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El lado masculino de García-Alix

DEDONDE NO SE VUELVE

Alberto García-Alix

La Fábrica/Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid

320 pp.

50 €

MORIREMOS MIRANDO

Alberto García-Alix

La Fábrica, Madrid

268 pp.

24 €

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A Alberto García-Alix le gusta autorretratarse, más que a la mayoría de los grandes fotógrafos contemporáneos entre los que se cuenta. No por ello es más vanidoso que el resto. Él se muestra ante el objetivo de su cámara con la misma impudicia con que retrata a sus demás modelos, siguiéndoles a menudo en los castigos de la crueldad del tiempo. Y, como ellos, se desnuda genitalmente o se pone elegante, se mete en las venas la jeringuilla, se enmascara o exhibe los accidentes de su piel. García-Alix es en esos abundantes autorretratos el modelo de García-Alix, y señalar la duplicidad de la persona no es un apunte mío de psicocrítica; en el arranque del libro Moriremos mirando que aquí comentamos, el autor escribe: «Si alguien puede hablar de Alberto García-Alix, ése soy yo. He sido testigo de su tiempo y de sus andanzas. Sus pasos han sido también mis pasos. Es posible que nos hayamos cambiado las sombras, pues cuando lo abandono y me voy camino del sueño, temo que la sombra que me siga sea la suya. Mil veces pienso que nuestra amistad está sostenida en algo más poderoso que el amor. En el temor. El mío, claro. Algo en él, quizá su desatino o la locura a la que me arrastra, me produce miedo. Tengo motivos para sentirlo, he sido sin desfallecer su compañero inseparable desde el 76». El texto, que lleva el curioso título de «Revelador, paro y fijador», continúa contando la vida de Alberto desde esa fecha de 1976, la del comienzo de la dedicación fotográfica de García-Alix; la voz narradora, bajo el nombre de Xila (que es, por supuesto, el anagrama de Alix), dialoga a veces con su álter ego, pero principalmente da el parte de un testigo ocular, reflejándolo entre sus amores y sus amigos, en la muerte por sobredosis de su hermano Willy, en sus viajes y chutes, y reprochando a veces lo que el otro hace.

Se trata del escrito más destacado de un conjunto poco relevante en sí mismo, fuera del interés del revelado de su autor. Cuando se pone lírico, como le pasa a veces en la larga confesión «De donde no se vuelve», incluida en el catálogo de la reciente (y, hay que decirlo enseguida, extraordinaria) exposición del mismo título en el Museo Nacional Reina Sofía, García-Alix puede resultar pueril, y hasta asombrosamente ñoño («He visto lo insondable del corazón absorto en la soledad de mis delirios»), y tampoco la versión cinematográfica del mismo texto y los demás guiones de vídeo publicados en el libro tienen sustancia. Sólo compensa la lectura cuando nos informa de aspectos de su arte o de algún episodio vital que ilumina su trabajo, y también interesan, por poco articuladas que estén, las manifestaciones de sus amores (a los fotógrafos August Sander, Diane Arbus o Richard Avedon) y de sus desdenes, como el que siente por Sebastião Salgado, «que humanamente tiene que ser un gran tipo», pero cuyas «fotos siempre son… ¿cómo decirlo?… ¿políticamente correctas? Sí, sus imágenes nunca nos ofenden, en ellas el dolor de los hombres desfavorecidos por la vida nunca se muestra […]. Siempre hay esa distancia del que observa pero no se implica».

