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El espía que amé

Anthony Blunt. El espía de Cambridge

MIRANDA CARTER

Tusquets, Barcelona

Trad. de Antonio-Prometeo Moya

584 págs.

23,08 €

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Tengo que confesar, antes de hacer la reseña de este libro, mis vínculos personales con los espías del «círculo de Cambridge». No son ni delictivos ni muy profundos, pero pueden dar una visión lateral aunque autóctona de lo que, más allá de la guerra fría y su propia muerte, les hizo y sigue haciendo fascinantes: la figura del traidor de buena intención. En el año 1968 empecé a tratar en Madrid a Amaya Lacasa, que, aparte de su encanto y su inteligencia, acababa de publicar una traducción de El maestro y Margarita de Bulgakov, escritor decretado de culto ya antes de haberse leído. Amaya había nacido en Rusia, donde su padre, el gran arquitecto Luis Lacasa, se había exiliado al fin de la Guerra Civil con su familia; otro nombre importante de aquel exilio republicano en la Unión Soviética, el escultor Alberto, era tío de mi nueva amiga. Un día, Amaya me habló de Burgess, pero no, como yo creí al principio, del novelista autor de Una naranja mecánica, sino de otro, también inglés, que ella había conocido de lejos en Moscú: Guy Burgess, de la pareja de espías Burgess & MacLean. Esos dos nombres me sonaban, pues tenía yo la edad suficiente para recordar el gran alboroto que se armó en Europa cuando, en 1963, el «tercer hombre» del grupo de Cambridge, Kim Philby, amigo y colaborador de Burgess y MacLean, burló en última instancia el acoso del servicio de inteligencia británico, que lo había descubierto, y logró cruzar en dirección Este el telón de acero (a España también llegó la noticia, con un tinte anticomunista subido).

Los relatos de Amaya Lacasa con aquellos tres protagonistas me descubrían un mundo inaudito, apetitosamente literario y no del todo halagüeño entonces para el joven estudiante miembro de la FUDE (Federación Universitaria Democrática Española) que era yo; la Unión Soviética quedaba mal parada, no por haber inducido a la traición a tan brillantes ingleses, sino por el trato que les dio cuando se refugiaron en Moscú huyendo de su país. Una íntima compañera de Amaya se hizo novia de un hijo de MacLean (con el que se casaría), y en alguna ocasión el propio ex espía apareció en fiestas familiares, donde mi amiga nunca dejaba de reparar en él: aunque siempre atento a la más cercana botella de vodka que hubiera en la casa, Donald MacLean era culto, guapo, buen conversador, y aportaba a la asfixiante ramplonería moscovita que Amaya (en 1968, prudentemente) pintaba, un aire de aventura y anglomanía nostálgica «very refreshing». Tanto MacLean como Burgess eran, también fuera de las fiestas, unos borrachos conocidos, y el hijo del primero daba en privado una imagen del padre nada encantadora: escandaloso, pendenciero, y a veces violento con los muebles y las caras de sus allegados. Yo no me cansaba de pedirle a mi amiga que siguiera contándome detalles de la vida de esos gentlemen tan ilustremente amargados.

Pocos años después, viviendo en Londres como estudiante posgraduado de historia del arte, se me apareció sir Anthony Blunt. Al estar matriculado en el University College tenía yo acceso a las bibliotecas y seminarios de los institutos Warburg y Courtauld, integrados también en la Universidad de Londres, y frecuenté todo cuanto pude aquellos dos templos de un saber artístico rebuscado hasta lo esotérico. Del Warburg recuerdo especialmente unos cursos de emblemática aplicada al teatro último de Shakespeare impartidos por Frances Yates, y del Courtauld la aparición en el aula de un hombre, sus andares zancudos, su voz de letanía, sus manos ingobernables, su Borromini. Blunt se despedía como conferenciante y director del Courtauld, y la expectación por escuchar sus lecciones sobre el grandísimo –y saturnal– arquitecto romano (publicadas después en su libro Borromini ) era más propia de un estreno de ópera o un vernissage. Lo curioso, y con esto termino mis evocaciones personales, es que yo ya sabía entonces, cinco años antes de que lo revelara la señora Thatcher a la opinión pública, que sir Anthony era el «cuarto hombre». Comentándole cierta tarde a un buen amigo de aquel tiempo, el traductor inglés de Gombrowicz y hoy catedrático Alastair Hamilton, mi entusiasmo por los libros que estaba leyendo de Blunt (su Guernica, su William Blake, su Teoríaartística en Italia ), Alastair, que lo había conocido a través de su padre, el editor Hamish Hamilton, me puso en la pista, con una mezcla de understatement y picardía, de lo que hacía ya tres lustros se había filtrado en la alta sociedad cultural londinense: la condición de espía soviético durante los años de la segunda guerra y posguerra mundial del que luego sería historiador reputado, supervisor de las colecciones pictóricas reales y caballero del imperio.

