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La estética de Baudelaire

Salones y otros escritos sobre arte

CHARLES BAUDELAIRE

Visor, Madrid, 424 págs.

Trad. y ed. de Guillermo Solana

Baudelaire y el artista de la vida moderna

FÉLIZ DE AZÚA

Anagrama, Barcelona, 169 págs.

Crítica literaria

CHARLES BAUDELAIRE

VIsor Madrid, 387 págs.

Ed. y trad.Lydia Vázquez

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El verdadero héroe, decía Baudelaire, es aquel que se divierte solo. No cabe duda de que estaba convencido de esto y que además lo llevó a la práctica. Llegó a divertirse tanto en soledad que, con sus escritos y poemas, fundó la modernidad. No es que se lo propusiera, pero la fundó. Al menos eso es lo que se da por sentado desde que Walter Benjamin, en sus ensayos sobre Poesía y Capitalismo, así lo interpretó. Pero Guillermo Solana, en su prólogo a la edición de Visor de los escritos sobre arte de Baudelaire, nos dice que es preciso ver de cerca en qué consiste la concepción baudeleriana de la modernidad, y nos advierte que ya desde Herder y el joven Goethe hasta Friedrich Schlegel los fundadores de la poética romántica asumen la distinción entre lo eterno y lo transitorio y acentúan la diversidad histórica y nacional de las bellezas. Esta posición estética relativista fue divulgada en Francia, nos dice Solana, por Stendhal, Lamennais y otros, de modo que cuando Baudelaire la repitió no era más que un tópico ya gastado.

Pero otra de las tesis de Baudelaire, la referente a una épica de la vida moderna, la que habla del nuevo héroe –ese que se divierte solo–, sin ser tampoco exactamente original, lleva el sello inconfundible y personal de su dandismo y aporta a esta invención inglesa innovadoras ideas, tales como que los rasgos épicos característicos de la vida futura son el suicidio, el traje negro moderno como marca igualitaria y señal de duelo a la vez. De hecho, y para demostrar que no se atrincheraba en sus teorías sino que también era capaz de llevarlas a la práctica, Baudelaire comenzó a vestir afectadamente, se las daba de gourmet, se maquillaba, pero además –como escribe Félix de Azúa en su recién reeditado estudio sobre el poeta– se contenía, se enfriaba, se mineralizaba ante el prójimo, y se construía, decoraba y ornamentaba como una cosa: «El dandy, extravagancia inventada por ingleses gracias a la enrarecida atmósfera de aburrimiento y de falta de imaginación que caracteriza a las naciones que deciden conquistar el mundo, se transformó en manos de Baudelaire en el símbolo vivo del artista. El dandy se distingue de sus semejantes por el traje, extremadamente rebuscado o de una simplicidad glacial, por una actitud estoica y senequista, por un porte escultórico, de muñeco mecánico».

Lo importante para Baudelaire era distinguirse, divertirse solo como un héroe y hacer aparecer una subjetividad capaz de hacer desaparecer precisamente la subjetividad, de modo que lo que convierte a Baudelaire en alguien que se distingue de sus semejantes es paradójicamente su desaparición detrás de su distinción. Con sus teorías y la puesta en práctica de alguna de ellas, nos dice Azúa en su libro, abre el camino a las vanguardias del siglo XX , se convierte en un artista-de-sí-mismo que asume conscientemente el nihilismo y lo devuelve a la masa nihilista inconsciente, sin necesidad de que el proceso tenga su causa metafísica en el mercado. Eso explica la aparición de artistas como Dalí o Warhol, los últimos artistas de este siglo: «El dandy se distingue de la masa mecanizada exhibiendo señales que le desmarcan del mundo del trabajo (aunque se pase la mitad del día en un garaje)».

Baudelaire se inventa al héroe moderno del paseante que acabará transformándose en el detective solitario de las novelas de Hammet (cuyo descendiente actual serían los personajes kafkianos de Auster), que terminará por pasar la mitad del día en los garajes underground de Andy Warhol, lo que no quita que, por patético que haya sido este proceso, no sea verdad que Baudelaire supo subir el telón del arte moderno, pues al valorar como algo esencial la originalidad (que él, por mucho que así lo creyera, no poseía del todo), la expresión de un alma o de una diferencia individuales, la pintura quedaba fundada por la firma del pintor. Y esa firma era exclusivamente formal, una nueva técnica combinatoria capaz de construir mundos técnicamente inéditos y que, por tanto, convierten en cierta manera a Baudelaire en un parcial fundador de la modernidad y en el responsable, por ejemplo, de que la imaginación plástica del siglo XX fuera un museo de posibilidades, de ensayos antes de comenzar a pintar, y ya no digamos antes de empezar a escribir.

Todo esto ha paralizado al arte, y los postmodernos de hoy no son más que los herederos de un Mal o síndrome de Bartleby que aún paraliza más las cosas, hasta el punto de que pensadores tan lúcidos como Azúa nos dicen que el Arte ha muerto: «El hombre ha visto su alma hecha objeto y se ha reconocido como un garabato, una tachadura, un arabesco coloreado, algo tan próximo al balbuceo de un recién nacido como para producir escalofríos».

Baudelaire nos ha dejado a las criaturas de Beckett, héroes que se divierten solos y que tienen debilidad por una máxima famosa de La Rochefoucauld: «Como el sol, a la muerte no se la puede mirar fijo». Si Baudelaire fundó la estirpe de Kafka (que fue un enigma), Beckett es un hechizo y somos todos nosotros, lo que no quita que las voces que este heredero de Baudelaire creó para despersonalizarse aún más que el propio Baudelaire, estén ahí y, como dice Marcelo Cohen en su artículo El hechizo de las ruinas, no lo estén para quitarnos la esperanza, sino para salvarnos de la credulidad condicionada: «De puro leves (las voces de Beckett) seguirán sonando cuando todo lo plomizo de este siglo haya acabado de caer». Cuando eso ocurra, no será extraño que se sigan leyendo las curiosidades estéticas (el título global que Baudelaire deseaba dar al conjunto de sus escritos sobre arte y literatura), como se le sigue leyendo y reeditando ahora, tal vez porque fue el mejor crítico de su siglo, tal vez para reencontrar por fin esa originalidad que con tanto interés buscó él, aunque para buscarlo no se le ocurriera nada mejor que enviar a los artistas de nuestro siglo a garajes neoyorquinos donde sólo se ha podido pintar o escribir con actitudes senequistas y portes estrafalarios de muñecos mecánicos. «Tales son –escribió Baudelaire en uno de sus artículos– los severos principios que conducen a la búsqueda de lo bello.»

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Ficha técnica

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