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Derechos, de autor

LA INVENCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS

Lynn Hunt

Tusquets, Barcelona

Trad. de Jordi Beltrán

296 pp. 20 €

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Bien, digámoslo desde el principio y con toda claridad: Lynn Hunt ha escrito un libro fascinante. Sí, un libro fascinante que lo es, incluso, después de saber que una de las ideas en que se sostiene la tesis central que lo recorre del primero al último capítulo no resulta, a la postre, tan original como el lector poco avisado pudiera suponer. ¿Que cuál es esa tesis? Resumidamente expresada, que la aparición a partir de la segunda mitad del siglo xviii de «nuevas formas de leer (y ver y escuchar) crearon nuevas experiencias individuales (empatía), que a su vez hicieron posibles nuevos conceptos sociales y políticos (derechos humanos)», y, directamente enlazado con ello, que «para que los derechos humanos se volviesen evidentes, la gente normal y corriente debía disponer de nuevas formas de comprender, que surgieron a partir de nuevos tipos de sentimientos».

Lynn Hunt, prestigiosa historiadora de la Revolución Francesa y profesora en la actualidad de la Universidad de California, parte, en realidad, de la necesidad de explicar un hecho histórico ciertamente paradójico: el hecho de que los Padres Fundadores de la Unión norteamericana pudieran sostener como «evidentes», entre otros, el principio de que «todos los hombres son creados iguales» en una sociedad en que la desigualdad era una realidad de presencia apabullante. Ese es, a la postre, el misterio que nuestra autora pretende desvelar: el de «cómo estos hombres, que vivían en sociedades edificadas sobre la esclavitud y la sumisión aparentemente natural, pudieron en algún momento considerar como iguales a otros hombres que no se les parecían en nada, y en algunos casos incluso a las mujeres». O, lo que es igual, la forma en que «se convirtió la igualdad de derechos en una verdad “evidente” en lugares tan insólitos». La respuesta de Lynn Hunt, que supone acercarse al problema de la aparición de los derechos desde una nueva perspectiva, diferente a las ya tradicionales de su historia jurídica o de la evolución de sus bases doctrinales, consiste en explicar cómo fue la aparición de nuevos sentimientos de empatía –derivados de la lectura de novelas epistolares (Pamela y Clarissa, de Richardson, Julia, de Rousseau), de la creciente compresión del dolor que generaba en los reos la tortura, o de los cambios de actitud que, respecto al propio cuerpo, fueron produciéndose, con la progresiva aparición de sentimientos de pudor y el descenso del «umbral de la vergüenza»–, la que determinó la extensión social de la idea de igualdad y, más en general, de los derechos naturales que, por ser tales, deberían pertenecer sin distinción a todo el mundo: «En el siglo xviii, los lectores de novelas aprendieron a ampliar el alcance de la empatía. Al leer, sentían empatía más allá de las barreras sociales tradicionales entre nobles y plebeyos, amos y sirvientes, hombres y mujeres, quizá también entre adultos y niños», escribe Hunt, quien, a modo de resumen de la interpretación que aporta en La invención de los derechos, añade un poco más adelante: «Los derechos humanos brotaron de lo que habían sembrado estos sentimientos. Los derechos humanos sólo podían florecer cuando las personas aprendieran a pensar en los demás como sus iguales, como sus semejantes de algún modo fundamental. Aprendieron esta igualdad, al menos en parte, experimentando la identificación con personajes corrientes que parecían dramáticamente presentes y conocidos, aunque en esencia fueran ficticios».

