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Anna Seghers: La séptima cruz

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La ascensión y caída del Tercer Reich viene siendo, desde la inmediata posguerra mundial, un tema recurrente en la novelística de nuestro tiempo. La razón de esa recurrencia es evidente, pues se trata del mayor drama histórico del siglo xx. A ello ha contribuido no poco el esfuerzo hecho para mantener viva la memoria del Holocausto en recuerdo de los seis millones de judíos sistemáticamente exterminados por el régimen nazi, pero no debemos olvidar a las víctimas alemanas no judías aplastadas por la máquina totalitaria diseñada por Hitler y sus secuaces. Por ejemplo, lo que se calificó de «arte degenerado» no fue sino un programa de exterminio (que in­cluía a judíos y no judíos) de todos aquellos artistas y obras de arte (música, literatura, pintura…) considerados disidentes de la línea oficial y de cuya obra hoy, poco a poco, con cuentagotas, van empezando a asomar en superficie los pecios de aquel naufragio intelectual. Y del mismo modo se aplastó a los movimientos sindicales y políticos de signo izquierdista. Se trató de una verdadera persecución y guerra interna contra todos aquellos que no se sometieran con ciega docilidad al poder autoritario del nacionalsocialismo. Anna Seghers (Maguncia, 1900-Berlín, 1983) vivió para contarlo: se exilió a tiempo y escribió desde el exilio. En su relato la suerte de los judíos es apenas una referencia necesaria, no porque la desdeñe, por supuesto, sino porque se centra en la terrible aventura de siete presos del campo de concentración de Westhofen; siete presos disidentes alemanes, sindicalistas, y sus familias y el entorno de su círculo vecinal. Lo cual nos da una visión distinta, otra cara del terrible drama de un país sumido en la abyección o la desesperanza bajo la bota del nazismo. Pero, como corresponde a una luchadora, también el valor de la resistencia impregna las páginas de este relato, La séptima cruz, una de las novelas más poderosas e inmarcesibles que se han escrito sobre el conflicto y sobre la resistencia al terror organizado.

El libro cuenta una historia singular. Cuando siete presos se fugan del campo de Westhofen, el jefe del campo pone en marcha la máquina represiva en la persecución de los evadidos y pone su autoridad y su orgullo en la promesa de atraparlos en el plazo de una semana. Manda podar siete árboles, los cruza con un madero para darles forma de cruz y anuncia que, a medida que sean capturados, los irá colgando de esos siete árboles, con la intención de ejecutarlos a continuación a la vista del resto de los prisioneros: un siniestro escarmiento que pretende ser una verdadera lección de humillación y reducción a la impotencia y un metódico despojo de su condición humana a los presos. La novela va narrando la captura, vivos o muertos, de los seis primeros, pero el séptimo, al que corresponde la séptima cruz, se convierte en un símbolo para ellos: o la última esperanza, o el golpe de gracia. Y también para los carceleros: o la confianza en su superioridad, o la impotencia. Día y noche, la séptima cruz se mantiene vacía ante los ojos de todos, a la espera de la captura del último de los evadidos.
Naturalmente, el punto fuerte del libro es la escritura, pero también lo es su intrincada estructura. Anna

Seghers se decide por la simultaneidad de acontecimientos a la hora de narrar; así, la línea que conduce el libro es la peripecia de Georg Heisler, el séptimo fugado. Es un relato estremecedor, pero no tanto debido a la presencia de sus perseguidores (en realidad apenas se los ve: sólo vemos a los mandos del campo) como a su temor a ser capturado de nuevo. El desarrollo de ese temor es lo que construye la figura de Georg. Seghers pone el acento tanto en los mandos que esperan noticias como en los momentos y situaciones en las que Georg es susceptible de ser atrapado o delatado, bien por alguien que ocasionalmente se cruce o dé con él, bien por la delación de algún conocido (pues es sobre su familia y amigos sobre los que actúa la policía para estrechar el cerco). Así pues, desde el inicial esfuerzo físico por alejarse del campo hasta los primeros escondites, lo que se expone ante el lector es el ánimo cambiante, el miedo y la necesidad física de supervivencia, convertidas por el fugado en vivencias íntimas e inmediatas, que nutren el miedo, la desconfianza y también la esperanza de un final feliz.

