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Realidad y silencio en Georges de La Tour

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Georges de La Tour. 1593-1652. Comisarios: Andrés Úbeda y Dimitri Salmon. Museo Nacional del Prado. Hasta el 12 de junio.

El descubrimiento de Georges de La Tour (1593-1652) como uno de los grandes pintores del siglo XVII fue un asunto de los historiadores del arte del siglo XX y tuvo sus hitos capitales en un breve artículo de 1915 del historiador del arte alemán Hermann Voss, y en las exposiciones monográficas que se celebraron en París en 1972 y en 1997. En su artículo, Voss reunía, junto a las únicas tres obras que entonces se conocían de La Tour, un grabado y varias menciones documentales. A partir de estos mimbres fue reconstruyéndose la carrera de este fascinante pintor que hoy ocupa uno de los lugares más relevantes del Barroco pictórico europeo.

La primera de las exposiciones mencionadas, que tuvo como comisario a Jacques Thuillier, sirvió para consolidar el corpus de obras del maestro, que acabó de definirse en 1997 con la muestra que comisarió Pierre Rosenberg, donde se exponían los originales de las obras de La Tour acompañados de sus variantes, sus réplicas, así como las versiones que no se consideraban obras del maestro pero que procedían de modelos originales suyos que, de momento, deberíamos considerar como perdidos. La exposición del Museo del Prado nos muestra un canon depurado del artista, que se ordena según un criterio cronológico a través de treinta y una pinturas, es decir, prácticamente la totalidad de su obra, una cantidad que hoy se sitúa en torno a las cuarenta piezas.

A la vez que, paciente y filológicamente, se reconstruía la obra del artista, comenzaban las preguntas. Lo que había comenzado siendo un problema de análisis estilístico y de fijación de un catálogo se convertía en discusión histórica y en problema teórico. El tema era, sobre todo, cómo explicar esta pintura en el contexto de una producción como la del arte francés del siglo XVII que, aún hoy día, se interpreta con cierta frecuencia como dominada estéticamente por el clasicismo o por el llamado «Grand goût» del arte de corte en torno a la figura casi omnipresente de Luis XIV. Es todavía muy frecuente hablar, en lo que al arte francés de este momento se refiere, no tanto de Barroco, como de «período» o «edad» clásica; sin olvidar, por otra parte, que son estos mismos parámetros los que sirven para explicar el arte oficial de la corte parisiense y versallesca. Si miramos hacia Roma, donde desarrollaron su carrera algunos de los mejores artistas nacidos en Francia desde Nicolas Poussin a Claudio de Lorena o Gaspard Dughet, encontraremos un similar panorama: el de la construcción de un mundo idealizado bajo la égida del clasicismo.

La pintura de Georges de La Tour aparece, sin embargo, en unas coordenadas muy distintas, como son las de los presupuestos del realismo y naturalismo barrocos y los de la obsesión de tantos pintores de las primeras décadas del siglo XVII por la exploración de los efectos del contraste entre luces y sombras, que tienen su paradigma en un autor como Michelangelo Caravaggio. De este artista se nutrieron de una u otra manera la mayor parte de los autores que optaron por este llamado naturalismo, desde pintores españoles, italianos, flamencos y, en menor medida, franceses, configurando un compacto grupo de artistas, los llamados «pintores de la realidad». La definición de este grupo fue uno de los grandes descubrimientos de la Historia del Arte del siglo XX, cuyos hitos podríamos precisar en el libro de Roberto Longhi sobre Caravaggio (publicado en 1952, aunque su autor llevaba décadas trabajando en el catálogo del pintor) y en la mítica exposición parisiense de 1934, Los pintores de la realidad, comisariada por Charles Sterling.

