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Un libro sobre Pitágoras

Vidas de Pitágoras

David Hernández de la Fuente

Vilaür, Atalanta, 2011

438 pp.

25 €

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Pocos personajes de la Antigüedad se nos presentan con perfiles tan variados y contradictorios como Pitágoras. Autores del arcaísmo tardío y de comienzos de la época clásica, entre los siglos VI y V antes de Cristo, como Heráclito, Empédocles y Heródoto, nos legaron ya sobre él juicios admirativos o denuestos, encomios de su sabiduría o acusaciones de falsedad. Por citar algunos casos significativos, Empédocles, el poeta-filósofo de Acragante (Agrigento) del siglo V a. C., se refiere a él como un verdadero modelo de sabio:

Había entre ellos un varón de saber poco corriente,
que había logrado un inmenso caudal de pensamientos
y poseía el máximo dominio de los más varios conocimientos prácticos,
pues cuando desplegaba sus pensamientos todos,
fácilmente alcanzaba su mirada cada cosa de todas cuantas hay
en diez o incluso en veinte generaciones de hombresHermann Diels y Walther Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, Berlín, Weidmann, 1952, fragmento 129..

Por su parte, Dicearco, un filósofo peripatético de los siglos IV-III a. C., describe el poderoso atractivo del personaje y la expectación que produjo a su llegada a Crotona:

Pitágoras apareció como un hombre extraordinario, que había visitado muchos lugares, dotado por la fortuna de peculiares dones naturales, de aspecto noble, de un extraordinario encanto con gran elegancia en el hablar, en sus maneras y en todo lo demás. Produjo tal impresión en la ciudad de Crotona, que después de que hubo cautivado el espíritu de los ancianos del Consejo con muchos y hermosos parlamentos, fue invitado por las autoridades a dirigir públicamente recomendaciones a los jóvenes, propias para su edad, y después a los niños congregados en las escuelas. Por fin se preparó una reunión de mujeres para oírlo.

Frente a esta imagen tan positiva, el filósofo Heráclito (que vivió entre los siglos VI y V a. C.) habla de él con un inmenso desprecio, ya que lo considera poseedor de conocimientos tan abundantes como inútiles, ajenos, por no decir, plagiados, e incluso perniciosos:

Saber mucho no enseña sentido común. Pues se lo habría enseñado a Hesíodo y a Pitágoras e incluso a Jenófanes y a Hecateo.

Pitágoras, hijo de Mnesarco, se dedicó a la indagación, de todos los hombres, el que más, y, tras haber seleccionado esos escritos, se hizo su propia sabiduría: aprendizaje de mil cosas, malas artesIdem, ibidem, fragmentos 40 y 129..

Y todavía peor es la acusación de superchería que cayó sobre él, nacida sin duda de sus detractores. Hermipo, un filósofo peripatético del siglo III a. C., autor de una biografía perdida de PitágorasIdem, ibídem, fragmento 31., cuenta que se hizo construir una habitación subterránea y se encerró en ella tras haberle encargado a su madre que anotara todo lo que pasara mientras él permanecía encerrado. Tiempo después, Pitágoras reapareció, pálido y demacrado, y acudió a la Asamblea diciendo que regresaba del Hades. Como demostración les leyó todo cuanto había ocurrido durante su ausencia. De este modo se granjeó una gran fama de hombre extraordinario. Así pues, Pitágoras podía ser admirado u odiado, elogiado o denostado, pero desde luego, a nadie dejaba indiferente.

El problema es que entre toda esa maraña de juicios contradictorios y de noticias pintorescas, no es demasiado lo que sabemos de él con cierta seguridad. Al parecer, nació en Samos poco antes de 570 a. C., y ya cerca de la cuarentena debió de abandonar su patria, cuando el tirano Polícrates se hizo con el poder en ella. La tradición recoge noticias de viajes de Pitágoras a Egipto y Babilonia, lo que resulta menos increíble de lo que podría parecernos; en su época, personas, mercancías e ideas circulaban con fluidez desde Egipto y el Creciente fértil hasta el mundo griego, incluyendo en éste, naturalmente, las colonias del Mediterráneo oriental. Tenemos noticias de que los fundamentos del famoso teorema que lleva su nombre eran conocidos por matemáticos babilonios y también sabemos que la transmigración de las almas, una idea sostenida por los pitagóricos, fue asimismo postulada por sacerdotes y filósofos de la India, aunque HeródotoHistorias, 2.123. cree que la doctrina es de origen egipcio.

