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Verbalizar las emociones

ACCIDENTES DEL ALMA. LAS EMOCIONES EN LA EDAD MODERNA

María Tausiet (ed.), James S. Amelang (ed.)

Abada, Madrid

418 pp. 27 €

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En mi primera lectura de los Combates por la historia de Lucien Febvre una frase quedó marcada a fuego en mi conciencia de historiador. Respecto a un sesudo tratado económico que además se pretendía histórico, se preguntaba el fundador de los Annales: «Y en todo esto, ¿dónde está el hombre?»Lucien Febvre, Combates por la historia, trad. de Francisco J. Fernández Buey y Enrique Argullol, Barcelona, Ariel, 1992 (1.ª edición francesa de 1952).. Se trataba de una apasionada reivindicación del ser humano como hacedor de la historia, no en la singularidad de los grandes personajes, sino dentro de una concepción democratizadora del sujeto histórico; y no sólo como homo politicus u homo faber, sino en toda la complejidad que define a lo humano. A la reflexión interna de los historiadores se sumó la influencia de las ciencias sociales, muy en particular de la antropología, y el resultado fue una revolución historiográfica en la que, entre otras cosas, los horizontes del historiador se ensancharon hasta la totalidad, tal vez ilusoria, pero teóricamente muy estimulante. Resulta pretencioso e ingenuo pretender abarcarlo todo; pero sí es esencial saber situar la perspectiva desde la que se mira esa totalidad inalcanzable. De ese modo han ido explorándose infinidad de perspectivas que no han agotado ni agotarán nunca el objeto de la historia, pero sin duda lo enriquecen y renuevan sin cesar su atractivo.

Nadie diría que títulos tan pintorescos como El queso y los gusanos o La gran matanza de gatos pudieran corresponder a obras históricasCarlo Ginzburg, El queso y los gusanos: el cosmos, según un molinero del siglo XVI, trad. de Francisco Martín, Barcelona, Península, 2009 (1.ª edición italiana de 1976); Robert Darnton, La matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, trad. de Carlos Valdés, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1984 (1.ª edición inglesa de 1984).. Ningún historiador serio, en la época del positivismo, se habría atrevido a usarlos; ni siquiera se le hubieran ocurrido. Y hoy, sin embargo, los hemos elevado a la categoría de clásicos, porque hemos aprendido a valorar el potencial explicativo que poseen los símbolos y el imaginario de la cultura popular. Aun ahora, muy pocos identificarían un título como Accidentes del alma con un libro de historia. El subtítulo, Las emociones en la Edad Moderna, ayuda no poco a concretarlo, pero no evita la perplejidad en el curioso lector que, antes de abrir un libro, se hace cábalas sobre su contenido. ¿Las emociones no son y han sido siempre iguales? ¿Vale la pena detenerse en su estudio? ¿No debería el historiador aplicarse al esclarecimiento del hombre público y, por ende, socialmente trascendente? Y aunque fuese cierto que las emociones hayan tenido alguna influencia histórica, ¿son susceptibles de ser historiadas? ¿Han cambiado con el tiempo? ¿Los hombres y mujeres del siglo XVI se movían por pasiones sustancialmente diferentes de las nuestras?

Los editores de este libro, María Tausiet y James S. Amelang, que hace sólo unos años nos sorprendieran con una propuesta no menos sugerente, El diablo en la Edad ModernaMaría Tausiet y James S. Amelang (eds.), El diablo en la Edad Moderna, Madrid, Marcial Pons, 2004., vuelven sobre estas y otras preguntas en la introducción a las aportaciones que diversos especialistas llevaron al curso que en el verano de 2006 organizó la Universidad Complutense en El Escorial. No es intención de los autores hacer a la Historia más «emocionante» y, por tanto, vendible, pero las emociones son un componente humano y, como tal, resulta irrenunciable para el historiador que pretenda acercarse al conocimiento del hombre en el sentido que le daba Febvre.

