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Las múltiples caras del poliedro

Los rostros del federalismo

Roberto L. Blanco Valdés

Madrid, Alianza, 2012

408 pp. 20 €

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La reflexión sobre el federalismo ha estado presente en las preocupaciones teóricas y en la producción científica de Roberto Blanco desde hace muchos años, y culminan ahora en este libro, Los rostros del federalismo, que ha merecido ser distinguido con el premio al mejor libro de no ficción publicado en 2012. Es, ciertamente, un excelente e importante trabajo.

El debate sobre el carácter federal o no de nuestro Estado de las Autonomías empieza a tener relevancia entre nosotros desde los últimos años del pasado siglo, cuando culmina la homogeneización competencial y se realizan las grandes transferencias en educación y sanidad a todas las Comunidades. En dicho momento, buena parte de los constitucionalistas españoles comenzaron a afirmar que el sistema español de organización territorial respondía ya al gran modelo federal. La tesis fue criticada desde planteamientos doctrinales más o menos vinculados con posturas nacionalistas, como si quisieran denunciar los intentos de embellecer un modelo autonómico cuyo grado de descentralización sería sustancialmente inferior al federal. Más recientemente ha vuelto a suscitarse el tema al hilo de las reclamaciones planteadas por los soberanistas en Cataluña. Frente a su radical impugnación de nuestro modelo territorial, parece querer dárseles una vía de salida para evitar la ruptura proponiendo una reforma constitucional que optara explícitamente por el Estado Federal. Parecería admitirse, así, que el federal es un estadio superior al autonómico que permitiría solucionar mejor los problemas de integración que suscitan los partidos nacionalistas que vuelven a gobernar en Euskadi y en Cataluña.

Valga un paréntesis: creo que sería razonable, e incluso conveniente, redefinir el modelo territorial en la Constitución, aunque no fuera más que para formalizar un sistema que fue definido hace algún tiempo como «Estado jurisprudencial autonómico», cuyas reglas descansan más en la doctrina que ha ido elaborando el Tribunal Constitucional que en el texto de la Constitución, y cuyo carácter eventualmente siempre abierto genera no pocos problemas, jurídicos y políticos. Pero otra cosa es plantearse la cuestión desde una lógica puramente nominalista, porque no hay ninguna razón técnica, desde una perspectiva constitucional, que impida considerar a nuestro Estado Autonómico como un Estado Federal.

En el momento de la Transición, los entonces profesores de Derecho Político enseñábamos que, desde el punto de vista de la organización territorial, cabía distinguir entre Estado unitario y Estado federal, aunque se incorporaba un tertium genus, el Estado «regional», cuyo origen se situaba en la Constitución española de 1931, creadora de un modelo luego adoptado por la Constitución italiana de 1947 e inspiradora del sistema incorporado a la Constitución de 1978. Pero aquel diseño abierto e innominado adoptado por nuestros constituyentes para no cerrar la solución a los problemas que entonces comenzaban a plantearse permitió construir el sistema de descentralización política que tenemos en la actualidad, que nada tiene que ver con los ejemplos de lo que fue llamado Estado regional.

Algunos de los aspectos más significativos que caracterizaron ese proceso han sido magistralmente analizados por Roberto Blanco. Sus libros Nacionalidades históricas y regiones sin historia. A propósito de la obsesión ruritana, de 2005, o La aflicción de los patriotas, de 2008, son dos extraordinarios trabajos de un excelente profesor de Derecho Constitucional que ha sabido poner de manifiesto elementos de nuestra reciente historia constitucional que nos permiten entender polvos y lodos. Su análisis de nuestra Constitución territorial, cuyo carácter federal no pone en duda, lo han convertido en un referente obligado para los interesados en él. Es posible que el debate nominalista sobre el carácter federal o no de nuestro Estado de las Autonomías tenga algo que ver con este libro, que es una sistemática, razonada y fundamentada exposición de lo que es el Estado Federal.

Supongo que todos los profesores de Derecho Constitucional, al explicar el tema del federalismo, decimos la misma o parecida boutade: no hay federalismo, hay federalismos. Esto es lo que, de un modo extraordinario, realiza Roberto Blanco en su libro, significativamente llamado Los rostros del federalismo. Su punto de partida es señalar que, para definir el federalismo, no hay que partir de un modelo teórico al que habrían de adecuarse los Estados para ser considerados federales. No hay modelo previo: la definición de lo federal sólo puede derivarse del análisis de las características propias de los Estados que se definen como federales, de esos Estados que han ido construyendo instrumentos para conciliar unidad y diversidad, buscando garantizar una y otra en cada situación. Esta es la metodología adoptada en su libro: ver cómo han ido definiendo las constituciones de los Estados federales tales tipos de instrumentos, y analizar qué semejanzas y diferencias existen entre ellos.