También sabemos que Pitágoras recaló en su exilio en lo que entonces era una especie de «tierra de promisión» para los griegos emigrados de sus ciudades o que querían hacer fortuna: la Magna Grecia. Pitágoras arribó a Crotona (en el sur de Italia), donde fundó una especie de secta, que con el tiempo se haría bastante nutrida. Rasgos peculiares de este grupo, entre otros, fueron la práctica del vegetarianismo, el compromiso de silencio sobre sus doctrinas y una notable presencia de mujeres, rara avis en los movimientos filosóficos de la época. Los seguidores de Pitágoras se basaban en principios filosóficos y religiosos –en la época lo religioso y lo filosófico no se habían deslindado aún con claridad–, y en la proclamación de absoluta fidelidad a las ideas del maestro. Por otra parte, y desde un primer momento, mostraron gran interés por intervenir activamente en la política, por participar en las luchas por el poder en las ciudades en las que se encontraban. Así lo hicieron en Crotona, hasta que un ciudadano llamado Cilón, del que alguna tradición cuenta que intentó entrar en el grupo pero fue rechazado, incitó a la multitud de los crotoniatas contra los pitagóricos y logró expulsarlos de la ciudad. Pitágoras tuvo que huir de Crotona y refugiarse en Metaponto, donde acabaría sus días.

La muerte de Pitágoras no representó la desaparición de su escuela; sus enseñanzas continuaron hasta alcanzar un nuevo florecimiento: el neopitagorismo

Con todo, la muerte de Pitágoras no representó ni mucho menos la desaparición de su escuela; por el contrario, las enseñanzas pitagóricas continuaron su curso con altibajos a través de la historia y en diversos lugares de Grecia hasta alcanzar un nuevo florecimiento, que llamamos neopitagorismo, entre los siglos II a. C. y II d.C.

Una serie de factores dificulta nuestro conocimiento de datos precisos sobre el maestro, sus discípulos y los contenidos de la doctrina. En primer lugar, no se ha conservado ninguno de los escritos de Pitágoras y, ya desde la Antigüedad, diversos autores aseguran que no escribió nada. De hecho, Aristóteles nunca habla de obras de Pitágoras, sino que se refiere a los pitagóricos, como un bloque. En segundo lugar, los miembros de la escuela estaban obligados a guardar silencio sobre las enseñanzas del maestro, por lo que sólo trascendía al exterior una pequeña parte de las ideas que preconizaban. En tercer lugar, se desarrolló desde muy pronto entre los pitagóricos la tendencia a atribuir al maestro no importa qué teoría nacida no importa cuándo en el seno del grupo, a lo largo de la historia. Pitágoras se convirtió desde bien pronto en un nombre de prestigio, por lo que pitagóricos posteriores preferían difundir sus teorías como si fueran del filósofo de Samos en lugar de mostrarlas como propias para que se vieran así protegidas por su reputación. Ello fue posible, además, porque las aportaciones novedosas se integraban en unos esquemas de pensamiento comunes dentro de una tradición propia; desde las menciones de Aristóteles, las aportaciones de los pitagóricos se ven como un todo coherente, en el que es más que difícil trazar la cronología y el autor de cada uno de los principios propuestos. En cuarto lugar, los pitagóricos fueron con frecuencia confundidos desde las primeras menciones con otro grupo que desarrolló ideas semejantes: los órficos. La confusión ha perdurado en nuestro tiempo, en que sigue siendo frecuente hablar de creencias órfico-pitagóricas como si constituyeran un continuum inextricable. Por último, a la fama de Pitágoras como hombre sabio, gran conocedor de las matemáticas y de otras ciencias, y maestro de una escuela destinada a tener una larga vida en la historia de la filosofía, se le unió desde muy pronto una sólida constelación de rasgos maravillosos, en especial, de capacidades sobrehumanas. En un escrito atribuido a Aristóteles se nos brinda un pequeño repertorio de ellas:

Mientras cruzaba el río Cosa en compañía de otros escuchó una voz sobrehumana que lo saludó: «Bienvenido, Pitágoras», lo que provocó que los demás fueran presa del miedo. Un día apareció en Crotona y en Metaponto a la misma hora del mismo día. En otra ocasión, cuando estaba sentado en el teatro, se puso en pie y los espectadores pudieron ver que uno de sus muslos era de oroValentin Rose, Corpus Aristotelicum, Leipzig, Teubner, 1886, fragmento 191..

Pitágoras se convirtió desde pronto en un nombre de prestigio, por lo que pitagóricos posteriores preferían difundir sus teorías como si fueran del filósofo en lugar de mostrarlas como propias

No es ajeno a la confusión de órficos y pitagóricos el hecho de que a Orfeo también se le atribuían capacidades sobrenaturales; en efecto, igual que se decía que el bardo tracio bajó al Hades a buscar a su esposa muerta, también a Pitágoras se le atribuyó un descenso a los infiernos, y aún se añadieron a su fama nuevas habilidades que, con el paso del tiempo, fueron haciéndose más y más prodigiosas, lo cual contribuyó a acrecentar sus rasgos maravillosos y a confundir los límites entre la realidad histórica del personaje y su imagen posterior.

