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El combate literario del siglo XX

The Feud. Vladimir Nabokov, Edmund Wilson, and the End of a Beautiful Friendship

Alex Beam

Nueva York, Pantheon Books, 2016

224 pp. $26.95

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1.

Al abrir el número del 15 de julio de 1965, los lectores de The New York Review of Books encontraron artículos sobre la filosofía de Hegel, el puente de Brooklyn, una biografía de Arthur Symons, la Segunda Guerra Mundial y la historia de la brujería. Es de suponer que algunos les interesaron más que otros. Muchos habrán reconocido la importancia de una recensión sobre dos volúmenes titulados Sobre la escalada armamentística. Metáforas y escenarios, y La guerra nuclear. El inminente impasse estratégico; el debate incumbía a todos. Pero el tema más explosivo acabaría siendo el que menos lo parecía: la traducción al inglés de la novela en verso Eugenio Oneguin, de Aleksandr Pushkin, realizada por un compatriota del poeta, el novelista emigrado Vladimir Nabokov. La reseña estaba firmaba por el crítico norteamericano quizá más eminente de entonces, Edmund Wilson, y llevaba el título de «El extraño caso de Pushkin y Nabokov», un guiño a Jekyll y Hyde que anunciaba una monstruosa relación entre autor y traductor.

Wilson comenzaba con un incómodo carraspeo retórico: «Este producto, aunque en cierto sentido es valioso, decepciona; y el presente reseñista, aun siendo amigo personal del Sr. Nabokov ?por quien siente un caluroso afecto a veces enfriado por la exasperación? y admirador de su obra, no se propone ocultar su decepción». A partir de ahí, Wilson desplegaba en seis mil seiscientas palabras su considerable arsenal de erudición a fin de demoler la traducción y el comentario de un colega famoso por su escrupulosidad. Nabokov no tardaría en contraatacar con munición pesada, pero conviene no adelantarse. La pregunta obligada es qué condujo a semejante conflagración entre pares supuestamente cercanos. ¿Rigor crítico? ¿Diferencias irreconciliables? ¿Envidia? Pese a las fechas y las nacionalidades, lo primero que debe descartarse es una representación a escala menor de la Guerra Fría, como la que ocho años después reunió a Bobby Fischer y Boris Spassky ante un tablero de ajedrez. En lo político, de hecho, los estereotipos estaban curiosamente cruzados: Wilson era un socialista con simpatías por Lenin, mientras que Nabokov veía con buenos ojos al partido republicano, a la CIA y, más tarde, a Nixon. Aun así, sería ingenuo pensar que la cuestión fue sólo literaria, o que nada tuvieron que ver la historia o la política.

The Feud (La disputa), del periodista estadounidense Alex Beam, excorresponsal en Moscú, presenta en capítulos breves y vivaces toda la complejidad del caso. Al libro puede criticársele cierta palabrería propia de una crónica de espectáculos, pero cuenta con muchas ventajas del buen periodismo de investigación: ordena una notable diversidad de fuentes, identifica las ramificaciones y explora todo lo que la historia da de sí. Como es típico en la non-fiction norteamericana, Beam se emplea a fondo para establecer los antecedentes del acontecimiento principal, pero los antecedentes lo merecen. No es mera devoción a Casablanca lo que le ha llevado a elegir el subtítulo de «El final de una hermosa amistad». Un elemento esencial de la historia es que Nabokov y Wilson fueron amigos muy cercanos durante quince años. La escritora Mary McCarthy, tercera mujer de Wilson, recordaba que, en los años cuarenta, los dos «se lo pasaban en grande juntos. Edmund no cabía en sí de alegría cuando aparecía Vladimir». Y el propio Nabokov escribiría, después de la muerte de Wilson, que releer las cartas que había cruzado con él, en especial las de «la primera edad radiante de nuestra correspondencia» (idiolecto nabokoviano para «los años dorados»), había sido una «agonía». La afinidad era genuina. Pero Beam no se equivoca al señalar que, «como muchas relaciones íntimas, esta contenía las semillas de su propia destrucción».

¿Qué condujo a semejante conflagración entre pares supuestamente cercanos? ¿Rigor crítico? ¿Diferencias irreconciliables? ¿Envidia?

Se conocieron en 1940, poco después de que Nabokov desembarcara en Norteamérica, con algunos contactos y pocas perspectivas de trabajo. (Los Nabokov habían escapado casi con lo puesto de la Francia recién ocupada.) Wilson era vecino y amigo del compositor Nicolas Nabokov, primo del escritor, y fue Nicolas quien intercedió a favor de Vladimir. En una nota fechada en agosto, escribió: «Ayúdelo, querido Edmund Edmunovich. Haga todo lo que pueda». ¿Quién era Wilson para hacer algo? Por decirlo rápidamente, un célebre hombre de letras. En su quehacer cotidiano, era un prolífico ensayista, reportero, editor y poeta, más o menos en ese orden, famoso además por defender las reputaciones literarias de sus amigos. Cuesta pensar en un equivalente en el mundo de habla hispana, aunque uno puede hacerse una idea de sus capacidades imaginando a un Alfonso Reyes libre de funciones diplomáticas, o un Cansinos Assens menos atado a la traducción. Comparaciones aparte, Wilson se encontraba en el centro de la comunidad literaria nacional, y destacaba por su interés en muchas literaturas internacionales, incluida la rusa. Gracias a su puesto de editor de ficción en la revista The New Republic pudo echarle una mano casi de inmediato a Nabokov. Tras recibir una carta de presentación y conocerlo, empezó a encargarle reseñas; y enseguida quedó encantado con el trabajo del ruso.