Anna Seghers no hace una sola concesión al sentimentalismo. El tono del miedo y la lucha de Georg aparece enseguida, en la escena en que está a punto de ser descubierto y, para su fortuna, descubren a otro de los fugados, Pelzer, lo que lo libra momentáneamente de la persecución, y también al angustiado lector, pues la narración se desvía de Georg y sigue a Pelzer. Es también un ejemplo de la naturaleza de las emociones y las realidades en tiempos oscuros, pues su momentánea salvación la debe a la caí­da de un compañero, no a su habilidad para escapar; es decir, en cierto modo su suerte cae sobre su conciencia, lo cual tampoco le intimida, pues, al fin y al cabo, se encuentra metido en una lucha por la supervivencia. Es un ejemplo de concepción de secuencia dentro de un esquema narrativo que no cede a ninguna simplificación: si Anna Seghers nos quiere dar una lección de esperanza y resistencia, lo hace perfectamente consciente de que lo plantea en y desde el infierno, y con todas sus contradicciones, no fuera de él y a favor de una ideología determinada. Su honestidad personal y literaria le impide jugar con ninguna clase de ventaja a la hora de dejar ver sus intenciones.

«Hora y media de viaje en ferrocarril entre la vida y la muerte era cosa factible». Este es un pensamiento de Georg en su huida, camino de Fráncfort. Georg es un tipo duro, ha resistido la tortura, pero estamos siguiendo, además de su dureza, además de su conciencia de militante comunista que lo empuja a mantener la lucha, su inseguridad y su miedo: todo es tierra hostil y sus horas de vida fuera del campo son las de un fugitivo, de manera que recela de todo aquello que alcanzan sus sentidos: la realidad exterior es un enemigo formidable, compacto, en el que debe hallar fisuras que, simplemente, le permitan sobrevivir un rato más, hasta que suceda algo, hasta que se le ocurra algo más. Este es el hilo conductor; a medida que la fuga va abriéndose a la realidad exterior, el peligro se multiplica.

Evidentemente, el seguimiento exclusivo del miedo de Georg haría la novela insoportable. Anna Seghers recurre entonces –por necesidad expresiva y por concepción del mundo, es decir, por fidelidad a la intención que guía el libro– a la multiplicidad de puntos de vista. Así es como entran en acción los demás personajes. De esta entrada participan perseguidores y perseguidos, cuerpos de seguridad y civiles. Vamos siguiendo al jefe de campo, Fahrenberg, a su lacayo Zillich, al interrogador Overkamp… y la autora les da cuerda enseguida. Las razones y actitudes de cada uno son distintas: Fahrenberg se juega en el envite su ciego orgullo, que es el criadero de su maldad; Zillich percibe hasta qué punto su futuro depende de su jefe y hasta qué punto es débil, pequeño; Overkamp se plantea su interrogatorio al jefe de los fugados, Wallau, como un reto que intuye que no puede ganar. No se trata, en modo alguno, de personajes de cartón piedra; al contrario: lo que los hace interesantes, aun en su abyección, es su componente humano.

Otro es el miedo de los civiles. Seghers va mostrando poco a poco a los diversos personajes que pertenecen a la vida civil de Georg, a la vida anterior a su internamiento en el campo, y va mostrándolos para que, en el momento adecuado, la persecución y la suerte que estará corriendo Georg incida sobre sus vidas y muestre la materia de la que están hechos. En realidad, todos tienen miedo a perder algo, excepto Overkamp, que actúa como lo que es: un experto interrogador que viene de fuera y se va cuando da por terminado su trabajo, un profesional no implicado. Pero los demás dependen de un modo u otro de lo que suceda con Georg. Así es como desfilan ante nuestros ojos la ex esposa y el suegro de Georg, sus amigos (Hermann, Franz, Paul Röder, su novia Leni, Fiedler), en fin, todo un mundo de personas que, en principio, tratan de mirar para otro lado como modo de supervivencia, pero que indefectiblemente van a verse afectados por la situación de Georg en fuga, un hombre, no lo olvidemos, en constante peligro de ser reconocido en la ciudad donde todos ellos habitan y unos personajes que, de un modo u otro, se encuentran fichados por una policía que trata de encontrar a aquel o aquellos que pueden dar cobijo, aunque sea momentáneo, al fugado. Así pues, el miedo opera por extensión. El fugado es una piedra lanzada en aguas aparentemente tranquilas que, de pronto, empiezan a expandirse en ondas.