Esta combinación de cualidades puede resultar chocante para la visión moderna de lo que es un filósofo, pero en la Antigüedad (especialmente en la Antigüedad tardía) no sólo no eran incompatibles, sino que incluso contribuían a acrecentar el prestigio del personaje. Otros autores, como Empédocles, fueron también muestra de una ambivalencia similar entre el hombre prodigioso y el filósofo.

Los investigadores modernos se encuentran, pues, a la hora de estudiar a Pitágoras, con un batiburrillo de noticias diversas, a menudo confusas, a veces contradictorias y difíciles de estructurar y de valorar adecuadamente. En la tarea de hacer balance de la evidencia existente sobre Pitágoras se sitúa el libro de David Hernández de la Fuente que motiva este artículo.

Es llamativo el hecho del gran número de biografías que se consagraron a Pitágoras. En su inmensa mayoría, las biografías escritas por los griegos antiguos –no sólo las de Pitágoras, sino cualesquiera otras– no se basaban en datos fidedignos, sino que a menudo se extrapolaba a la vida del personaje alguna referencia de sus escritos; en otras, sencillamente, se llenaban los vacíos en la información con una buena dosis de imaginación. Por ello estas biografías tienen en general un valor escaso como documentos históricos. En el caso de Pitágoras, dado que la vida del personaje suele situarse entre los siglos VI y V a. C., y teniendo en cuenta además que no ha quedado de él un solo escrito, puede suponerse en qué medida desciende la fiabilidad de las noticias recogidas en estas vidas, escritas muchos siglos después, sobre todo porque el principal propósito que anima a la mayoría de ellas es el «hagiográfico», es decir, se proponen más bien presentarlo como una figura extraordinaria.

Sin embargo, no por ello tales biografías deben ser desdeñadas, ya que hay muchas maneras de reflejar la realidad, y una de ellas –que se da de manera muy significativa en el caso de Pitágoras– es presentar con fidelidad la imagen que los griegos tenían del personaje, una información que para nosotros es tanto o más importante que los datos históricos.

La obra de Hernández de la Fuente se presenta como una traducción anotada de las Vidas de Pitágoras y reúne las páginas que dedica a nuestro personaje Diodoro de Sicilia, del siglo I a. C.; la biografía que le consagra Diógenes Laercio, en el siglo III d. C., dentro del libro VIII de sus Vidas de los filósofos más ilustres; la escrita por Porfirio de Tiro, un filósofo neoplatónico, también del siglo III d. C.; la compuesta por Jámblico de Calcis, asimismo neoplatónico, un siglo posterior (cuyo título es en realidad Vida pitagórica, porque al autor le interesa más lo que podríamos llamar el «modo de vida pitagórico» que la propia biografía de Pitágoras); y las mucho más tardías y breves, que se incluyeron como artículos de los «diccionarios enciclopédicos» de Focio en el siglo IX d. C., y el llamado Suda, del siglo X d. C. Sabemos que aún hubo bastantes más biografías de Pitágoras, pero apenas nos ha llegado de ellas algo más que un puñado de noticias.

El autor y traductor comenta (p. 17) la escasez de bibliografía en lengua española sobre las biografías de Pitágoras, lo que es un poco injusto por su parte, ya que contamos con una traducción de la vida del filósofo escrita por Porfirio, dos de la de Jámblico y dos de la de Diógenes LaercioManuel Periago Llorente tradujo la de Porfirio, junto a las Argonáuticas órficas (Madrid, Gredos, 1987) y la de Jámblico, junto con el Protréptico del mismo autor (Madrid, Gredos, 2003). La traducción de Enrique Ramos Jurado de la Vida pitagórica de Jámblico (Madrid, Etnos) vio la luz en 1991. La de Diógenes Laercio, que se encuentra en su Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres, ha sido traducida por Carlos García Gual (Madrid, Alianza, 2010) y por Luis Andrés Bredlow (Zamora, Lucina, 2010)., así como con buenos estudios sobre Pitágoras y los pitagóricos en libros dedicados a los filósofos presocráticos en generalPor citar sólo un par de ellos, la Historia de la filosofía griega, de William Keith Chambers Guthrie, trad. de Alberto Medina, Madrid, Gredos, 1984, o Los filósofos presocráticos, de Geoffrey Stephen Kirk, John Earle Raven y Malcolm Schofield, trad. de Jesús García Fernández, Madrid, Gredos, 2ª ed., 2003..