Muchos años más tarde, Nabokov escribiría que, durante su primera década en el país, Wilson había sido muy amable «en relación con distintas cuestiones, no necesariamente referentes a su profesión». Y también que habían tenido «charlas estimulantes» e intercambiado «muchas cartas sinceras». Dicho con menos distancia, Wilson le prestó una ayuda inestimable. Como señala Simon Karlinsky, el editor de la correspondencia entre ambos, «Wilson se convirtió en una suerte de agente literario no remunerado y consejero de Nabokov» y «estuvo detrás de cada oportunidad literaria importante que Nabokov encontró en sus primeros años en Norteamérica». Eso incluyó contactos con editoriales, revistas y hasta el comité de la beca Fullbright, que le fue otorgada a Nabokov en 1943 por recomendación de su amigo. En definitiva, Wilson se convirtió en un mentor, aunque conviene señalar que era el mentor de un maestro. Por más que Nabokov fuese un autor norteamericano en ciernes, tenía ya nueve novelas y al menos una obra maestra publicadas en su lengua materna; no en vano su compatriota Nina Berberova, una considerable novelista por cuenta propia, diría que, en él, «un gran escritor ruso, como el fénix, había nacido del fuego y las cenizas de la revolución y el exilio». En ese papel, Nabokov asumiría el papel de cicerone de Wilson en cuestiones de lengua y literatura rusas.

Cuánto ruso sabía Wilson se seguiría discutiendo veinte años después, con motivo de su ataque a la traducción de Eugenio Oneguin. Las cartas de principios de los años cuarenta dejan entrever que no era precisamente un experto. No obstante, dedicaba esfuerzos considerables al estudio de la lengua. Cuando se atascó en la lectura de una de las novelas rusas de Nabokov, Invitado a una decapitación, le escribió a su amigo que seguiría con Tolstói hasta «sentirse más seguro». No es la afirmación de un principiante (Beam calcula que Wilson tendría el nivel de lo que hoy llamaríamos un B1 o B2). Cualesquiera fuesen sus conocimientos específicos, no cabe duda de que como lector prestó más atención a la tradición rusa que ningún crítico norteamericano de la época, salvo los profesores universitarios. Wilson escribió mucho sobre Turguénev y Tolstói, y ayudó a acercar al gran público a escritores como Gógol, por entonces poco leído. En cuanto a la difusión de Pushkin, incluso los eslavistas más celosos le reconocen un papel pionero. Como periodista, además, había viajado en 1935 a la Unión Soviética, de donde había vuelto con opiniones divididas, que utilizó en uno de sus grandes libros, Hacia la estación de Finlandia, una historia del pensamiento revolucionario que empezaba con la caída de la Bastilla y acababa, pasando por Marx y Engels, en Lenin.

2.

Todo lo anterior le ofreció mucho material para el diálogo a Nabokov, aun cuando el diálogo no siempre condujera al acuerdo. El novelista no perdía oportunidad, en particular, de rectificar lo que consideraba las omisiones de Wilson en materia del liberalismo ruso, un movimiento que Nabokov veía como la alternativa perdida a la Revolución y que defendería sin descanso. En parte, esa posición política formaba parte de su herencia familiar. Hijo de un jurista liberal asesinado, Nabokov se negaba a reconocer a los bolcheviques prácticamente el derecho histórico de existir, cosa que Wilson, entre muchos pensadores, no estaba dispuesto a aceptar. Pero Nabokov no sólo había heredado las convicciones acordes con su patrimonio, sino que había padecido en carne propia los procesos históricos que Wilson contemplaba desde su biblioteca. Por mucho que le costara admitirlo, Nabokov era un exiliado político.

Nunca se pondrían de acuerdo sobre la Unión Soviética. Y las divergencias cobraban un cariz combativo en cuanto a sus dirigentes. En una carta sobre Hacia la estación de Finlandia, Nabokov señaló a Wilson que «ni siquiera la magia» de su estilo había logrado que el retrato de Lenin le agradara; más aún, criticaba a Wilson por haberse dejado llevar por «los colores celestiales de los biógrafos soviéticos». Qué pena, decía, que Wilson no hubiera «consultado» el Lenin de Mark Aldánov (una biografía publicada en Nueva York por otro emigrado, que echaba por tierra los mitos sobre la supuesta grandeza del líder), y acaba recomendándole que leyera su propia novela Invitado a una decapitación, donde el totalitarismo se trataba de manera más incisiva. No es difícil reconocer en pasajes así las «semillas de la destrucción» de las que habla Beam. Nabokov no golpeaba sólo en lo intelectual, sino en el núcleo de la inteligencia. De manera indirecta, su carta trataba a Wilson de investigador escaso en facultades críticas, y por si acaso decía que él, Nabokov, había zanjado la cuestión hacía varios años. Wilson, con su habitual seguridad, respondió con el equivalente de un encogimiento de hombros: en sus fuentes había reconocido una forma de verdad y el retrato le parecía consistente. Todo esto, notemos, en diciembre de 1940, cuando acababan de conocerse.

