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¡Ah de la infancia, nadie me responde!

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A menudo pienso en los niños. Sí, pienso mucho en esa fuente de vigor y rebeldía, gratuita y transitoria, y ello seguramente se debe a que no soy una devota y esforzada madre de quintillizos. Pero ese es otro cantar, que ahora me parece menos urgente. Se me ocurre que, de entre los muchos abusos y descuidos que se cometen a sabiendas –¿no saberlo hubiera sido mejor?– contra las indefensas criaturas, figura uno que no tiene perdón: a los niños se les echa a «la vida misma» como si no hubiese otra posibilidad. Les adjudicamos de entrada y sin consultarles una ilimitada capacidad de ensoñación; una inextinguible fuerza nativa, aún por doblegar, y creemos que su percepción melancólica –por interrogativa– de la realidad circundante, y hasta mareante, permanecerá intacta incluso en este despiadado mundo virtual de adultos infantilizados en el que hemos impuesto una especie de inmortal y birrioso «Pacto de las Imágenes»; una Rendición de Breda, pero sin lanzas ni caballos; sin emoción alguna. ¿Cómo podrán resistirse a ella? ¿Cómo se las arreglarán para vivir al margen de su hechizo abrasador? Les descubres pegados a toda clase de pantallitas, absortos ante un televisor matutino que emite unos dibujos animados, yertos y pringosos, y que desanimarían al más pintado. Animales y vocecillas; superhéroes y vozarrones; eso es todo lo que la rutinaria fantasía de la industria del entretenimiento les concede, y si no les liquida fulminantemente se debe sólo a una feliz coincidencia: a estas horas inauditas en las que son arrancados del lecho tibio para ser ¿educados?, ellos aún sueñan. Sí: los sueños, la fiebre infantil, son muy tenaces y cualquier interrupción es un agravio, casi una declaración de guerra que les pone enfermos de verdad. Los niños, si ustedes se acuerdan, hacen todo lo posible por permanecer enfermos el mayor tiempo posible, ellos son muy largos. Todavía me acuerdo con angustia de un niño de unos cuatro años que, al segundo día de ser agitado por sus padres para despegarlo de las sábanas y prepararlo para ir a la escuela, quedó perplejo y , aunque lloroso, acertó a emitir un desesperado: «Pero, ¿otra vez también hoy?». Sí, todos los días son pocos para lograr que la infancia se relacione de una maldita vez con «el mundo real», un acuerdo tácito y traicionero del que se les excluye paradójicamente, y que en nuestra época deslumbradora se limita a la relamida sucesión de imágenes estupefacientes y estupidizantes capaces de malograr hasta al mismísimo Charles Nodier, autor de mi cuento de hadas favorito, El hada de las migajas. ¿Y qué oyen estos pobrecillos madrugadores apenas empiezan a desperezarse? ¿Canciones cantadas por una voz amada? Qué va; gorgoritos mecánicos, ultrasonidos disuasorios, cursiladas tecnológicas. Sobre sus cabecitas pende, para mayor escarnio, un móvil de escualos recortados en papel celofán: un mundo no sólo real, sino ferozmente darwiniano.

El atentado contra su diminuta dicha, bien orquestado y simplista, es de proporciones descomunales. Cuando los mayores de hoy en día se ponen a pensar en el significado de la vida, exceptuando a mis admirados Monty Python, no reparan, por ejemplo, en una vaca nacarada con su orgulloso cencerro de cobre; o en una nube dorada de borde café con leche con forma de vaca, ni siquiera se les aparece en el horizonte un vaso de leche recién ordeñada que aún descansa directamente bajo la teta de la vaca. No; todo eso que es inevitablemente real y que podría ser variopinto, colorido, chusco o corriente es minuciosamente apartado de su vista mientras al niño se le propone que apechugue, sin excusa posible, con cosas tan inútiles e insípidas como el manga, el madrugón, la higiene nonstop y el filete de hígado empanado, artilugio este último para el que nadie en su sano juicio estará preparado nunca y que constituye –lo digo por propia experiencia– un insalvable obstáculo en las relaciones entre hijos y padres. Sigo. Nada de la experiencia sensacional de un niño, de su delicada y oscura percepción, queda a salvo, tras varios atolondrados años de dominio escolar y familiar. Así, al desdichado se le hurta casi todo lo que pueda resultarle evocador o intrigante, desde el aroma de la tierra mojada después de la tormenta hasta el canto del gallo, quien, puedo asegurarlo, está dispuesto a cacarear siempre que no sea de madrugada.