A la fama de Pitágoras como hombre sabio, conocedor de las matemáticas y de otras ciencias se le unió una constelación de capacidades sobrehumanas

Las Vidas propiamente dichas sólo ocupan una parte del libro, desde la página 202 a la 352; a este núcleo lo precede un estudio de Pitágoras como mediador con lo divino y de los aspectos religiosos y políticos de su biografía, y lo sigue una traducción de los Versos de oro, colección de máximas pitagóricas recopiladas en una fecha bastante tardía. En la parte nuclear prima la traducción del texto sobre los aspectos del comentario, mientras que la primera está presentada en forma de ensayo y los textos son más aludidos que citados. Acompañan el texto notas en las que se señalan la procedencia de los pasajes y algunas referencias bibliográficas. Dada la brevedad de la mayoría de ellas, habría sido muy cómodo que las notas estuvieran a pie de página, pero lamentablemente figuran por separado al final del libro. Como, además, no tienen una numeración corrida, el lector se ve obligado a buscar en las páginas finales dónde empiezan las notas del capítulo que está leyendo para poder acceder a una en concreto, y de este modo va y viene del texto a las notas en un esfuerzo bastante trabajoso.

En su capítulo introductorio, Hernández de la Fuente (pp. 14-15) señala cómo las interpretaciones modernas sobre Pitágoras oscilan entre su consideración como una figura religiosa y los defensores de su carácter científico. En efecto, Pitágoras se presenta como un sabio que abarca un espectro amplísimo de saberes; unos que podemos considerar humanos e históricos, algunos de ellos teóricos, como los conocimientos filosóficos o matemáticos, que le permitieron postular su famoso teorema, y otros prácticos, como la capacidad de organizar una secta con actividades políticas que consiguió hacerse con el poder en algunas ciudades; al lado de ellos, también saberes sobrehumanos y legendarios, como la capacidad de estar en dos lugares a la vez, el conocimiento del lenguaje de los animales y otras habilidades maravillosas por el estilo. En medio de unos y otros, su condición de líder religioso, ya que la secta se basaba en creencias en la reencarnación y en la inmortalidad del alma.

Es frecuente que los estudiosos modernos tiendan a poner el acento más en unos aspectos que en otros y en muchos casos nos presentan imágenes parciales de Pitágoras, más motivadas por las aficiones del estudioso que lo trata que basadas en el testimonio de las fuentes. Hernández de la Fuente señala, con razón, como un hito de los estudios sobre el pitagorismo un libro de Walter Burkert de 1972Walter Burkert, Lore and Science in Ancient Pythagoreanism, Cambridge, Harvard University Press, 1972., publicado primero en alemán y luego en inglés. Posteriormente ha habido otros trabajos fundamentales, citados en la bibliografía que presenta el autorComo Christoph Riedweg, Pythagoras. His Life, Teaching, and Influence, Ithaca-Londres, Cornell University Press, 2005, Leonid Zhmud, Pythagoras and the Early Pythagoreans, Oxford, Oxford University Press, 2012, ambos publicados también primero en alemán, o el conciso, pero esclarecedor, de Charles Kahn, Pythagoras and the Pythagoreans: A Brief History, Indianápolis, Hackett, 2001.. Puede añadirse ahora otro libro interesante, de Gabriele CornelliGabriele Cornelli, O Pitagorismo como Categoria Historiográfica, Coimbra, Annablume, 2011., en el que se pasa revista a las interpretaciones muy diversas que se han propuesto sobre el pitagorismo y se intenta centrar la naturaleza precisa de este movimiento. El propio Cornelli organizó en Brasilia en agosto de 2011 un coloquio al que acudieron importantes especialistas de todo el mundo para debatir el inagotable filón de aspectos relacionados con esta extraordinaria figura y sus seguidores. El libro verá la luz en pocos meses y en él tienen cabida desde las relaciones de pitagóricos con órficos y los aspectos rituales y religiosos de la escuela, hasta cuestiones matemáticas como la teoría de Filolao sobre el número o la duplicación del cubo de Arquitas, e incluso interpretaciones feministas sobre la aportación de las mujeres pitagóricas a la historia de las ideas.

A la hora de estudiar a Pitágoras, los investigadores se encuentran con un batiburrillo de noticias diversas, confusas, contradictorias y difíciles de estructurar 

Hernández de la Fuente presenta en las páginas 134-198 de la obra una peculiar distinción entre «pitagóricos» y «falsarios», aunque hablar de «falsificación» para los textos producidos por una escuela que se mueve predominantemente en una tradición oral, que desconoce lo que llamaríamos la «propiedad intelectual» y que es el resultado de una continuidad secular, en la que van produciéndose nuevas aportaciones sobre las antiguas bases (sin que a menudo los propios seguidores sean conscientes de ello), es una actitud que puede confundir al lector moderno.

