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Humanidades muertas

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Es probable que, desde su mismo nacimiento, el estudio de las humanidades haya tenido que coexistir con el temor a su desaparición. Sin embargo, hay que reconocer al ministro de Educación de Japón el mérito de haber hecho realidad esos temores de una manera fulminante, a saber: ordenando a las ochenta y seis universidades de su país el cierre de sus facultades de Humanidades o, cuando menos, su transformación en algo más útil a la sociedad. Naturalmente, tras las previsibles quejas, las autoridades dicen que se trata de un malentendido, pues sólo se trataba de eliminar algunos grados y plantearse la rentabilidad de otros. En cualquier caso, los signos no son alentadores: esas mismas autoridades han apuntado hacia el problema de fondo que supone una población envejecida al pago de cuyas pensiones contribuyen mucho más eficazmente los licenciados en ciencias que los licenciados en humanidades. Disparidad, dicho sea de paso, que el Estado japonés ya honró durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el reclutamiento militar era forzoso para los estudiantes de humanidades y voluntario para los demás. ¡Toma dos culturas!

No por casualidad, el espectro de la inutilidad de las humanidades sobrevoló también, hace unos meses, un discurso de Barack Obama. Hablando ante el público de una región desindustrializada, el presidente norteamericano vino a decir que una formación orientada a los oficios industriales puede proporcional una carrera profesional más lucrativa que otra dedicada a las humanidades. Lo hizo en estos términos, bien matizados por el contexto de su discurso:

Por desgracia, muchos padres, cuando ven tanta manufactura deslocalizada a otros países, dicen a sus hijos que no se dediquen a las artes y oficios, que no opten por la industria si no quieren acabar perdiendo su trabajo. […] Pero os aseguro que los muchachos pueden ganar mucho más dinero, en potencia, con un trabajo cualificado en la industria que con una licenciatura en Historia del Arte. Y eso que yo amo la Historia del Arte; no quiero recibir miles de correos electrónicos por decir esto. Sólo señalo que puedes tener una buena vida y una estupenda carrera sin necesidad de cursar una carrera universitaria de cuatro años, si consigues por otros medios las habilidades y la formación que necesitas.

Puede verse que las palabras de Obama tienen mucho que ver con la conveniencia de imitar el modelo alemán de formación profesional o alguna de sus variantes en una sociedad donde el endeudamiento de los universitarios debido al aumento de las matrículas ha alcanzado niveles exorbitantes, sin que, según indican varios estudios, la inversión resulte justificada a la luz de los ingresos futuros. Ni que decir tiene que la discrepancia entre las expectativas y su cumplimiento es más severa en el caso de las humanidades y las ciencias sociales, cuyos licenciados encuentran mayores dificultades para desarrollar una carrera profesional lucrativa y estable. Se trata así, en gran medida, de un debate sobre la relación entre el valor de los estudios universitarios y la empleabilidad de los titulados. Pero ese debate se solapa inevitablemente con otro, relativo al valor de las propias humanidades: donde el valor remite a un cálculo utilitario del que, como veremos enseguida, es difícil prescindir.

Esta preocupación por el presente y el futuro de las humanidades ha encontrado un fuerte eco en España; al menos, en la porción de nuestro país que se preocupa por estas cosas. Pensemos en la progresiva reducción del espacio que la enseñanza primaria y secundaria dedica a las humanidades, desde la filosofía al latín, por no mencionar la decidida apuesta por las literaturas y las historias regionales en detrimento de las universales. Y recordemos el impacto que tuviera la publicación del libro de Jordi Llovet hace unos años, significativamente subtitulado El eclipse de las HumanidadesJordi Llovet, Adiós a la universidad. El eclipse de las Humanidades, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2011., una figura metafórica especialmente afortunada en la medida en que la ocultación de un astro sólo puede obedecer a la presencia interpuesta de otro, que admite en este caso distintas concreciones, a elegir: el mercado, los intereses políticos, la descapitalización cultural de la sociedad contemporánea. ¡O todos a la vez! Hay en estos lamentos una inevitable cuota de narcisismo corporativista, que provoca en los que nos dedicamos a estas cosas un sentimiento de superioridad sobre los que se dedican a otras: mejor morirse de hambre leyendo a Carlo Emilio Gadda que ahogarse en un dinero ganado en las finanzas. Aunque lo ideal, evidentemente, es poder ganar dinero mediante la exégesis de Gadda.