Uno de los meollos interpretativos de La Tour estaba, por consiguiente, no tanto en su «realismo» como en lo problemático de su inserción en una tradición como la francesa del siglo XVII, de la que parecía conculcar su clasicismo, considerado como lenguaje único de su pintura. Sin embargo, la obra de nuestro artista aparecía prácticamente desde sus orígenes con unas maneras ya formadas, siempre de gran calidad e intensidad, interesadas en una interpretación directa, incisiva y, en ocasiones, hasta desagradable de la realidad. Por ello, en una producción como la de la pintura francesa del siglo XVII, dominada convencionalmente por el gusto clasicista, intelectual y romano de Poussin, Claudio de Lorena o Simon Vouet, la obra de La Tour, su realismo y su interés por los problemas de la luz, el claroscuro y por una interpretación tan poco convencional de la realidad, resulta en buena medida, una excepción, si bien no debiéramos olvidar la existencia de artistas como los hermanos Le Nain, Jacques Callot o Lubin Baugin, que claramente se sitúan fuera de esta órbita clásica, que tradicionalmente se ha identificado con el buen gusto. Quizá sea esto lo que explique lo tardío y sorprendente de su descubrimiento por parte de los historiadores del arte, todavía muy anclados a principios del siglo XX en los clichés, por un lado académicos y clasicistas y, por otro, como analizaremos más adelante, positivistas y «realistas».

Uno de los meollos interpretativos de La Tour estaba en lo problemático de su inserción en una tradición como la francesa del siglo XVII

Es necesario recordar que uno de los modelos más reconocibles de nuestro pintor, Caravaggio, ese «Anticristo de la pintura», como se dijo de él en su época, aunque a menudo menospreciado por la crítica, nunca fue olvidado, y no dejó de estar ahí como una decisiva contrafigura del clasicismo, a pesar de las negaciones de Giovanni Pietro Bellori, el influyente autor de una muy leída y parcial historia de los pintores romanos del siglo XVII, y de tantos otros. En el siglo XX, en realidad, Caravaggio no fue tanto «descubierto» como nuevamente «valorado» a la luz del peculiar desarrollo artístico de esta centuria, sobre todo en su primera mitad. El pintor lombardo necesitó para su actual y altísimo aprecio ser en buena y gran medida «descubierto», como hemos dicho, por Longhi y tantos otros y alcanzar de esta manera su puesto en el Parnaso artístico del que ahora goza.

Georges de La Tour nació en Vic-sur-Seille (Lorena) en 1593. Su padre, de profesión panadero, tuvo, al parecer, seis hermanos más, de los que nada se sabe. Lorena, entonces gobernada por Enrique II el Bueno, duque de Lorena, tenía como centros principales las ciudades de Metz y Nancy, y es muy posible que la formación del pintor en torno a la casa principesca del cardenal Carlos de Lorena se completara alrededor de la figura de Alphonse de Rambervillers, poeta y pintor aficionado que conocía a la familia La Tour. Se ha pensado que la obra poética de Rambervillers, de un acendrado catolicismo, pudiera haber influido en la intensa pintura religiosa de La Tour, aunque la escasez de noticias directas hace imposible confirmar la hipótesis. Tampoco sabemos nada sobre un posible viaje del artista al norte de Europa y, mucho menos, de un hipotético desplazamiento a Italia. El naturalismo y el claroscurismo del pintor nos hacen pensar más en los caravaggistas de los Países Bajos que en los del norte de Italia, aunque en algunas de sus obras es muy palpable el conocimiento de Caravaggio.

No debemos olvidar las circunstancias históricas en que vivió Georges de La Tour. A la Lorena feliz de principios de siglo, la época de su formación, sucedió, a partir de 1631, la dura época de guerras que enfrentaron Francia con las potencias imperiales. En 1633, las tropas del rey francés Luis XIII ocupan Lorena: es entonces cuando Jacques Callot, el artista lorenés de mayor calidad de la época junto al propio La Tour, realiza su famosa serie de dieciocho aguafuertes, Las miserias de la Guerra, uno de los conjuntos decisivos de la historia del arte europeo en la presentación de este tema por lo que supone de nueva imagen, no necesariamente heroica, sino específicamente cruel y dramática de la iconografía bélica. Callot, que antes de este conjunto ya había realizado aguafuertes con representaciones de mendigos y de las clases populares alejadas de toda idealización, se convierte en el paralelo contemporáneo más próximo a la pintura de nuestro artista, del que no conocemos obras con temática o iconografía «oficial» (retratos, escenas históricas o cortesanas, alegorías). Es esto algo muy sorprendente en el Barroco europeo, ya que incluso artistas tan poco convencionales como Caravaggio o Ribera no dejaron de hacerlo, sin que olvidemos que hasta el mismo Vermeer, presunto paradigma de acercamiento a la realidad, llegó a pintar alegorías directas. Los últimos años de su vida, tras un período central entre Nancy y París, los pasa en Lunéville (Lorena). De entonces datan sus dos únicas obras fechadas, Las lágrimas de san Pedro (1645), hoy en el Museo de Cleveland, y La negación de san Pedro (1650), en el Museo de Bellas Artes de Nantes, así como su prodigiosa serie de Magdalenas y otros nocturnos, una de las bases perdurables de su fama. En 1652 mueren, víctimas de la peste, tanto su mujer Diana como él mismo. Luis XIV entra triunfalmente en París y comienzan los fastos de un Grand Siècle que nunca llegará a ver. Es, por tanto, un estricto contemporáneo de Diego Velázquez.

