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¡Abajo los poetas!

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Me contaba una amiga que, durante la presentación de un reciente libro de relatos, un familiar suyo, socarrón ingeniero de caminos, se puso de pie, cansado de escuchar juegos de palabras, para decir en voz alta: «¡Menos poetas y más matemáticos!» Después volvió a sentarse, siguió un silencio incómodo y nadie se dio por aludido. Era el suyo un manifiesto de andar por casa, pero, ahora que acaba de celebrarse el Día Internacional de la Poesía, merece la pena considerarlo.

Es la nuestra una época contradictoria. Por un lado, experimentamos una superlativa aceleración tecnológica que, para algunos observadores, supone el comienzo de la transhumanidad, esto es, la puesta en marcha de una humanidad mejorada por medios técnicos. Además, nuestra capacidad de computación ha aumentado el papel que concedemos al análisis cuantitativo y el cálculo estadístico en la resolución de problemas sociales, tal como pone de manifiesto el incipiente manejo de los big data. Y la creciente brecha salarial entre los trabajadores cualificados y los demás contribuye al descrédito del humanismo tradicional, que se hace presente cada vez que un adolescente dice en su casa que quiere estudiar Historia o Filología. Desde aquí a la afirmación de que no es serio leer novelas pasados los cuarenta años media sólo un paso.

Sin embargo, las nuevas tecnologías de la información han revelado también el formidable apetito literario del cuerpo social. Y no solamente mediante el uso exhibicionista de las redes sociales, sino, especialmente, mostrando la enorme cantidad de novelistas y poetas emboscados que aspiran a tener visibilidad, ser leídos, hacerse un nombre. La autoedición en papel o en formato electrónico ha florecido, siendo aquí menos importante la calidad de la producción literaria –que por definición no puede ser elevada– que el hecho mismo de su existencia. Yo fui una vez a una mesa redonda y, a su término, una señora que asistía a ella me regaló un poemario suyo primorosamente editado.

Dicho sea de pasada, no puede descartarse la hipótesis de que el yo sublimado a cuya construcción invitan las redes sociales, emanación desiderativa del sujeto que escribe en casa en pantuflas, haya terminado por apoderarse de este último, vampirizándolo, hasta hacerle creer que es también un artista. ¡El medio crea al médium! Aunque también puede ser que esta avalancha creativa cumpla, ante todo, una función expresiva, análoga a la del diario personal, transmutado ahora en diario público. Parafraseando al Panero que citaba a Artaud: me edito para saber que soy yo y no todos los otros.

Pero, ¿para qué sirve el poeta, piensa el ingeniero? Ya que el poeta, a cambio, no duda de que el ingeniero sirva para algo, aunque pueda creer que sus versos contienen más belleza que un puente sobre el Duero. Esta cuestión es explorada por Iris Murdoch, la gran novelista inglesa, en un librito que he tenido la oportunidad de leer hace poco y que no cuenta, hasta donde sé, con edición española: The fire and the sun. Why Plato banished artists. Es decir: El fuego y el sol. Por qué Platón proscribió a los artistasManejo la edición de Oxford University Press de 1977; Penguin tiene una posterior, de 1991, con el título Fire in the Sun.. Se trata de una serie de conferencias que Murdoch dictase en 1976. En ellas, nuestra autora aborda la hostilidad de Platón hacia los artistas. Y su esfuerzo por iluminar este asunto, a partir de una meticulosa exposición de las razones del filósofo ateniense, contiene una sutil defensa de la función del arte.

En un pasaje de La República, Platón señala que, si un dramaturgo tratara de visitar esa comunidad política ideal, sería amablemente acompañado a la frontera; en las Leyes, propone un meticuloso sistema de censura; a lo largo de su obra, abundan las críticas y burlas dirigidas a los practicantes del arte, sobre todo el no figurativo. Murdoch se adentra en la obra de Platón con objeto de buscar una explicación verosímil para esta actitud. Recordemos que Platón concibe la vida humana como un peregrinaje de la apariencia a la realidad. De manera que cualquier obstáculo o freno a este proceso será, pues, visto con sospecha; y el arte puede serlo, de varias formas.

En parte, señala Murdoch, Platón, como otros grandes puritanos, quiere elevar barreras metafísicas para evitar la depravación del hombre, siendo el arte uno de los caminos que pueden llevar a ella. En este caso, el arte produciría desviaciones morales, estaría conectado a lo demoníaco, a una exploración de la realidad que no se detiene en lo bello o lo justo. Pensemos en cómo el arte oficial de otra república ideal, la soviética, trataba de promover su particular versión de la belleza y la justicia a través del realismo oficial. Por otro lado, añade Murdoch, el artista, como el sofista, es capaz de producir, por la misma naturaleza de su lenguaje, falsedades, difuminando así la distinción entre la verdad y la mentira. Dado que Platón establece una relación directa entre lo bueno y lo real, esta duplicidad sería peligrosa.

En este punto, Murdoch arma su defensa. Sostiene que la moralidad se aprende mayormente a través de la acción, siendo las relaciones con los demás la gran escuela de la virtud. A su juicio, las revelaciones espirituales que obtenemos tratando con otras personas son más importantes que las que el arte pone a nuestra disposición, aunque –añade sabiamente– aquellas tienden a ser menos claras. Sugiere así que el arte da un sentido a las conductas humanas allí donde la vida sólo nos proporciona indicios del mismo que, con demasiada frecuencia, conducen al malentendido. Y añade que el arte debe separarse de lo bueno porque no es esencial, sino una suerte de obsequio, de «extra».

