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All the world’s a stage

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Año viejo, tiempo de inventario. Tal parece ser la máxima que nos gobierna cada mes de diciembre, cuando nos aplicamos en la tarea de desgranar los mejores productos culturales aparecidos durante los once meses precedentes, a fin de ir separando el grano de la paja. Y ello, a sabiendas de que el paso del tiempo producirá cambios en ese canon provisional, de manera que mucho de lo que nos pareció grano nos resultará paja, y viceversa. Huelga decir que nadie estará nunca del todo satisfecho con ninguna de esas listas, pero la discusión en torno a las mismas es a la vez divertida e instructiva, sobre todo porque, si se hace rectamente, nos obliga a pensar en la naturaleza de las formas artísticas correspondientes: la novela, el disco, la película. Este año, esa necesidad de reflexión –o metarreflexión– es especialmente pertinente en relación con la película que la prestigiosa revista británica Sight & Sound, recogiendo votos de críticos de todo el mundo, ha situado en su número uno: el heterodoxo documental The Act of Killing, estrenado en España el pasado verano. Y es que hablar de esta película implica hacerlo de las relaciones entre realidad y ficción, en un sentido muy concreto: la influencia de las ficciones sobre la realidad.

Se trata de un documental único, porque única es la operación performativa que lleva a cabo. O que parece llevar a cabo; este resto de ambigüedad plantea, como veremos, algún problema. The Act of Killing está filmada en Indonesia, donde el director norteamericano Joshua Oppenheimer traba contacto con los ejecutores paragubernamentales de la brutal represión sufrida por el Partido Comunista indonesio y sus simpatizantes –además de quien pasara por allí– que sigue al golpe de Estado protagonizado por el general Suharto en 1965. Se calcula que fueron asesinadas al menos un millón y medio de personas. Dado que el dictador se mantuvo en el poder hasta 1998, los protagonistas oficiales y oficiosos de la represión, apoyada en su momento por las potencias occidentales en el contexto de la Guerra Fría, siguen gozando de impunidad en su país. Autodenominados gángsteres, palabra cuya presunta etimología no dejan de repetir («gánsgter viene de free man, hombre libre»), estos criminales confesos estaban deseando contar sus hazañas a quienes quisieran escucharlas, tal como habían señalado al director los miembros de las ONG locales cuando éste, que trataba de desarrollar otro proyecto en el país, se quejaba del silencio de la población ante sus preguntas.

Oppenheimer, que tardó siete años en completar la película, conoció y filmó a muchos killers, pero el principal protagonista de su película es uno de ellos, Anwar Congo, junto con su grupo de amigos, muchos de ellos directamente vinculados con un cuerpo militar paraestatal, las Juventudes Pancasilas. Congo es delgado, sonriente, carismático; sus antiguos compañeros de matanza presentan un aspecto más brutal, con la excepción de un refinado padre de familia que coge un avión para participar en la película. Porque hay algo parecido a una película dentro de la película, hecho que constituye su máxima peculiaridad. Oppenheimer cuenta que propuso a Congo y sus secuaces la representación filmada de algunos de los episodios del pasado, para que pudieran ser parte de su filme y la sociedad indonesia conociese de primera mano sus esfuerzos contra el comunismo; los verdugos aceptan. Podemos verlos buscando extras, maquillándose, actuando en escenas que incluyen interrogatorios, ejecuciones, asaltos a aldeas e incluso, en el colmo del kitsch, coreografías al lado de bailarinas que salen de un pez gigante junto al mar. Durante todo el metraje, se alternan estos pasajes con los relatos directos de sus crímenes y conversaciones entre los ejecutores (quienes, por ejemplo, reprochan su actitud a un periodista que les pasaba información, pero que ahora dice haber estado al margen de los asesinatos); los diálogos son a veces pueriles, otras inteligentes, siempre desasosegantes. También asistimos a reuniones de las Juventudes Pancasilas, con la presencia de ministros, o a la grotesca campaña electoral de uno de los gángsteres, que explica cándidamente al director cuánto calcula ganar en comisiones ilegales si es elegido –no lo es– para el parlamento.