Ver y oír

Desde su primeriza serie de Apóstoles, la pintura de La Tour se presenta ya formada y muy interesada en una interpretación directa, incisiva y, en muchas ocasiones, hasta desagradable de la realidad, tal como lo demuestra su –un tanto repugnante– Comedores de guisantes de la Gemäldegalerie de Berlín, superiores en intensidad realista al famoso Comedor de judías de Annibale Carracci (en la Galleria Colonna de Roma), pintado en la década de los ochenta del siglo XVI. De igual manera, desde varias de sus obras juveniles aparecen varias de las obsesiones del pintor. Estas no se reducen tan solo al interés por la representación de la capas más bajas de la sociedad, sino que se centran en un estudio intenso de algunos de los temas más decisivos de la pintura del Barroco, como son, por un lado, el de la vista de los personajes y, por otro, el de aquello que se oye y se escucha. La Tour es, entre otras muchas cosas, un artista de la mirada y del sonido, es decir, uno de los mayores exploradores de la peculiar sensualidad del Barroco.

Pero también, y de ahí el interés supremo de su obra para el espectador actual, el artista se interesó por los contrarios de esta sensibilidad, es decir, por la ceguera y la privación violenta de la vista, y por la música, chirriante e inarmónica, del popular instrumento de la zanfona, e incluso por el tema de la total ausencia de sonidos que caracteriza su radicalmente silenciosa obra tardía. Con el cuadro del J. Paul Getty Museum que abre la exposición del Prado, Riña de músicos, La Tour nos presenta en toda su crudeza varios de estos temas, como son los de la música popular de los mendigos ambulantes y el de la ceguera o, en este caso, falsa ceguera, que es descubierta por uno de los contendientes al exprimir un limón sobre los ojos del fingido invidente. Mientras tanto, su lazarillo, una mujer, pone los ojos en blanco, y los instrumentos de música son utilizados prácticamente como armas. Nada puede resultar, por tanto, más inarmónico que este uso de los instrumentos y del más noble de los sentidos para un pintor, como es el de la vista.

La exposición del Prado muestra numerosos ejemplos de ello a través del tema del «músico ciego» en las versiones de Nantes, el Musée du Mont-de-Piété de Bergues  y la del propio museo madrileño. De todos ellos, el más impresionante es, sin duda, el del Museo de Bellas Artes de Nantes, Tañedor de zanfona con una mosca, en el que La Tour nos muestra al músico en postura sorprendentemente elegante, pero vestido con andrajos y dominado por un terrible rostro ciego con la boca estrepitosamente abierta, quizá cantando una canción que acompaña con la música del instrumento. Al tema clásico del músico que había fascinado a tantos pintores del Renacimiento italiano, e incluso a contemporáneos suyos como Orazio Gentileschi, y que había sido convertido en paradigma alegórico de la belleza, se le da aquí la vuelta. Ya no hay bella naturaleza envolvente como en los casos de Giorgione, Tiziano o Cariani, sino una oscura pared sobre la que se proyecta la sombra del músico; el laúd se sustituye por la zanfona y la belleza de la cara por una horrible mueca. Todo ello dentro de esa elegante postura que comentamos y de una austeridad colorística cercana al monocromatismo. No sabemos para quién fue pintada esta obra, como sucede con buena parte de la pintura de La Tour, de la que ignoramos para quién fue realizada.

Jugadores tramposos

La mirada del personaje también puede ser para nuestro artista la especialmente intensa del lector o del intelectual, un tema que fascinaba a muchos pintores del siglo XVII, cuando comenzaba a extenderse la lectura en solitario y en silencio entre las clases cultivadas. La Tour se centra sobre todo en la mirada del intelectual y del sabio cristiano expresada a través de su interés y el de sus prácticamente desconocidos comitentes en la iconografía de San Jerónimo, de la que realiza una auténtica creación.

