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La novela de un literato

Un hombre enamorado

Karl Ove Knausgård

Barcelona, Anagrama, 2014

Trad. de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

632 pp. 24,90 €

La muerte del padre

Karl Ove Knausgård

Barcelona, Anagrama, 2012

Trad. de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

504 pp. 22,90 €

La isla de la infancia

Karl Ove Knausgård

Barcelona, Anagrama, 2015

Trad. de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

498 pp. 22,90 €

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Karl Ove Knausgård no es un hombre que oculte sus sentimientos. En La muerte del padre, el primero de los seis volúmenes de Mi lucha, cuenta cómo, a poco de ocurrir el deceso al que alude el título, «lloraba sin parar»; en Un hombre enamorado, el segundo, señala que «tenía los ojos llenos de lágrimas» cuando nació su hija. Las lágrimas son un torrente en La isla de la infancia, donde el pequeño Karl Ove llora «tanto que no [ve] nada» cuando lo reprenden por una travesura, y el narrador admite incluso que el llanto «era un gran problema». Se refiere a sí mismo a los ocho años, pero la fuente mana durante toda la niñez. El pobre Karl Ove llora cada vez que su padre alza la voz, lo que ocurre más o menos a diario; cuando su madre le compra una gorra de natación para niñas, y él imagina las burlas de sus compañeros; cuando, en efecto, sus compañeros se burlan; cuando un entrenador lo quita del equipo de fútbol; cuando muere el gato de la familia; y cuando lo deja su primera novia.

Uno los placeres que depara la lectura de esta obra desmesurada, ambiciosísima, aunque firmemente anclada en lo cotidiano, es notar recurrencias como la anterior: hechos o gestos que, un poco como los chistes privados, cobran más sentido cuanto más se repiten. Y aunque, al principio, se trata de un placer mecánico, el interés aumenta cuando vamos deduciendo rasgos de carácter (en este caso, que el autor es un hombre sensible), que a su vez ayudan a enfocar los aspectos testimoniales de la obra. Knausgård, un escritor que al parecer lleva una vida normal con su esposa e hijos, nos cuenta su normalidad con pelos y señales, recreando no sólo lo que pudo haber pensado en determinado momento, sino detalles muy precisos de su entorno. Con qué grado de verdad lo hace es siempre intrigante. Aceptamos, por ejemplo, que recuerde en qué orden él y su hermano fregaron y ordenaron la casa de su padre alcohólico a poco de su muerte, o los pensamientos que acompañaron aquel ambiguo deber filial. Pero, ¿puede alguien recordar que compró «Cif para el baño, Cif para la cocina, Ajax para limpieza general, Ajax limpiatodo, Ajax limpiacristales, lejía, jabón líquido, Mr. Muscle para manchas resistentes, limpiahornos, un productor especial para limpiar sofás, estropajos de acero, esponjas, trapos de cocina y bayetas de fregar suelos, dos cepillos y una escoba»?

En cierto modo, Knausgård invalida la pregunta al llamar a su libro «novela», en vez de «memorias», aunque no por novelar pretende alejarse de la realidad. «En Mi lucha –cuenta en una entrevista publicada por The Paris Review– quería ver hasta dónde era posible llevar el realismo antes de que se convirtiera en algo imposible de leer». En escritores fuertemente descriptivos, el no-va-más del realismo suele tener que ver con la acumulación de detalles: en la novela de Alain Robbe-Grillet La celosía, por ejemplo, los párrafos y párrafos dedicados a la geometría de la casa acaban por desdibujar la noción que el lector tiene del espacio. Knausgård rara vez se refiere a esos efectos incrementales. Prefiere caracterizarse a sí mismo a través de fórmulas más generales, diciendo que piensa en imágenes, o que es un «típico proustiano». Pero me parece reveladora una anécdota que cuenta al respecto la escritora norteamericana Sheila Heti. Fascinada por el virtuosismo mnemónico de Knausgård, que transcribe conversaciones enteras de hace treinta años o enumera qué zapatillas llevaba de niño, Heti le preguntó si de veras recordaba los pormenores descritos en cierta escena: «No, me lo inventé», respondió Knausgård. Y a Heti se le cayó un ídolo al suelo. La reacción opuesta, sin embargo, también es posible. Dado que la memoria no funciona de manera fotográfica, hay algo intrigante en el novelista que se niega a plegarse a la verdad genérica de los recuerdos, pues esa verdad deja fuera, precisamente, la abundancia sensorial de la experiencia. Para recobrarla, Knausgård no sólo está dispuesto a inventarse tres tipos de limpiador; su voluntad de realismo, las ganas de multiplicar lo específico hasta donde algo resulta «imposible de leer», es tan fuerte que no se amedrenta ni siquiera ante lo trivial.