En cuestiones literarias, el terreno estaba menos minado, aun cuando las opiniones divergieran otro tanto. Es una pena que Beam se refiera poco al intercambio de opiniones que consignan las cartas de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, porque son fundamentales para entender el carácter de ambos escritores, por no hablar del trasfondo de su disputa. Los gustos de Nabokov eran bastante particulares, y Wilson trataba en vano de convencerlo de los méritos de Henry James, Malraux o Faulkner. Desde un principio, sin embargo, estuvieron de acuerdo sobre la preeminencia de Pushkin. Ningún otro escritor fue objeto de una conversación tan frecuente y acalorada. Era un sincero interés común. Ya tres años antes de conocer a Nabokov, Wilson había publicado un ensayo titulado «In Honor of Pushkin: Evgeni Onegin»; y el mismo Nabokov, al leerlo en la colección The Triple Thinkers casi una década más tarde, encontró mucho de valor en aquel texto, aunque criticó sus «excursiones sociológicas». Los artículos adicionales que Wilson escribió sobre Pushkin en los años cuarenta para The New Republic registran la influencia de su amigo. Y en la misma revista publicaron una traducción a cuatro manos de Mozart y Salieri, la pieza breve de Pushkin. A partir de esa colaboración, se les ocurrió compilar una introducción a la poesía rusa, con ensayos de Wilson y traducciones de Nabokov. Por cuestiones editoriales, el volumen nunca llegó a concretarse, pero hasta 1948 siguieron hablando del tema, con Pushkin siempre en el punto de mira.

Edmund WilsonEl deseo de colaborar en una obra de divulgación no impedía que muchas de sus discusiones sobre poesía fuesen decididamente bizantinas. Aun con las anotaciones omniscientes de Karlinsky, las teorías sobre versificación rusa de Nabokov pueden resultar tan inteligibles para el lego como un tratado de mecánica, con la diferencia de que el tratado será menos pomposo. Pero no hay que saber ni una palabra de ruso para entender lo que estaba en juego en aquellas disputas. Ya por entonces cada uno de los literatos intentaba imponer su visión literaria ante el otro. Por ejemplo, en agosto de 1943, Nabokov le da una lección de versificación rusa a Wilson en nada menos que diez carillas, y no es casual que esas teorías acabaran informando el esqueleto de «Notas sobre prosodia», una de las secciones más ambiciosas del comentario de su Eugenio Oneguin. Wilson, por su parte, explica una y otra vez el sistema acentual del verso inglés, sin que Nabokov le reconozca las explicaciones. «Estás tan equivocado como se puede estarlo», repite Wilson. En ese contexto, hay una carta de Nabokov de finales de 1948 que suena no tanto a una oportunidad perdida como a utopía: «¿Por qué no hacemos una traducción erudita en prosa de Eugenio Oneguin con copiosas anotaciones?». No consta ninguna respuesta de Wilson, pero habría sido uno de los proyectos más demenciales de la historia de la traducción. ¿Cuántas cartas habrían cruzado? ¿Cuántas exhibiciones de pedantería?

El lado positivo de la discusión permanente era una franqueza casi sin límites. Ninguno medía sus opiniones, y si a Nabokov no le temblaba el pulso al anotar que Dostoievski era un «escritor de tercera», Wilson podía descalificar a Stevenson como «de segunda». Tampoco se limitaban a los grandes exponentes de la literatura. En sus intercambios aparecen muchas referencias a los géneros entonces considerados menores. Cuando Wilson critica a Agatha Christie, Nabokov le recomienda que pruebe con Dorothy Sayers. Y cuando Wilson le lleva a su casa la novela pornográfica L’Histoire d’O, de Pauline Réage, ambos coinciden en que, «aun siendo basura, el libro ejerce un efecto hipnótico», a decir de Wilson en su diario (Véra Nabokov, a la que parece no haberle gustado nada esa complicidad, los reprendió por «reírse como unos colegiales», y se aseguró de que el invitado se llevara el libro). El gusto compartido por la literatura erótica, que tuvieron ocasión de comentar muchas veces, despunta en los momentos más inesperados. Un par de años después, Wilson cuenta que había estado leyendo a Jean Genet, «un ladrón homosexual que ha pasado una buena temporada en prisión» y escribe libros «tan indecentes que ponen los pelos de punta». A continuación, entra en elogiosas consideraciones literarias, dando por supuesto que Nabokov había oído hablar del famoso marginal. Pero no parece haber sido así, porque Nabokov responde: «¡Mándame el libro del ladrón homosexual! ¡Me encanta la literatura indecente!»

Eran opiniones personales, pero por eso mismo revelan los sesgos de los escritores como lectores. Más interesante aún para historia literaria es el hecho de que, en 1948, Wilson envió a Nabokov un curioso documento que había publicado Havelock Ellis como apéndice de la edición francesa de sus Estudios de psicología sexual. Escrito en francés por un anónimo aristócrata ucraniano, el texto se titula «Confession sexuelle d’un Russe du Sud» y cuenta la compulsión de un pederasta que acaba echando a perder su vida (y la de sus víctimas) mientras busca la compañía de prostitutas prepuberales. ¿Un antecedente de Lolita? En realidad, la novela ya estaba gestándose. La correspondencia registra su primer «pálpito» un año antes, y en la obra publicada de Nabokov hay al menos cuatro versiones de una historia sobre pederastia, plasmadas de los años veinte en adelante. Pero no cabe duda de que leyó el envío de Wilson, pues menciona a Ellis en su autobiografía Habla, memoria. Y es muy probable que el caso clínico le ayudara a dar al personaje de Humbert Humbert una complejidad que no había alcanzado en ninguno de los personajes anteriores relacionados con el tema. Wilson, pues, habría influido de manera indirecta en la novela más famosa de su amigo. Dado su posterior rechazo de Lolita, el influjo no deja de ser irónico.

3.