San Jerónimo como sabio suele aparecer en La Tour en cuadros generalmente de pequeño formato que muestran al santo concentrado en la lectura en una actitud muy atenta que se refuerza a través de la utilización de lentes, cuya presencia alcanza un enorme protagonismo en estas pinturas, entre las que destaca, junto al ejemplar de la Colección Real Británica, el recientemente descubierto en España y depositado en el Museo del Prado. Este último es un paradigma de la interpretación de la mirada a que nos referimos. La cabeza inclinada de san Jerónimo fija su mirada escrutadora a través de una lente en una hoja sabiamente iluminada. Esta sapiente iluminación se extiende a todas las partes del cuadro, desde el rostro a las manos, sobre todo la que sostiene el papel y que deja pasar sutilmente, y de manera muy diferenciada, los distintos matices de la luz. También es prodigioso el juego de iluminaciones del lienzo, ya sea la luz «natural» desde la izquierda que ilumina el rostro, traje, papel y manos del personaje, ya la «irreal» o mística que alumbra sus pensamientos y que aparece en forma de rayo en el fondo monocromo de la pintura: procedente de la derecha, termina por posarse sobre la cabeza de san Jerónimo, aludiendo de esta manera al sentido luminoso de la inspiración divina, tema sobre el que volveremos. Son juegos de sutilezas que sólo un maestro de la pintura alcanza a realizar.

El tema del mirar es incluso el de la mirada tramposa y engañosa: aparecen los peligros de la mirada, de tan frecuentes alusiones en la literatura de la época. Siguiendo a Caravaggio y su La buenaventura (Museo del Louvre) o sus Jugadores tramposos (Kimbell Art Museum de Fort Worth), el francés realizó tres obras fundamentales en torno al tema de los engaños y trampas en el juego que resolvió a través de un integrísimo intercambio de miradas entre los protagonistas. Las tres pinturas, conservadas en el Metropolitan de Nueva York y también en el Kimbell Art Museum y en el Louvre, señalan, además, el momento de mayor intensidad colorística de la obra de La Tour, y constituyen uno de los puntos culminantes de la exposición del Prado. La mirada, por tanto, es ahora interpretada como engaño, como sospecha y como trampa, dentro de un juego también de gestualidades y de expresiones también muy querido del Barroco. Las tres pinturas son de calidad extraordinaria, pero, de entre ellas, podríamos destacar la del Metropolitan Museum of Art, La buenaventura, en la que los cinco personajes aparecen de tres cuartos en un intenso, sutil y bastante silencioso juego de miradas que culminan, sin embargo, en la gestualidad de las manos de todos los personajes, de la que no se hurta la suciedad de las uñas del petimetre en el escorzo de su mano izquierda que avanza hacia el espectador. La composición de estas tres obras, muy medida y meditada, resulta también de capital importancia para su efecto final.

La mirada, finalmente, puede ser también la del melancólico penitente o la del soñador cristiano. Esta última aparece en el maravilloso Aparición del ángel a San José del Museo de Bellas Artes de Nantes, donde el santo duerme y sueña plácidamente mientras es iluminado tanto por una vela como por el propio gesto del niño en el que, si aceptamos una interpretación religiosa para esta iconografía, habríamos de ver a un ángel.

Pero la mayor intensidad religiosa en lo que se refiere al tema de la mirada se alcanza en sus extraordinarias Magdalenas del Los Angeles County Museum of Art, del Louvre, del Metropolitan Museum of Art o de la National Gallery of Art de Washington. En la exposición podemos contemplar los ejemplares del primero y del último de los museos citados. Con el tema de la Magdalena, La Tour realiza otra de las grandes creaciones de su carrera y renueva una iconografía ya muy abundante en el Renacimiento, pero que en el Barroco se convierte en absolutamente esencial. Si san Jerónimo, como hemos visto, es la imagen no sólo del penitente (versiones del Museo de Grenoble del Nationalmuseum de Estocolmo, ambas en la exposición), sino también del intelectual cristiano, algo que ya sucedía desde las interpretaciones de Durero y la pintura del norte de Europa en el Renacimiento, Georges de La Tour convierte a la Magdalena en la imagen de una melancolía vista desde el punto de vista del sentimiento religioso del siglo XVII.