Ante la situación mezclada de las fuentes, Hernández de la Fuente se propone ofrecer una visión en que no se desdeñen ni las aportaciones filosóficas y científicas de los pitagóricos ni los aspectos religiosos que se combinan con ellas en las noticias de la tradición; sin embargo, reivindica sobre todo el valor de los testimonios tardíos, del que no siempre podemos estar seguros. Señala (pp. 15-16) que quiere centrar su libro en una faceta del filósofo que se presenta en dos vertientes: «la primera se refiere a su mediación con el mundo de lo divino […] la segunda vertiente se refiere a la prerrogativa de este mediador para unir a la comunidad mediante los vínculos inquebrantables de la identidad religiosa y para intentar construir en la tierra un tipo de sociedad que refleje los modelos divinos». Como consecuencia de ello, su libro se centra más en Pitágoras que en sus ideas y se propone relacionar su figura con diversos fenómenos religiosos, como el hipotético chamanismo griego, o con la tradición de los hombres santos, mientras que muestra un interés menor por los aspectos filosóficos del maestro y sus seguidores. Dibuja así una imagen del filósofo basada en una serie de conceptos propios de la sociología o de la historia de las religiones que tratan de describir el fenómeno de este tipo de personajes.

Para referirse a Pitágoras y a otras figuras más o menos relacionadas tipológicamente con él, Hernández de la Fuente utiliza diversos términos, como «hombre divino» (theios aner), «chamán», «líder carismático», «fundador de grupos religiosos» y otros que la bibliografía especializada deslinda con claridad, pero que en el libro se aplican indistintamente a la figura de Pitágoras descrita por las fuentes; bien es verdad que esta variedad en la identificación podría ser más una muestra de la propia labilidad de los rasgos de Pitágoras que de la confusión metodológica del traductor. Éste a veces trasluce su poca sintonía con el estado reciente de la investigación; por ejemplo, en el uso de términos pintorescos, como «religión subterránea» (p. 16) o con el empleo de frases tan asertivas como insólitas, como que «el paralelismo profundo entre poesía, alma y chamanismo se encuentra ya en el propio dios Apolo» (p. 41)Otros ejemplos de esta falta de sintonía podrían ser la consideración de obra de referencia para las Antesterias de un trabajo de Jane Harrison de 1903 (Prolegomena to the Study of Greek Religion, Cambridge, Cambridge University Press), que fue sin duda en su tiempo, ya lejano, una obra excelente, en lugar del estudio documentadísimo y reciente de Natale Spineto, Dionysos a teatro. Il contesto festivo del drama Greco, Roma, L’Erma di Bretschneider, 2005, o las citas de los fragmentos de los órficos por la edición de Otto Kern (Berlín, Weidmann, 1922), cuando existe una mucho más completa publicada por el autor de este artículo en tres volúmenes en la Bibliotheca Teubneriana (Leipzig, Múnich, Berlín y Nueva York, De Gruyter, 2004-2007). Para la traducción de los fragmentos más importantes de los órficos podría haber citado Alberto Bernabé, Hieros logos, Poesía órfica sobre los dioses, el alma y el más allá, Madrid, Akal, 2003. .

Uno de los términos que emplea con más profusión el traductor, en especial en la comparación que hace de Pitágoras con Orfeo, es el de «chamán», siguiendo una moda al uso entre los años treinta y cincuenta del siglo pasadoEn autores como Karl Meuli, «Scythica», Hermes, núm. 70, 1935, pp. 121-176, o Eric Robertson Dodds, The Greeks and the Irrational, Berkeley-Los Ángeles, University of California Press, 1951, de la que hay traducción española: Los griegos y lo irracional, trad. de María Araújo, Madrid, Revista de Occidente, 1973.. Este tipo de aproximaciones se encuentra hoy en día muy desacreditadoSobre todo, después del magnífico trabajo de Fritz Graf, «Orpheus: A Poet among Men», en Jan Bremmer (ed.), Interpretations of Greek mythology, Londres-Sidney, Taylor & Francis, 1987, pp. 80-106. , ya que tiende a señalarse, con razón, que sólo hay chamanes en sociedades chamánicas y que la griega, desde luego, no lo es.

Es loable que el traductor intente contextualizar la figura con referencias a otras fuentes (no biográficas) de la Antigüedad y con opiniones de los autores de nuestra época sobre estos datos. No lo es tanto que la indiscriminación de las fuentes se traslade a la indiscriminación de los comentarios o de los rasgos que se atribuyen a Pitágoras. Hernández de la Fuente insiste una y otra vez en las semejanzas entre éste y otros personajes más o menos legendarios, como Epiménides o Ábaris. Sin duda tiene buenas razones para hacerlo, ya que el sabio de Samos tiene indiscutibles puntos en común con este tipo de individuos. Pero más interesantes que las semejanzas son las diferencias, que son las que precisan, las que perfilan los rasgos de cada uno, las que individualizan y caracterizan. Limitarse a señalar semejanzas desdibuja los límites, confunde, hace creer que todo es lo mismo y no es así, ya que es evidente que Pitágoras se distingue nítidamente de las otras figuras que menciona Hernández de la Fuente.