En fín, creo que ha llegado el momento de confesar, a estas alturas de semejante perorata, que todos estos briosos pensamientos no se me vienen a la cabeza así como así, ¡ni por pienso! Lo que pasa es que leo muy de mañana –háganse cargo– para despejarme y enfurecerme, El hijo de la sierva, de August Strindberg. Él es el auténtico responsable de este mitin a ciegas. A pesar de sus amargas y acertadas reflexiones sobre la institución familiar, no tiene empacho –¡él es grande!– en deslizar dentro del libro autobiográfico algunos momentos de radiante y modesta felicidad. Dice a propósito de su infancia difícil, recordando sus primeros pasos en la vida: «Por encima de los tilos se veía la nave de la iglesia como una montaña, y sobre ella estaba sentado un gigante con sombrero de cuero que hacía ruido sin tregua para indicar el transcurso del tiempo. Daba los cuartos en soprano y las horas en contralto. Llamaba a la oración de las cuatro con una pequeña campanada, llamaba a la oración de la mañana a las ocho, llamaba por la tarde a las siete; repicaba a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde, y con un toque de corneta señalaba todas las horas desde las diez de la tarde hasta las cuatro de la mañana. Su despertar a la vida ocurrió bajo el sonido de las campanas, las campanillas y la corneta».

He leído varias veces estas líneas sencillas y he ido calentándome, ya lo ven. La infancia de este niño atormentado, que nació en Estocolmo en 1849, tenía aún sus encantos: esa música que le embargaba y punteaba su melodía abrupta desde las alturas, como el canto de los pájaros o de algún torrente lejano. Me ha hecho pensar en el ridículo enfado de cierto arquitecto famoso. El hombre habitaba en una suntuosa masía «reformada», ¡vaya por Dios!, y se quejaba en los medios de comunicación de lo mucho que le molestaban las campanas de la iglesia vecina porque le cortaban el rollo; eran un estorbo de primera para su inspiración de artista. Él, ya perdida toda medida, no podía ser un esclavo del tiempo, argumentaba; él, que vivía atado a su reloj digital y a su digitalizada fama global, exigía a las autoridades que removiesen las campanas y acabaran con la tortura. Pues he de decir que, aparte de importarme un pepino su libérrima existencia, aquella pataleta de potentado me hizo pensar en sus hijos con tristeza, educados en una vida activa y productiva, vaciada del encanto y los augurios sobrenaturales; unos niños a los que, con toda seguridad, y gracias a una temprana evangelización a la inversa, eminentemente racionalista, se les habrá privado de la única compañía a la que un niño no puede ser ajeno: el ángel de la guarda.

Y acabo. ¿De verdad que los ocupadísimos padres contemporáneos no saben o sospechan que eso a lo que condenan a sus hijos, «la vida misma», equipada de su correlato virtual, no es otra cosa que los despojos de la vida, su suplantación, el raquitismo organizado, los restos de un naufragio en seco, mil veces más lúgubre por estar retransmitido y filmado minuto a minuto y ad nauseam? ¿Puede alguien ignorar que lo que les ofrecemos en medio de tanta pompa y circunstancia son únicamente los enseres apilados y polvorientos de nuestra desesperación: aquí un bidet relimpio, allá un bozal mordido, más a mano una bacinilla para las irreprimibles náuseas? Ustedes perdonen, avezados padres del mundo, progenitores cautivos, pero tengo una última advertencia antes de ponerme a gritar: mientras sigan llamando a su prole «el futuro del mundo», esos niños prodigiosamente presentes estarán en peligro. Peligra su vida, que ellos estiman será siempre como una eterna semana de vacaciones, y no se equivocan en ese deseo serio y profundo de fiesta. Yo estoy de acuerdo en lo de salvar el futuro, pero, como canta un baranda que el otro día escuché fortuitamente –creo que se hace llamar «El hijo del diablo»–, sólo si se trata del escurridizo futuro de subjuntivo.

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Ficha técnica

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