En las versiones del Museo del Louvre y la del Los Angeles County Museum of Art, esta última, como decimos, presente en la exposición del Prado, la figura de la arrepentida apoya su mano en la mejilla. Con ello realiza el gesto convencionalmente aceptado en el arte de la Edad Media y Moderna, como reflejo del temperamento melancólico, propio además de los artistas e intelectuales y otros seres afectados por este temperamento, como tan magistralmente nos demostró Alberto Durero en su estampa Melencolia I (1514). El tema sería estudiado, no menos magistralmente, por Erwin Panofsky, Fritz Saxl y Raymond Klibansky en uno de los libros fundamentales de nuestra disciplina (Saturno y la melancolía. Estudios de historia de la filosofía de la naturaleza, la religión y el arte, edición española de 1991). La Tour ha transportado el gesto de la melancolía al mundo de la religión y ha transformado a la santa penitente en una «intelectual» meditabunda que acaricia una calavera y observa tristemente unos libros sin abrir mientras se extingue la llama de una vela. Su apagarse es claramente uno de los símbolos preferidos de la literatura y el arte de la época para imaginar la fugacidad y la nada o el humo de la vida, como aparece con tanta frecuencia en libros de emblemas y en alegorías, pintadas y escritas, sobre el paso del tiempo. Pero en La Tour es, además, uno de sus medios favoritos para desarrollar su peculiar gusto por los claroscuros, que en estos cuadros de las Magdalenas alcanza especial altura.

La versión del tema de la National Gallery of Art de Washington nos lleva todavía a un mayor grado de complejidad. Aunque la vela está oculta por una calavera en su casi totalidad, esta última, que se apoya sobre un libro, aparece reflejada en un espejo al que mira fijamente la figura de Magdalena, que, como es habitual en esta iconografía del pintor, apoya su cabeza sobre la palma de la mano. Esta imagen de la melancolía, al mirar fijamente el espejo, no ve su rostro en su recuadro, ya que este refleja la calavera del primer término, que aparece así pintada dos veces y desde dos diferentes puntos de vista. De igual manera podríamos pensar que el rostro de Magdalena, que, recuérdese, no se refleja en el espejo, aparece en él, sin embargo, tal como será en un futuro tras la muerte, despojado ya de la belleza terrenal y superficial de la piel. Ese memento mori, que no otra cosa es esta tela, constituye uno de los puntos capitales de la compleja reflexión barroca sobre la mirada en la que consiste en buena medida la pintura de La Tour, y ha de ser entendido en paralelo con la no menos extraordinaria versión del Metropolitan, en la que lo que se refleja en el espejo es la propia vela encendida. En esta Magdalena con dos velas, la calavera está en el regazo de la santa bajo sus manos cruzadas, mientras que el espejo, al no reflejar, una vez más, la belleza de la protagonista sino la vela, reduplica el significado de la fugacidad y la conversión en mero humo de las vanidades de este mundo.

El silencio

Si la música que nos propone oír el maestro de Lorena, sobre todo al comienzo de su carrera, es la desagradable y chirriante de la zanfona, conforme va avanzando en su producción, su obra se concentra no sólo en los fantásticos juegos de luces y sombras que venimos comentando, sino en una pintura en la que ruidos y músicas desaparecen. Aparece entonces el La Tour silencioso de su última etapa, caracterizado por una imagen de la religión de especial intensidad y concentración. El artista tiene muy claro, de igual modo que sus tan desconocidos comitentes, que la imagen de la religión ha de huir tanto de una presentación clasicista como de cualquier sentido de la pompa, de la exaltación y aun del dramatismo de las actitudes. Estas ideas la alejan de las propuestas, tan diversas, de las distintas alternativas no sólo de la pintura italiana de la época, tan atenta al tema de la expresión de las pasiones y sentimientos, sino también de la española, habitualmente, salvo en el caso de Zurbarán y de algunos bodegonistas, mucho más ruidosa, dramática o triunfal.

