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Futuros climáticos (I)

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Si uno quisiera hacerse una impresión del debate en torno al cambio climático –a cuya regulación transnacional se dedica la recién comenzada cumbre de París–, bien podría empezar por el enconado intercambio de pareceres protagonizado hace unos meses por Elizabeth Kolbert y Naomi Klein en las páginas de The New York Review of Books. Klein, que saltó a la fama con su libro  contra las grandes empresas en los tiempos del movimiento antiglobalización, sostiene que la lucha contra el cambio climático puede cambiar dramáticamente nuestras sociedades «salvándonos» del capitalismo. Por esa misma razón, se malicia la periodista norteamericana, mienten quienes afirman que puede solucionarlo con unas pequeñas enmiendas al statu quo: mienten porque desean mantenerlo intacto. Kolbert, también periodista, lamenta que Klein oculte en su libro las verdaderas consecuencias que tendría el giro social radical por ella defendido. También ella nos miente, viene a decir: para no ahuyentar al público. Su estrategia pasa por defender una ecotopía poscapitalista donde –para variar– nuestros falsos valores serían sustituidos por verdaderos valores ahora relegados a los márgenes de la vida moral. Para su antagonista, en cambio, este maximalismo sólo sirve para eludir un debate realista sobre las políticas más adecuadas para afrontar el aumento de la temperatura media del planeta. A lo que Klein podría responder que esa prudencia política sólo sirve para mantener en pie un sistema que nos conduce a la catástrofe.

Aparentemente, París confirmará esa impresión. Por mucho que hagamos, seguramente no es suficiente para cumplir unos objetivos iniciales ya demasiado modestos. La sociedad global no se toma el cambio climático en serio y por eso puede afirmarse que la mitigación ha fracasado antes de empezar. Nuestros esfuerzos, en consecuencia, habrán de centrarse en la adaptación a sus inevitables efectos. Y mientras para unos el cambio será tecnológico o no será, empezando por la geoingenería del clima y terminando en el hallazgo futuro de nuevas fuentes de energía, otros rechazan de plano semejante planteamiento:

Me aterroriza la hubris, la soberbia, la arrogancia que contienen las expresiones «gestionar el planeta» y «estabilizar el clima». […] ¿Por qué, con nuestros magníficos cerebros, nos seduce tan fácilmente el totalitarismo tecnocrático?Hendrik Tennekes, citado en Mike Hulme, Why We Disagree About Climate Change. Understanding Controversy, Inaction and Opportunity, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, p. 312.

En realidad, todo esto ya lo hemos oído antes. El discurso del ecologismo sobre el cambio climático reproduce un patrón hiperbólico bien conocido: aunque el ecologista privado pueda desear la transformación social a fin de preservar el mundo no humano, el ecologista público se ve obligado a aducir razones antropocéntricas para persuadir al públicoAndrew Dobson, Green Political Thought, Oxford, Oxford University Press, 1990.. ¡Y qué razón más poderosa que la propia supervivencia de la especie! La primera víctima del cambio climático es, así, el mundo natural, cuya protección queda relegada a un segundo plano.

Descrito como el mayor impacto antropogénico sobre la naturaleza jamás producido, la complejidad del problema climático nos conduciría hacia un territorio desconocido. Mientras Harald Welzer trae noticias de un futuro marcado por la desigualdad y las guerras climáticas (¿influyó la larga sequía padecida por Siria en 2010 en el desencadenamiento de su guerra civil?), John Urry sostiene que la única alternativa a ese conflicto hobbesiano es un panóptico digital capaz de ejercer un control social draconiano sobre nuestras sociedadesJohn Urry, «Climate change, travel and complex futures», British Journal of Sociology, vol. 59, núm. 2 (junio de 2008), pp. 261-279.: hay que elegir entre Mad Max y 1984. Ahora bien, conforme a la cláusula habitual del catastrofismo, podemos evitar este futuro si tomamos medidas urgentes. En este caso, aquellas que nos permitan descarbonizar la economía y reorganizar por completo la vida social. Ahora o nunca: una secuencia lógica recurrente en el discurso ecologista desde los años sesenta. Pero también ha fracasado de manera recurrente.