La ventaja de sentirse dos, es, en el caso de García-Alix y Xila, muy productiva, y nunca engañosa. Xila tiene algo de moralista no puritano, de hombre prudente, inevitablemente sujeto a los desmanes, a las malas conductas y las malas compañías de Alberto. Pero el tándem formado con el propósito del arte está enteramente al margen de las artimañas; aunque García-Alix hace también paisaje y algún que otro interior sin figuras, su fuerte es el retratismo, y en ese género fotográfico, y con el género humano golpeado que a menudo tiene ante su cámara, jamás se le verá compasivo o condescendiente, y mucho menos embellecedor. Al mismo tiempo carece, a mi entender, de la curiosidad enfermiza de Arbus por sus criaturas más desdichadas, y en ningún caso García-Alix, por mucho que le admire, cae en el tratamiento un tanto zoológico que Sander daba a sus campesinos y colegiales. Los yonquis, las putas, los colgados y demás seres que se prestan a posar para él sin ninguna ropa o con atuendos de diversas tribus urbanas, son semejantes, camaradas de un viaje al subterráneo, y de ahí el valor añadido de la complicidad natural, del entendimiento, que aflora espontáneamente en los autorretratos, los de la droga y alguno de los recientes, como «Un hombre triste» (el desnudo frontal junto a una piscina, de 2001), «Carnaval» (el fotógrafo orinando, de 2002) o «Tras la máscara» (2001), en el que lo poco visto del rostro en gran primer plano (los labios, la nariz, las mejillas sin afeitar), parece la continuación natural de los pintados ojos macilentos del antifaz. «Si ayer fotografiaba silencios, hoy fotografío mi propia voz».

Como se trata del fotógrafo menos retórico que pueda haber, apetece repasar literariamente sus obras, tan frecuentemente dotadas de la atmósfera de cuento sucio-realista que sólo tiene desenlace en el misterio o la incertidumbre. Enumero alguna de mis preferidas, y las comento como si yo fuera uno de esos críticos que cuentan los argumentos de las novelas. «Las cenizas de Caty» (1988) muestra la urna de una amiga muerta –como tantos de sus «personajes»– aún joven, y el utensilio adquiere la capacidad subrogada de ser la máscara fúnebre de esa Catalina Pavón. Pero la urna está, tal vez en el mismo cementerio donde fue cremado el cadáver, en un poyete de losas rotas, casi en el abismo, y aún más temible o desconsolador es lo que se ve detrás, una pared de arenisca con una mancha de humedad (¿o es la sombra de algo nunca visto?) formando el mapa potencial del más allá. En «Fernando Pais» (1983), de este sabido amigo de García-Alix sólo vemos sus bruñidos zapatos de lazo, los buenos calcetines de raya oblicua y un trozo de las perneras; todo muy mod, si no fuese por el detalle del hilo suelto que cae del pantalón. La irregularidad, la descompensación, el momentáneo curso de toda elegancia y de toda carne, también presentes en «Eva. Budapest» (2000), una muchacha en bello desnudo integral, con las piernas, el sexo y los ojos bien abiertos, todo situado encima del tapete que cubre una mesa, en una postura que tiene tanto de ofrecimiento como de insidia.

Suelen estar muy serios, cariacontecidos, incluso en la calle y en compañía, los modelos de García-Alix, incluyéndose él entre los afligidos. Una de sus fotografías más conocidas (estaba tentado de escribir «emblemáticas», pero me parece más considerado no afirmarlo) es «Autorretrato: mi lado femenino» (2002), en la que el artista se luce con una acumulación de atavíos que dan a la imagen la categoría de una «vanitas» transgénero. El pelo negro desordenado (los mechones blancos aparecerán pocos años después), las patillas ya canosas, el gesto grave, los tatuajes por brazos y cuerpo, los puños cerrados a la altura del abdomen, el reloj de pulsera corriente, el brazalete de anillas un tanto sado-maso, y los aditamentos femeninos: lápiz de ojos y body negro ceñido, bajo el que bien podría haber un sujetador para un pecho plano. Esos elementos de transformismo están ahí, se diría, para reforzar –sin negar la condición ambigua– una masculinidad rampante. En un fotógrafo que siempre que retrata a hombres desnudos los elige extraordinariamente dotados de miembro, y que también, en sus mucho más abundantes desnudos de mujeres, ensalza las abundancias del cuerpo femenino, este grotesco autorretrato «en travesti» podría constituir una forma de penitencia. De renuncia carnal.

O, de nuevo enemigo del disimulo, provocador sin gestos para la galería, tal vez con esa foto Alberto García-Alix sólo se está dirigiendo a su inseparable Xila (nombre, por cierto, que también tiene su lado femenino fonético, pues así se pronuncia en inglés «Sheila»). Disculpándose ante él o recordándole unas palabras escritas que sin duda el otro yo tuvo que oír en su momento: «Modelo y fotógrafo sostienen siempre un singular pulso donde el modelo presiona de tal manera que pide violentamente un acto de comprensión. O quizá quien se pide tal acto soy yo mismo…».

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Ficha técnica

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