El proyecto de Knausgård es de naturaleza mixta: parte ficción, parte no ficción, parte elegía, parte autoanálisis, parte exorcismo, parte «suicidio literario»

El proyecto de Knausgård es de naturaleza mixta: parte ficción, parte no ficción, parte elegía, parte autoanálisis, parte exorcismo, parte «suicidio literario», en sus propias palabras. Y la forma del libro, hecho de digresiones y lo que Heti bien llama «digresiones dentro de digresiones», refleja esa diversidad: no hay argumento ni arco dramático unificadores, sino puro entramado. El primer volumen, por ejemplo, empieza por una reflexión sobre la muerte; pasa a relatar un episodio místico que Karl Ove experimenta a los ocho años, cuando cree ver la cara de Cristo en la superficie del mar; vuelve al presente contemporáneo a la escritura del libro (2008), en el que aparecen su mujer y sus tres hijos; rememora varios sucesos de su adolescencia, incluidas cincuenta páginas sobre la logística de comprar cerveza y llevarla a una fiesta de año nuevo siendo menor de edad; alude al divorcio de sus padres; y acaba describiendo la semana en que él y su hermano Yngve, al enterarse de la muerte del padre, viajan a Kristiansand para poner en orden una casa que encuentran en estado calamitoso, llena de botellas vacías, años de mugre, manchas de excrementos y hasta un cadáver de animal putrefacto, mientras lidian con el hecho de que en ella aún vive su abuela, a esas alturas tan alcohólica como el muerto, por no hablar de senil, sucia e incontinente. En una oración, he ahí «el material». Y me he permitido escribir una oración de ese porte precisamente para dar una idea, a escala reducida, de las asociaciones que atesora el libro en su totalidad.

Esta forma de hiperrealismo tiene muy poco que ver con lo que entendemos por novela realista, cuyo modelo sigue siendo la relación episódica decimonónica, con conflictos y personajes redondos. En busca de precursores de Mi lucha, se ha hablado mucho de Proust, que Knausgård mismo afirma haber no sólo leído, sino prácticamente «absorbido» en su juventud. Pero hay otras afinidades. La intermitencia de la narración, en la que cualquier detalle puede abrir paréntesis ensayísticos, recuerda El hombre sin atributos, de Robert Musil; la recursividad de los motivos, u obsesiones temáticas, hacen pensar en los escritos autobiográficos de Thomas Bernhard; y la comedia de la sinceridad desaforada, incluso de la autodegradación, remiten a un compatriota de Knausgård como Knut Hamsun, un escritor más despiadado, pero igualmente propenso a saltar de las observaciones a los sentimientos. A ellos habría que agregar las simpatías del autor por diaristas menos conocidos (fuera de Escandinavia), como el poeta noruego Olav H. Hauge, que escribió un diario de más de tres mil páginas a lo largo de cincuenta años, o el dramaturgo sueco Lars Norén, cuyos diarios contemplativos («cincuenta páginas sobre jardinería») leyó Knausgård mientras escribía Mi lucha. Aun cuando no sepamos las lenguas necesarias para acceder a estos textos, las declaraciones que ha hecho Knausgård sobre ellos son significativas: «Hay ahí algo mágico, algo hipnótico. Y lo mismo ocurre con Hauge. Se repite todo el tiempo. No es bueno si lo consideras un ensayo, no es bueno si lo consideras narrativa, pero aun así es hipnótico. Y creo que tiene que ver con que uno se encuentra muy cerca de un yo». Desde nuestro punto de vista, podría estar hablando del propio.

