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La empresa de la razón

ENCYCLOPÉDIE. EL TRIUNFO DE LA RAZÓN EN TIEMPOS IRRACIONALES

Philipp Blom

Anagrama, Barcelona

Trad. de Javier Calzada

460 pp.

22 €

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Al comienzo del si­glo XVII, la ciencia se propone el objetivo de conocer el mundo. En esto consiste su valor, su razón de ser. En el siglo XVIII, por el contrario, el objetivo de la ciencia consiste en conocer hechos aislados, juntar el mayor número posible y establecer relaciones múltiples según los fines que quieren alcanzarse»Bernard Groethuysen, Philosophie de la Révolution française, París, Gallimard, 1956, reimpr. 1982, p. 112 [traducción del autor].. Miscelánea y pragmatismo de impronta crítica, frente al espíritu de sistema encarnado por Descartes. Así sintetiza Bernard Groethuysen el contraste entre el siglo del clasicismo francés, el grand siècle por excelencia, y el de la Ilustración.

Muy distintas son las preocupaciones y el tipo de interés que guía a Blom por las amenas páginas de su libro. El lector no encontrará en él un análisis intelectual de la Ilustración francesa, de su lugar dentro de la Ilustración europea. Nada que de­sentrañe sus vínculos con las claves del pasado político francés más próximo (la Fronda, primero, y los Parlamentos, después, contra la siempre contradictoria afirmación del absolutismo monárquico durante los reinados de Luis XIV y, sobre todo, del muy complejo de Luis XV). Tampoco forma parte de las preocupaciones ni del estilo de Blom la manera deslumbrante con la que Pocock nos guía por los meandros de la Ilustración escocesa e inglesa y sus propósitos moderadores, tan sutiles y asombrosos, respecto a las rupturas políticas de 1640 y 1688. El lector interesado tampoco encontrará en sus páginas respuesta a un interrogante tan sustantivo como el esgrimido por este historiador neozelandés: «La lectura de la revolución [francesa] como la obra de la bour­geoi­sie no ha explicado nunca del todo por qué una clase por definición orientada hacia el intercambio, el consumo y la especialización del trabajo –fenómenos todos ellos razonables para los filósofos [ilustrados] del Ancien Régime– se embarcan de repente en una orgía de sangre en nombre de la virtud cívica antigua»John G. A. Pocock, Historia e Ilustración. Doce estudios, trad. de Julio Pardos, Juan Pimentel y Jorge Pérez de Tudela, Madrid, Marcial Pons, 2002, p. 311. De esta interesantísima antología son especialmente pertinentes para el análisis de la Ilustración los tres últimos textos seleccionados.. Cierto que Blom subraya cómo, salvo un regicida (el oscuro Alexandre Deleyre), ninguno entre los redactores de la Enciclopedia se involucró en la revolución, a la que considera primera experiencia de gobierno totalitario en Europa. Uno de sus principales impulsores y gran amigo de Diderot, Friedrich Melchior Grimm, llegó a detestarla con todo su corazón, siendo exiliado y expropiado durante el Terror. Pero, en todo caso, éste es un asunto incidental. La Encyclopédie no es para Blom una cuestión problemática, sino admirable. Está, por tanto, tan lejos de la sutileza de Pocock como de la crítica severa de la Ilustración francesa llevada a cabo recientemente por Gertrude Himmelfarb al compararla negativamente con la británica y la norteamericanaGertrude Himmelfarb, The Roads to Modernity: The British, French and American Enlightenments, Nueva York, Knopf, 2004..

Las consideraciones anteriores están lejos de significar, sin embargo, que la lectura del libro de Blom carezca de interés. El autor conoce el oficio de historiador y es un narrador persuasivo. Sabe también lo que busca: analizar las claves de cómo una empresa tan larga y azarosa como la de la Encyclopédie, sin duda el símbolo publicitario más potente de la Ilustración a escala europea, pudo superar tantas dificultades y llegar, finalmente, a buen puerto. En este sentido, el libro es también la historia de quienes la hicieron posible y, muy especialmente, de Denis Diderot, quien le dedicó cerca de veinte años de su vida.