A diferencia de otros personajes milagreros de la tradición griega, Pitágoras, según una noticia de Heraclides Póntico, un discípulo de AristótelesFritz Wehrli, Die Schule des Aristoteles, Basilea, Schwabe, 1944-1959, fragmento 87., fue el primero que se definió a sí mismo como «filósofo», es decir, «amante de la sabiduría», en una conversación mantenida con Leonte, tirano de Sición. Pitágoras es el primero en reivindicar como profesión una actitud vital consistente en el noble arte de amar la sabiduría, y en esforzarse por evitar que se le identifique con los que, antes que él, habían sido llamados «sabios». Frente a los «sabios» que, presuntamente ya poseían la sabiduría y presuntuosamente declaraban poseerla, Pitágoras se declaraba «filósofo», un simple amante de un saber que nunca alcanzaría en su totalidad.

De una manera aséptica, un discípulo de Aristóteles, Dicearco de Mesina (355-285 a. C.) resume las que considera las teorías fundamentales del filósofo, aun reconociendo que el conocimiento de dichas teorías no era de dominio públicoIdem, ibidem, fragmento 33.:

Pues bien, lo que decía a sus discípulos nadie puede afirmarlo con seguridad, pues el silencio no era entre ellos algo precisamente ocasional. A pesar de ello llegaron a hacerse conocidas sobre todo las siguientes afirmaciones: primero, que asegura que el alma es inmortal; también que transmigra en otras especies de seres vivos, y, además, que en determinados períodos de tiempo lo ya ocurrido vuelve a ocurrir, así que nada es absolutamente nuevo; por último, que es preciso considerar que todos los seres animados resultan ser congéneres.

Desarrolló, pues, Pitágoras un pensamiento original sobre la inmortalidad y la transmigración del alma (metempsicosis), un tema para el que le habría sido útil al traductor la lectura de un trabajo fundamental de Giovanni CasadioGiovanni Casadio, «La metempsicosi tra Orfeo e Pitagora», en Philippe Borgeaud (ed.), Orphisme et Orphée, en l’honneur de Jean Rudhardt, Ginebra, Droz, 1991, pp. 119-155. El mismo año de la publicación del libro de Hernández de la Fuente vio la luz una monografía dedicada precisamente a la historia y evolución de la idea de transmigración de las almas, desde sus orígenes en la India hasta los chamanes siberianos (y que contiene un capítulo de Francesc Casadesús sobre esta creencia entre los pitagóricos): véase Alberto Bernabé, Madayo Kahle y Marco Antonio Santamaría Álvarez (eds.), Reencarnación. La transmigración de las almas entre Oriente y Occidente, Madrid, Abada, 2011. .

H. de la Fuente señala cómo las interpretaciones modernas sobre Pitágoras oscilan entre su consideración como una figura religiosa y los defensores de su carácter científico

La base de toda esta construcción es la idea de que el alma es inmortal, de modo que, a la muerte del cuerpo, debe separarse de éste. Las opciones en ese caso son básicamente dos: considerar que el alma acude a otro lugar ultramundano (el Hades, según la tradición griega) y se queda allí, o bien que vuelve a encarnarse en otro cuerpo. Solidaria con esta segunda opción, si el alma no sólo puede encarnar en hombres, sino también en otros animales, es la idea de que todos los seres vivos son dignos del mismo respeto. Los pitagóricos desarrollan así una visión del mundo basada en la comunidad de los vivientes, que resulta de una enorme modernidad.

La inmortalidad del alma era una idea muy ajena al pueblo griego. Es cierto que Homero hablaba de que a la muerte de los seres humanos su psyche (un término que, con cierta impropiedad, traducimos como «alma») iba al Hades, el reino de los muertos, donde se alojaba para siempre. Para un lector moderno, esta afirmación podría significar que Homero creía en la inmortalidad del alma, pero no es así. La situación de las almas en el Hades, según el ideario de Homero (y, en general, el de los griegos durante mucho tiempo) era la de una especie de sombras sin memoria, voluntad ni conocimiento; en cambio, la inmortalidad era predio de los dioses, de forma que considerar al alma «inmortal» era como tenerla por divina. Y, desde luego, lo que ya no resultaba en absoluto familiar para los griegos era la teoría de la transmigración o metempsicosis.

Sólo cuando Platón incorpora la noción de inmortalidad del alma a su propio sistema filosófico, ésta comienza a abrirse paso en sectores más amplios. Pero la generalización de la idea vino de la mano del cristianismo, que, sin embargo, no acepta la teoría de la transmigración, sustituida por la de la resurrección y la consiguiente salvación o condenación personal tras una sola vida.

La Antigüedad griega atribuía esta doctrina a Pitágoras. Heródoto, como ya se ha apuntado, considera que en último término procede de los egipcios (algo en lo que el historiador se equivoca, dado que los egipcios no creían en la transmigración, pero es significativo que considere esta doctrina como algo ajeno a los griegos) y añade:

Hay entre los griegos quienes utilizaron este argumento [la inmortalidad del alma], unos antes y otros después, como si fuera suyo propio. Yo, aunque sé sus nombres, no los escribo.