Ese fracaso obedece, sobre todo, a una paradoja bien conocida. Si el llamamiento al cambio social radical se basa en una profecía que nunca llega a materializarse, ¿cómo apoyarlo? Al fin y al cabo, ya deberían haberse cumplido muchas de las advertencias formuladas por el ecologismo en la década de los setenta, cuando el discurso sobre los límites del crecimiento –enésima variante del maltusianismo– emerge por vez primera. Pero es que tampoco la reforma más o menos audaz del capitalismo liberal encuentra demasiados adeptos: sigue existiendo un contraste formidable entre la gravedad de los problemas medioambientales tal como son presentados al público y la relativa indiferencia de éste. Para Steven Gardiner, esta indiferencia es sintomática de nuestra «corrupción moral», incapaces como somos de actuar colectivamente cuando los costes de no hacerlo son invisibles y la amenaza en cuestión –como sucede con el cambio climático– tiene como principales perjudicados a las futuras generaciones. Más aún, la crisis económica de los últimos años ha mostrado que los valores posmaterialistas (como los medioambientales) son vulnerables a la cíclica reemergencia de los materialistas (relativos a la redistribución y la justicia): últimamente hablamos más de desigualdad que de sostenibilidad. Esta jerarquía de valores se deja sentir con especial claridad en las economías emergentes, donde el cuidado del medio ambiente no es una prioridad. Diga lo que diga Naomi Klein, las nuevas clases medias no van a apostar por el decrecentismo: quieren su iPhone. Y lo quieren ahora.

Nada de lo anterior, sin embargo, implica que el cambio climático deba ser ignorado: ni mucho menos. Si la ciencia produce un consenso suficiente acerca del cambio climático de origen antropogénico, en sí mismo la manifestación más espectacular del Antropoceno, es preciso tomarse el asunto en serio. Aunque sólo sea porque los costes potenciales de la inacción son mucho menores que los que acarrearía la confirmación de los escenarios más pesimistas. Tal como he sugerido en otra ocasión, el dilema del cambio social por razón climática recuerda al planteado por Pascal en relación con la existencia de dios: aunque no podemos demostrarla, si uno apuesta por ella, nada pierde y todo puede ganarlo, mientras que quien apuesta por su inexistencia puede perderlo todo si se equivoca. Análogamente, pudiera ser que la evolución del clima sea independiente de las acciones humanas pasadas y/o que no podamos ya influir sobre su desarrollo futuro. Pese a ello, tiene más sentido actuar como si pudiéramos mitigarlo, al tiempo que nos preparamos para adaptarnos a él. Es la apuesta más razonable: a la sociedad global le conviene contratar un seguro para sí misma. Es verdad que la sociología de la ciencia nos ha enseñado a desconfiar de la ciencia: sabemos que la sociedad está dentro del laboratorio y que la actividad de los científicos no deja de reflejar prioridades sociales e intereses políticos. Las investigaciones sobre el paleoclima, por ejemplo, adoptan una perspectiva temporal tan profunda que el protagonismo de la actividad humana queda diluido dentro de una secuencia causal de largo alcance. Es por eso importante dejar espacio para que el disenso científico pueda expresarse sin miedo a la censura moral. En cualquier caso, incluso una ciencia «posnormal» –aquella que se ocupa de hechos inciertos, valores en disputa, grandes riesgos y decisiones urgentes– es más falsable que otras formas de conocimiento humano y la actual existencia de un acuerdo dentro de la comunidad científica aconseja desarrollar políticas orientadas a la reorganización de las relaciones socioambientales.

Ahora bien, la necesidad de actuar no siempre indica cómo hacerlo. Entre un capitalismo sostenible y una sociedad decrecentista, por ejemplo, hay una distancia considerable. Tal vez puedan señalarse cuatro grandes estrategias de sostenibilidad, cada una de ellas asentada sobre un valor moral dominante que contiene, implícitamente, una antropología política: una idea del ser humano y de su relación con el entorno. Y es que –aunque estos días oiremos hablar de cifras y obligaciones vinculantes, de distribución de costes entre países ricos y pobres, de investigación en energías renovables y geoingeniería del clima– lo importante es identificar cuáles son las motivaciones individuales y colectivas para el cambio social por razón climática y qué valores finales subyacen al tipo de cambio propuesto. Si esos valores se alejan del modo de ser de la especie humana, marcado por la adaptación transformadora del entorno, será poco probable que puedan realizarse.