Pero si alguien centra el relato, es Anwar Congo. Siempre con una media sonrisa en el rostro, Congo lleva al director a la parte de atrás de una tienda de ropa, un patio donde se produjeron miles de ejecuciones, y explica cómo la sangre derramada era un problema hasta que él mismo dio con un método limpio para la ejecución: el estrangulamiento mediante un simple alambre. En otra ocasión, toman un tren hasta una zona rural donde mataban a los sospechosos a machetazos. Su modelo a imitar, explica, eran los mafiosos de las películas norteamericanas que ellos mismos proyectaban en un cine local antes de prosperar en el negocio del crimen; adoraban, dice, aquellas películas, aunque también otras de corte más amable, como las protagonizadas por Elvis Presley: el verdugo, en fin, como movie crazy.

Poco a poco, sin embargo, se transparenta en Congo algo parecido a un remordimiento, a una culpa: padece pesadillas que no le dejan dormir, porque sus asesinados se le aparecen; reflexiona sobre la humanidad común de éstos; habla con su antiguo compinche de la posibilidad de ir al psiquiatra para calmar su ansiedad. La recreación cinematográfica del pasado desempeña un papel determinante en esta aparente toma de conciencia. Si, avanzado ya este proceso de rememoración y dramatización, Congo vuelve a la trastienda y literalmente vomita con los recuerdos, su incomodidad es mucho mayor tras el ensayo de una escena en la que interpreta a un comunista estrangulado por sus interrogadores, hasta el punto de pedir que detengan el rodaje. Después, enseñando la escena a sus nietos, explica al director con lágrimas en los ojos que ese simulacro de ejecución le ha hecho sentir cómo se sentían sus víctimas; aproximadamente, claro. Y esta catarsis supone la culminación del proceso narrado en la película, que termina con Congo y sus secuaces cantando en una colina brumosa junto a las danzarinas que salían, en el primer plano de la cinta, del pez gigante. Según parece, ese pez era un antiguo restaurante.

¿Qué hemos visto? No hay contextualización, ni imágenes de archivo, ni voz en off. Para el director, su obra pertenece al género de lo que él mismo denomina «documentales de la imaginación», más cercanos a un cinéma verité que da espacio a los protagonistas para representarse a sí mismos y su visión del mundo que a un cine directo que intenta capturar la realidad mirándola de cerca. La dimensión imaginativa a la que alude Oppenheimer sólo puede ser la referida a los crímenes del pasado, evocados y escenificados de una forma entre cómica y grotesca, pero nunca contemplados. Los atuendos gangsteriles de los asesinos, su maquillaje aparatoso, la actuación propia de aficionados: un artificio cuyo propósito es revivir en los protagonistas la memoria de los hechos, revelados así al espectador. Dice Oppenheimer:

Toda la película es el intento de comprender la imaginación de un régimen de impunidad, y lo que sucede a nuestra humanidad cuando asentamos nuestra normalidad sobre el terror y las mentiras, empleando las historias que nos contamos para negar las peores partes de nuestra realidad, para no verlas como lo que sonSight & Sound, vol. 23, núm. 7 (julio de 2013)..

Sin embargo, la noción documentales de la imaginación es más bien oscura y no parece dar en la diana cuando se trata de señalar la especificidad de la película. Esta reside en el papel de la ficción, en la función psicológica de la filmación y en la vocación performativa de su conjunto. Han sido pocos los críticos que han expresado reservas hacia The Act of Killing, pero quienes lo han hecho han apuntado en la misma direcciónTom Rayns en Sight & Sound y Anthony Lane en The New Yorker, sobre todo.. Por un lado, la falta de análisis histórico y la ausencia de explicaciones sobre lo que vemos en pantalla, especialmente la relación entre el director y los asesinos, dificulta la recta comprensión de lo narrado. Y aunque este reproche sólo parece sostenerse si mantenemos una concepción estrecha de lo que debe ser un documental, en este caso plantea un problema que afecta a la culminación del relato: el repentino arrepentimiento de Anwar Congo. ¿O no es repentino? No podemos saberlo, porque la ausencia de explicaciones y el uso del montaje nos lo impiden. Pero la escenificación de su culpa resulta demasiado conveniente desde un punto de vista dramático, proporciona a la película un desenlace tan resonante que la realidad adopta un aire decididamente ficticio. Algo que puede suponer un problema para una película que ha apostado desde el principio por la realidad. O, mejor dicho, que obtiene gracias su relación con la realidad una plusvalía de interés.