Dejando esto a un lado, cualquier debate sobre el papel de las humanidades en los sistemas educativos pasa por decidir cuál es el valor de esas mismas humanidades. Sobreentendiéndose aquí que ese valor admite una triple declinación: un valor utilitario para el ejercicio individual de una profesión, sea ésta humanística o no lo sea; un valor también utilitario para el sujeto qua ciudadano de una democracia y, por tanto, para la buena salud de la democracia misma; y un valor, utilitario o intrínseco, para el sujeto en tanto individuo que da forma a su vida.

En nuestros días, como es sabido, la contraposición más habitual a este respecto es la que se establece entre el técnico cualificado sin formación humanística, que para muchos comentaristas sería el producto ideal del sistema educativo, entendido éste como maquinaria al servicio del mercado, y el humanista sin conocimiento técnico: el informático que ignora a Shakespeare frente al lector de Shakespeare que tiene dificultades para entender el funcionamiento del smartphone. Y así, cuanto más restrinjamos el estudio obligatorio de las humanidades en los distintos niveles de la enseñanza, mayor será el número de los sujetos que gozan de gran competencia técnica sin el conocimiento aconsejable de la cultura universal y de los hábitos mentales que hacen posible aquello que Sócrates llamara «una vida examinada»: a su juicio, ni que decir tiene, la única que merece la pena vivirse. Tal como dice Carlos García Gual en un interesante volumen colectivo sobre el declive de la universidad española, es preciso no confundir la formación intelectual con la información más o menos especializada: «La especialización está bien, indiscutiblemente, pero a partir de unos conocimientos generales; sin ellos, como decía Ortega, es barbarie»Carlos García Gual, «Mi experiencia universitaria y otras divagaciones», en Jesús Hernández, Álvaro Delgado-Gal y Xavier Pericay (eds.), La universidad cercada. Testimonios de un naufragio, Barcelona, Anagrama, 2013, p. 150.. Primero el soneto, después los bits.

Esta oposición se ha visto reforzada con el advenimiento de la sociedad digital. Distinguiríamos en ésta más bien entre el declinante sujeto humanista y el ascendente sujeto digital: al lector solitario del receptor hiperconectado de estímulos visuales. En un ensayo escrito hace veinte años, Jonathan Franzen, declarado enemigo de las redes sociales y demás fruslerías digitales, escribía: «Por cada lector que muere, nace un espectador, y pareciera que asistimos, en estos angustiados años noventa, a la ruptura final de un equilibrio»Jonathan Franzen, «The reader in exile», en How to be alone, Londres, Fourth State, 2002.. Para ilustrar sus tesis cita a Nicholas Negroponte, gurú del digitalismo que había sostenido por aquel entonces que las nuevas generaciones eran –son– «matemáticamente más capaces y formadas visualmente», dispuestas además a competir en un ciberespacio donde «la búsqueda del logro intelectual no estará tan sesgado en favor del ratón de biblioteca»Nicholas Negroponte, Being Digital, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1995.. Para el humanista, por supuesto, esto no supone sino la mejor prueba de la barbarización en curso. ¿Puede la filosofía detenerla? Es más, ¿existe un vínculo entre el declive de las humanidades y esa digitalización presuntamente deshumanizada?