Ante Knausgård, en efecto, nos encontramos siempre muy cerca de un yo, aunque su actitud es más reflexiva que la de la mayoría de los diaristas. El autor no sólo quiere contarnos su vida, sino además cómo se le ocurrió la idea de contárnosla y hasta cuáles son las repercusiones literarias de ello. En Un hombre enamorado anota que, poco después de terminar su segunda novela, En tid for alt (Un tiempo para todo), perdió la «fe en la literatura». Leía algo, cuenta, y «pensaba que eso había sido inventado por alguien». «Era una crisis», que no atañía únicamente a sus gustos de lector, sino al estatuto de lo ficticio. Knausgård se descubrió «incapaz de escribir así […]. La mera idea de ficción, la mera idea de un personaje inventado en una trama inventada me producía náuseas». El producto no tenía «ningún valor». Lo único que seguía teniendo valor eran «los diarios y los ensayos, la parte de la literatura que no narra, que no trata de nada, sino que sólo consiste en una voz, la voz de la propia personalidad». O, como afirma en otra parte del mismo volumen: «yo quería algo más cercano a la realidad, la realidad concreta y física, y para mí la visión venía antes que todo lo demás, también cuando escribía y leía, a mí lo que me interesaba era lo que había detrás de las letras».

Dicho de otro modo, se había enfrascado en una de las utopías, por no decir la utopía, de la literatura: trascender la literatura misma. Las crisis como esa suelen suscitar agonías sobre el arte y sus límites abstractos (véase la obra de Enrique Vila-Matas), pero también se curan con algo tan concreto como el hallazgo de un nuevo tema, que a menudo se halla delante de las narices del autor, o incluso detrás de sus ojos. En el ejemplo más famoso, Marcel entra en la biblioteca de los Guermantes y, tras limpiarse los labios con una servilleta, oír el tintineo de una cucharita en su taza de café y leer un pasaje de François le Champi, descubre que esos actos se han repetido en momentos muy significativos de su vida, y comprende que su obra futura versará sobre la trama oculta de su memoria.

A Knausgård parece haberle ocurrido algo similar, si no tan grandioso. En la entrevista concedida a The Paris Review, relaciona la citada crisis literaria con circunstancias personales: «me hallaba inmerso en una vida menuda –cuenta–, cuidando de los niños, cambiando pañales, riñendo con mi esposa, incapaz de escribir nada». La vida no se parecía en absoluto a la «literatura». Quizás a manera de exorcismo, o simplemente por falta de inspiración, empezó a escribir sobre ello. Aunque Knausgård no menciona un «eureka» equivalente al que vemos en la Recherche, sí dice haber descubierto que allí estaba «el material que buscaba». Y, con la franqueza que lo caracteriza, aporta una de las claves de Mi lucha: «Si uno lee a Hölderlin o a Celan, y admira su escritura, escribir sobre cambiar pañales es vergonzoso, carece por completo de dignidad. Pero entonces, eso mismo se convirtió en la meta. Era la única meta. No el querer mostrar otras cosas que no fueran esa. Así es como las cosas son». Si la vida no se parecía a la literatura, la literatura se parecería a la vida. Y yo agregaría que, precisamente porque acabó pareciéndosele, el autor encontró la dignidad literaria de la que creía carecer.

Es difícil hablar de este aspecto cuando aún no disponemos del conjunto traducido y, por ende, sabemos sólo a grandes rasgos cuáles serán los temas que se tratarán en los tres siguientes. La prensa no se cansa de recordarnos –lo repito– que la saga termina con un ensayo de cuatrocientas páginas sobre Hitler y Anders Breivik, el terrorista noruego que asesinó a setenta y siete personas en la isla de Utøya. Este encuentro con el mal autorizaría en parte, es de suponer, el título general de Mi lucha, cuya problemática asociación con el de las memorias de Hitler ha hecho que el editor español, siguiendo el ejemplo inglés, lo pusiera en un cuerpo más pequeño en cubierta, en el lugar que normalmente correspondería a un subtítulo. Pero Knausgård habla de la vida como una lucha desde el primer volumen y, al menos hasta el tercero, lo hace para referirse a nada más tempestuoso que los apuros caseros del hombre escandinavo. Para quienes se pregunten dónde está el interés, o incluso el drama, una respuesta es que Knausgård enfoca lo cotidiano con la seriedad que suele asociarse a las grandes epopeyas; pero su realineamiento es doble, porque al mismo tiempo le resta protagonismo a la materia habitual de la épica. Hay algo cautivador en la posibilidad de que las vidas que casi todos llevamos, las «penas cotidianas» que una sufridora como Nadiezhda Mandelstam echaba en falta, merezcan tal nivel de atención. Un pasaje ineludible, en este sentido, es el que aparece en el primer volumen, cuando el autor explica sus quehaceres domésticos:

Friego suelos, lavo ropa, preparo comidas, friego cacharros, hago la compra, juego con los niños en el patio, los meto en casa y los desnudo, los baño, tiendo ropa, doblo prendas y las meto en el armario, ordeno, friego mesas, sillas, armarios. Es una lucha, y aunque no sea heroica, la libro con una fuerza superior, porque por mucho que trabaje en casa, las habitaciones están llenas de desorden y suciedad, y los niños, que están siendo cuidados cada minuto de su tiempo despierto, son más rebeldes que ningún otro niño que yo haya visto, en ocasiones eso es una casa de locos, tal vez porque nunca conseguimos el equilibrio necesario entre distancia y cercanía, lo que es tanto más importante cuanto mayor es la personalidad implicada.

Notemos, de pasada, el modo en que se expanden las dos oraciones: característicamente, Knausgård trata de incluir cada acto, cada tarea banal del día, aunque sabe que siempre quedará algo por decir. Quizás en reconocimiento de ese resto, quinientas páginas más tarde agrega: «¿A quién le importa quién fregó qué a la hora de mirar hacia atrás al resumir una vida?» Y los lectores que quieran ver en ello una contradicción son libres de hacerlo. A Knausgård, por cierto, no parecen preocuparle mucho las contradicciones. ¿Y por qué iban a hacerlo? Un narrador estable, una personalidad centrada e inamovible, sería la más burda de las ficcionalizaciones.

 A Knausgård no parecen preocuparle mucho las contradicciones. Un narrador estable, una personalidad centrada e inamovible, sería la más burda de las ficcionalizaciones

Mi lucha está atenta a los momentos en que la personalidad parece menos definida: las crisis amorosas; las decisiones tomadas al vuelo; las mudanzas geográficas y la adaptación, no necesariamente voluntaria, a nuevos círculos sociales. Aunque la extensión de la obra dificulta la perspectiva, uno nota que las grandes líneas narrativas, incluso a nivel de cada volumen, se relacionan con un aspecto de esa fluctuación constante de la «lucha» por definirse a uno mismo. El primer volumen se concentra en la muerte del padre y, no en vano, sus temas secundarios se entretejan en torno a la entrada del narrador en la edad adulta, hasta liberarse de la figura de autoridad y pasar a ser él mismo padre de tres niños. En los volúmenes segundo y tercero, Knausgård examina otros vaivenes de su vida: Un hombre enamorado relata parte de su divorcio y segundo matrimonio; y La isla de la infancia es una especie de elegía a la niñez o, lo que es igual, a una encarnación pasada de uno mismo. Es notorio que, en cada caso, la lucha con la personalidad esconde una lucha mayor. Se dice al principio de La muerte del padre: «Pronto cumpliré cuarenta años, luego cincuenta. Cuando tenga cincuenta faltará poco para los sesenta. Cuando tenga sesenta casi setenta. Y ya está». La muerte, el fin de toda fluctuación, se esconde detrás de cada página.