Todo empezó de una manera muy modesta y accidental. El librero Le Breton (1708-1779), quien sería el alma comercial de una empresa que tuvo mucho de gran inversión, compró los derechos de edición de la Cyclopaedia, de Ephraim Chambers, publicada en Inglaterra. A fin de afrontar el desembolso de traducirla y publicarla en Francia, se asoció con otros tres libreros, al tiempo que, en 1745, obtenía un privilège, es decir, una autorización real de edición. Y fue buscando un traductor competente del inglés, pero también gente de conocimientos sólidos y variados, como Le Breton, angustiado por la pésima calidad de las primeras traducciones, dio con Diderot (1713-1784) y D’Alem­bert (1717-1783). El primero era un escritor plebeyo, que vivía a salto de mata, como otros muchos en el París de la época, si bien, al contrario de la mayoría, contaba con una excelente formación matemática y filosófica, además de dominar los clásicos griegos y latinos, en particular Homero y Horacio. D’Alembert, por su parte, era un bastardo de noble origen, un joven matemático prometedor, lleno de ambición, miembro asociado de la Academia de Ciencias de París a los veinticuatro años y académico numerario, a los veintiséis, de la de Prusia, con cuyo rey, Federico II, le uniría una larga amistad.

Los contratos de Diderot y D’Alem­bert como coeditores de la Encyclopédie fueron redactados por Le Breton y sus socios en octubre de 1747. Cuando, tres años más tarde, apareció el Prospecto de la obra, los dos tomos de la Cyclopaedia a traducir se habían convertido en un proyecto original de diez volúmenes, de los cuales los dos últimos eran de ilustraciones. Cada tomo habría de aparecer en plazos de seis meses, por lo que la obra habría concluido en cinco años. La realidad de las cosas transformó este proyecto original en algo todavía más grande. La Encyclopédie constaría al final de treinta y cinco volúmenes, diecisiete de texto y once de láminas e ilustraciones, cuatro de suplementos, dos de índices y un suplemento de láminas. El proyecto iniciado en 1745 no pudo concluir, por tanto, en 1750, sino veintiún años después, aunque los suscriptores terminaron de recibir la obra completa a comienzos de la década de 1770.

Según Blom, fue esta desmesura o, más exactamente, el volumen económico que llegó a mover uno de los factores determinantes de la feliz culminación del proceso editorial. Los libreros asociados, nos dice, llegaron a invertir algo más de trece millones de euros y obtuvieron en torno a treinta de beneficio, pagando cada suscriptor de la obra unos tres mil quinientos euros en total. Fueron cantidades muy respetables, detrás de las cuales pesaba en no menor medida el número considerable de em­pleos en el sector editorial de la bullidora y pletórica ciudad de París. Los sueldos de los editores no estuvieron ni remotamente a la altura de los beneficios. Diderot vino a cobrar por diecisiete años de trabajo, entre 1747 y 1764, un millón de euros, equivalente, nos dice Blom, al sueldo que hubiera percibido como profesor de la Sorbona o ejerciendo de abogado en provinciasEste cálculo lo realiza el propio autor traduciendo las libras francesas del siglo XVIII a los euros de nuestros días, aunque no explica cuál es su método de conversión: véanse pp. 74, 295 y 385-386.. Pero el otro héroe de la empresa, sobre todo durante sus últimos cinco años, que no fue D’Alembert sino el abnegado, discreto y excelente científico Louis de Jaucourt, hijo de la nobleza protestante francesa y heredero de una fortuna suficiente para vivir de las rentas, no sólo no cobró nada por su ingente trabajo (se limitó a recibir los libros de consulta que necesitaba), sino que pagó de su bolsillo los gastos en colaboradores y copistas. Blom calcula que De Jaucourt escribió durante el último lustro de redacción de la Encyclopédie más de quince mil artículos, a razón de cuatro al día.

La Encyclopédie acabó convirtiéndose en una empresa intelectual de prestigio. Devino así en objeto de deseo para una parte muy importante de las cortes y las élites europeas. De un lado, por un factor que destacó muy bien Paul Hazard, al señalar que la Encyclopédie representó, como ningún otro producto intelectual, el espíritu crítico y aun iconoclasta ascendente en la época: «Era menester hacer el inventario de lo conocido, y para esto examinarlo todo, removerlo todo sin excepción y sin miramientos». Por otra parte, nos dice citando a uno de los redactores del más antiguo y jesuítico Dictionnaire de Trévoux: «Se gusta de ser sabio, pero se trata de serlo a poca costa; tal es particularmente el genio de nuestro siglo»Paul Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, trad. de Julián Marías, Madrid, Alianza, 1991, pp. 181 y 183..

El Prospecto (noviembre de 1750)y el Discurso preliminar (1751), de D’Alem­bert (su principal aportación filosófica a la Ilustración, que inauguraba el primero de los tomos de la obra), supieron captar este estado de ánimo del público y, al tiempo, su complicidad. El Prospecto habla de «ofrecer un cuadro general de los esfuerzos del espíritu humano en todos los campos y a través de todos los siglos». El Discurso preliminar declara que la Encyclopédie se proponía mostrar «el espectáculo de un mundo organizado, donde todo tenía su valor, conforme a la utilidad que mostrara para promover el progreso de la humanidad a través del conocimiento y la justicia». Es decir, se trataba de de­sa­rro­llar la idea original de Francis Bacon, para quien una descripción enciclopédica del espíritu humano debía considerar el conocimiento como desarrollo y refinamiento progresivo de los sentidos. La teología venía a ocupar un lugar subordinado a la filosofía y ésta, en su versión ilustrada, prescindía de toda especulación metafísica.