La pregunta de partida ha de ser la de si las emociones son universales como una es la naturaleza humana, o son diferentes y variables en el tiempo y en el espacio. Pero aun si se estuviera de acuerdo en su unicidad, cuestión esta en perenne discusión, ello no iría en perjuicio de su historicidad. El problema no es nuevo para el historiador empeñado en las últimas décadas en desbrozar nuevos territorios. La muerte, otro de los temas frecuentados por la llamada historia de las mentalidades, sigue siendo un fenómeno irreductible a la racionalidad, que sobrepasa al conocimiento científico y que siempre ha afectado de la misma forma al ser humano, por cuanto ha significado el final de cada existencia individual; y, sin embargo, han variado a lo largo del tiempo, y a lo ancho de las culturas, las explicaciones que se han buscado a este fenómeno incomprensible, las estrategias para enfrentarse a él, las expresiones de temor, pérdida y consuelo. Así ocurre con las emociones. No se entienden hoy igual que ayer sus desencadenantes y sus mecanismos de manifestación, difieren las circunstancias en que el sujeto se siente impelido a darles curso o a ocultarlas, varían los cauces de expresión y las interpretaciones de que son objeto.

Otra cuestión es la de si pueden diferenciarse las emociones individuales de las colectivas. Cierto es que, como señalan varios autores en este libro, en la Edad Moderna se lloraba más que ahora, al menos en público. ¿Quiere esto decir que las emociones han tendido a privatizarse, a ocultarse, al igual que se ha observado en las actitudes ante la muerte? Los indicios históricos así parecen indicarlo en lo que se refiere a la exteriorización de las lágrimas. Antaño no estaba mal visto llorar a efectos de la plática de un predicador o en medio de una ceremonia religiosa, lo que evidenciaba el arrepentimiento y la autenticidad de sentimientos; hoy dejamos que afloren las lágrimas en una sala oscura, pero las enjugamos a toda prisa antes de que se enciendan las luces. Ahora bien, resulta difícil extrapolar esta conclusión a la totalidad de las emociones. El siglo XX ha sido prolífico en regímenes que han sabido influir sobre las masas precisamente por medio de la manipulación de las emociones; y aún hoy es frecuente que éstas erupcionen de modo colectivo en torno a manifestaciones religiosas, deportivas, nacionalistas o identitarias.

Y un tercer interrogante: ¿las emociones son expresiones de sentimientos auténticos y profundos? ¿O están mediatizadas por convencionalismos culturales, rituales normalizados o incluso simples fingimientos hipócritas? Vuelvo en este punto a las actitudes ante la muerte, pues me recuerda las preguntas semejantes que pueden hacerse respecto a la sinceridad de las últimas voluntades expresadas en un documento testamentario o los lamentos de dolor proferidos por las lloronas en los entierros. Claro es que tales manifestaciones están mediatizadas culturalmente, que se someten en gran parte a lo que se espera de ellas; pero cosa muy distinta es considerarlas meros ritos externos y despojados de toda sinceridad. Las emociones pueden ser entendidas como textos a través de los cuales se expresa y es aprehendido el interior del ser humano. Si se entiende que un texto es incapaz en absoluto de acceder a la realidad, a la larga está privándose de sentido a la disciplina histórica; y si las emociones, por culturalmente dadas, no ayudasen a desvelar el interior auténtico del hombre, sería inútil cualquier intento de conocerlo y otorgarle la menor confianza. La historia de las emociones supone, por eso, una doble declaración de fe: una, en la validez de la historia como medio de conocimiento; la otra, en la utilidad de las emociones para el acercamiento al ser humano.

La lectura de esta obra sugiere, en fin, la consideración de las emociones como agentes históricos. Se ha hecho hincapié en la importancia de la voluntad humana como hacedora de la historia. Luego se insistió en los procesos económico-sociales. Y al final se dio entrada al imaginario y a las mentalidades colectivas. No hay razón para despreciar la influencia de las pasiones en el desarrollo de la historia, si es que se defiende una historia en la que el ser humano ostenta el protagonismo. No quiere decirse que las pasiones y las emociones hayan dirigido la historia, pero sí que ésta no se entiende bien sin aquéllas, como el hombre racional es ininteligible sin sus vaivenes y arrebatos emotivos.