Esta afirmación se aviene bien con el secreto que rodea los principios de la escuela pitagórica y que Heródoto, un hombre nacido en Halicarnaso, pero como Pitágoras, emigrado a la Magna Grecia, concretamente a Turios, debió de conocer bien. Incluso no faltaron las burlas que indican hasta qué punto se trataba de una idea no tradicional y novedosa. Jenófanes de Colofón, también él emigrado jonio, y que viajó por el occidente del mundo griego, en uno de sus poemasHermann Diels y Walther Kranz, op. cit, B 7., se mofa de la teoría de la transmigración profesada por Pitágoras, con la siguiente anécdota que atribuye al filósofo:

Un día que a su paso maltrataban a un cachorro,
dicen que le dio lástima y dijo estas palabras:
«Basta, no lo apalees, porque sin duda se trata
del alma de un amigo. Al oír su voz la he reconocido».

Siglos más tarde, Jámblico, en la Vida pitagórica, cuenta que cuando Pitágoras estaba explicando su teoría de que las almas volvían del más allá, alguien se burló pidiéndole que, cuando bajara al Hades, le daría una carta para su padre y le pidió que le trajera la respuesta al volver.

Por otra parte, se atribuye a los pitagóricos (en especial desde Aristóteles) una elaborada teoría del número; el filósofo descubre las proporciones matemáticas que están en la base de la música, y tiene una visión matemática del mundo, según la cual la realidad se reducía en última instancia a números. También procede de los pitagóricos la creencia en la harmonía de las esferas, según la cual se trasladaba al movimiento de los planetas la idea de las proporciones numéricas según la cual se ordena el mundo y se consideraba que las esferas de los planetas producían al desplazarse una música cuyos intervalos se correspondían con las distancias entre ellas. La harmonía de las esferas fue una creencia generalizada durante años, en la que aún creía Kepler, a finales del siglo XVI. Así pues, ciertas doctrinas de Pitágoras y sus seguidores traspasan la historia, crecen, se desarrollan, informan el pensamiento de Platón, el neoplatonismo, el Renacimiento. Nada que ver con personajes como Ábaris, que no pasan de ser una anécdota transmitida por un par de autores.

Sin embargo, todas estas aportaciones fundamentales de los pitagóricos a la historia de las ideas aparecen oscurecidas en el libro de Hernández de la Fuente, sepultadas en un maremágnum indiscriminado de santones y otros personajes irrelevantes de diverso pelaje, tipologías sociológicas, alusiones a rituales de muy variada condición y paralelos de mitos o ritos, muy dispares. Con ello se le hace un flaco servicio al lector no especializado, que se encuentra ante una masa de datos sin demasiada crítica y que a menudo no sabe a qué carta quedarse ni logra hacerse una idea más nítida del personaje, del verdadero valor de sus ideas, más allá de la hojarasca de rasgos maravillosos.

Algo parecido ocurre con la distinción entre órficos y pitagóricos: los pitagóricos comparten con los órficos principios como el postulado de la inmortalidad del alma o de la transmigración, pero ha sido demasiado el tiempo en que se ha utilizado la cómoda etiqueta órfico-pitagórico, sin un esfuerzo por distinguir lo que es propio de un grupo o del otro. Trabajos recientes tienden a mostrar las diferencias; el primero fue uno, muy esclarecedor e influyente, de Walter BurkertWalter Burkert, «Craft versus Sect: The Problem of Orphics and Pythagoreans», en Ben F. Meyer y E(d) P(arish) Sanders (eds.), Jewish and Christian Self-Definition, Londres, SCM Press, 1982, III, pp. 1-22, del que hay traducción española: «Profesión frente a secta: el problema de los órficos y los pitagóricos», Taula, Quaderns de pensament [UIB], núm. 27-28, 1997, pp. 11-32., en el que se demostraba que los pitagóricos conformaban una secta, mientras que los órficos eran sólo una profesión de sacerdotes itinerantes, y que había notables diferencias entre unos y otros. Ahonda en esa dirección Jan Bremmer, que aporta una serie de puntos en que pueden distinguirse órficos y pitagóricos y que son, en suma, los siguientesJan Bremmer, «Rationalization and Dischantment in Ancient Greece: Max Weber among the Pythagoreans and Orphics?», en Richard Buxton (ed.), From Myth to Reason? Studies in the Development of Greek Thought, Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 71-83.:

• Pitágoras es un personaje histórico y Orfeo es mítico.
• Pitágoras usa preferentemente la prosa y Orfeo, el verso.
• Los pitagóricos tienden a la separación y los órficos, a la integración.
• El pitagorismo es fruto de las actividades de un solo hombre (Pitágoras), mientras el orfismo deriva de misterios báquicos existentes.
• Los pitagóricos conforman una comunidad sin textos, mientras que entre los órficos es más frecuente encontrar textos que comunidades.
• Los pitagóricos acentúan la importancia de la ética y los órficos, la de la purificación.
• Los pitagóricos carecen del interés de los órficos por la mitología.
• Pitágoras está estrechamente relacionado con Apolo, mientras Orfeo lo está con Dioniso.
• Los órficos muestran un sentido vital pesimista y de culpa, del que carecen los pitagóricos.