El intento de Hunt consiste, pues, en apartarse de caminos trillados –el estudio de los contextos sociales e ideológicos– para centrarse en las mentes individuales que, con la excepción de las de los grandes pensadores, habían venido siendo olvidadas hasta hoy. Y, en ese sentido, la aportación de la historiadora norteamericana no reside tanto en su explicación sobre los efectos sociales de la idea misma de empatía, sino en el estudio detallado, y por momentos brillante, de algunos de los caminos (sobre todo la literatura epistolar) a través de las cuales aquélla encontró un cauce de expresión con capacidad para transformar la realidad. De hecho, la reflexión sobre la influencia de la empatía en las mentalidades es tan antigua como la obra (La teoría de los sentimientos morales) en que Adam Smith la formuló. El texto del gran economista y filósofo británico, que apareció en 1759, se abre ya con una reflexión que deja clara constancia de la importancia que va a conceder a la idea de empatía: «Por más egoísta que pueda suponerse al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla. Tal es el caso de la lástima o la compasión, la emoción que sentimos ante la desgracia ajena cuando la vemos o cuando nos la hacen concebir de forma muy vívida». El propio Smith ejemplificará su tesis, además, recurriendo a dos de las fuentes generadoras de empatía en las que Hunt centrará su investigación: la tortura y las novelas. En relación con la primera, describirá cómo la imaginación (empática) nos permitirá situarnos en la posición de quien sufre en el potro de tortura, «concebir que padecemos los mismos tormentos, entrar, por así decirlo, en su cuerpo y llegar a ser una misma persona con él y formarnos así alguna idea de sus sensaciones e, incluso, sentir algo parecido aunque con una intensidad menor». Sobre la segunda, se referirá el autor de La riqueza de las naciones al «regocijo que nos embarga cuando se salvan nuestros héroes favoritos en las tragedias o en las novelas, [que] es tan sincero como nuestra condolencia ante su desgracia, y compartimos sus desventuras y su felicidad de forma igualmente genuina». Las conclusiones de Smith –que la «lástima y compasión son palabras apropiadas para significar nuestra condolencia ante el sufrimiento ajeno» y que «la simpatía […] puede hoy utilizarse sin mucha equivocación para denotar nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión»– vienen a ser, en suma, el punto de partida de Lynn Hunt, que reformulará tales ideas al servicio del objetivo esencial de su investigación: demostrar que la empatía produjo un cambio fundamental en la mentalidad colectiva sin el cual es imposible comprender la creciente aceptación de la idea de igualdad y de los derechos humanos que aparecen con ella de la mano.

La lectura de las poco más de doscientas páginas de La invención de los derechos humanos, que constituye desde luego un auténtico gozo intelectual, deja en todo caso la sensación de que la autora ha forzado un poco su argumento para que su tesis acabase por cuadrar. Y ello, sobre todo, porque insistir en el papel revolucionario que tuvo la lectura de novelas en la conformación de la mentalidad de amplias capas de la población en una época en la que el número de lectores existentes entre «la gente normal y corriente» era en casi todas partes muy reducido puede resultar una forma demasiado evidente de arrimar el ascua a su sardina.

Sea como fuere, es justamente esa debilidad de la obra de Hunt la que permite extender su teoría más allá del objeto en que se centra el estudio del proceso de extensión social de las ideas sobre la igualdad y los derechos. Y ello porque lo que a la postre viene a mostrarnos la autora es que la génesis del proceso de formación de la mentalidad de la mayoría de la población –sus actitudes, creencias y escalas de valores– hay que buscarla en el lugar donde éstas se forman de verdad: en tal sentido, parece bastante plausible que las novelas epistolares o los relatos (orales o escritos) sobre tormentos tuvieron mucha más influencia en la aceptación de la idea revolucionaria de igualdad que las teorías de los grandes pensadores o los debates de los primeros parlamentos liberales. Si esto fue así, y parece fácil aceptarlo, debería serlo también obtener algunas (preocupantes) conclusiones para el momento presente, en que son la telebasura y la redbasura de forma muy primordial las que, desempeñando el papel que correspondió antaño a las novelas de consumo más o menos popular, contribuyen a la formación de la mentalidad de muchos y, entre ellos, sobre todo, de las capas más jóvenes de la sociedad. Podemos y debemos, pues, hacer grandes esfuerzos por transmitir buenos valores (solidaridad, igualdad, esfuerzo, respeto) en la educación formalizada, pero sabiendo que en ese proceso de formación de las mentalidades habremos de competir con medios populares que, si antes cumplieron el papel indiscutiblemente positivo que les atribuye Lynn Hunt, hoy podrían actuar de un modo opuesto: imprimiendo valores y patrones de conducta que están muy lejos de los que aún ahora solemos incluir bajo la denominación genérica del espíritu ilustrado.

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Ficha técnica

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