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Wolfgang Becker: Good Bye, Lenin!

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En la última y polémica gala de la Academia Española de Cinematografía, la producción alemana Good Bye, Lenin! recibió un Goya a la mejor película en lengua extranjera, lo que no está mal si pensamos que entre sus competidoras estaba nada menos que Dogville, la obra maestra de Lars von Trier, y que nuestra Academia es no ya de derechas, sino muy de izquierdas, aunque de una izquierda bastante narcisista y algo autista, como así hicieron notar una y otra vez sus miembros, con las pegatinas que se pusieron tanto como con las que no se pusieron, incapaces de condenar de manera inequívoca a los nacionalismos fascistas ibéricos que agreden y atosigan nuestras libertades disfrazados de corderos vernáculos.

Digo esto porque precisamente la película que ahora comentamos es de interpretación algo ambigua, pues puede servir tanto al comunismo como al anticomunismo, aunque, si bien se mira, acaso bastante más a este último, salvo por el tono de comedia y a veces de farsa de que está trufada. Y me viene a la memoria aquel chiste que se contaba en la estupenda Los lunes al sol de Fernando León de Aranoa de labios de un inmigrante ruso: «Lo malo del comunismo es que no era como nos decían que era. Sin embargo, lo peor del capitalismo es que sí era como nos decían que era». Aunque en Good Bye, Lenin! ni siquiera eso. Aquí el capitalismo no parece ser como nos decían que era, siguiendo con la paráfrasis, porque la caída del muro de Berlín supone la apoteosis victoriosa de la República Federal de Alemania sobre su hermana menor, la República Democrática Alemana, tan pobretona, grisácea y desalentada, a la que insufla unos aires liberadores, que comprenden todas las facetas de la vida, desde la libertad de expresión a la de residencia. Y eso parece no discutirse ni en la realidad ni en la ficción.

La anécdota que da pie a la narración es en principio sencilla. Una madre, Christiane Kerner, comprometida con los valores socialistas de la República Democrática, que vive con sus dos hijos casi adultos, Alex y Ariane, sufre un desmayo en plena calle cuando ve cómo su hijo es detenido por la policía en una protesta colectiva contra el muro de Berlín. Christiane viene en ese momento vestida con sus mejores galas de la fiesta conmemorativa del cuarenta aniversario de la República Democrática, mientras que su hijo corre en medio de la confusión huyendo de la policía: «¡No a la violencia!» y «¡Libertad de prensa!» corea con los demás manifestantes; casi los mismos gritos que los ciudadanos de ¡Basta Ya! repiten a diario en el País Vasco.

Pero sigamos con la película. Decía que la madre, que ya había estado ocho semanas sin habla, traumatizada por la súbita separación del marido fugado al Oeste, se desmaya y queda tendida sobre el asfalto en medio de la refriega entre manifestantes y policías. Alex, que pugna por escaparse para acudir en su auxilio, es golpeado con brutalidad y llevado a prisión. Cuando es finalmente liberado, su madre ha entrado en coma y todos los diagnósticos son pesimistas. Las horas que pasó sin atención médica han sido fatales, así que un sombrío horizonte de hospital se abre ante ella. Pero estamos en 1988 y las cosas se suceden muy deprisa. El muro de Berlín cae, se produce la reunificación alemana, la República Democrática es absorbida por la República Federal de Alemania, y, last but no least, la Alemania reunificada gana el Mundial de fútbol.

A los ocho meses, Christiane recupera la conciencia. Los médicos, que no ocultan la gravedad de la paciente, recomiendan a sus hijos que no la sometan a cambio alguno, pues su cerebro será incapaz de resistirlo. Pero, ¿cómo lograrlo, si su vida consistía en su dedicación al Partido Socialista Unificado, en su entrega a la sociedad colectivizada, y todo eso se ha esfumado, ya no existe? De sus dos hijos, Alex, el pequeño, es quien toma una postura más comprometida. Si el mundo alrededor ha cambiado, al menos que ella no lo note. Así, empieza por devolver su antigua fisonomía a la alcoba de la madre, recuperando los viejos muebles y la antigua disposición. Mucho más complicado resulta satisfacer las pequeñas apetencias de enferma que empieza a tener su madre, como cuando, por ejemplo, le pide pepinillos envasados, no unos cualesquiera, sino precisamente aquella marca de los economatos comunistas a la que estaba acostumbrada, o el café, uno determinado, o la mermelada o los guisantes, siempre de las viejas marcas del mercado estatalizado de la República Democrática.

