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¿Aprender a aprender?

El valor de educar

FERNANDO SAVATER

Ariel, Barcelona, 1997

224 págs.

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Hace ya bastantes años que cuando echo en falta una opinión a la vez valiente y razonable sobre cualquier tema de actualidad, como por ejemplo las drogas, el terrorismo, las parejas de hecho, el nacionalismo o la violencia televisiva, espero que Savater escriba un artículo. Casi siempre ocurre y rara vez defrauda mis esperanzas. Él es para mí una especie de poeta intelectual: alguien que escribe lo que yo habría querido escribir, pero mucho mejor que yo podría hacerlo. Suelo leer sus artículos para enterarme bien de lo que yo mismo pienso. Así que me alegré mucho de que hubiera escrito un libro de filosofía de la educación, harto como estoy de que derechas e izquierdas, carcas y progres, disfracen de principios sus intereses y sus prejuicios y los defiendan con esa inexpugnable mala fe intelectual que se nutre de la convicción de la bondad moral de una causa. He de decir que tampoco en esta ocasión Savater me ha defraudado. Su libro dice un montón de cosas razonables y bien razonadas. Y –consecuencia necesaria– pone en evidencia muchos lugares tan comunes como interesados e irreflexivos.

Entre las cosas razonables se encuentran las dos principales del libro, que son sendas propuestas de ideales educativos moral e intelectual. El ideal moral es la universalidad democrática. La universalidad debe entenderse tanto en extensión, que la educación llegue a todos (igualdad), como en intensión, que se centre en las raíces comunes a todos los hombres, no en las particularidades –el follaje lo llama Savater, continuando la metáfora vegetal– que los distinguen y separan. Pero como esa universalidad sólo es posible dentro de una forma política democrática, la enseñanza no puede ser neutral ante ella, así que no deberemos renunciar a formar ciudadanos demócratas so pretexto de que la democracia es una forma de convivencia particular. Por feliz casualidad el otro ideal, el intelectual, está expuesto en el capítulo titulado «Una humanidad sin humanidades». Sería un humanismo que consistiera en desarrollar «la capacidad crítica de análisis, la curiosidad que no respeta dogmas ni ocultamientos, el sentido del razonamiento lógico»… Este humanismo apela también a la universalidad de la razón, porque no hay humanidades sin fundamentación racional a través de la controversia de lo que debe ser respetado y preferido. En una línea muy habermasiana, Savater sostiene que el ejercicio de la razón es una búsqueda de la verdad a la que son obstáculos la sacralización de las opiniones y la incapacidad de abstracción y a la que favorece el diálogo entre iguales.

La defensa del primer ideal, brillante es muy de agradecer por los que lo defendemos contra la imparable corriente de particularismos étnicos y relativismo postmoderno que son moda en los noventa. La del segundo, en cambio, es algo más floja y padece de complicidades algo ingenuas con ciertas ideas recibidas, aunque sea de gente progresista. Su principal defecto es que para ensalzar la razón crítica minusvalora el aprendizaje de lo concreto. La complicidad más notable es con el tópico de que importa aprender a aprender, no memorizar datos que, además, pronto quedarán obsoletos; por lo cual sería preferible la formación general a la formación específica. Según esta manera de ver las cosas, quizás no se pueda prescindir totalmente de los datos, de lo particular, pero no son más que un camino hacia lo general; algún contenido es necesario, pero sólo como instrumento; lo primario es la forma de enseñar; no es cuestión del qué, sino del cómo se enseñe o, en fin, para aprender a razonar, el ideal intelectual que se persigue, es importante la motivación, pero irrelevante la materia.

Mil veces oído, poco congruente, menos viable aún. Primero, porque no se puede aprender directamente a aprender, se necesitan datos y memorias. Segundo, porque si son necesarios, aun siendo indiferentes tendremos que elegir entre ellos. ¿Cómo nos decidiremos, entonces, entre francés, inglés, álgebra, estadística, latín o informática si todos son formativamente neutros? Decir que lo importante es el cómo, no el qué, es un modo de huir del problema de los contenidos, no de resolverlo. Es como decir: «A mí, que soy filósofo y represento lo general, el asunto me da completamente igual; allá vosotros, pobres representantes de particularidades con vuestras pequeñas rencillas». Tercero, porque los contenidos no son indiferentes para el razonar, al menos sobre ellos. Cuanto mejor la información, cuanto más familiares los contenidos y mayor el dominio de la materia –en suma, cuanto más datos y mejor memoria– mejor también el razonamiento. Los ejemplos pueden tomarse del propio libro de Savater. Tras una lectura directa de The Bell Curve, el vituperado libro de Murray y Herrnstein, no hubiera atribuido a sus autores la falacia, contra la que ellos mismos no dejan de advertir, de atribuir a las personas los promedios de su grupo. Haber pensado más en el inglés o la química le hubiera ayudado a no escribir el capítulo sobre las humanidades pensando casi únicamente en la filosofía. Quizás quien enseña ésta acierte en pensar que lo importante no es aprender filosofía, sino a filosofar. Pero quien enseña inglés (y no francés o ruso) hará mejor en asumir que sus alumnos buscan aprender precisamente inglés, saberlo «de memoria» y hablarlo de modo habitual e irreflexivo, no sólo un medio para razonar mejor. Y, otro ejemplo: una mayor conciencia sociológica le hubiera prevenido de hablar del «Eclipse de la familia» tout court, mientras estaba pensando en familias de profesionales de doble carrera que padecen además la crisis del servicio doméstico.