En 1993, Pierre Rosenberg descubrió el último cuadro pintado por La Tour: el San Juan Bautista en el desierto, conservado desde entonces en el Musée départemental Georges-de-La-Tour de su ciudad natal, Vic-sur-Seille. Estamos, sin duda, ante uno de los cuadros más despojados y desolados de su autor. En él, la figura del Bautista y Precursor, sentada, emerge de un mundo tenebroso en el que su rostro apenas es visible y su cuerpo es un escueto volumen resuelto a través del claroscuro. Aunque parece tratarse de un exterior, o al menos así sucede en la iconografía habitual de este tema (recordemos, por ejemplo, la bella composición paisajística del mismo sujeto de Juan Bautista Maíno en el Museo del Prado), no hay ninguna referencia al paisaje, como, por otra parte, es habitual en su arte. Repetidas veces se ha afirmado que La Tour ignora, o no le complace, la naturaleza, que elimina sistemáticamente de su producción. El Bautista aparece en meditación ante la vida (el cordero, símbolo de Cristo vivo, pero próximo al sacrificio) y la muerte (su vara en forma de cruz, lugar del mismo sacrificio) en una rigurosa soledad poseída, a la vez, de un intensísimo silencio y una ostentosa oscuridad.

La religiosidad de La Tour ha sido comparada con la de los místicos españoles, sobre todo en lo que se refiere a la fuerza en el ejercicio de la oración ante la muerte

La religiosidad de La Tour ha sido comparada con la de los místicos españoles, sobre todo en lo que se refiere a la intensidad y la fuerza en el ejercicio de la oración y meditación ante la muerte. Por ello merece la pena recordar, como hizo Olivier Bonfait en un comentario sobre la Magdalena del Los Angeles County Museum of Art, el Salmo 19 de la Biblia. En él leemos lo siguiente: «El cielo proclama la gloria de Dios […] el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje». Se trata de una inquietante alabanza del silencio, que también es un lenguaje y, por tanto, un estruendo tan vasto como el orbe mismo.

Este silencio universal es extraordinariamente patente en una obra tan escueta y, a la vez, tan intensa como El recién nacido del Museo de Bellas Artes de Rennes, atribuida originariamente al pintor holandés Gosfried Schalke y, más tarde, a los hermanos Le Nain, para serlo, finalmente, a partir de un artículo de Hermann Voss («Georges du Mesnil La Tour. Der Engel erscheint dem hl. Joseph», Archiv für Kunstgeschichte, II, 1915, pp. 121-123), a Georges de La Tour. Bien podemos decir que el silencio, también aquí, es el protagonista. La pintura ha suscitado desde siempre una enorme admiración, no sólo por lo riguroso y preciso de su composición, sino también por su sabio uso de las luces y las sombras, así como por lo extraño del tema. Podría tratarse tanto de una «Santa Ana, la Virgen y el Niño» como, sencillamente, de la representación de un recién nacido entre dos mujeres. Nada hay, en efecto, que aluda de una manera directa al hecho de que los personajes representados sean personajes sagrados, aunque el despojamiento y el sentido místico de la imagen y su paralelismo con la más compleja y explícita Adoración de los pastores del Museo del Louvre nos inclinan a una interpretación religiosa de la pintura. El mencionado Salmo 19 puede seguir viniendo en nuestra ayuda. Tras su primer himno al Creador, que proclama la gloria de Dios a través del silencio universal, el texto continúa como una alabanza a la ley divina, en la que Dios es comparado con el Sol y la luz, uno de los tópicos de la literatura cristiana. El Sol, dice, «asoma por un extremo del cielo, y su órbita llega al otro extremo: nada se libra de su calor». En la pintura, así como en una estampa calcográfica del siglo XVII que recoge una composición en cierta manera similar del mismo sujeto, la luz de la vela ilumina la figura del niño, es decir, Jesucristo, que así se constituye, como quiere la tradición cristiana, en luz del mundo al que da vida con su calor. El Salmo 19 prosigue con una alabanza de la ley y la rectitud: «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del señor es límpida y da luz a los ojos». De igual manera sucede en la prodigiosa pintura del Museo de Rennes, una de las más ordenadas, lógicas y geométricas composiciones del maestro, que transmiten, como las luminosas leyes divinas, reposo y descanso al observador: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma», nos dice el salmista. En esta pintura, Georges de La Tour experimenta, quizá como en ninguna de las otras, con el tema tan querido del siglo XVII de los límites de la pintura para representar la realidad.

¿Realidad?