Si hasta aquí la película era un drama, ahora toma un rumbo de comedia, cuando no de farsa. Y hay como dos ámbitos: el interno y el externo, el de la familia y el de la calle. En el primero sigue prevaleciendo el drama, en el otro el tono de comedia. ¿A qué se debe esto? ¿A una vacilación de estilo provocada por la mezcla de los materiales? ¿A una hibridación de géneros, capaz de dar a luz un producto más complejo con las cualidades de ambos? Me inclino por lo último. No conozco ninguna otra película de este director, Wolfgang Becker, pero lo logrado en Good Bye, Lenin!, con un tratamiento de la comicidad a lo Billy Wilder, junto a emociones que alcanzan gran finura dramática, basta, a mi juicio, para acreditarlo. Es verdad que los actores contribuyen decisivamente a ese logro, empezando por el joven Daniel Brühl, en el papel de Alex, un joven por cierto nacido en Barcelona de madre española. A él debe mucho la película, como también a su madre en la ficción, la actriz de la Alemania del Este Katrin Sass. Y otro tanto cabe decir de los demás, muy bien elegidos por su físico y muy convincentes en sus papeles, como esos vecinos o viejos compañeros a los que la derrota del comunismo ha supuesto un naufragio personal irreversible.

Parte sustantiva de la película es, como digo, la reconstrucción del mundo cotidiano de Christiane, a la que se entrega su hijo, pues por mucho que la aísle y recupere los viejos enseres de su alcoba, el latido externo ha aumentado varios grados y traspasa las paredes de la casa, llegando a oír la televisión del vecino, ¡la televisión occidental!, hasta entonces anatematizada y prohibida. Esa reconstrucción encauza la mejor comicidad de la película, por ahí entra la farsa, y por ahí circulan también los elementos de reflexión de más calado. Los problemas de Alex son enormes. De un lado, ha de evitar que ese latir de la calle, con más coches, más gente, más movimiento, más libertad, llegue a la alcoba de su madre. De otro, ha de recomponer ese mundo perdido de los productos de la economía estatalizada, súbitamente desaparecidos de las estanterías de los supermercados, arrollados por la fuerza invasora de la sociedad de consumo, lo que le lleva de un sitio a otro en motocicleta, no haciendo ascos a escudriñar entre los contenedores de basura para suministrar a su madre todos esos productos que ya no se comercializan, las viejas marcas del comunismo, y le vemos reenvasando los productos occidentales en viejos envases que ha recogido de las basuras, lo que alguna carga irónica lleva.

Un día Christiane pide tener una televisión en su alcoba. Alex se cree perdido. Ahora sí que le será imposible engañarla. La televisión es una ventana al mundo, o más todavía, casi la única ventana al mundo, y eso, el mundo, lo exterior, es lo que precisamente quiere ocultar a su madre. Tiene entonces su idea más atrevida. Para ello cuenta con la pericia de un compañero de trabajo, aspirante a director de cine y admirador de Stanley Kubrick. Entre los dos falsificarán noticiarios y programas de la vieja televisión comunista, grabándolos en vídeo en un improvisado estudio. Memorable resulta la escena en la que la madre vuelve a ver uno de sus telediarios. Se trata, claro, de un noticiario trucado, muy semejante, por cierto, a nuestro No-Do o a aquellos telediarios del franquismo que solían empezar con la frase «Su excelencia el Jefe del Estado…», y cuyo tono iba siempre cargado de un triunfalismo de adormidera. Ahora sí, ahora la madre se siente penetrada de una paz espiritual inconmensurable que ni siquiera los más creyentes alcanzan cuando reciben la comunión; su gesto beatífico, sereno, feliz –ya no está en una cama, sino en una nube–, es toda una prueba de alta calidad interpretativa por parte de Katrin Sass, y de inteligencia del director Wolfang Becker, al que, y esto no lo podemos asegurar, suponemos también procedente de la república oriental.