Hay que recordar que el estudio de las emociones por parte de los historiadores no constituye una novedad. Podrían encontrarse numerosos precedentes entre los historiadores románticos, con Jules Michelet a la cabeza. También cabe citar El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga, los estudios sobre Lutero o Rabelais del propio Lucien Febvre, las investigaciones encuadrables en la llamada psicología social, La grande peur de Georges Lefebvre o el proceso civilizatorio de que hablaba Norbert Elias. La historia de las mentalidades cultivada en el último tercio del siglo XX frecuentó, asimismo, temas como el amor, los sentimientos familiares, el temor ante la enfermedad y la muerte, el miedo y la locura, por no mencionar los estudios clásicos de antropología histórica y microhistoria, en los que las emociones, como no podía ser menos, se constituyen en protagonistas.

La verdadera novedad de este libro, y de la nueva historia de las emociones, es su anclaje teórico y su vocación interdisciplinar, tras haberse echado abajo las otrora impenetrables fronteras que separaban las ciencias sociales. Una historia de este tipo ha de tener muy en cuenta, naturalmente, las aportaciones realizadas en el ámbito de la psicología y el psicoanálisis, así como de la sociología y la antropología. Y, por supuesto, requiere de distintos enfoques que se enriquecen mutuamente en el territorio común de las humanidades, aunando la historia con la historia del arte, la literatura con la música, mucho más si el período a considerar es ese todo multidisciplinar que fue la cultura barroca. El resultado no es un cuerpo cerrado de conocimientos, como el de un manual, sino un extraordinario vivero de sugerencias que apunta muy diversas y prometedoras líneas de investigación.

El libro, exquisitamente editado, se divide en tres bloques. En el primero se examinan algunos códigos emocionales. Unos nos permiten comprender mejor hoy determinados fenómenos del pasado, como la psicología de la envidia en la raíz de la caza de brujas que se desató en Europa durante la temprana Edad Moderna; otros nos dan las claves de cómo algunas de estas emociones eran explicadas en su tiempo. Así, la tristeza se derivaba de la ruptura del equilibrio entre los cuatro humores que constituían la fisiología humana y del predominio de la melancolía sobre la sangre, la cólera y la flema. Claro que la envidia, la melancolía y el resto de las emociones podían ser domeñadas por los códigos de cortesía y prudencia que iban impregnando el proceso civilizatorio, cuyo máximo exponente tenía a la corte como supremo escenarioIntegran este bloque los trabajos de Lyndal Roper, «Envidia»; Christine Orobitg, «El sistema de las emociones: la melancolía en el Siglo de Oro español»; Ulinka Rublack, «Flujos. El cuerpo y las emociones en la Edad Moderna», y Fernando Ampudia de Haro, «Cortesía y prudencia: una gestión civilizada del comportamiento y de las emociones»..

Un segundo bloque lleva el título de «La emoción ritualizada» y se centra, sobre todo, en la expresión de las emociones a través de las lágrimas. Espontaneidad y ritual se conjugaban en los públicos llantos de que nos hablan las fuentes, ya motivados por la piedad religiosa, ya por la escenificación del dolor en la coyuntura de la muerte. Llantos espontáneos, propiciados por una emoción colectiva que en una multitud congregada se contagiaba en cascada de unos a otros, pero al mismo tiempo debidamente ritualizados y bien considerados socialmente, por cuanto que el llamado «don de lágrimas» se interpretaba como una prueba de arrepentimiento y de la sinceridad de los sentimientosWilliam A. Christian, «Llanto religioso provocado en España en la Edad Moderna»; María Tausiet, «El don de lágrimas en la España moderna»; James S. Amelang, «La viuda alegre: Miedo y luto en el lamento ritual»..

