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Espejos del alma

LOS FRUTOS DE LA NIEBLA

Luis Mateo Díez

Alfaguara, Madrid

244 pp.

18 €

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Qué podemos saber de un ser humano, más allá de su «representación» a través de testimonios ajenos, fotografías o fragmentos de un dietario hallado en un cajón? Cuando se inventó la fotografía, en su primera modalidad del daguerrotipo, se acostumbraba a fotografiar a los muertos –sobre todo niños–, poco después de la expiración y poco antes de que la mortaja arropase el rictus definitivo. El fotógrafo se trasladaba con celeridad al domicilio del finado, para captar su postrera faz, «antes de que el alma se vaya a los cielos», según la expresión decimonónica al uso. A esa labor indagatoria de almarios se ha dedicado también la literatura, alcanzando el cenit en la extrema sensibilidad proustiana capaz de extraer olores, colores y ecos de una magdalena o un fraseo musical.

Con Los frutos de la niebla, Luis Mateo Díez culmina un ambicioso ciclo narrativo, que ostenta como brillante epicentro las tres novelas del reino de Celama: El diablo meridiano (2001), El eco de las bodas (2003) y El fulgor de la pobreza (2005). Un universo que convoca las voces de un dramatis personae fugitivo y sólo aprehensible mediante la cadencia del narrador que escudriña el envés de ese espejo al borde del camino al que convenimos en llamar novela. Los frutos de la niebla reúne tres fábulas, relatos largos o novelas cortas, nouvelles, o nivolas, como las bautizó Unamuno. Una trilogía cuyo leitmotiv es la desgracia discreta de unos seres sin entusiasmo: siluetas que podrían haber pasado por el mundo sin merecer un solo recuerdo y en las que el narrador disecciona el episodio crucial que «podría» explicar la tragedia de su sino.

En la narración que titula el volumen, «Los frutos de la niebla», un policía que, como el escritor, es un cazador furtivo de historias, dialoga con Cimo, un hombre que sueña o presiente muertes que acaban acaeciendo, hasta constituir una dolorosa carga sobre su conciencia: «Alguien que arrastra esa conmoción de las premoniciones que tejen un mal que se parece al que envenena el aliento en los lugares cerrados donde se va cuajando una atmósfera irrespirable». El sentimiento de culpabilidad de Cimo se transmite a su interlocutor, ese policía-cómplice que le escucha «como si en su enfermedad el lastre no respetara la salud de nadie o existiera un tóxico que también afectaba a lo más recóndito de nuestro pasado». Con sus períodos largos, Luis Mateo Díez teje la urdimbre de intimidades compartidas por personajes que nunca acaban de ser desvelados al cien por cien. Como el fotógrafo que revela instantáneas en la penumbra roja del estudio, el escritor leonés dosifica los líquidos, mantiene rincones oscuros y promueve la imaginación del lector.

«Príncipe del olvido», la narración más cercana al registro de la fábula, alterna las vivencias de dos muchachos –Martín y Eliseo– y de la joven Inma. Los tres son «príncipes», esto es, viven esa edad «en que la adolescencia encamina el tránsito de la infancia a la juventud». Comparten la caducidad precipitada de unos afectos que esperaban obtener. Las fotografías y los diarios componen el retrato de esos seres conmocionados por la sensación «de que la vida se les negaba, que era la vida la que no los quería para ella». Como en los daguerrotipos, Díez preserva las almas fugitivas a través de una prosa detallista, delicada e introspectiva; ausculta, como en el tiempo muerto de Celama, las voces, los ecos y las quejas apenas perceptibles de esos tres «príncipes» frágiles y desorientados que convocan la derrota al encontrarse en una triste estación de ferrocarril. El autor dosifica cada pasaje de sus vidas y conjuga lo referencial con lo sugerido. Si la novela es un espejo, insistimos, a Díez le interesa más inspeccionar sus partes empañadas o cuarteadas de unos personajes que perciben la radicalidad del fracaso y se contagian su desorientación ante los reveses de la existencia. «En el espejo no hay un mismo rostro y una misma mirada pero posiblemente existe una misma inquietud y un parecido desasosiego en la percepción oscura y dramática de un destino que tiene, como mayor detrimento, el amor».

Si en el primer relato las confidencias en la barra del bar de una brumosa estación trazan el vector de lo que se cuenta y la alternancia de la palabra e imágenes revela por qué los tres jóvenes de la segunda historia están llamados a ser «príncipes del olvido», en «La escoba de la bruja» la fotografía revela, y nunca mejor dicho, las intenciones de Mateo Díez: acercarse sigilosamente a sus personajes con la paciencia del explorador de emociones.

Así lo hace con la trágica semblanza de una mujer: Abisina Brunido. Tres fotografías de tres momentos de una vida se nos aparecen, en principio, con su lectura más superficial, como esas instantáneas intrascendentes que componen los álbumes familiares. En la primera imagen, una niña se esconde detrás de la pierna de un joven con uniforme militar; en la segunda, una Abisina adolescente y mal vestida deambula con los brazos caídos y la mirada perdida por una plaza y, en la tercera, una anciana mira fijamente a la cámara con la firmeza de la pose que exige la posteridad sujetando un bolso sobre su regazo. ¿Qué significado deparan las tres imágenes? Luis Mateo Díez va entreabriendo las puertas del alma de Abisina, hasta dar con la estructura profunda de sus tres «representaciones» icónicas y acceder a la caja negra: «La niña escondida es la sorprendida joven que no sabe dónde está, y la anciana precipitada que asume el reto de su existencia». Una existencia marcada por la miseria, el correccional y la crueldad familiar en tiempos de posguerra.

Los tres momentos de Abisina, advierte el narrador, se van a engarzar a un mismo destino: «Hay un camino desde la niña de la fotografía, que se coge temerosa a la pierna del hermano artillero, hasta la mujer que cuida tres hijos en un piso desastrado del Arrabal de la Rambla y que no sabe cómo quitarse de encima al engorroso marido que va y viene como un alma en pena, incrementando el rencor que se reparten a partes iguales».

Atravesando la fotografía, el agrimensor de Celama consigue aprehender la vida interior de su protagonista y con esta narración reafirma el propósito de su trilogía fabulística: reflejar las frustraciones de cada tránsito existencial y la percepción de una desgracia que «no es sólo la suerte adversa, sino el derrotero que encamina ese designio contrario donde podemos sucumbir». Una prosa magnética, misteriosa y espiritual sobre las profundidades abisales del ser humano. Como el protagonista de «Los frutos de la niebla», Luis Mateo Díez «cuenta lo que inventa en el intento de contar la vida».

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