No fueron sólo palabras. De la mano de Diderot, la estrategia expositiva de los primeros tomos, en los que volcó todo su esfuerzo, consistía en exponer los puntos de vista existentes sobre un asunto, el que fuera, suscitado por la secuencia alfabética. De este modo, el lector se ponía al corriente de todo tipo de opiniones heterodoxas. Luego, con el máximo formalismo y artificiosidad, el colaborador de turno reponía la versión ortodoxa de la Iglesia católica, que quedaba así perfectamente relativizada. Diderot no vacilaba, por otra parte, en introducir al término de un artículo de un colaborador (y lo hizo en reiteradas ocasiones a lo largo de los siete primeros volúmenes) un asterisco que remitía a comentarios ampliatorios, bien congruentes, bien abiertamente contrarios a los puntos de vista que le parecían insuficientes o erróneos. Con Louis de Jaucourt, el método cambió. Cuando su colaboración se volvió determinante en la marcha de la obra, a partir de 1759, al mismo tiempo que descendía la cantidad y la intensidad del trabajo de Diderot, el lector encontró menos éclat, menos charme, a cambio de una información más objetiva y fiable. Y eso que a De Jaucourt no le faltó elocuencia para tratar temas políticos cuya envergadura conocía bien, como el de la tolerancia religiosa.

Hubo, por otra parte, algo más que estilo, ambición de conocimiento y un oblicuo y pertinaz espíritu crítico en el desarrollo de la obra. Cuando la industrialización empezaba a difundirse por el norte de Inglaterra, la Encyclopédie dedicó una atención exhaustiva a un mundo de oficios y manufacturas que no tardarían en desaparecer. De este modo, se convirtió, sin saberlo sus editores, en el espejo más brillante y, desde luego el más famoso, del tejido productivo del Antiguo Régimen. Es cierto que la publicación de los tomos de láminas, iniciada en 1762, mostró un abundante plagio de la obra que el erudito René-Antoine Ferchault de Réamur había llevado a cabo en 1675, por encargo del ministro Colbert, para la Academia de Ciencias de París. La Academia, por desidia y temor al plagio de los países rivales de Francia, no había publicado nada en noventa años. La explotación intensiva de la obra de Réamur vino a dejar en evidencia la fábula de que Diderot hubiera recorrido infatigablemente todo tipo de talleres y traducido a dibujos y esquemas los secretos de todos los oficios presentes en la populosa y rica ciudad de París. Pero, al final, lo trascendente fue que nunca hasta entonces se había puesto en manos de un público relativamente amplio a escala europea una colección tan amplia y valiosa de dos mil quinientas láminas en once volúmenes sobre todo el saber técnico y productivo del mundo preindustrial. Mayor importancia revistió el hecho de situar el trabajo y la técnica en lugar de privilegio para dar cuenta del progreso humano, en detrimento de los grandes hombres: no sólo reyes y generales, sino también filósofos y grandes artistas. Blom advierte que este gran fresco de las capacidades productivas de la época carecía en la Encyclopédie de toda connotación social. La información se disponía dentro de un mundo aséptico, ideal e impersonal, «poblado por gráciles hombres y mujeres que adoptan poses clásicas en escenarios limpios y soleados, sin que el desorden o el sudor turben las ilustradas sensibilidades de los lectores».

Como en todo proceso histórico, también en la edición de la Encyclopédie la empresa hubiera zozobrado sin la acción y el carácter de determinados individuos. Así, la tenacidad, la leal­tad a la palabra dada de Diderot revistió una importancia cardinal. Quien, finalmente, resultó buen amigo, buen hijo, buen padre e incluso un marido leal a su modo, destacó por su sociabilidad instintiva, la brillante amenidad de su conversación inagotable y su gran generosidad intelectualVer al respecto el ensayo de Carmen Iglesias «La máscara y el signo. Modelos ilustrados», en Razón y sentimiento en el siglo XVIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 1999.. Su amigo Grimm lamentaba que su dispersión y entrega generosa para con todo el que venía a pedirle ayuda le hubieran impedido concentrarse lo suficiente en su propia obra. El abate Morellet, uno de los colaboradores de la Encyclopédie, afirmó, por su parte, no haber conocido «un hombre más tratable e indulgente que Diderot; prestaba y decididamente derrochaba como un regalo su talento a los demás».