«Cuando una persona topa con algo extraordinario, incontrolable, busca en lo incontrolable el punto de apoyo para su vida ordinaria. Por eso, la primera idea de Mettenheimer fue no ir a trabajar». Así piensa Mettenheimer, el suegro de Georg cuando es llamado por la Gestapo y constituye un ejemplo excelente de cómo incardina maravillosamente la autora a cada uno de sus personajes en la ola que ha levantado la fuga. Uno por uno, se alejan, se esconden, se sorprenden, se autoexaminan y se sienten afectados por la relación con Georg. Su situación exacta la representa, por ejemplo, Liesel, la esposa de un compañero que reac­cio­nará con generosidad: «Un miedo que nada tenía que ver con su conciencia; el miedo de los pobres, el miedo de la gallina ante el gavilán, el miedo ante la persecución del Estado. Ese miedo ancestral que indica a las claras quién es el Estado, mejor que las constituciones y los libros de historia. Pero Liesel había decidido entonces defenderse, protegerse a sí misma y a los suyos con uñas y dientes, con astucia y malicia». Seghers, que con gran sentido común y literario deja de lado la propaganda o el didactismo, hace entrar a la gente en diversas zonas del miedo: desde el miedo egoísta a tus propias expectativas hasta el miedo al daño físico o la destrucción, pasando por el temor a actuar siguiendo tus convicciones hasta el punto de ponerte en peligro junto con tu familia; y bajo un simple miedo común como es el de Liesel, el de la gallina ante el gavilán. Ahí es donde con gran destreza, la autora cruza vidas en torno al eje de la huida de Georg y así es como construye la compleja estructura novelesca, sin caer una sola vez en la evidencia. Y aún más: lo clásico de la intriga, el qué pasará, queda sustituido por el interés verdaderamente potente: el interés hacia el «cómo va a pasar», que es el que define tanto al buen lector como al buen escritor.

Pero hay que hablar también de la escritura. Tomemos un ejemplo: Overkamp interroga a Wallau, un veterano comunista ya curtido en situaciones semejantes. Apenas lo ve entrar por la puerta sabe que es de los que no hablará; sin embargo, se repone de esta primera intuición y comienza a interrogarlo. ¿Cómo mostrar de manera convincente esta situación? Overkamp pregunta y ante el silencio del otro, le advierte de que todo silencio lo tomará como un sí. Wallau calla, pero, utilizando el autor su voz interior, le hace hablar para sí, para sus adentros, a los que el lector tiene acceso, pero no Overkamp. Overkamp no obtiene respuestas, el lector sí. El efecto expresivo es magnífico. Lo es también la concisión con que Anna Seghers, a lo largo de su relato, emite pensamiento, porque lo hace de manera estrictamente narrativa, no de manera discursiva. Un ejemplo: cuando hay que contar lo que piensan quienes han de suceder a Fahrenberg y su equipo al frente del campo al término de la persecución, el narrador dice: «No pretendían que el infierno cesara y empezase la justicia, sino que hubiera orden en el infierno». También ha de señalarse la cohesión de las secuencias: todas las escenas están muy bien construidas y el conjunto de ellas ofrece una idea de lo que era la vida en Alemania y entre alemanes en aquellos años: un ejemplo puede ser, al final, la reunión familiar en la cocina de los Marnet, que parece un admirable resumen de aquella situación.

En fin, las razones de la escritura de Anna Seghers las explica perfectamente ella misma: «Cuando volvía de la emigración, atravesé Alemania desde el oeste. Las ciudades estaban reducidas a escombros, al igual que el espíritu de las gentes. En aquel entonces Alemania presentaba una “unidad” de ruinas, desesperación y hambre. Pero también había personas que no estaban aturdidas por la miseria, y que, por vez primera, planteaban preguntas inquietantes para todos: ¿Qué ha pasado? ¿Cómo pudo ocurrir? Y de ahí surgió la siguiente pregunta: ¿Qué hay que hacer para que jamás pueda volver a surgir este terror?». Anna Seghers fue una escritora militante que tuvo el buen gusto y la honestidad de hacer literatura, pura y gran literatura, para enfrentarse al horror. Por eso y gracias a su talento, La séptima cruz es una novela inolvidable. 

La séptima cruz ha sido publicada por RBA

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