Como en tantos escritores conscientes de su mortalidad, lo anterior supone dos niveles simultáneos de exploración. En incontables detalles, en descripciones, en reflexiones sobre la naturaleza de tal o cual percepción, el libro de Knausgård celebra la vida, se deja maravillar por todo aquello que lo rodea; pero, asimismo, el escritor, una persona que vive dentro de su cabeza, está reñido con la vida o, mejor aún, con la idea de que la vida es «todo cuanto hay». En ningún lugar se estudia esta dialéctica tan exhaustivamente como en Un hombre enamorado, una de las meditaciones más francas que ha dado la literatura contemporánea sobre la insatisfacción que sienten muchos hombres –y uno de los temas de Knausgård es la masculinidad– al verse colmadas sus necesidades básicas: «La vida diaria con sus obligaciones y rutinas era algo que soportaba, no algo que me hiciera feliz, nada que tuviera sentido […]. Siempre añoraba estar en otro sitio, siempre deseaba alejarme de lo cotidiano, y siempre lo había hecho», dice Knausgård al comienzo. Y enseguida: «la vida que vivía no era la mía propia. Intentaba convertirla en mi vida, ésa era la lucha que libraba, porque [así lo] quería, pero no lo conseguía, la añoranza de algo diferente minaba por completo todo lo que hacía». El escritor sigue deseando que la vida se parezca un poco a la literatura. La vida contraataca con episodios de mala comedia.

No faltan en Un hombre enamorado, por cierto, pasajes humorísticos, aunque Knausgård no apunte a lo chusco. Más bien se muestra consciente de que, llegada cierta posición vital, un hombre se convierte en una figura burlesca. Al menos por momentos. La metamorfosis de Knausgård se produce, por ejemplo, cuando pasea con sus tres hijos pequeños por Estocolmo, empujando un carrito de bebé, enfermo de deseos, como un espectro de la figura viril que fue. En un pasaje estupendo, entra en un centro para niños y acaba sentado en el suelo, cantando canciones infantiles, al son de la guitarra que toca una muchacha que sólo lo ve, está seguro, como a un padre emasculado más. Cuando, de vuelta en casa, su mujer le pregunta cómo le fue, contesta: «Terrible». Lo dice en serio, pero también, y aquí está la clave del pasaje, lo escribe en broma. ¿Y qué pensar de la ocasión en que, en una fiesta de cumpleaños a la que ha llevado a una de sus hijas, se encierra en el baño para no tener que seguir soportando las perogrulladas de los demás padres? Son momentos triviales, y los dilemas distan de ser importantes para la humanidad, pero la franqueza con que se exponen no tiene nada de trivial, especialmente cuando atañe a otras personas. Knausgård parece decir siempre lo que piensa, y el hecho de ponerlo por escrito es novedoso, porque rompe con las convenciones sociales que alientan a los escritores de memorias a reírse cuanto quieran de sí mismos, siempre y cuando contengan cualquier juicio medianamente negativo sobre los demás. Aquí la franqueza señala implícitamente la hipocresía de las normas sociales.

Pero, ¿basta con la franqueza? ¿Y qué distingue la vida y las opiniones de Karl Ove Knausgård, presunto hombre de a pie noruego, de los desvaríos propios de un escritor que no se esforzara ni tan siquiera en dar forma a su material? Entramos en terreno difícil, pero una respuesta posible estriba en la calidad de las observaciones. Lo primero que salta a la vista son los pasajes ensayísticos, donde el autor explora nociones recibidas a contrapelo y, a menudo, llega a conclusiones sorprendentes. Pero está también la prosa misma. Es cierto que, a juzgar por las traducciones españolas, Knausgård difícilmente podría competir con el lirismo de Proust o la sinuosa elegancia de Sebald, pero la suya es una prosa sumamente versátil, capaz de moverse sin solución de continuidad por registros muy variados que van desde la descripción más o menos tradicional al detalle psicológico. Considérese el siguiente pasaje, en el que describe a una amiga de su mujer, con muy buen ojo para la caracterización:

Había en ella algo obstinado, no de manera oscura, sino más bien como si empleara todos sus esfuerzos en mantenerlo todo atado, ella incluida. Era alta y esbelta, siempre bien vestida, naturalmente a su manera, y guapa con su piel pálida y sus pecas, pero al acabarse la primera impresión, surgía ese rasgo estricto en los pensamientos que uno se formaba de ella, al menos así fue para mí. Al mismo tiempo había en ella algo cándido, en especial cuando se reía o se entusiasmaba y la tenacidad era vencida. No cándido en el sentido de inmaduro, sino cándido o infantil como en el juego, y relajado.

