalíptica, un subgénero muy popular en los momentos más ardientes de la guerra fría, se complace en mostrarnos los días siguientes al «Día después». Últimamente he tenido ocasión de volver a ver dos de esas películas, muy significativas del momento en que fueron rodadas y de la persistencia de los mitos antifeministas. En The Last Woman on Earth, de Roger Corman (1960), dos hombres y una mujer (un matrimonio y un amigo de ambos) salen indemnes de un misterioso holocausto nuclear que ha acabado con la Humanidad. Por alguna razón, la universal mortandad no ha alcanzado a la vida en el mar. Y ellos, casualmente, se encontraban en el momento crucial buceando (¿en el líquido amniótico?) en las tranquilas aguas de Puerto Rico (por cierto, Estado Libre Asociado de Estados Unidos desde 1952). De regreso a la costa, se encuentran en un paraíso desierto y urbanizado en el que todo está a su disposición, una especie de trasunto del sueño consumista de encontrarse solo en un gran almacén. Dentro de la tragedia universal (que, la verdad, no parece afectarles mucho), están vivos y disponen de todo. Podrían, incluso, ser felices y empezar de nuevo: una reedición –en forma de trío– del primer matrimonio de los creacionistas a partir del que se formó toda la Humanidad. Pero la mujer-Pandora (se llama Evelyn) inevitablemente se convierte en objeto (sexual) de una discordia cainita que acabará en tragedia.

La otra película, otra ficción postapocalíptica muy característica de la serie B, es The World, the Flesh and the Devil (los tres enemigos del alma, según san Juan de la Cruz ), de Ranald MacDougall, estrenada en 1959 (el mismo año, dicho sea de paso, que la famosa La hora final, de Stanley Kramer). Se repite el esquema. Un minero (Harry Belafonte) se queda atrapado durante cinco días a consecuencia de un desprendimiento. Cuando, tras liberarse, sale a la superficie (¿trasunto del trauma del nacimiento de Rank?), se da cuenta de que la radioactividad provocada por una repentina catástrofe nuclear ha acabado con toda vida, aunque ha respetado el entorno físico. Adán se traslada a Nueva York y se encuentra con que toda la ciudad está a su disposición. Se lo monta en un apartamento con todas las comodidades y se dispone a adaptarse a la nueva vida. Pronto descubre que tiene compañía. Primero Ella y luego Él. Y de nuevo la historia se repite: dos son demasiados para competir por Eva, y lo que podía ser un nuevo comienzo (una nueva moral) se ve torpedeado por la discordia que provoca la Mujer (y unas gotas de tensión racial: el protagonista es negro). Esta vez la historia tiene un final feliz, neoadánico (el trío), que habría hecho las delicias de los hippies comuneros de los sixties. Todo un comienzo. Y sin nadie para molestar.

 

Nota al margen: Este «Sub Rosa» hace el número 100. Muchas gracias a todos los que me leen. Y a los que no.

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Ficha técnica

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