Nótese, empero, que la especialización académica también produce monstruos. O al menos, criaturas indescifrables que se perciben extramuros de la universidad como engendros que justifican la acusación de inutilidad formulada por el ministro japonés. Basta ir a un congreso especializado para que nuestra atención quede hipnóticamente atrapada por los esotéricos títulos de los papers allí presentados, ridiculizados de manera definitiva por la famosa broma de Alan Sokal contra el posmodernismo: el envío de un artículo absurdo a una revista académica que lo publicó como si fuera una propuesta seria. ¿Para qué sirve exactamente la última comunicación congresual sobre la teoría poscolonial, aplicada a las relaciones entre españoles y amerindios en el sur de Perú en el último tercio del siglo XVII? En una sociedad de la abundancia, esa pregunta carecería de sentido; en otra donde los recursos, aun abundantes, son demandados por múltiples grupos sociales en competencia, la escolástica académica se convierte fácilmente en objeto de crítica. Sería, para entendernos, una barbarización inversa: un barroquismo civilizatorio que también puede esconder las semillas de la propia decadencia. Por ejemplo, ante el desnudo empuje de las sociedades emergentes: los indonesios trabajaban y nosotros glosábamos. Aunque es precisamente en el terreno de las ideas –en aquel sector de la economía en ellas basado– donde las empresas occidentales siguen conservando ventaja ante sus rivales.

En realidad, eso no implica que el argumento poscolonialista sea malo o innecesario. Es sólo que esta clase de disciplinas funcionan por una acumulación de tendencia necesariamente barroca, habida cuenta de una hiperespecialización que es, ante todo, el producto de una brutal competencia de orden crecientemente global, algo de lo que ya se ha hablado aquí. Y algo que supone que la nueva universidad no pueda parecerse a aquella que los viejos maestros del siglo XX, en España y fuera de ella, conocieron y ahora añoran.

Pero, arabescos aparte, hay que responder a la pregunta sobre el valor de las humanidades y, en consecuencia, sobre la conveniencia de que la educación las contenga en medida generosa. Son muchos los pensadores que han defendido esa posición de manera vigorosa, pero me gustaría traer a colación los argumentos expuestos por el pensador británico Michael Oakeshott, un conservador de vida excéntrica cuyo punto de partida es idéntico al de quienes, desde el bando progresista, defienden la universidad contra el mercadoMichael Oakeshott, La voz del aprendizaje liberal, trad. de Ana Bello, Madrid, Katz, 2009.. Sostenía Oakeshott que la universidad debe rehuir aquellas ideas que pertenecen

al mundo del poder y la utilidad, de la explotación, del egoísmo social e individual y de la actividad, cuyo significado se encuentra fuera de ella.

A su juicio, el maestro no es sino un «agente de civilización». Y si Carlos García Gual se refiere a la formación intelectual como algo distinto de la formación especializada, Oakeshott habla del discernimiento como condición para el aprendizaje de cualquier información útil; las capacidades serían un combo de información y discernimiento: éste nos permite adquirir, organizar y emplear aquélla. En este sentido, para Oakeshott, atribuir una función a la universidad resulta obsceno. La universidad es una actividad humana orientada a la búsqueda del conocimiento, a la que los estudiantes acuden «en busca de un destino intelectual». ¡Ahí es nada! Su ventaja es que proporciona a los estudiantes un intervalo único en el marco general de sus vidas, durante el cual pueden abandonarse temporalmente a esa búsqueda. Por eso,

lo que debemos decidir es si el objetivo de la educación universitaria es adquirir conocimientos de una rama especializada del conocimiento, quizá relacionada con una profesión, o si se trata de algo más además de esto.

Que es, en fin, la pregunta que seguimos haciéndonos. Para Oakeshott, la principal razón para conservar la orientación humanística de los estudios superiores es que la filosofía –en general– permite al ser humano «la ventaja de poder conversar consigo mismo». Esto es, conversar de manera provechosa. Digamos que si el dispositivo humanista dejara de instalarse en los seres humanos durante sus años de aprendizaje reglado, tanto la especie en su conjunto como los individuos que la componen saldrían perdiendo. Eso quiere decir que las humanidades, con la filosofía a la cabeza, son útiles. Pero, ¿para qué exactamente?