Por esa vía llegamos a lo que parece haber sido una causa de distanciamiento progresivo: la opinión que le merecían al gran crítico las novelas de Nabokov escritas en inglés. El cálculo se complica por el hecho de que, cuanto menos le gustaban a Wilson, más se afianzaba Nabokov como novelista norteamericano, pero debemos apartar la idea de un mero caso de envidia literaria. Wilson no actuaba de esa manera. Había visto cómo su amigo y compañero de Princeton, F. Scott Fitzgerald, en muchos sentidos el tonto de la clase, se convertía en el faro literario de su época, y siempre lo había alentado y elogiado. En sus crónicas literarias también había defendido los talentos menos incuestionables de amigos como John Peale Bishop y Edna St. Vincent Millay; y, fuera de su círculo inmediato, había acompañado con sus críticas la estrella ascendente de otros contemporáneos, como Ernest Hemingway. Pero la obra de Nabokov se le resistía. Aun cuando le gustara la primera novela que este había escrito en inglés, La verdadera vida de Sebastian Knight («absolutamente encantadora»), y no escatimara elogios sobre Habla, memoria («una creación maravillosa»), la imaginación nabokoviana iba en contra de sus afinidades electivas. Más aún, el hecho de que nunca reseñara una novela de su amigo, algo bastante insólito en una máquina de escribir reseñas como Wilson, sugiere que sus reservas eran lo bastante hondas como para que prefiriera no comprometerse en público.

En privado, desde luego, era distinto. Para Nabokov, una de las cartas más difíciles de leer debe de haber sido la que recibió a propósito de su primera novela escrita en Estados Unidos, la distopía antitotalitaria Barra siniestra. Contenía el tipo de valoración que ningún escritor quiere leer de su obra: no sólo era negativa, sino demoledoramente negativa, una impugnación de las intenciones, el procedimiento, los materiales y hasta el tono del autor. Sí, la novela estaba «llena de cosas buenas» y «pasajes brillantes», comenzaba Wilson, pero a Nabokov no «se le daba bien un tema como ese, vinculado con cuestiones de política y cambio social», porque sencillamente no le interesaban esas cuestiones y nunca se había preocupado por entenderlas. El dictador que había imaginado era un títere; se notaba que el novelista «no tenía ni idea» de sus móviles, o qué significaba una revolución. De ahí que las deficiencias se propagaran a otros ámbitos. En medio del régimen imaginario, las desventuras del héroe tenían «un tufillo desagradable a farsa» que hacía imposible comprometerse no sólo con el personaje, sino con la trama. Wilson estaba embalado. Después de tomar aire y poner un punto y aparte, agregaba «una cosa más»: aunque en general admiraba la escritura de Nabokov por su «celeridad pushkiniana», la novela se le había hecho larga, hasta el punto de que a veces le recordaba a Thomas Mann. (El mismo que Nabokov llamaba «el ridículo Thomas Mann».)

Karlinsky sugiere que la crítica de Barra siniestra creó la primera «grieta» en la amistad. Y al leerla parece muy probable. Una explicación complementaria de aquella grieta es que las diferencias de parecer comenzaban a revelar grandes diferencias de criterios. Cuando dos colegas disienten sobre el talento de tal o cual escritor, pueden cambiar de tema; cuando cualquier discusión pone en entredicho el enfoque del otro, no hay tema que valga. Uno nota, en todo caso, que Nabokov responde a la carta en un tono atípico, menos aguerrido que resignado: «Tenía mis dudas de que fueras a apreciar la atmósfera de mi libro, sobre todo cuando elogiaste a Malraux. En cuestiones históricas y políticas favoreces cierta interpretación que consideras como absoluta. Eso quiere decir que tendremos muchas gratas agarradas y que ninguno cederá un palmo de terreno». Y acaba con una capitulación inusual: «Estoy escribiendo otro libro, que espero te guste más». 

Wilson se comprometió a leer Lolita. Pero los comentarios que al cabo envió al ansioso autor no fueron los esperados

Lamentablemente para la amistad, ese otro libro era Lolita. Desde un principio Nabokov cifró grandes esperanzas en la novela, que había escrito casi en secreto, sin mencionarla ni intentar vender capítulos a revistas, como hizo con Pnin, una obra contemporánea. Al acabarla, dijo a Wilson que tenía en sus manos «un monstruo» y que era lo mejor que había escrito en inglés: pese a lo escabroso de la situación, aclaraba, el libro contenía «arte puro y diversión desenfrenada». Nabokov nunca pecó de modesto, pero le importaba la opinión de su amigo y esperaba que le ayudara a colocar el manuscrito, que había sido rechazado por dos editoriales. Wilson se comprometió a leerlo. Pero los comentarios que al cabo envió al ansioso autor no fueron los esperados: la novela era «la que menos le había gustado» de Nabokov. El cuento que le había dado origen ?escribía, quizás en referencia a «El hechicero»?, era interesante, pero no creía que el tema cuadrase con «un desarrollo tan extenso». Había un problema de proporciones: «No es sólo que los personajes y la situación sean repulsivos por sí mismos, sino que, presentados a esta escala, parecen muy irreales». Era una queja congruente con otras anteriores: «los temas y el clímax final tienen, para mí, el mismo problema que los clímax de Barra siniestra y Risa en la oscuridad: son demasiado absurdos para resultar horribles o trágicos, pero son demasiado desagradables para parecer graciosos». A Wilson, en definitiva, no le faltaban argumentos. Y no eran malos argumentos.