Que el instrumento decisivo para esa recreación del mundo sea la televisión, refuerza el carácter universal de la película. Un fenómeno que, como bien sabemos, ya se produce en la vida cotidiana de nuestras sociedades, y en cuya utilización son maestros nuestros políticos, tanto los centrípetos como los centrífugos. Lo que no sale en la televisión prácticamente no existe. O, dicho de otra manera, sólo existe lo que sale en televisión. Por eso, ante cualquier filtración procedente de la calle que llega a la madre con la fuerza de lo evidente, como ese gran cartel publicitario de la Coca-Cola que súbitamente se descuelga en la pared frente a la ventana de su alcoba, sólo cabe recurrir a la televisión, la única capaz, por decirlo coloquialmente, de hacernos comulgar con ruedas de molino. Y, controlada la televisión, con esos noticiarios que fabrican él y su compañero, qué fácil le resulta a Alex que su madre acepte cualquier falsificación de la realidad, por disparatada que sea, lo que, dicho sea de paso, contribuye de manera decisiva a la felicidad de ambos.

La realidad se subvierte así. El anuncio de Coca-Cola, por ejemplo, no es sino el reconocimiento de la multinacional americana, símbolo del capitalismo occidental, a los verdaderos inventores de la bebida refrescante, los científicos de la República Democrática Alemana. El aumento de población y de coches en el Berlín oriental no es otra cosa que la llegada de refugiados, alemanes occidentales, que, convencidos de la superioridad moral de la sociedad comunista, saltan el muro en aluvión. Ese reconocimiento de la superioridad comunista lleva a la apertura total de fronteras, en una inversión radical de la historia reciente, de modo que en la televisión de Alex el régimen oriental se acaba, tras la consecución de sus fines, con la renuncia altruista del presidente (en la realidad defenestrado) que cede su lugar al único astronauta alemán oriental y héroe nacional (se trata de un taxista de gran parecido con el verdadero que presta servicio a las puertas del hospital).

Hay ironía, mucha, desde luego, pero también algo profundo, pues no sólo esa madre postrada es capaz de aceptar este mundo al revés que se le presenta en la pequeña pantalla, sino que los espectadores aceptan con naturalidad que pueda creerlo así. Y esto me trae a la memoria aquella película italiana candidata al Oscar, tan celebrada en algunos ámbitos, La vita è bella, del inefable Roberto Benigni, construida sobre similar fórmula narrativa, esa contraposición de dos realidades: la del entorno y la que percibe el protagonista, que ya está, y de modo magistral, en el Quijote. Pero en la película de Roberto Benigni las tragaderas del espectador, permítaseme la expresión, tenían que ser enormes para aceptar la verosimilitud de la historia. Sublimar aunque sea una sola esquina del nazismo, y más si hablamos de sus campos de exterminio, como era el caso de La vita è bella, por mucho que se le haya querido dar la vuelta, es no sólo de dudoso gusto, sino como pretender la cuadratura del círculo. El comunismo, la idea comunista es otra cosa, responde a un anhelo de fraternidad universal, que, si bien en la práctica, se mostró imposible, dando lugar a las aberraciones criminales de los estalinismos de turno, siempre alentará como un poso dispuesto a rebrotar en el corazón de cualquier sociedad. Eso, sin duda, contribuye a hacer verosímil y también hermosa a Good Bye, Lenin!

No ignoro, sin embargo, que la película admite también una enmienda a la totalidad. ¿No hubiera sido más recomendable para la salud de la madre enfrentarla simplemente a la verdad? Más, cuando sabemos por ella misma que su marido no la abandonó, como les había dicho a sus hijos, sino que fue ella la que no se atrevió a seguirle a Occidente.

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