En los años sesenta del siglo XIX, Hippolyte Taine, uno de los más firmes defensores del positivismo, describía así este cuadro: «Lo que es absolutamente sublime es un cuadro holandés, el Recién nacido, atribuido a Le Nain: dos mujeres mirando a un niñito de ocho días, dormido ¡Todo lo que la fisiología puede decir sobre los comienzos del hombre está ahí! […] La impresión dominante en todo el lienzo es la de que el verdadero pintor es un simple creador de cuerpos. El tema no es nada; ¿cómo ha podido el artista captar, con qué medios, con qué profundidad ha comprendido la realidad física coloreada y viva? Cuanto más pintor es un hombre, más incesante y eternamente se esfuerza en recrear la verdad» (Carnets de voyage. Notes sur la province, 1863-1865, París, Hachette, 1897).

El texto no puede ser más interesante y significativo de lo que bien pudiéramos denominar «mirada positivista» sobre la cultura, la pintura y la realidad. La emoción de Taine, que incluso le lleva a hablar de «sublimidad», es, sencillamente, la que le produce la precisión con que el artista describió la «fisiología» de un recién nacido, a la vez que califica al pintor de «simple creador de cuerpos» o intérprete de una «realidad física». Taine concluye con esta frase definitiva acerca de lo que entiende por creador: no otra cosa que aquél que se esfuerza con intensidad por «recrear la verdad».

No hemos de negar que el interés positivista por lo real no sólo está detrás de escuelas pictóricas decimonónicas tan importantes como el impresionismo o el realismo, sino que también explica el «descubrimiento» y la nueva valoración de la mayor parte de los «artistas de la realidad» a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Es el caso de Georges de La Tour o el de los hermanos Le Nain en Francia, el de Velázquez y Zurbarán en España, sin olvidar, naturalmente, al ya tantas veces mencionado Caravaggio o al español italianizado José de Ribera. Pero a la vez hemos de ser conscientes del carácter epocal de esta construcción historiográfica, al tiempo que hemos de plantearnos su validez actual como sustentadora de análisis críticos acerca de la cultura.

La actitud positivista posibilitó una nueva aproximación a las consideraciones por lo que puede considerarse «bello» en pintura. Sin entrar a profundizar en este tema, hoy es bien sabido que el descubrimiento de estos artistas, sobre todo en lo referido a Velázquez, supuso uno de los grandes vuelcos en la historia del gusto. De esta manera, el español, cuya obra está presente en su casi totalidad en el Museo del Prado, comenzó a ser valorado como uno de los grandes artistas de todos los tiempos, marcando el inexorable declive en el gusto y aprecio del que hasta el momento había sido el pintor de los pintores, es decir, Rafael de Sanzio. Es bien conocida la frase de Édouard Manet, para quien el calificativo convenía más bien a Diego Velázquez.

La buenaventura

La exposición de La Tour en el Museo del Prado permite admirar al francés en una institución que no sólo posee dos obras de gran calidad de su no muy extensa producción, sino que es la sede capital de la llamada escuela española de pintura del Siglo de Oro, con Velázquez, como decimos, a la cabeza. Una agrupación de pintores con el que el francés fue largamente confundido durante décadas. Sin embargo, los estudios acerca de esta «escuela española» de pintura del siglo del Barroco cuestionan crecientemente, desde hace más de cuarenta años, su caracterización como meramente «realista». Los historiadores franceses, con su pasión y su conocimiento cada vez más profundo de La Tour, ponen en duda igualmente el hecho de que la pintura de Francia en esta época sea producto tan solo del clasicismo o del «Grand goût» cortesano de Luis XIV y miran con mayor interés la obra de Jacques Linard, Lubin Baugin o Sébastien Stoskopff, artistas a los que cabe calificar de «realistas». La revisión del concepto aplicado a la pintura del siglo XVII ha sido una de las cuestiones más debatidas y apasionantes de la historiografía de las últimas décadas del siglo XX, y la contemplación, estos meses, de la obra de La Tour en el Prado invita a reflexionar brevemente sobre el tema.