Ahora bien, quizá esas categorías no son aplicables en este caso, ni en otros documentales de última hora, cuya relación con la realidad es más complicada de lo que solía. Películas como The Act of Killing o la justamente celebrada Stories We Tell (exploración de la actriz Sarah Polley en la historia de su familia) exploran una parcela de la realidad con medios tanto documentales como ficcionales, al tiempo que tratan explícitamente de ejercer una influencia, si no de producir una transformación, en esa misma realidad. Polley, por ejemplo, introducía escenas con actores para representar la vida de su madre en Montreal en los años sesenta; Oppenheimer prescinde de la voz en off, filma conversaciones privadas y convierte a los verdugos en actores, otorgando así una pluralidad de sentidos al act of killing del título: una acción que es también un acto teatral y, por tanto, un fingimientoEn inglés, putting on an act es actuar, representar, aparentar lo que no se es.. Este enriquecimiento de la forma documental no tiene por qué ir en desdoro de su realismo, salvo que pensemos ingenuamente que los documentales tradicionales mostraban la realidad tal cual es.

Desde este punto de vista, lo que distingue al documental sería la legitimación inicial de que goza por indagar explícitamente en aspectos concretos de la realidad externa, a través de medios que pueden incluir la ficcionalización. Contrariamente, el cine no documental representa esa realidad a través de la ficción, incluso cuando ésta pueda emplear como medios las formas del documental, que en este caso será un falso documental. Hablando de Jean Renoir, dice David Thomson en su monumental diccionario cinematográfico que el cine es «la forma que muestra la confrontación de los exteriores humanos, pero deja los interiores a nuestra imaginación»David Thomson, The New Biographical Dictionary of Film, Londres, Little, Brown and Company, 52010.. Los personajes actúan, pero es el espectador quien tiene que explicarse ese comportamiento, porque carece de acceso a su flujo de conciencia. En un documental como The Act of Killing, donde los protagonistas hablan ante la cámara, el espectador no se encuentra en una posición muy distinta, porque sigue estando obligado a desentrañar la relación entre lo que los personajes dicen y lo que son. Si estamos de acuerdo con Gimferrer, cuando dice que la esencia del cine moderno es «la observación del comportamiento de los actores en el interior del plano», entonces The Act of Killing es cine modernoPere Gimferrer, Cine y literatura, edición revisada y ampliada, Barcelona, Seix Barral, 2012..

Pero aunque puedan cabernos dudas sobre la verosimilitud del aspecto performativo de The Act of Killing, la película plantea de manera fascinante la relación entre ficciones y realidades. Si hay un cambio cuantitativo de tal dimensión que se ha convertido en cualitativo, es la omnipresencia y velocidad a que circulan las ficciones y el modo en que nuestra mirada sobre la realidad se ha ficcionalizado a raíz del desarrollo de las nuevas tecnologías de la información, que han democratizado la facturación de imágenes, poniendo un smartphone en las manos de cada ciudadano. Aparezco, luego existo: la visibilidad se ha convertido en un atributo de la identidad. Esto parece valer tanto para el vecino como para un antiguo asesino en serie. Señalaba Arcadi Espada que The Act of Killing reflejaba este nuevo ethos: «Una película que ha podido hacerse porque el cine y la televisión han ido depositando en las personas la convicción de que nada de lo que hacen será si no se filma»Arcadi Espada, «La rentrée», El Mundo, 3 de septiembre 2013.. Todo el mundo es, ahora, un plató. Hasta el punto de que los asesinos sólo comprenden sus propios actos representándolos ante las cámaras.