La fuente será, pues, el estudio de un número en torno a la docena de países federales. No se trata meramente de comparar los textos constitucionales: las peculiaridades de cada país se explican analizando su historia y consiguiente adecuación de las respuestas a los problemas de cada Estado en cada momento. Quiero subrayar, antes de limitar mi comentario al libro a una especie de listado de las cuestiones que trata, que la originalidad y el valor fundamental de esta obra es, precisamente, lo que aquí no puede ser resumido: la exposición y explicación de cómo y por qué se regulan así las cuestiones que siguen en países federales de historias y características tan distintas como los que se estudian. Es la lectura de las peculiaridades de cada uno, y las sistematizaciones que se hacen de cada respuesta, lo que constituye la apuesta central del autor y el mérito fundamental del libro. La riqueza de la información vale de poco cuando es una mera relación de casos, pero es un tesoro en circunstancias como esta.

En los dos primeros capítulos, que define como introductorios, se refiere a la naturaleza del Estado federal, explica términos (Estado federal, confederación de Estados o Estado regional) cuyas fronteras no han sido históricamente impermeables y subraya la diversidad (en población, extensión, organización interna…) que se produce entre Estados que se consideran federales. Tras ello, entra en materia explicando el origen del federalismo en Estados Unidos: las limitaciones de la Confederación y los debates que dan lugar a la Federación, y la evolución del federalismo norteamericano, temas que Roberto Blanco ha estudiado en profundidad, para establecer luego las dos grandes vías que están en el origen del federalismo: el integrador (los citados Estados Unidos, Suiza, Canadá, Alemania, Australia y, con matices, Austria) y el federalismo descentralizador, en el que menciona a cuatro Estados iberoamericanos (Venezuela, Argentina, México y Brasil), dos europeos occidentales (España y Bélgica), dos de Europa oriental (Rusia y Bosnia y Herzegovina), y un asiático, India. Estos serán los Estados que (salvo uno o dos, que sólo lo serán episódicamente) se estudiarán.

Hechas las presentaciones, los capítulos centrales analizan las cuatro familias de cuestiones específicas de unos Estados que intentan conjugar, de formas distintas, unidad y pluralidad. El primer tema es el de las Constituciones del Estado federal (capítulo 3) y su doble balanza de poderes (si condiciona o no, y cómo, la libertad de configuración institucional de los Estados federados, y cómo define los criterios para la distribución de los poderes entre las federación y los Estados). Se estudia la relación entre la Constitución federal y las estatales, para centrarse especialmente en la reforma de la Constitución federal, que habría de requerir la participación de los Estados para aprobarse. Como puede imaginarse, las respuestas a estas cuestiones son muy diferentes en los distintos países, y la explicación de las peculiaridades, que normalmente se repiten en los otros grandes apartados, acaba confirmándonos lo antes apuntado sobre federalismo y federalismos.

La segunda gran cuestión (capítulo 4) estudia la posición de los poderes federales, ejecutivo, legislativo y judicial (analizando junto a éste la eventual existencia de órganos, como los tribunales constitucionales, a los que se encarga la resolución de conflictos competenciales y la defensa de la Constitución). Nuevamente, las lógicas suelen ser distintas, y las diferencias son notabilísimas. Ello se manifiesta particularmente en el estudio de los Senados federales, generalmente definidos como cámaras de representación territorial, pero que difícilmente pueden ser consideradas como tales, salvo en el caso de la República Federal Alemana.

Se aborda a continuación (capítulo 5: «Poderes repartidos») la exposición de los diferentes sistemas de distribución competencial, en los que nuevamente se produce una notable diversidad: países que siguen el modelo estadounidense de lista única que define las competencias del Congreso, los que siguen el sistema canadiense de doble lista o los menos, que siguen el modelo suizo, en el que la Confederación asume las tareas que le indica la Constitución y no realiza más tareas que las que exceden de las posibilidades de los cantones o que necesitan una reglamentación uniforme para la Confederación, mientras que los cantones definen las tareas que les corresponden en el marco de sus competencias. El capítulo acaba con una lúcida reflexión en torno a la simetría y asimetría en el seno de los Estados federales, destacando la importancia de las diferencias existentes entre las unidades que los integran. Distingue Roberto Blanco entre simetría, homogeneidad y diversidad. Esta surge de los contrastes demográficos, geográficos o económicos que suelen presentar las unidades conformadoras de un Estado federal; las deshomogeneidades se originan por diferencias competenciales nacidas de simples elementos naturales o de decisiones políticas que, aunque afecten al orden competencial, no alteran la posición político-constitucional del ente territorial de que se trate, y las asimetrías nacen de decisiones políticas (generalmente, aunque no siempre, constitucionales) tendentes a establecer diferencias no siempre sólo competenciales entre los entes federados, que acaban dando lugar a alteraciones en su respectiva posición político-constitucional: estas serían las verdaderas asimetrías.