Desde finales del siglo XVI y, sobre todo, desde las primeras décadas del siglo XVII, grupos de pintores que trabajaban en diversas partes de Europa pero, sobre todo, en regiones como el norte de Italia, comenzaron desarrollar una poética creativa basada en un progresivo naturalismo y en un mayor acercamiento a la realidad. Aunque las causas de esta actitud son muy complejas e imposibles de analizar aquí, una de ellas era la de la reacción frente al alambicado idealismo de muchos de los artistas del siglo XVI, que deformaba, estilizando, la realidad, a veces hasta extremos inverosímiles. Estos artistas renovados, a menudo bodegonistas o paisajistas, pero también retratistas y autores de composiciones históricas, comenzaron a retratar su entorno a veces de manera muy cruda y siempre directa: es el caso de Caravaggio en Italia, Ribera en Nápoles o Velázquez en Sevilla y Madrid.

Menospreciados por la crítica, como en el caso de Caravaggio, muy poco conocidos a lo largo de siglos, como el caso de Velázquez, su redescubrimiento y valoración se produjo al socaire de las nuevas modas realistas y positivistas de finales del siglo XIX y principios del XX, calificándolos, de manera general, como «pintores de la realidad». La nueva valoración de la «escuela española» (Velázquez, Ribera, Zurbarán) como uno de los paradigmas de ese realismo hizo que otros artistas prácticamente desconocidos fueran confundidos con sus colegas españoles, como es el caso de Georges de La Tour. El tema, de gran interés historiográfico, es tratado con acierto por Andrés Úbeda, uno de los comisarios de la exposición, en un excelente artículo del catálogo.

Las últimas décadas del siglo XX han contemplado, sin embargo, una profunda revisión de estos planteamientos metodológicos. La pintura francesa del realismo y del impresionismo es hoy estudiada como una aproximación a la realidad acorde con el cientificismo, el positivismo y las teorías ópticas de la segunda mitad del siglo XIX, muy distintas de nuestras ideas actuales. Velázquez ya no es el precursor de los impresionistas, ni el realista fotográfico que pretendían sus primeros estudiosos, como tampoco lo es Caravaggio ni el mismo Ribera. Estos construyen la realidad según ideas y visiones del siglo XVII, que no son las del XIX o la primera mitad del XX. Hoy se piensa, por ejemplo, que Velázquez, «trascendía» la realidad, como dijo Julián Gallego, uno de los historiadores más perspicaces de la segunda mitad del siglo XX. Desde sus orígenes sevillanos, Velázquez observaba, para inspirarse en su arte, más los cuadros y las estampas de los contemporáneos que caían en sus manos que el entorno inmediato.

Si tratamos de observar de esta manera la pintura de La Tour, quizá podamos entenderla mejor. No se trata de un acercamiento crasamente naturalista a la realidad, según pensaba Hippolyte Taine, sino de una delicada construcción que tenía en cuenta tanto a los contemporáneos italianos (Caravaggio) como, sobre todo, a sus más cercanos precedentes nórdicos, también obsesionados por la representación de luces y sombras. La intensa geometrización y volumetría de tantas de sus obras, sobre todo las del período final, aunque lo aproximen a algunas experiencias de Zurbarán, en realidad lo muestran como cercano a esa obsesión por representaciones de base muy geométrica de otros artistas franceses, ya fueran «clasicistas» o «naturalistas», con lo que la pretendida oposición entre unos y otros se nos revela como algo más bien superficial.

Por fin, el intenso sentido religioso de sus obras no está tan alejado del de otros colegas franceses suyos. Ese «Dios oculto» de cierta religiosidad católica de la Francia del siglo XVII, muy diferente al devocionalismo habitualmente patente y explícito del catolicismo italiano, flamenco o hispánico, se manifiesta no sólo en Philippe de Champaigne y los artistas de Port-Royal, sino en las Magdalenas de La Tour, en su tardío San Juan Bautista del Museo de Vic-sur-Seille o en el cuadro de la Adoración al Niño Jesús del Museo de Bellas Artes de Rennes, que nos resistimos a denominar El recién nacido.

Fernando Checa es catedrático de Historia del Arte en la Universidad Complutense y ha sido director del Museo del Prado. Ha comisariado y editado los catálogos de exposiciones como La Orden del Toisón de Oro y sus soberanos (1430-2011) (con Joaquín Martínez-Correcher), Durero y Cranach: arte y humanismo en el Renacimiento alemán, ambas en Madrid, La materia de los sueños: Cristóbal Colón, en Valladolid, Tapisseries flamandes pour Charles V et Philippe II, en Gante y París, o De El Bosco a Tiziano. Arte y maravilla en El Escorial, en el Palacio Real de Madrid.

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