Cuando al fin en 1979 la primera ministra conservadora rompió el tácito pacto que a lo largo de quince años mantuvieron la inteligencia británica y el noble espía confeso –a quien le fue permitido, nunca se supo si con consentimiento de la reina, mantener sus cargos y sus títulos– Anthony Blunt (ahora sí se le quitó el «sir», y la nada tomó a su alrededor la forma del acoso periodístico y el vilipendio de los transeúntes) pasó a convertirse en el hombre que todo el mundo amaba odiar. Especialistas de arte rivales, antiguos amigos que se sentían retrospectivamente traicionados por el traidor, practicantes de la homofobia afianzados en sus teorías de lo conspiratorio y postizo que siempre hay en el homosexual, hicieron oír su voz en un país, la Gran Bretaña «thatcherizada», maduro para la exaltación patriótica. Seguí las noticias de aquel desvelamiento recién instalado en Madrid después de una década inglesa, curioso, irritado y nostálgico. Mi amigo Alastair estaba en lo cierto, pero yo no despojaría a mi admirado Blunt de ninguno de sus atributos; ni siquiera de aquellos que lo convirtieron, por idealismo e instinto de negación, en un espía de novela barata.
Miranda Carter ha abordado una empresa difícil, pues tenía que satisfacer a la verdad, a la patria, a la historiografía del arte y a la leyenda. En todo sale airosa. El establishment británico le ha concedido dos premios prestigiosos, el libro gustó al público, y, sometida concienzudamente a las leyes del género biográfico, alcanza más vuelo en la evocación ambiental y en el relato de situaciones que John Banville en su novela El intocable, también inspirada por Blunt. Carter es muy escrupulosa en sus fuentes (fastidiosa, diríamos, poniéndonos anglicistas), pero tiene ojo y desparpajo narrativo: entra como un invitado más en las fiestas «gays» del Cambridge universitario de los años veinte, refleja de pasada las manías de clase y el torturado erotismo del grupo de Bloomsbury, viaja a nuestra Guerra Civil con los intelectuales ingleses comprometidos (Blunt estuvo en España en 1935), y, en la parte más ensayística, resume de forma muy solvente la labor del historiador; su incomprensión inicial de Picasso, que luego hizo objeto de adoración en forma de conferencia anual (y libro) sobre el Guernica, su desdén nunca paliado por el surrealismo, la evolución desde una primera fase de crítico engagé y hasta panfletario a gran connoisseur del arte francés del Renacimiento y propagador (algunos dirían inventor) de Poussin.

Pero ninguna biografía es buena si el autor no es un buen retratista. También en ese resbaladizo territorio mantiene Carter el pulso. Su galería de personajes es amplia y está llena de grandes nombres (entre ellos, la plana mayor de los historiadores y académicos ingleses, casi todos enrolados durante la guerra en los servicios de inteligencia, aunque todos, excepto Blunt, espiasen a favor de una sola patria). Y de delincuentes hermosos y «locas» pretenciosas como John Gaskin, el amante más duradero de Blunt, con quien la autora no escatima (en el capítulo 15) trazos de crueldad posiblemente merecidos. El libro, con todo, tiene dos protagonistas. Uno, naturalmente, es el titular; el otro es Guy Burgess, inductor político de Blunt en los días universitarios, cuando el primero solía decir a sus compañeros de college : «El que quiera conocer el materialismo dialéctico, que venga a verme».

Carter cita una frase que dijo Auden cuando Guy Burgess, también amigo suyo y compañero de correrías, se escapó a la Unión Soviética en 1951: «Sé exactamente por qué se ha ido Burgess a Moscú. No le bastaba con ser maricón y borracho. Tenía que seguir rebelándose, romper con todo». El veredicto nos sirve también para entender a Blunt. Entre la joven intelligentsia inglesa de los años veinte y treinta, ser comunista era el supremo gesto de bondad; no afiliarse al partido, dijo una de las amigas de Blunt, Tess Rothschild, «significaba que no queríamos luchar por el pueblo, que éramos egoístas». El comunismo fue el espejismo de un humanismo, pero en el caso del joven Anthony había un espíritu de repudio mefistofélico. «Todos los días –contó su compañero de universidad John Hilton– desterraba a un músico; despreciaba a Tennyson, a Shakespeare, al Renacimiento italiano». Por consagrados.

Ahora bien, una cosa es ser nihilista, o comunista, o internacionalista, y otra subirse las solapas del abrigo y acudir a un parque del extrarradio de Londres para pasarle unos microfilmes secretos a un agente de Stalin (Blunt siempre alegó en descargo suyo que sus actividades de agente doble no causaron víctimas británicas, aunque eso algunos lo ponen en duda). Desenmascarado en 1979, a los setenta y dos años, Blunt daba respuestas desconcertantes, contradictorias, cuando le preguntaban por sus motivaciones. Unas veces murmuraba, escuetamente, «indios y vaqueros», como señalando el maniqueísmo de una decisión que en 1940 era más clara que en 1970. Otras se jactaba de su capacidad de engaño: «Debes admitir que soy un gran actor», le soltó a su hermano Wilfrid. En momentos más cínicos llegó a declarar que lo había hecho «por divertirse» soportando la angustia de la mala conciencia mientras señalaba el vaso de whisky: «Con esto y con más trabajo y más trabajo». Nunca se arrepintió de su traición, aun lamentando el sufrimiento o la decepción que hubiera podido causar a los suyos. La historia de Europa ha dejado en mal lugar sus sacrificios, y la imagen de un falsario no puede ser grata. Pero nadie le podrá negar el talento, el valor. Y la entrega: primero a un dios político que le falló, a él y a muchos otros cruzados de gran corazón; después a la infalible religión del arte, de la que sigue siendo sumo sacerdote.

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Ficha técnica

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