1) Suficiencia. Si las sociedades humanas se encuentran en el peligroso camino de la insostenibilidad y la destrucción ecológica, se hace necesario un completo cambio de valores: los seres humanos deben dar un paso atrás y abandonar el modo capitalista de producción y consumo para construir una diferente, más armoniosa relación socionatural. Se trata de la visión tradicional del ecologismo clásico: un medio ambiente moralizado que conduce a una sociedad radicalmente diferente donde se otorga prioridad a la protección del mundo natural: es decir, una sociedad decrecentista que produce sólo aquellos bienes y servicios suficientes para hacer posible un bienestar humano redefinido por el nuevo contexto poscapitalista. A la manera de Klein, el cambio climático es a la vez prueba de que el capitalismo no funciona e instrumento para su superación.

2) Contención. Las sociedades humanas están poniendo en peligro su propia supervivencia al explotar sus recursos naturales más allá de toda medida, sobrecargando el sistema planetario y amenazando así la capacidad de los ecosistemas para cumplir las funciones y proveer los servicios que nos son necesarios. En la línea de la conocida perspectiva de los límites del crecimiento, pero menos radical en sus implicaciones, esta forma de abordar el problema medioambiental se asienta en el señalamiento de unas «fronteras planetarias» que no deben ser traspasadas. Es un objetivo que puede perseguirse de distintas formas, sin requerir un cambio social tan radical como el demandado por los decrecentistas. A medida que el sistema terrestre se aproxima o excede ciertos umbrales, que podrían precipitar la transición a un estado de desestabilización fuera de la zona de confort representada por el Holoceno, las sociedades humanas han de construir sistemas más flexibles y resistentes. En este contexto, se haría necesario un nuevo contrato social sobre la sostenibilidad global que traslade a la acción política e institucional la idea de una administración humana del planeta.

3) Ilustración. La reorganización de las relaciones socionaturales no podrá ser efectiva a menos que se vincule a una reconceptualización del lugar humano en el mundo. La frugalidad no basta para promover una acción radical, asociada como está a una sombría narrativa de limitaciones humanas que, hasta ahora, se ha demostrado ineficaz. En su lugar, se trata de encontrar nuevas posibilidades humanas que incluyan la interacción con el complejo entramado socionatural (con especial atención a los contextos urbanos donde vivimos de forma mayoritaria). En este sentido, la crisis climática es una oportunidad para reformular la conversación sobre la buena sociedad, convirtiéndola en el impulso hacia una Ilustración Ecológica. El Consejo Asesor sobre Cambio Global del Gobierno alemán advierte, en su detallado informe de 2011 sobre el tema, que estas transformaciones no pueden basarse en una perspectiva de «fronteras planetarias», sino que, por el contrario, han de fundarse en una narración de «fronteras abiertas» que enfatice las formas alternativas de vida que el Antropoceno hace posible. En este contexto, el ecologismo aparece como un agente de ilustración que continúa –y refina– la tarea de la modernidad. Se habla así de «receptividad ecológica» o «ecología erótica», nuevos conceptos que tratan de reconectar a los seres humanos con la naturalezaAndreas Weber, Lebendigkeit. Eine erotische Ökologie, Múnich, Kösel, 2014.. También aquí se plantea la necesidad de reescribir el contrato social a fin de incluir en ella un mundo no humano ignorado en las teorías contractuales clásicas.