Aún añadiría, por mi parte, un rasgo característico que los diferencia: los pitagóricos muestran habitualmente deseos de intervenir en política y tomar el poder, mientras los órficos se desentienden de la política para buscar la salvación individual.

Un clarificador trabajo de Francesc Casadesús añade una sugestiva propuesta de cómo se engarzan las ideas de órficos y pitagóricos en lo que se refiere a la inmortalidad del alma y su transmigraciónFrancesc Casadesús, «Orfismo y pitagorismo», en Alberto Bernabé y Francesc Casadesús (eds.), Orfeo y la tradición órfica, un reencuentro, Madrid, Akal, 2008, pp. 1053-1078., que es, en resumen, la siguiente: entre los pitagóricos se tuvo desde siempre la creencia en que el alma perdura tras la muerte y que transmigra de unos seres a otros. Tal actitud sería la consecuencia lógica de la convicción de que el alma es inmortal, pero además se insertaría en una cosmovisión pitagórica que consideraba el conjunto del cosmos como una comunidad universal en la que imperaban el orden y la harmonía. En el primer pitagorismo, la metempsicosis no se habría visto como un castigo ni existiría ninguna derivación de tipo moral que relacionase la pureza del alma con su salvación. En cambio, los órficos propugnaron la idea de que el alma está enterrada en un cuerpo porque debe cumplir un castigo por una falta cometida en el pasado. Esta falta se explicaba por el mito del origen de los hombres a partir de los Titanes, quienes previamente habían desmembrado y devorado a Dioniso.

El libro se centra más en Pitágoras que en sus ideas y se propone relacionar su figura con diversos fenómenos religiosos

Es evidente, sin embargo, que la presencia de Dioniso en los círculos pitagóricos fue siempre nula, ya que su dios fue Apolo. Y, además, no serían congruentes con el espíritu pitagórico, regido por la moderación, la prudencia y el orden, manifestaciones orgiásticas o rituales iniciáticos como aquellos con los que los órficos conmemoraban los violentos actos cometidos por los Titanes. Más adelante, el pitagorismo aceptó del orfismo los fundamentos morales de la transmigración para reforzar así su propio sistema doctrinal, dotándolo de una dimensión moral que, en un principio, no tenía. En cambio, nunca aceptó ni las causas míticas que lo originaban, ni los rituales iniciáticos que lo rodeaban. Pitágoras fue, pues, pese a sus rasgos milagrosos, a sus contradicciones, a sus oscuridades, un filósofo (el primero que se consideró tal) que desarrolló aspectos fundamentales en la historia del pensamiento griego y que sigue resultando interesante en plena modernidad.

El libro de Hernández de la Fuente se completa con una bibliografía bastante extensa, aunque muchos de los trabajos citados en ella no parecen haber dejado mucha huella en la redacción del texto. La bibliografía se cita en éste de modo desigual, como si se hubiera tomado un poco de aquí y de allá, de forma un tanto apresurada. Por otra parte, a veces se citan autores importantes, pero a menudo no sus trabajos más característicos. Todo ello tampoco es, en verdad, excesivamente grave, dado que el libro no pretende ser (y desde luego no es) una aportación novedosa a la historia de la filosofía, de la religión o del pensamiento, sino que mantiene siempre un tono ensayístico y divulgador. El libro no tiene índices y el lector los echa en falta para poder consultar cuestiones concretas. Al menos se habrían agradecido uno de pasajes citados y otro temático.

Con todo, es bueno que el lector pueda disponer del repertorio completo de biografías que los griegos dedicaron a Pitágoras y advertir así la confusa mezcolanza de rasgos entre lo filosófico y lo mágico, entre lo religioso y lo político, entre lo real y lo imaginario, que se le atribuye al personaje. Obligación de los autores modernos es entresacar de ese embrollo aquellas ideas fundamentales que marcaron el progreso de la cultura en Occidente.

Alberto Bernabé es catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense. Es traductor de Píndaro, himnos homéricos, textos órficos y Fragmentos presocráticos: de Tales a Demócrito (Madrid, Alianza, 2001). Sus últimos libros son Dioses, héroes y orígenes del mundo: lecturas de mitología (Madrid, Abada, 2008) y Platón y el orfismo: diálogos entre religión y filosofía (Madrid, Abada, 2011).

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