El problema, para cualquiera que los lea, es que Lolita es una novela genial, que hace estallar las categorías en que se basa. ¿Tragedia, humor, realidad? Lolita refunde todo eso, captura la cultura norteamericana contemporánea y satiriza la literatura romántica europea en un relato de suma vitalidad. Que un lector de la inteligencia de Wilson fuese incapaz de verlo sólo puede haberle hecho sospechar a Nabokov que los motivos por los que no apreciaba la obra iban más allá de la literatura. Y si lo hizo, no andaba muy errado. Por entonces Wilson creía haber identificado un defecto constitutivo tanto de la literatura como de la persona de Nabokov: su propensión a la Schadenfreude, el gusto por la humillación ajena. Eso explicaría, en parte, que le disgustara una novela tan centrada en la crueldad como Lolita. Pero Nabokov no se detuvo a leer entre líneas. En su siguiente carta, le agradeció la lectura y cambió de tema sin más. (Casi se percibe cómo la temperatura de la correspondencia desciende de golpe varios grados.) Lo importante, decía, era que continuaba trabajando en Oneguin: de hecho, planeaba añadir un comentario de «cuatrocientas páginas». Aunque ya lo había mencionado anteriormente en las cartas, la yuxtaposición del proyecto y Lolita indica cuánta importancia tenía el primero para él. Cuando su novela no encontraba eco, Nabokov se aferraba a su gran estudio erudito. Se había quedado solo con Pushkin.

No es casualidad que, por esas fechas, las cartas con Wilson empezaran a espaciarse y acortarse. También abundaban las rivalidades triviales. Dos cartas de 1955, por ejemplo, proseguían una discusión absurda sobre el sentido del francés fastidieux, que Nabokov asemejaba al inglés fastidious (quisquilloso) y Wilson, correctamente, interpretaba como «fatigoso». Pero estas minucias eran un síntoma de divergencias mayores. A mediados de la década de los cincuenta, el tono de la pulla intelectual cobró la dureza de la crítica. Nabokov se enfadó con los comentarios que hizo Wilson sobre Rusia en su libro A Piece of My Mind. Reflections at Sixty, donde ventilaba la idea de que el país no había cambiado desde el zarismo hasta la dictadura de Stalin, excepción hecha de lo que Wilson consideraba el impulso democrático de Lenin. Removiendo las viejas disputas sobre el liberalismo, esa opinión demostró a Nabokov que sus aclaraciones habían caído en oídos sordos y que Wilson seguía sin leer La dádiva (aun sin traducirse al inglés), la novela de Nabokov que podía cubrir sus lagunas en la materia. No menos problemática fue la edición que, en 1956, publicó Wilson de los cuentos de Chéjov. A Nabokov no sólo le parecieron «espantosas» las traducciones, que no eran de Wilson; también comentó que «desaprobaba enérgicamente la introducción», que sí lo era. ¿De veras creía Wilson que «Chéjov era Chéjov» porque escribía sobre «fenómenos sociales», «los reajustes de una nueva clase media» y «el levantamiento de los siervos»? Se había perdido una vez más en excursiones sociológicas. Nabokov, criticando la propensión de Wilson a las ideas generales, se permitía darle una lección sobre cómo ejercer su oficio: «el deber de un crítico debería ser llamar la atención sobre el detalle específico, la imagen única, sin los cuales ?lo sabes tan bien como yo? no puede haber arte, genialidad, Chéjov, terror, ternura, ni sorpresa». La dicotomía idea general-detalle específico será muy pertinente en la polémica final, pero es obvio que los dos ya estaban afianzados en posiciones mutuamente incompatibles.

4.

En este contexto, sucedieron dos hechos muy conocidos, que el libro de Beam recuerda en líneas generales. El primero fue la publicación de Lolita en París, seguida por el escándalo, el apoyo de intelectuales de varios países y, dos años más tarde, la reedición del libro en Estados Unidos, donde trepó de inmediato a las listas de grandes ventas y convirtió a Nabokov en un hombre rico y mundialmente famoso. Si estas nuevas circunstancias dificultaron los encuentros con Wilson, la literatura los distanció aún más en 1958, cuando hizo su aparición en la escena internacional ?y he aquí el segundo hecho? la novela de un ruso oprimido: Doctor Zhivago, de Borís Pasternak. Se trataba exactamente del tipo de libro que Nabokov detestaba y que Wilson esperaba desde hacía tiempo en la literatura rusa contemporánea: una novela realista a escala de leyenda, con grandes ideas, personajes memorables, emociones desproporcionadas y una mezcla de política y romanticismo que aceleró las pulsaciones de millones de lectores mucho antes de que Omar Sharif y Julie Christie interpretaran a los personajes en la película de David Lean, momento en el que se sumaron las palpitaciones de otros tantos espectadores. Wilson no necesitó ayuda de la película. El mismo crítico que no había reseñado ninguna novela de Nabokov se apresuró a publicar un artículo elogiosísimo en The New Yorker en el que decía cosas como que Doctor Zhivago era «uno de los grandes libros de nuestro tiempo» e incluso «uno de los grandes acontecimientos en la historia literaria y moral del hombre». Que aquel no fuese su tono habitual de reseñista acentuaba aún más su entusiasmo. ¿Y qué pensaba Nabokov de la novela? «Convencional y monótona, basura melodramática, falsa e inepta».

El consenso era otro en Estocolmo. Cuando Pasternak recibió el premio Nobel, el entusiasmo de Wilson aumentó aún más en la revista Encounter, hasta el punto de que el propio autor juzgó sus análisis un pelín exagerados. Podemos imaginar a Nabokov retorciéndose en su hotel de Montreux, aunque Wilson nos ahorró incluso ese impulso al escribir al amigo de ambos, Roman Grynberg, que había hablado con Nabokov «tres veces por teléfono y lo único que hacía era delirar sobre lo espantoso que era Zhivago». Wilson agregaba con malicia: «Quiere ser el único novelista ruso que existe». Es posible. El desacuerdo sobre Pasternak, en cualquier caso, fue tan divisivo que, a decir de Karlinsky, se hallaban a «sólo un breve paso del enfrentamiento sobre Oneguin». O no tan breve. Pasarían siete años hasta la publicación de este último, pero sin duda fueron años en los que aumentó el recelo mutuo. ¿Qué decir de lo siguiente como muestra de desconfianza? En plena manía anti-Pasternak, Nabokov pidió a su editor, James Laughlin, que suprimiera de la reedición de La verdadera vida de Sebastian Knight los elogios de la contracubierta que había redactado Wilson en los años cuarenta. Y no se crea en casualidades. Escribió a Laughlin: «Me lleva a decir lo que digo el completo asco que me produce la crítica simbolicosociológica y la falsa erudición de Edmund acerca de Doctor Zhivago».