Aun cuando la traducción suena floja, se ve claramente a la persona conforme Knausgård acumula adjetivos que califican tanto sus atributos como la impresión que estos le producen. O probemos con la siguiente frase, cuando un detalle del mundo físico –una mancha– dispara un momento de introspección:

No es que me llamara mucho la atención, sólo lo registré, porque imágenes como ésa las hay en todos los edificios y casas, creadas por desperfectos en suelos y paredes, puertas y listones –una mancha de humedad en un tejado puede parecer un perro corriendo, una capa desgastada de pintura en una escalera exterior, un valle cubierto de nieve y una lejana sierra de fondo, sobre las que las nubes parecen llegar en masa–, pero a pesar de todo debió de poner en marcha algo dentro de mí, porque cuando me levanté unos diez minutos más tarde para llenar la tetera de agua, me acordé de repente de algo que sucedió una noche mucho tiempo atrás, en mi lejana infancia, en la que vi una imagen parecida en el agua, una imagen que salió en las noticias sobre un barco desparecido en el mar.

De nuevo notamos el detallismo acumulativo («en suelos y paredes, puertas y listones»), pero lo más satisfactorio es cómo la oración se divide en dos mitades, separadas por el paréntesis, que coinciden con los dos ámbitos que describe: el exterior y el interior. Con independencia de la elegancia verbal, que en traducción sólo puede juzgarse a medias, hay elegancia de concepción: Knausgård es un escritor que, porque piensa claro, puede mostrar con claridad aquello que recuerda o inventa. De resultas, la escritura es casi siempre interesante, por más que la materia sea a veces insípida. Uno no suele darse cuenta de lo valioso que es un estilo de estas características, poco llamativo pero bien concebido, hasta que lo echa en falta. Pongan la oración citada al lado de cualquiera de Javier Marías y verán a lo que me refiero. ¿Quién sería comparable a Knausgård en español? Yo diría que Roberto Bolaño, otro prosista que combina el desbordamiento de superficie con la agudeza perceptiva de fondo.

Las miles de páginas de Mi lucha se hacen eco de la resistencia de la literatura a cerrarse sobre sí misma

Las críticas más frecuentes que se le hacen a la obra de Knausgård suelen achacarle precisamente la ausencia de control formal. Y son críticas más o menos válidas, si se cree que toda novela ha de ser una estructura acabada, un mecanismo perfecto para transmitir al lector una experiencia imaginaria. Pero aquí entra en juego una cuestión de magnitud que, en cierto modo, neutraliza las críticas. Las miles de páginas de Mi lucha, sus muchas tangentes y digresiones, se hacen eco de la resistencia de la literatura a cerrarse sobre sí misma. Más aún, cuando Knausgård dice sentirse asqueado de la ficción, habla en nombre de un malestar que la novela viene ventilando desde hace tiempo en relación con sus propias convenciones y los convencionalismos asociados. ¿Qué gran escritor no desea desbaratar el tinglado de la caracterización, el artificio de la intriga, las oportunas coincidencias que han sido el sostén de la narrativa en prosa desde hace siglos? En un libro que acaba de aparecer en español (confesión: soy el traductor), el escritor norteamericano David Shields llama a la expresión contemporánea de ese deseo «hambre de realidad». Y la fórmula suena ideal para Knausgård, un novelista que, declarada y continuamente, quiere acercar la literatura a la inmediatez de la vida. ¿Cómo se expresaría esa inmediatez? Shields señala algunos rasgos generales que me parecen muy relevantes en este caso puntual: «Aleatoriedad, espontaneidad, apertura a lo accidental y lo impremeditado; riesgos artísticos, urgencia e intensidad emocionales, […] plasticidad formal, puntillismo; crítica como autobiografía; autorreflexividad, autoetnografía, autobiografía antropológica; borramiento […] de la distinción entre ficción y aquello que no lo es».