Son ejemplos, no reproches. Todos hemos de fiarnos de otros y Savater maneja la información más difundida entre psicólogos, pedagogos y sociólogos. Combate admirablemente con toda clase de idola; pero a veces cede, como en esto de la educación y la instrucción. Primero los diferencia: constata al comenzar el libro que todas las sociedades han educado pero sólo en unas pocas se ha estudiado y en el capítulo sobre los contenidos rememora su distinción entre los griegos. Pero el capítulo entero sobre la disciplina, que por lo demás tanto deleite procura, se abre con la falacia de que obligamos a los niños a estudiar como en todas las sociedades se les obliga a educarse. ¿Cómo es que se abandona la distinción? Pues porque (pág. 47) resulta hoy ya notablemente obsoleta (¿quién lo dijo?). Y engañosa, pues no cabe educar sin instruir y quien instruye necesariamente educa. Sobre la obsolescencia, sólo cabe recordar lo de pensar pese a dogmas, convenciones y modas; sobre lo de engañosa, no es buena lógica concluir que dos cosas no se pueden distinguir mentalmente porque no se puedan separar realmente y tratarlas en adelante como una sola. En general, las cosas que Savater dice de la educación en general –por ejemplo, que debe ser universalidad democrática o que debe formar en la razón– no pueden decirse del bachillerato, ni del derecho, ni de la ingeniería, ni del inglés, ni de la teología, ni de todos aquellos estudios que se hacen, no para ser mejores ciudadanos, sino para ser mejores profesionales, alcanzar mayor estatus social o para ganar más dinero. No para la universalidad, sino para la diferencia y la jerarquía, para la particularidad frente a otras particularidades.

Arropadas entre estos debates fundamentales, Savater hace muchas afirmaciones de menor alcance. Elijo algunas que van contra ciertas pedanterías pedagógicas muy al uso y que son por ello –no voy a ocultarlo– las que más gozo me han producido: que a la escuela se va a aprender lo que no se enseña mejor en otra parte; que es considerable necedad afirmar que todas las opiniones son igualmente respetables, cuando lo único que debe merecer igual respeto son las personas; que no hay razón por la que la química deba considerarse disciplina menos humanista que el latín; que la libertad es un logro de nuestra integración social, no algo preexistente que ésta destruye; que la disciplina es necesaria para el estudio; que el niño crece apoyándose en los adultos como la hiedra contra la pared; que la misma idea de ir a la escuela a aprender a jugar es disparatada; que la desaparición de la autoridad familiar no predispone al niño a la libertad responsable, sino quizás a formas colectivas de autoritarismo; que los niños aprenden muchas cosas mediante la televisión; que majaderías tales como que si los niños viesen menos televisión ocurrirían muchos menos asesinatos tienen gran predicamento; que muchos niños prefieren jugar a estudiar; que los análisis del micropoder de Foucault han llevado a sus discípulos a sostener dañinas macrodemagogias; que es un fraude convertir a los niños en una minoría oprimida por el autoritarismo docente de los adultos; que en muchos defensores de las «otras» culturas late un racismo intelectual que cree elogiar lo que discrimina; que el propósito de la enseñanza escolar es preparar a los niños para la vida adulta; que muchos profesores son tan pedantes porque fueron demasiado buenos en la asignatura que enseñan; ¡y hasta que la memoria no se opone al entendimiento, sino que lo complementa!

En fin, El valor de educar es tan bueno en fondo y forma que bien merece las más de diez ediciones que lleva en un año. Tan bueno que con esta crítica yo querría pedir a Savater un nuevo libro. El que ha escrito está muy bien para la educación general, la que tiene lugar en la familia, en los grupos de iguales y en el nivel de enseñanza obligatorio. Nos falta ahora una teoría del bachillerato, de la formación profesional y de la universidad. El nuevo habría de llamarse algo así como «El valor de estudiar», y no podría ser tan filosófico.

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Ficha técnica

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