El capítulo 6 («Poderes compartidos»), finalmente, analiza los instrumentos de cooperación y colaboración existentes entre la Federación y los Estados, y comenta los distintos sistemas de financiación. El libro acaba con un epílogo cuyo título («Federalismo y nacionalismos: de la construcción a la destrucción del Estado») me ahorra añadir cualquier comentario a su contenido. Si, en el capítulo 5, el autor se preguntaba si la asimetría contribuye al reconocimiento de la diversidad o a su exacerbación, ahora contesta que cuando la demanda de asimetría es impulsada desde el nacionalismo, la respuesta es la segunda. Aunque el federalismo es perfectamente compatible con la asimetría, ésta es incapaz de solucionar los problemas de integración estatal planteados por los nacionalismos, porque las medidas adoptadas para mitigar la frustración nacionalista no impiden la renovación y ampliación de las demandas, formuladas siempre con el mismo o mayor carácter agónico.

La reflexión que realiza sobre los casos español, belga y quebequés lo confirma, y pone de manifiesto que si el federalismo ha servido para construir Estados, los nacionalismos interiores pretenden destruirlos. En Bélgica, las sucesivas reformas constitucionales han hecho que «cada fase de la reforma del Estado esté preñada de la reforma siguiente, presente en ella de forma embrionaria» (Jean-Luc Dehaene, político flamenco que llegó a ser primer ministro belga entre 1992 y 1999): de victoria en victoria hasta el desastre total.

Cierto es que empezamos a hablar más de política que de Derecho, y más de Ciencia Política que de Derecho Constitucional. Recuerdo (y empieza a hablar el autor de la reseña y no el autor del libro) las páginas de Stéphane Dion, en su libro La política de la claridad. Discursos y escritos sobre la unidad canadiense, en el que explica su política empeñada en convencer a sus conciudadanos quebequeses de las ventajas que se derivaban, para ellos y para el resto de canadienses, del mantenimiento de la unidad federal, actitud que no siempre se da en situaciones similares en las que, pro bono pacis, frecuentemente se opta por el pasteleo. Defensa de la federación, sinceridad en las palabras y en las políticas, además de en la definición de las condiciones exigidas en la Ley de la Claridad para la eventual secesión. El resultado de tales prácticas, hasta ahora, parece haber fortalecido a la federación.

¿Y España? Es obvio que la lógica centrífuga se ha acelerado en la misma medida en que la descentralización ha crecido. El «derecho a decidir» exigido por los nacionalistas vascos les llevó a presentar una «Propuesta de Estatuto Político para la Comunidad de Euskadi» que definía unos lazos ente ésta y el Estado que más tenían de Confederación de Estados que de Federación. Se mantenía la relación, y había razones para ello, no sólo porque el número de vascos no nacionalistas (y de nacionalistas no independentistas) es muy significativo, sino también para evitar que el País Vasco quedara excluido de Europa. En Cataluña vuelve a hablarse de algo parecido y, aparentemente, los apoyos sociales con que cuenta esa imprecisa propuesta son mayores que los que tuvo el llamado «Plan Ibarretxe». Es probable que el globo vaya desinflándose por razones semejantes a las que llevaron al olvido de la propuesta del lehendakari. En todo caso, ¿es posible que el Estado continúe adelgazando y se consolide una relación basada en la bilateralidad entre cada una de dichas Comunidades y el Estado? Ello indicaría que alguien ha hecho mal las cosas, ha olvidado los consejos de Dion y ha considerado que hay que entrar en el regateo para evitar la escisión.

Javier Corcuera Atienza es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea. Es autor de La patria de los vascos. Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco (1876-1903) (Madrid, Taurus, 2001) y coautor, con Miguel Ángel García Herrera, de La constitucionalización de los derechos históricos (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002) y, con Javier Tajadura y Eduardo Vírgala, de La ilegalización de partidos políticos en las democracias occidentales (Madrid, Dykinson, 2008).

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