Beam es particularmente informativo al pasar por este episodio de la historia, y no se anda con vueltas a la hora de juzgar a sus participantes. «El comportamiento de Nabokov ante Pasternak fue errático y vergonzoso», escribe; tampoco se le escapa que Nabokov ventiló la idea de que la novela era probolchevique y estaba secretamente patrocinada por la KGB (un craso error de lectura política; más tarde se supo que estaba patrocinada por la CIA, aunque esa es otra historia). La misma atención se presta al derrotero político de Wilson, que por aquellos años viró aún más a la izquierda, y le llevó a expresar en un libro polémico su negativa a pagar impuestos, a fin de que sus ganancias no sufragaran la construcción de armamento nuclear, una posición que algunos amigos, como el editor Jason Epstein, declararon sospechosamente oportuna, en vista de que Wilson llevaba años sin hacer una visita el fisco. Son datos laterales, pero completan el retrato de los caracteres.

La historia principal, en todo caso, nunca se pierde de vista. Mientras se sucedían las discusiones sobre Pasternak, Nabokov completó el comentario hipertrófico de Eugenio Onegin que había comenzado la década anterior, y a finales de 1958 dio por terminado un borrador de dos mil quinientas páginas. Aun con el viento a favor de Lolita, no sería fácil publicarlo. Doubleday, su editorial de siempre, ni siquiera se planteó la posibilidad de hacerlo, pero gracias a uno de los editores de esa casa, el citado Epstein, Nabokov dio con una organización sin fines de lucro dedicada a la publicación de poesía, la Bollingen Foundation. Los seis años que llevó convertir el manuscrito en un libro más o menos comercializable hablan de las dificultades adicionales que surgieron durante la etapa de corrección y maquetación. En este punto, The Feud ofrece material nuevo en la bibliografía sobre Nabokov; ni siquiera la biografía de William Boyd nos acerca tanto al proceso. Un editor se vio obligado a renunciar; otro tuvo que viajar a Suiza para convencer a Nabokov de que no se incluyera a sí mismo en el índice; el departamento legal de la editorial fue consultado varias veces ante la posibilidad de que las profusas invectivas de Nabokov contra otros traductores e investigadores pudieran dar lugar a un juicio por difamación. Como era de esperar, Nabokov rara vez dio el brazo a torcer. Incluso consiguió que sus «Notas sobre prosodia» se publicaran en una separata. Y ganó batallas pírricas, como la de incluir un facsímil de una edición rusa del siglo XIX, ilegible a simple vista. Cuando la obra apareció en 1964, consistía en cuatro volúmenes con un total de 1.895 páginas, de las que 257 se destinaban a la traducción, 930 al comentario y el resto a prefacios, apéndices, resúmenes, índice, escolios, variora

No fue una publicación sorpresa, pues Nabokov venía soltando referencias a su magnum opus desde hacía años, pero tampoco se enviaron ejemplares por adelantado a los posibles críticos. Wilson era una de ellos. Según apunta Beam, había estado husmeando en torno a Bollinger desde 1962 y en 1963 se encontró con una rotunda negativa cuando solicitó a la fundación ver las galeradas (el «niet» venía directo de Nabokov). De los archivos de Bollingen, Beam rescata también una carta en la que uno de los editores comunica a un tercero que Wilson «se moría por reseñar» el libro y consigna con entusiasmo que Wilson y Nabokov tenían «una posición similar sobre la filosofía de la traducción». El corresponsal no podía andar más desencaminado, pero es comprensible que le hiciera ilusión el interés de un crítico con la autoridad de Wilson. Una reseña auspiciosa suya, publicada en un medio de gran tirada, podía favorecer la circulación comercial del mamotreto. Visto desde el lado de Wilson, la oportunidad era insuperable. Todas las discusiones sobre Pushkin entabladas a lo largo de los años podían confluir en una argumentación coherente. También es probable que le tentara responder a la reseña que unos meses antes había publicado Nabokov sobre la traducción de Eugenio Oneguin de Walter Arndt, a quien el incorregible maestro llamaba «despiadado e irresponsable parafraseador».

Cualesquiera que fueren los motivos, en cuanto tuvo el Pushkin de Nabokov, Wilson escribió a la editora de The New York Review of Books, Barbara Epstein, que «con sólo echarle un vistazo, veo que la traducción de Volodia es casi tan objetable como la de Arndt. Está plagada de escritura chata, palabras disparatadas y frases torpes». Esta primera impresión se corroboraría en la crítica publicada al año siguiente, casi doce meses después de la aparición del libro, con el agregado de que también le saldría al cruce a Nabokov como comentador. Beam califica la reseña de «un varapalo demasiado largo, malicioso, estocásticamente preciso, en general inútil, pero siempre divertido», y en principio no habría mucho que agregar, salvo que el crítico, aun con buenas razones generales, quedó muy expuesto en cuestiones de detalle, lo que acabó dañando la autoridad de su argumentación.

5.