Hace unos días, mi amigo Manuel Toscano remitía en Twitter a un artículo de Tim Crane sobre la naturaleza de la filosofía, entendida como algo distinto del ejercicio especializado, académico, de la filosofía. Para Crane, ésta no es equivalente, como solemos leer en tantas entrevistas, al pensamiento crítico. Tampoco son antagónicos, evidentemente; pero el pensamiento crítico será, en todo caso, un efecto colateral o derivado del hábito filosófico. Más bien, la filosofía sería un modo de comprensión: una empresa cognitiva, antes que práctica o estética, que, si bien puede desembocar en el activismo político o la edificación personal, no las tiene como objetivo. Es decisivo entender que la comprensión y el conocimiento no son la misma cosa: podemos ganar en entendimiento sobre algo sin recibir ninguna nueva información sobre ella. Y ello en el bien entendido de que la filosofía no es la única fuente de nuevas comprensiones: piense el lector en cómo la experiencia vital nos permite aprehender de distinta forma ideas que aparentemente ya habíamos asimilado, como la pérdida del padre o la brevedad de la vida. Si entiendo bien a Crane, la filosofía hace posible reorganizar nuestra comprensión de las cosas a través de un trabajo reflexivo de orden específicamente filosófico.

Bien podríamos hacer un pequeño esfuerzo de sistematización y señalar aquellos beneficios –o utilidades– que idealmente habría de proporcionarnos la instalación del dispositivo humanista en todos los miembros de la especie. Son beneficios que habrán de dejarse sentir en los tres niveles apuntados más arriba: profesional, ciudadano, individual. Por un lado, el cultivo de –o el contacto con– la filosofía y las humanidades deben hacernos comprender la multidimensionalidad y complejidad de los fenómenos humanos y sociales, así como disfrutarlas en lugar de ser derrotados por ellas y entregarnos a la simplificación. En ese mismo sentido, nos enseñan que hay una alteridad, una otredad intersubjetiva y cultural, que ha de ser respetada: ni somos únicos ni nuestras razones son las únicas. Y nos proporcionan un espacio mental, un hábito de conversación interior cuyo mejor resultado posible es la autonomía de juicio, se acierte o no al juzgar. Es decir, que el dispositivo humanista no nos proporciona un conocimiento, sino un metaconocimiento: una forma de aproximarnos a las cosas. ¿Es necesario añadir que éste no nos conduce necesariamente a la felicidad, sino que puede alejarnos de ella? Al menos, de aquello que popularmente se entiende como felicidad, mezcla de despreocupación y alegría a partir de la experiencia inmediata del mundo. Sin embargo, no cabe duda de que la combinación de la filosofía y las humanidades constituyen una mediación que enriquece esa experiencia; aunque este último asunto merece una entrada independiente, porque también podría afirmarse que ese enriquecimiento complica nuestra percepción e impide, con ello, un disfrute espontáneo de los bienes que el mundo ofrece.

Sea como fuere, enumerados los beneficios potenciales de las humanidades, que aconsejarían sin duda su reforzamiento en el currículo escolar y universitario en vez de su progresivo abandono, no es menos cierto que sus frutos son también objeto de controversia. Damos por supuesto que el ciudadano humanista pensará como nosotros creemos que es correcto pensar, o al menos en la dirección más razonable; pero el contenido de lo razonable, como la risa, va por barrios. En un artículo de 1967, el pensador norteamericano Allan Bloom, discípulo de Leo Strauss y Alexandre Kojève, amigo de Leo Strauss y protagonista de su última gran novela, Ravelstein, sostenía que la especialización académica y la autonomía de las ciencias positivas respecto de las humanidades habían producido una seria crisis de la educación liberal: un empobrecimiento de la «vida teórica». Hasta ahí, todos de acuerdo. Pero añadía:

Me atrevo a sugerir que la rebelión estudiantil de 1965 fue en gran medida un resultado del fracaso de nuestras escuelas para educar los gustos, sentimientos y mentes de nuestros más dotados jóvenes. Su sentido de lo que es significativo –y sólo puede ser un sentido, porque no se han cultivado lo suficiente para tener ningún conocimiento de los que sea significativo– sólo podía encontrar satisfacción en una política antipolíticaAllan Bloom, «The crisis of liberal education», en Giants and Dwarfs. Essays 1960-1990, Nueva York, Simon & Schuster, 1990, p. 349..

