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Una vida filosófica

Hans-Georg Gadamer. Una biografía

JEAN GRONDIN

Herder, Barcelona, 544 págs.

Trad. de Angela Ackermann Pilári, Roberto Bernet y Eva Martín-Mora

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No es fácil justificar la biografía de un filósofo vivo. Menos aún en un entorno como el mundo académico alemán, donde no se suelen mirar con simpatía esta clase de trabajos. Heidegger limitaba su presentación de la persona de Aristóteles a decir que «vivió, trabajó, murió», y seguramente le gustaría ver así limitada cualquier presentación de la suya. La autobiografía ya escrita de Gadamer Años de aprendizaje filosófico, Barcelona, Herder, 1998., sus cien años cumplidos o el hecho de haberse convertido en autor de referencia de la filosofía actual tras haber presenciado todo el siglo, pueden ser un aliciente, pero quizá no basten para legitimar la empresa de contar su vida. Jean Grondin lo sabe, y lo confiesa desde la primera página. Por eso hay que reconocerle a este canadiense, posiblemente el más leal y eficaz expositor del pensamiento de Gadamer Son muy recomendables la Introduccióna la filosofía hermenéutica, Herder, 1999, el más conciso Der Sinn für Hermeneutik, Mohr, Tubinga, 1995, y, recientemente, Introduction à Hans-Georg Gadamer, París, Cerf, 1999., la audacia de esta biografía que no quiere ser autorizada. Está escrita desde una cálida distancia, con prudencia y con la conciencia de que es sólo una biografía posible. Intelectual y personal, pero no íntima ni con ambiciones de ser una indagación crítica político-social. Algún biógrafo con intereses psicoanalíticos, y el propio Grondin lo insinúa más de una vez, ahondaría en la difícil relación con un padre prusiano, puritano y científico, que desdeñaba las humanidades y que a duras penas consintió en que su hijo eligiese la carrera de filosofía, o en la temprana muerte de la madre (Gadamer tenía cuatro años), al parecer muy sensible al arte y la poesía, como factores nada irrelevantes en la carrera del hijo y en la elaboración misma de una hermenéutica filosófica que, al menos en primera instancia, se propone legitimar al arte y las ciencias del espíritu frente al predominio de la ideología científica. O extraería algunas conclusiones de la curiosa correspondencia entre la productividad de Gadamer y sus dos matrimonios: lo mejor de su obra surge a partir de los años cincuenta, tras sus segundas nupcias con una mujer, antigua estudiante suya, que no ha sido nunca ajena a su trabajo filosófico. Cierto es que también son los años en que Alemania se estabiliza, por fin, política y económicamente: el biógrafo con intereses de esta especie insistiría en el enclaustramiento social de Gadamer, durante toda su vida, en una burguesía universitaria casi impermeable a las convulsiones sociales de la República de Weimar, extraña al movimiento estudiantil de los sesenta, y de una sospechosa ambigüedad durante el nazismo. Grondin aborda con detenimiento y honestidad este último punto, sin obviar los puntos oscuros, aunque con un talante defensivo que, aparentemente, no ha satisfecho a las reseñas más críticas en Alemania. Pero su intención era, sobre todo, ofrecer una biografía muy bien documentada del filósofo Gadamer, una biografía como sólo podría escribirla otro filósofo que conoce al dedillo todos los textos del biografiado y que ha hecho un uso diligente de todo tipo de fuentes y de un acceso privilegiado a Gadamer y su entorno personal, incluidas cartas y prolongadas conversaciones orales que, sin embargo, al contrastarlas con otros documentos, sabe no considerar como la palabra última y definitiva: Grondin es muy consciente de que la sinceridad del entrevistado no garantiza la exactitud de los recuerdos.

Ello no le ha librado de una cierta empatía muy poco gadameriana, pero sí basta, seguramente, para considerar esta biografía un libro imprescindible en la literatura sobre Gadamer, y para saludar su publicación en España coincidiendo con el centenario del filósofo. Aunque es de temer que este oportunismo editorial haya exigido un apresuramiento al que no es ajeno, quizá, lo irregular de la traducción castellana: entre pasajes muy decentemente vertidos se suceden no pocas páginas manifiestamente mejorables. En todo caso, disponemos ahora de una obra en la que se presenta la evolución personal de Gadamer, sus experiencias, sus lecturas, sus estudios y, en un valioso apéndice, todas las lecciones impartidas en su carrera docente; incardinado en todo ello, el paulatino surgimiento de una filosofía que ha marcado el final del siglo XX.