Todo lo anterior se observa con especial claridad en La isla de la infancia, el tercer volumen de la saga, que se ha hecho esperar bastante en las librerías de habla hispana (en inglés, por ejemplo, ya puede comprarse el cuarto). Antes caractericé el libro como una elegía a la infancia, pero, en términos de forma, es una sucesión desprejuiciada de observaciones, epifanías a medias, recuerdos cotidianos y anécdotas con escaso peso específico. El efecto acumulativo del todo, sin embargo, es cautivador. En un enorme salto temporal, Knausgård empieza imaginando la llegada de su familia a la isla del título un día de 1969, cuando él es un «bebé vestido con puntillas». La escena, reconstruida a partir de fotografías, llama la atención por su veta documental; pero en esa reconstrucción Knausgård ve más montaje que memoria: «Por supuesto, no recuerdo nada de ello», dice. E incluso: «me es absolutamente imposible identificarme con el bebé que fotografiaron mis padres, hasta el punto que me parece un error usar la palabra “yo” para [describirlo]. ¿Es esta criatura la misma persona que la que está sentada escribiendo en Malmö?»

Tácitamente, la respuesta es negativa. Pero si recordar ciertas cosas equivale a tratar de resucitar a un muerto, una excepción la ofrece la memoria involuntaria, proveedora de «esos recuerdos que –según Knausgård, más proustiano que nunca– no están fijos y no pueden ser evocados por la voluntad, sino que, en determinado momento, por así decirlo, se sueltan, suben a la conciencia por cuenta propia y flotan allí un rato como medusas transparentes, despertados por cierto perfume, cierto sabor, cierto sonido…» A tan solo diez páginas del comienzo, hemos entrado en el tipo de edén sensorial en que el pasado puede emanar de una taza de té. No hay madalenas en Knausgård, pero sí un asombroso ejercicio de asociaciones, donde cada detalle remite a otro, y a otro más, conforme se aglutinan en episodios narrativos. Todo es material lícito: el miedo físico que a Karl Ove le provoca su padre, el tedio de la escuela, los paseos por el bosque con su amigo Geir, las excursiones de ambos a un basurero. En un pasaje que se ha hecho famoso, y que podría haber compuesto un exégeta de lo cotidiano como Nicholson Baker, describe en tantas palabras como tiene este párrafo los cereales que come su hermano. En otro, más memorable aún, cuenta cómo él y Geir juegan en el bosque a trepar a los árboles y defecar desde lo alto: «A veces me aguantaba varios días para hacer uno bien grande». ¿Cincuenta páginas sobre jardinería? ¿Qué tal cinco sobre abono, Lars Norén?

Si algo une a todas esos episodios y dramas minúsculos es la revelación de que la infancia es una época en la que nuestros actos tienen un significado inmanente. Nada es tan real como entonces, porque entonces no nos cuestionamos la realidad. Igualmente desprejuiciada, la prosa recrea la sensación de que «los momentos desfilaban a toda prisa, pero los días que los contenían pasaban casi sin que nos diéramos cuenta». Pero hay también un truco muy sagaz de perspectiva. Cuando, por ejemplo, el pequeño Karl Ove empieza a sentirse atraído por el sexo opuesto, el adulto que está escribiendo en Malmö lo cuenta con el mismo entusiasmo que lo haría el niño: el narrador se mimetiza con el lenguaje del personaje, como han hecho siempre los cultivadores del discurso indirecto libre, mientras la mímesis se reafirma en la soltura de la narración. Liberado de exigencias argumentales, Knausgård explora a su aire las reverberaciones de sus recuerdos. El encanto reside en lo que Knausgård llama «la voz de la propia personalidad», incluso cuando la personalidad muestra su hilacha más oscura. A poco de preguntarse por su ego pasado, el autor salta al futuro: «¿Es la criatura de cuarenta años que está sentada escribiendo […] la misma que el anciano encorvado que, dentro de cuarenta años más, estará babeándose y temblando en un asilo de algún bosque sueco? Por no hablar del cadáver que, en algún momento, quedará extendido en la morgue. Aún llamado Karl Ove». No es la menor virtud de este gran libro conectar dos realidades incómodas: la elegía es un lamento fúnebre, la infancia perdida un presagio de la muerte.

Martín Schifino es traductor y crítico literario.

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