Esta noción nos recuerda las tesis de Georges Bataille, para quien la literatura es un gasto improductivo, un lujo que no se relaciona con la formación de buenos ciudadanos, sino con la libre exploración del artistaBataille, La literatura como lujo, trad. de Ana Torrent, Madrid, Versal, 1993.. Desde este punto de vista, la literatura es aristocrática, no burguesa: derrocha sus bienes en lugar de acaudalarlos. Imaginemos a un poeta nunca publicado que se afana en casa un domingo por la tarde, componiendo unos versos que acaso nunca verán la luz: su trabajo es una oda a lo inútil. En un sentido distinto, pero cercano, se expresaba Francisco Umbral en su libro sobre Gómez de la Serna: «Lejos de mí considerar esto un adorno, pues sé que el adorno es la literatura misma, que no hay más literatura que la de adorno, porque para decir las cosas fundamentales y urgentes ya están los discursos de los políticos y los telegramas»Francisco Umbral, Ramón y las vanguardias, Madrid, Espasa Calpe, 1978, p. 149.. De alguna forma, desligar el arte de su función es darle plena libertad. Platón habría estado de acuerdo, pero a condición de prohibirlo.

Pero Murdoch no descree de la función moral del arte. No piensa que sea un adorno; está convencida de que sirve para algo. Aunque, bien mirado, también un adorno sirve para algo: para adornar. A lo largo de la vida, dice Murdoch, hemos de tomar decisiones morales, pero no hay obligación alguna de disfrutar del arte; muchas buenas personas nunca lo hacen. Y el arte, como sabemos, puede también volvernos locos, nublarnos la vista ante la realidad, hacernos vivir en una fantasmagoría. Sin embargo, añade Murdoch, el gran arte apunta en la dirección de lo bueno y es, por ello, más auxilio del moralista que enemigo suyo. El arte es un ejercicio de discernimiento orientado a la realidad, que cumple por ello una clara función social e incluso política: es un gran salón para la reflexión, donde todos podemos encontrarnos para examinar y considerar aquello que nos concierne. Por eso es atacado por dictadores y moralistas autoritarios, enemigos del arte en nombre del orden. Para Murdoch, es la gran herramienta educativa de que disponemos, más accesible que la filosofía y la ciencia: «El arte es un gran lenguaje humano internacional, y es para todos».

Sucede que esta función es indirecta, no el resultado de la intención del artista. Tanto el arte en general como la literatura en particular forman buenos ciudadanos sin pretender hacerlo, e incluso, a veces, pretendiendo exactamente lo contrario. Y si lo que pretende es hacer pedagogía, puede lograr el efecto contrario: la historia del arte es un cementerio de mensajes sociales.

Hay muchas formas a través de las cuales el arte puede hacer mejores ciudadanos. Pero todas tienen que ver con su capacidad para aumentar nuestra sensibilidad hacia el mundo exterior, para aguzar nuestra mirada y permitirnos identificar mejor los conflictos morales implícitos en las relaciones humanas, lo que nos lleva a comprender la dificultad que comporta resolverlos. A consecuencia de esto, nos empuja suavemente hacia una más serena aceptación de la pluralidad humana y del consiguiente conflicto entre los distintos puntos de vista. Asimismo, el arte nos dota de una mayor conciencia formal, esto es, nos despierta a la importancia que tienen las formas como creadoras y transmisoras de contenido.

Arte y vida son, si se quiere, dos vasos comunicantes. Porque aun siendo cierto que cuanto más vivimos, más sabemos, sabremos más aún si contemplamos la vida a través del arte y el arte a través de la vida. Por eso, la misma novela o el mismo cuadro nos dice cosas distintas a los veinte, a los cuarenta, a los sesenta años de edad. Siendo el resultado paradójico de este proceso de aprendizaje la revelación inesperada de que saber más es saber menos. Sabemos más cosas, pero también comprendemos que ese saber no responde a ninguna de las preguntas fundamentales, ni resuelve ninguno de los conflictos que más íntimamente nos desgarran. Por eso, la vida nos ayuda a comprender el arte y el arte nos ayuda a comprender la vida.

Ahora bien, ¿qué pasa con el mal arte? ¿Qué hay de todos los malos poetas, los malos novelistas, los malos pintores? ¿Sirven para algo? Murdoch apunta aquí en la dirección correcta cuando señala que el gran arte no puede existir sin que exista una práctica general del arte que incluye a aquellos. Y es que el arte, como la propia ciencia, como la filosofía, opera por acumulación: es el fermento común lo que hace posible la emergencia de lo excepcional. Digamos que el poemario de la señora no sirve para nada, salvo para la señora misma, lo cual no es poco, pero que la acumulación de esos poemarios cumple una función capital para la vida práctica del arte: sostiene la fe en el mismo, aunque sea una fe trivial o risible.

No está claro que el ingeniero se dé por satisfecho con esta explicación, que es una de las muchas posibles, ni es seguro que el poeta, por su parte, sea capaz de reconocer la belleza que encierra un puente. Asunto, este último, que habrá que abordar en otro momento. Y aunque es cierto que podríamos vivir más fácilmente sin poemas –no digamos ya sin poetas– que sin puentes o luz eléctrica, algo dirá de nosotros, como especie, que los primeros estuvieran allí ya antes que los segundos.

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