Sin sensacionalismo, Grondin bucea en una vida que, como la de cualquier académico puro, parecía agotarse en cuatro líneas: los años de estudio y docencia en Marburgo, el encuentro con Heidegger en 1923, que habría despertado a Gadamer del sueño neokantiano, el lento ascenso a catedrático, culminado en la época nazi (1938), los años de guerra y ocupación soviética en Leipzig, el paso por Francfort y establecimiento en Heidelberg como sucesor de Jaspers, para desembocar en el éxito mundial que siguió a Verdad y método. Sólo ahora se nos ofrece un fresco mucho más rico y matizado. Los motivos de la hermenéutica se hallaban ya in nuce en las lecturas juveniles del estudiante desorientado en una Alemania –y una Europa– descalabrada al final de la Primera Guerra Mundial. El abandono del neokantismo decimonónico y la crítica a la ciencia se anunciaban en su maestro Hönigswald de los primeros años universitarios. La preocupación por el arte o la historia fue producto de una elaboración propia, menos dependiente de lo que creíamos del decisivo encuentro con Heidegger. Este último, tanto o más que en la influencia teórica de los pensamientos anteriores a Ser y tiempo, resultó en una poderosísima fascinación personal, que se prolongó hasta la muerte de Heidegger: sólo entonces se atrevió Gadamer a escribir sobre él. Entretanto quedaban la más compasiva que sincera acogida del maestro en su casa al joven matrimonio Gadamer durante el peor verano de la inflación, la decisión de dedicarse a la filología griega, el distanciamiento durante los años del nacionalsocialismo o la contribución a la rehabilitación de Heidegger durante la posguerra.

En ese fresco, el lector puede asistir a la penosa maduración personal e intelectual de Gadamer, a su florecimiento tardío como autor y maestro aún hoy activo, a la evolución de sus relaciones personales y académicas, donde Gadamer pone en juego las mismas capacidades de comprensión y diálogo que vertebran su filosofía. Por su «cuna», estaba destinado a moverse en ambientes académicos; pero no es esa la única razón de que haya tenido tantos discípulos y tan diferentes como pocos filósofos de nuestro tiempo. El nacimiento de Verdad y método, su difusión y efectos en los años siguientes, la disputa con la crítica de las ideologías o el análisis de su experiencia norteamericana son objeto de una esmerada exposición que tanto aprovecha al iniciado como ilumina al que quiera acercarse por primera vez a Gadamer y su filosofía. De especial interés son la atención al (des)encuentro con Derrida y, quizá no ajeno a ello, la presentación del último pensamiento de Gadamer en los años noventa, con su fenomenología del ritual.

Pero la piedra de toque para los críticos sigue siendo la actitud durante el III Reich. Se le ha reprochado su capacidad de adaptación y su falta de compromiso con la resistencia –salvo su relación personal con los protagonistas del atentado del 20 de julio–. A veces, incluso, algún género de colaboración; aunque el fundamento para ello es muy débil El ataque más duro y tendencioso a Gadamer en este sentido ha sido el de Teresa Orozco, Platonische Gewalt. Gadamers politische Hermeneutik der NS-Zeit. HamburgoBerlín, Argument-Verlag, 1995.. Los capítulos de Grondin ofrecen un análisis exhaustivo, y describen de modo bastante creíble de la actuación de los nazis en el mundo universitario alemán. A pesar de las críticas que ha recibido, se propone menos justificar a Gadamer que desautorizar las condenas emitidas a posteriori. ¿Cómo dictar, medio siglo después, lo que otro tenía que haber hecho en una situación única que no podía abarcar como nosotros? Grondin deja claro que Gadamer no fue nunca un nazi, ni un simpatizante, lo cual le costó más de un disgusto en los años treinta. Y que tampoco se comportó jamás como un antinazi. Más bien, y esto dice quizá tanto de la persona Gadamer como de la filosofía hermenéutica, ejerció sus dotes para moverse por las zonas grises de la dictadura, en las que el horror no aparece del todo y uno puede hacerse no desagradable a los ojos del poder, pero sin comprometerse nunca con él de tal modo que tenga que traicionar las convicciones personales o los vínculos con amigos judíos perseguidos. De hecho, la misma capacidad de adaptación mostró durante los dos años que estuvo de rector bajo la ocupación soviética. Durante ellos trabajó, como lo haría después en el Oeste y como lo había hecho en el nazismo, estrictamente en aras de la excelencia universitaria, sin considerar la ideología de los colegas. Tenía la idea de que el mundo quedaba fuera y de que, sobre todo en el caso del fascismo, «los verdaderos nazis no tenían interés en nosotros», los académicos. Lo cual, en parte, puede ser verdad; pero alguien podría replicar que eso no dice mucho en favor de los académicos.

El punto es, probablemente, que Gadamer, como casi todos los intelectuales liberales alemanes, a pesar de la opresión que sin duda sentían, no empezó a comprender el significado real del nacionalsocialismo hasta que llegó la guerra y la derrota. Y ello queda como una cuestión para la misma concepción hermenéutica de la filosofía: en qué medida puede esa constelación de ser, comprensión y lenguaje que hemos aprendido con Gadamer hacerse cargo de las catástrofes del siglo XX. Irónicamente, la pregunta revierte sobre esta biografía, que el propio Grondin inaugura, a modo de lema, con el shakespeareano homenaje de Edgar a los mayores al final de King Lear. Sólo que el biografiado, que tanto de sensatez y phrónesis nos ha enseñado, no ha sido nunca rey caído o loco, y se ha mantenido, incluso cuando ésta hacía más ruido, al margen de la tragedia.

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