Porque, ¿cuál es la influencia de esas filmaciones sobre el comportamiento humano? Dice el director que no ha querido sugerir que el cine violento produzca conductas violentas por imitación, aunque los criminales indonesios se expresen en esos términos, e incluso se vistan grotescamente de gángsteres norteamericanos para escenificar sus interrogatorios. Para Oppenheimer, el problema reside en «el entretenimiento escapista y los relatos escapistas: en nuestro uso de las historias para escapar de la realidad de nuestras vidas». Sin embargo, este es un asunto demasiado complicado para despacharlo tan rápidamente. ¡Todos somos escapistas! Y lo éramos antes del cine: ahí tenemos a Madame Bovary. Es verdad que la tesis de Flaubert viene a ser que la novela provoca el escapismo. Pero también tenemos a Don Quijote. Y resultaría aventurado afirmar que el escapismo retratado por Cervantes es una novedad histórica. El hombre es un animal simbólico y narrativo, que siempre ha recreado culturalmente la realidad: para escapar tanto como para imponerse a ella.

En realidad, más que el escapismo, el problema es la influencia. Esto es, la influencia de las ficciones sobre la realidad. Es eso que la socióloga Eva Illouz denomina «guiones cognitivos», que, de acuerdo con sus propias nociones, dan forma a la «imaginación ficcional» que se despliega cuando se lee o interactúa con ficciones, que dan así lugar a «emociones ficcionales»:

En otras palabras, la imaginación genera emociones a través de narraciones fijadas culturalmente, que movilizan el mecanismo de identificación con los personajes, la trama, las intenciones de los personajes, así como la subsiguiente simulación emocionalEva Illouz, Por qué duele el amor. Una explicación sociológica, trad. de María Victoria Rodil, Madrid, Katz, 2012, p. 277..

De manera que quiero casarme en un jardín si veo una boda en un jardín, igual que deseo atravesar un museo corriendo si lo veo en una película en blanco y negro, o interrogo a un sospechoso con ademanes de gángster tras haber visto películas de gángsteres. Hasta cierto punto, así es: las ficciones a las que somos asiduos dan forma a muchos de nuestros anhelos. Pero lo mismo vale para las conductas de los demás. La realidad es un taller de influencias cuyos resultados dependen de las influencias particulares a que nos sometamos. Y no nos sometemos a todas las influencias que recibimos: todavía somos capaces de distinguir, en la mayor parte de las ocasiones, entre conductas criminales y conductas razonables.

Sea como fuere, plantear la influencia de las ficciones como una influencia necesariamente negativa supone dejar a un lado la enorme contribución que aquéllas han venido haciendo al refinamiento moral de la especie. En un libro delicioso, Lynn Hunt expuso cómo el florecimiento de la novela moderna desempeñó un papel destacado en el cambio de conciencia que prepara el terreno para el reconocimiento de los derechos humanos y el rechazo de prácticas como la torturaLynn Hunt, La invención de los derechos humanos, trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Tusquets, 2009.. Gracias a las ficciones de masas, sabemos más de la historia y podemos ponernos más fácilmente en el lugar de los demás, vivan donde vivan y sea cual sea su aspecto. Richard Rorty es claro al respecto:

La solidaridad no es descubierta mediante la reflexión, sino creada. Es creada mediante el incremento de nuestra sensibilidad a los detalles concretos del dolor y la humillación de gentes distintas y extrañas a nosotros. […] No es esta una tarea para la teoría, sino para géneros tales como la etnografía, el reportaje periodístico, el cómic, el docudrama y, especialmente, la novela. […] De ahí que la novela, la película y el programa de televisión hayan reemplazado al sermón, lenta pero eficazmente, como el vehículo principal de cambio moral y progresoRichard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, p. xvi..

¡Hollywood llega donde no llega Rawls! De hecho, si el público occidental había tenido alguna noticia de las matanzas indonesias antes de The Act of Killing, fue a través de la película El año que vivimos peligrosamente, de Peter Weir, estrenada en 1982. Junto a las simulaciones emocionales, pues, conviven las ficciones ilustradoras e incluso empáticas. Y este alcance de las ficciones de todo orden, desigual y fragmentario como ellas mismas, constituye un gigantesco acto performativo en el que todos, a un lado u otro, participamos.

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