¿Qué dijo Wilson que fuera tan terrible? Para empezar, que los resultados de Nabokov eran «más desastrosos que los del esfuerzo heroico de Arndt» por traducir Oneguin en verso rimado. Para comprender lo que estaba en juego es necesaria una breve digresión técnica. Arndt y otros traductores habían intentado preservar el patrón estrófico de la novela en verso, que, para entendernos, podría llamarse una sucesión de sonetos, con un orden de rimas muy riguroso. Nabokov, en cambio, abandonó la idea de respetar la rima y se propuso ofrecer una traducción estrictamente literal, verso por verso y casi palabra por palabra, que pudiera leerse al lado del ruso. Era un método defendible en sí mismo, pero Wilson notaba que había llevado a «un lenguaje llano y torpe que no tiene nada en común con Pushkin ni con la escritura habitual de Nabokov», famosa por su «virtuosismo» e «ingenio». De haber quedado ahí la crítica, otra había sido la historia. Pero enseguida Wilson echaba a andar su maquinaria interpretativa. ¿A qué podía deberse semejante decisión? Sin duda, a la misma «perversidad» que Nabokov desplegaba cuando buscaba sorprender al lector o directamente azuzarlo. Wilson sospechaba que, en el presente caso, la perversidad había sido ejercida «para refrenar su brillantez» y que, expresando «las tendencias dostoievskianas sadomasoquistas que tan perspicazmente había notado Sartre», Nabokov buscaba «torturar tanto al lector como torturarse a sí mismo, achatando a Pushkin y negándose el uso pleno de sus propias capacidades». Un diagnóstico psicologizante de los que Nabokov odiaba.

La malicia, dicho sea de paso, estaba dirigida no tanto al lector medio de The New York Review of Books, que poco podía saber sobre los gustos literarios de Nabokov, cuanto al escritor mismo: apenas en los dos primeros párrafos, Wilson le asestaba en la cabeza con la superioridad de Arndt, una comparación implícita con su odiado Dostoievski y el juicio lapidario de Sartre, a quien Nabokov detestaba más que a Dostoievski. Con ello en claro, pasaba a la traducción en sí. ¿Por qué vertía Nabokov la simple palabra rusa para «mono» por la especie de mono «sapajou»? ¿De dónde había sacado «mollitude» para decir «languidez»? Más en general, ¿qué sentido le veía a utilizar palabras que el lector debía buscar en el diccionario para volver a traducirlas a un inglés más o menos comprensible? Todos ellos tantos a favor del crítico. En este punto, sin embargo, Wilson comenzó a extralimitarse. Sin quedar satisfecho con señalar la extrañeza del inglés, osó sugerir que Nabokov erraba algunos datos sobre la lengua rusa. De allí pasó a condenar su imaginario «sistema de prosodia» y, en la misma vena, la pedantería acumulativa del comentario. Inmune a sus propias advertencias, la propia reseña de Wilson no paraba de acumular reparos. Nabokov malinterpretaba a los personajes y tergiversaba las intenciones filosóficas del autor. ¿Y por qué se empeñaba en afirmar que Pushkin no había leído a Byron en inglés? El reseñista sabía de buena fuente que etcétera, etcétera.

Sólo llegando al último tercio, Wilson intentó equilibrar la balanza elogiando los análisis retóricos de Nabokov, que «aprecia enormemente la habilidad de su poeta» y la comentaba de manera «muy valiosa para el estudiante de Pushkin o de cualquier tipo de poesía». Pero acto seguido Wilson volvió a la carga, sacando una conclusión aún más corrosiva que la propuesta por Sartre. El drama que presentaba aquella traducción no era sólo el del personaje Oneguin, sino el de «Nabokov al tratar de establecer una correlación entre su lado inglés y su lado ruso». Como en sus novelas, los dos mundos seguían eludiéndose el uno al otro. En el sistema de prosodia, Nabokov no lograba equiparar el verso ruso y el verso inglés. En el comentario, demostraba haber perdido contacto con Rusia. Y al tratar de traducir «literalmente» Oneguin, escribía algo que «no siempre era inglés». Perversamente, la reseña terminaba elogiando la encuadernación y la tipografía de los volúmenes.

No es de sorprender que, nada más leerla, Nabokov enviara a Barbara Epstein un telegrama desde Montreux: «Por favor, haz sitio en el próximo número para mi trueno». Y pronto llegó la refutación, escrita en un tono a la vez irónico y vehemente. Nabokov recordaba a los lectores que, como amigo, siempre había explicado a Wilson los «errores de pronunciación, gramática e interpretación» cometidos durante su «vano enamoramiento del ruso». Pero en el presente caso los errores se habían desbandado, y lamentaba que Wilson no le hubiera consultado antes de acudir a la imprenta en tal estado de «desaliño glosológico». Era una clásica estocada nabokoviana; y la afabilidad introductoria daba paso a una impugnación de cada una de las objeciones lingüísticas de Wilson, mostrándole errores elementales. En vano el crítico se había atrincherado tras obras de referencia; Nabokov era un escritor ruso, y no le costó nada hacerle quedar en ridículo. Logrado ese propósito, concluía: «Permítanme parar aquí. Sugiero que el objetivo didáctico de Wilson queda anulado por la presencia de tales errores […], así como por el extraño tono de su artículo. Su mezcla de aplomo pomposo e irritada ignorancia ciertamente no conduce a una discusión sensata del idioma de Pushkin y mío». Como si la discusión fuese sensata.