4) Audacia. A pesar de las señales que indican la necesidad de reorganizar las relaciones socionaturales, no parece ya posible que los seres humanos devuelvan a la naturaleza la relativa autonomía de que disfrutó antes de la gran aceleración antropogénica que se produce con la Revolución Industrial. En consecuencia, los seres humanos deben ser audaces y perfeccionar su control de las relaciones socionaturales. Algo que sólo puede lograrse por medios científicos y técnicos. Premisa general de esta posición es el rechazo de que existan límites naturales o fronteras planetarias como tales. Por el contrario, la empresa humana ha continuado expandiéndose más allá de sus presuntos límites naturales durante milenios, hasta el punto de que un ecologismo que pregona las virtudes de la frugalidad y la humildad puede ser un obstáculo para una verdadera modernización, por cuanto la reducción de la huella ecológica humana no parece la mejor de las estrategias en un mundo cuyos habitantes viven, en su mayoría, vidas modernas que demandan una notable cantidad de energía. De ahí que una reorientación sustantiva de las preferencias sociales no sea ni probable ni resulte deseable. En su lugar, deben promoverse nuevas técnicas (como la geoingeniería del clima) que hagan compatible la sociedad liberal con el cambio climático.

Pues bien, ¿hacia dónde deberíamos dirigirnos?

Sabemos que la ingeniería social a gran escala es una receta para el fracaso. Por ello, hay que resistirse a la tentación del mandarinato ecológico sostenido por un Leviatán verde. No por casualidad, los planteamientos ecoautoritaristas florecieron en la década de los setenta, marcada por una crisis económica de origen energético sobre la que se alzaba el fantasma de la desertificación nuclear. Tampoco parecen viables las propuestas de ruralización que se basan en una disminución radical del consumo de energía y la organización de la sociedad en torno a comunidades autosuficientesTed Trainer, Renewable Energy Cannot Sustain a Consumer Society, Dordrecht, Springer, 2007.. Gwynne Dyer es claro al respecto:

Me gusta vivir en una civilización de alto consumo energético y no quiero dejar de hacerlo. Si podemos arreglarnos sin causar un desastre climático, me gustaría que todos los habitantes del planeta vivan en sociedades ricas que posean los recursos y el ocio necesarios para cuidar de todos los ciudadanos y no sólo de los más afortunadosGwynne Dyer, Climate Wars, Melbourne, Scribe, 2008, p. 128..

Habrá quien discrepe. Y para dirimir esas diferencias, el cambio climático debería «trabajar para nosotros»: ser usado para mejorar nuestras sociedades, no para perseguir una ruptura radical basada en un cambio repentino en los valores mayoritarios. Parece mucho más probable que éstos se deslicen por una inercia virtuosa que esperar una repentina epifanía moral contraria a los estilos de vida dominantes; unos estilos de vida que, a pesar del desprecio que por ellos experimenta una buena parte de la ciencia social contemporánea, parecen gustar a sus practicantes. En pocas palabras, sería ingenuo esperar que los ciudadanos abandonen sus existencias urbanas y conectadas para abrazar la frugalidad energética y reencontrarse con la madre naturaleza. ¡No es cinismo, sino realismo! Y tampoco constituye una afirmación panglossiana, a pesar de que muchos habitantes del planeta no pueden permitirse todavía un smartphone y siguen siendo abundantes las fuentes de descontento social. El radicalismo político que aspira a modificar sustancialmente la organización sociopolítica debe por ello verse como la expresión legítima de necesidades y deseos insatisfechos, dignos de atención: algo que vale para el cambio climático tanto como para la desigualdad. Sin embargo, hay que identificar correctamente los factores de cambio social. Es improbable que éste pueda tener su origen en la súbita iluminación moral de las sociedades desarrolladas; más plausiblemente, tendrá lugar una evolución gradual influida por múltiples factores: morales, culturales, económicos, tecnológicos.

Se trata, así, de hacer todo lo posible, sin exceder los límites de lo razonable. Entre otras cosas, porque la propia definición de lo razonable irá cambiando al hilo del cambio cultural y tecnológico, una vez que la adaptación climática sea verdaderamente asumida –por la fuerza de los hechos– como un imperativo de especie. Hasta cierto punto, está pasando ya: los engranajes de la innovación social y científica se han puesto en marcha y su sonido acompaña, en sordina, un debate que se desarrolla en los márgenes de la agenda pública. París se llevará los titulares, pero no es a París hacia donde debemos mirar, sino a un proceso de gradual hibridación socionatural que, a pesar de haberse intensificado de manera exponencial en los últimos dos siglos, lleva milenios en marcha. Es desde este punto de vista transhistórico y de especie como hemos de contemplar el cambio climático. Pero las consecuencias de así hacerlo las dejamos para la semana que viene.

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