Para comentaristas de otro signo, habría sido precisamente la renovación de la filosofía, de la mano de la Escuela de Fráncfort y sus epígonos, lo que habría procurado una saludable revuelta contra el sistema; para ellos, pues, el movimiento estudiantil demuestra que los jóvenes tenían el sentido correcto de lo significativo. Hay quien lee a Platón, en suma, mientras otros leen a Toni Negri. Pero no vamos a discutir ahora acerca de la razón histórica de los movimientos juveniles de los años sesenta, cuya juventud no puede nunca perderse de vista a la hora de juzgarlos, sino a subrayar cómo el output de las humanidades no es unívoco ni puede ser el fundamento para su defensa; su utilidad es más amplia y trasciende sus resultados concretos o manifestaciones particulares: la lechuza de Minerva bien puede chocarse contra un árbol. Y esto nos lleva a una paradoja final que constituye la mejor defensa pragmática de las humanidades que se me ocurre, compatible con las famosas demandas del mercado. Denunciando un «conocimiento líquido» que condicionaría el rumbo de la educación superior, José Luis Pardo ha apuntado hacia una causa exógena para explicar la desnaturalización de nuestras universidades, a saber, el hecho de que

la habilidad verdaderamente competitiva en nuestro tiempo es la labilidad, es decir, la capacidad para cambiar de capacidad, de empleo, de profesión, de puesto de trabajo, de ciudad, de país, de empresa y de sector, una habilidad tanto más apreciada cuanto más rápida sea su potencialidad de mutación. Esto explica la aparente paradoja de que el «conocimiento» que de esta manera se busca y se aprecia sea exactamente conocimiento de nada (de nada en particular y de todo en general), un fluido amorfo capaz de adaptarse a cualquier molde y de modularse según las –recuerden– variabilísimas condiciones del mercadoJosé Luis Pardo, «El conocimiento líquido. Sobre la reforma de las universidades públicas», en La universidad cercada, op. cit., p. 280..

En este nuevo contexto, que podríamos llamar capitalismo líquido o flexible, aun cuando muchos de sus rasgos constitutivos no tengan origen económico (como el declive demográfico y el deterioro de la autoridad inducidos por la revolución sexual de los años sesenta, la dispersión del poder a que contribuyen las nuevas tecnologías o la globalización propulsada por el fin de los regímenes de inspiración soviética), ¿qué puede haber más útil que una adecuada formación humanística y filosófica que preceda o acompañe a la especialización técnica? Para que, en vez de un conocimiento de nada adaptable a cualquier necesidad del mercado, el individuo esté familiarizado con un modo general de comprensión que le permita conocerlo todo, ganando de paso un asidero interior que fortalezca su capacidad para transitar por distintas fases, escenarios y tareas profesionales, que serán también, forzosamente, vitales.

Digamos entonces que nuestras vidas ya no pueden guiarse por el faro cierto de la tradición y por eso desarrollamos biografías complejas, densas, en las que nos suceden muchas cosas: en el trabajo, en las relaciones sociales, en la esfera sentimental. A menudo, a nuestro pesar; pero no siempre. Y que nada sería mejor que enfrentarnos a ese intrincado laberinto de acontecimientos y símbolos pertrechados con un sólido dispositivo humanista que nos permita tener, a la vez, autoconciencia reflexiva y herramientas para la comprensión de lo que nos pasa. Pero no para adaptarnos al «poder» y satisfacer sus necesidades, sino a fin de poder lidiar con los ambiguos efectos de la destradicionalización y la modernización, que incluyen, sí, por muchas y complicadas razones, trayectorias profesionales mucho menos tranquilas que el ingreso en la empresa a los quince años y la jubilación con reloj de oro cincuenta años más tarde. Después de todo, la misión civilizadora de la Ilustración posee también esta utilidad práctica, cuyo resultado agregado bien pudiera ser la transformación gradual del sistema mismo. Seguramente, el camino para ello no es confinar los estudios de humanidades en sus reductos específicos, sino diseminarlos a través de los intersticios de los demás planes de estudio. No es éste el lugar para aclarar cómo podría hacerse esto sin caer bajo el oscuro dominio del mandarinato psicopedagógico, pero sí para enfatizar que las utilidades de los saberes humanistas son muchas y no entran en contradicción, como suele decirse, con las necesidades del mercado: al contrario. Asunto distinto es si el dispositivo humanista puede de verdad sobrevivir a las consecuencias de la democratización y la digitalización. Yo soy optimista, pero el ministro japonés no ayuda.

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