El monumental comentario de Oneguin de Nabokov conmemora no tanto la grandeza del poeta como las concepciones inamovibles del comentarista

Nabokov, en todo caso, no paró ahí. Al poco tiempo publicó en la revista Encounter (la misma en que Wilson casi se había desvanecido ante el genio de Pasternak) un segundo artículo titulado «Una respuesta a mis críticos», en el que tomaba en cuenta varias reseñas de su Oneguin, aunque seleccionaba para un «examen especial» la de Wilson. El artículo no sólo recapitulaba lo ya dicho en The New York Review of Books, sino que abordaba casi punto por punto el ataque de Wilson, sin limitarse a las cuestiones lingüísticas. El tono era mucho más frontal, y en su momento se vio una refutación absoluta de las pretensiones de Wilson. Pero con la distancia no queda tan claro. De entrada, se notan las pretensiones nada desdeñables de Nabokov. Si la respuesta empieza como una defensa de su dignidad de investigador, no tarda en convertirse en una serie de pataletas sobre su derecho (sin duda real) a decir lo que le viniera en gana sobre cualquier materia, estuviese o no relacionada con Pushkin. Que un comentario erudito esté reñido con las manías personales no parece cruzársele por la cabeza. Las justificaciones de vocablos estrambóticos pueden dejarse pasar como parte de un método poco ortodoxo, pero es imposible no notar que Nabokov empieza a ahogarse con su propia bilis cuando llega a los asuntos de interpretación. Respondiendo al reproche de no haber interpretado correctamente a los personajes, espeta: «No creo en ninguna clase de “interpretación”».

No vaya a creerse, sin embargo, que Nabokov estaba haciéndose eco del famoso ensayo de Susan Sontag, publicado el año anterior. En realidad, estaba cargando contra la larga tradición de interpretación humanista, con raíces en la psicología, la sociología y la historia, como la que practicaba Wilson. A ello le oponía una descripción minuciosa del mundo supuestamente cerrado de la obra. Pero lo cierto es que, a su manera, Nabokov interpretaba no menos que Wilson. Es curioso que su ejemplo de análisis «objetivo e irrefutable» sea justamente una nota sobre «el comportamiento cercano a la ensoñación» del protagonista. ¿Y cómo se elucida ese comportamiento? Invocando impresiones generales, como «la sensación de ensueño» que «todos conocemos», cuando no hipótesis psicológicas: «Oneguin se comporta como nunca lo habría hecho en un estado normal de conciencia moral». Es un buen análisis, pero no se distingue mucho de una explicación de texto más o menos clásica. El hecho de que Nabokov pretendiera lo contrario, en realidad, nos alerta sobre cuál es el verdadero fondo del asunto. Nabokov creía en una clase de interpretaciones: las de Nabokov. El problema eran las ajenas, como se ve en sus innumerables diatribas contra los que osaron entender a Pushkin por su cuenta. En este sentido, su monumental comentario conmemora no tanto la grandeza del poeta o los estudios pushkinianos como las concepciones inamovibles del comentarista. Es un monumento y una fortaleza, que abre las puertas solamente a los lectores que se rindan antes frente la solidez inexpugnable de las murallas.

Wilson no estaba dispuesto a ello. De hecho, su visión de Pushkin, como de la literatura en general, apuntaba en la dirección opuesta: la búsqueda de conexiones múltiples, libre de cotos privados. Cuando señalaba, por ejemplo, que la poesía de Pushkin se había extendido a la literatura mundial a través de su influencia en la gran novela rusa, estaba haciendo el tipo de valiosa observación general que Nabokov evitaba sólo debido a su miopía crítica. Y cuando indagaba en el «tiránico mundo social» representado en Oneguin, estaba abriendo el análisis, mal que le pesara a Nabokov, a una interpretación histórica que enriquece nuestra comprensión de convenciones inherentes al poema, del mismo modo que indagar sobre la sociedad ateniense enriquece la comprensión de los trágicos. ¿Por qué rechazaba Nabokov una verdad tan evidente? En este punto tendríamos que abandonar la literatura y entrar en hipótesis psicológicas como las de Wilson al hablar de Schadenfreude. Por elemental que suene, cabe sugerir que, cuando alguien pierde el paraíso de su patria intelectual y lingüística, no es difícil que desarrolle una actitud sobreprotectora de lo que considera su herencia legítima. Y Nabokov, sin duda, se consideraba heredero de Pushkin. Pero estas ansiedades personales serían el tema para otro ensayo.

El libro de Beam se extiende más allá de la disputa y examina las repercusiones que tuvo a lo largo de los años en otros escritores, críticos, editores y hasta familiares y herederos. En ese sentido, los últimos capítulos son un modelo de microhistoria cultural. Pero el drama debe limitarse a los protagonistas, y el verdadero desenlace llega como un ligero eco, a los seis años de la famosa descarga verbal. En 1971, sabiendo que Wilson se encontraba enfermo, Nabokov le escribió una carta donde invocaba «las muchas emociones de nuestra amistad» y «la excitación constante del arte y el descubrimiento intelectual», para aclararle que ya no le guardaba rencor por su «incomprensible incomprensión» de Oneguin. Incomprensible incomprensión, por ambas partes. Wilson respondió que se alegraba de haber recibido la carta, pero no olvidó señalar que se disponía a reeditar el ensayo de la discordia en una nueva colección, «citando unas cuantas más de tus inepcias». Nostalgia aparte, aquel diálogo de sordos sólo podía conducir al silencio. Nabokov y Wilson nunca volvieron a hablarse.

Martín Schifino es crítico literario y traductor. Enre sus últimas traducciones figuran las de James Joyce, Retrato del artista adolescente, Madrid, La Oficina de Arte y Ediciones, 2017; Joseph Mitchell, La fabulosa taberna de McSorley, Barcelona, Jus, 2017; y Victor Segalen, Ensayo sobre el exotismo, Madrid, La línea del horizonte, 2017.

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