Los medios audiovisuales se han convertido hoy en privilegiados transmisores de emociones. Los siglos de la Edad Moderna también dispusieron de sus cauces de transmisión, algunos de los cuales son estudiados en el tercero de los bloques del libro, titulado La expresión de las emociones. Algunos de estos cauces son tan poderosos que logran el milagro de que hagamos nuestras esas emociones que nacieron en el interior de un corazón, varios siglos atrás, como comprobará todo lector sensible que emprenda la aventura, claramente emocional, de leer los poemas de sor Juana Inés de la Cruz, tan retóricos en su barroquismo como universales en su encarnación del sentimientoAurora González Roldán, «Imágenes del llanto en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz».. La retórica de las emociones era una asignatura obligada tanto para los escritores como para los artistas plásticos, que a través de gestos, expresiones y habilidades compositivas debían hacer visibles las interioridades de sus personajesJavier Portús, «Expresión y emociones en la pintura española del Siglo de Oro».. También solían recurrir a los emblemas, las convenciones iconográficas y las asociaciones, como las usadas por el pintor Vermeer de Delft en sus retratos de lectoras de cartas, cuyas emociones eran simbolizadas por temas pictóricos que con supuesto descuido decoraban la pared del fondo. Tales cuadros ilustran, a la vez, la importancia que, para la transmisión de emociones, amorosas o de cualquier otro tipo, tuvieron las cartas y billetes privados, que se han conservado excepcionalmente en algunos procesos y archivos, y que se convierten para el historiador en materiales preciosos para reconstruir y tratar de comprender los comportamientos emocionales del pasadoDiego Navarro Bonilla, «Sentir por escrito hacia 1650: cartas, billetes y lugares de memoria».. Y, por supuesto, en la época barroca es indispensable considerar el extraordinario papel que desempeñó la música, capaz de emular y conmover los affetti o pasiones del almaLuis Lozano Virumbrales, «De efectos y afectos en la música»..

Si la música, aunando las demás artes en la ópera, dio al arte barroco un aura de totalidad, el cine ha sido el arte total del siglo XX. A través de él se han comunicado sueños, aspiraciones y emociones con una efectividad sin precedentes. También el cine se ha demostrado en ocasiones un hábil instrumento para recrear las sociedades del pasado. Por supuesto que en un lenguaje diferente al de los tratados históricos, sin la profundidad y el rigor de que éstos alardean; con limitaciones, pues, pero también con virtudes propias. Tal es su extraordinario poder de inmediatez, de situar al pasado en el presente; y, asimismo, su capacidad de recrear la totalidad histórica, de sus arquitecturas a las vestimentas y hábitos alimenticios, pero también las actitudes, los gestos, la luz y el sonido, y, por supuesto, las emociones. Buen ejemplo de ello es la magnífica Dies irae, analizada en el epílogo de este libro por María TausietMaría Tausiet, «Ira humana e ira divina: la brujería vista por Carl Theodor Dreyer».. Aunque su director, Carl Theodor Dreyer, tratara de desmentirlo, la película es un documento histórico que recoge los miedos de un mundo bajo la ocupación nazi. Sin llegar tan lejos, la película se sitúa al mismo nivel que el mejor de los estudios históricos sobre la Edad Moderna, pues es como un cuadro de Vermeer en movimiento, capaz de transmitir al espectador las miradas, las emociones, el interior del ser humano enfrentado a las distintas, y a la vez tan semejantes, situaciones históricas. ¿Es tiempo de que los historiadores tomemos conciencia de las enormes posibilidades que tiene el cine como documento del siglo XX, como recurso didáctico y privilegiado instrumento de explicación histórica? La inclusión de este epílogo es una agradable sorpresa, pero también una consecuencia lógica de todo estudio que, en nuestra época multimedia, se pretenda verdaderamente interdisciplinar.

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