Nada de eso le impidió vivir asediado por la censura. El miedo a la cárcel condicionó profundamente su obra. Con anterioridad a su compromiso en la Encyclopédie Diderot publicó unos Pensées philosophiques en 1742. El Parlamento de París, siempre drástico en sus métodos, prohibió la obra acusándola de ateísmo e hizo quemar ejemplares en público. Una denuncia del párroco de su barrio, siete años después, por libertino, blasfemo y deís­ta lo mantuvo encerrado tres meses en el castillo de Vincennes. El aislamiento y la soledad que caracterizaron los primeros días de su reclusión le causaron tal abatimiento que, a cambio de recibir visitas, prometió al jefe de policía, Berryer, no volver a publicar ningún escrito sin permiso de la censura. La consecuencia fue que Diderot hubo de acostumbrarse a «escribir para el cajón» gran parte de su obra. Por desgracia para él, su buena y generosa amiga, la emperatriz Catalina II de Rusia, que le compró en vida y le financió generosamente su biblioteca, para luego heredarla a su muerte, no recibió, junto a los libros, los originales del escritor. Éstos, arrumbados y mutilados por los ennoblecidos herederos de su querida hija Angélique, a punto estuvieron de perecer en la buhardilla de un castillo próximo a París. Hubo, en fin, que esperar a 1945 para disfrutar de la primera edición en condiciones de la obra de Diderot.

Este relativo acatamiento a las imposiciones de la censura no impidió que en todas las crisis de la Encyclopédie la reacción de Diderot fuera la de plegarse con flexibilidad a las circunstancias para resistir a todo trance las adversidades y seguir adelante. Ocurrió así en las de 1752, 1757 y en la aparentemente definitiva de 1759. Ni la clara conciencia que llegó a adquirir en 1754-1755, con la ayuda de su padre, de que los libreros lo explotaban; ni siquiera el mazazo que supuso para él descubrir, en 1764, que su patrón, el librero Le Breton, censuraba sin decírselo sus ya más breves y menos abundantes artículos, le indujeron al abandono, aunque en este último caso necesitó la ayuda persuasiva de su gran amigo Grimm.

Blom presta gran atención al contraste de personalidades que estas vicisitudes sacaron a la luz entre Diderot y D’Alembert. Mientras el ensayista y filósofo encajaba y resistía, el matemático ponía el grito en el cielo ante los envites de la censura y las presiones de las autoridades, si bien sólo para, a renglón seguido, plantear su dimisión irrevocable. Actitud en la que siempre lo respaldó Voltaire. Diderot, que desconfiaba de ambos y trabajó en la Encyclopédie el triple que los dos juntos, limitó sus encuentros con Voltaire a una única ocasión, ya en plena apoteosis parisina del autor de Candide. Con D’Alembert rompió en 1760, cuando ya no pudo reprimir por más tiempo decirle a la cara lo que pensaba de su conducta, luego del tercer abandono a voz en grito, seguido del correspondiente retorno vergonzante del matemático. Cinco años después se reconciliaron. No pudo, sin embargo, restablecer la relación con su amigo Rousseau (1712-1778), rota unilateralmente por este último, como con todo el círculo de colaboradores de la Encyclopédie con los que había alternado durante quince años. La relación entre Diderot y Rousseau y la de ambos con Grimm y su amante, Madame d’Epinay, gran amiga de Diderot y también amiga y generosa protectora de Rousseau, constituye otro de los puntos fuertes del libro del Blom. La paranoia mezquina y rencorosa que caracterizó el comportamiento de Rousseau hacia sus amigos se acentuó cuanto más alto volaba su programa emancipador y mayor era su fama. Fue decisivo que Grimm neutralizara la creciente y sistemática hostilidad de Rousseau contra los ilustrados y difundiera con gran eficacia, a través de su Gazette littéraire (a la que llegaron a estar suscritos desde Catalina II hasta la familia Mozart), los méritos de éstos y de su empresa enciclopedista entre la élite europea.

Terminemos con unas rápidas consideraciones sobre la significación política de la Encyclopédie. Blom destaca que su triunfo representó ante todo la victoria de la empresa en el campo editorial y de las aspiraciones de una élite social crecientemente secularizada. Describe con gran pormenor las torturas procesales y suplicios públicos que rodearon algunos de los casos penales más sonados de la época: el de Damiens, que intentó asesinar a Luis XV; el de Calas, padre protestante acusado de asesinar a su hijo católico; y el de la profanación del crucifijo del Pont-Neuf de Abbeville. Busca, de esta forma, dar a entender que parecida suerte hubieran podido correr los protagonistas de la Encyclopédie de haberse torcido las cosas. Sin embargo, los datos que proporciona el propio autor ponen de manifiesto que la protección oficial, aunque vergonzante, fue decisiva para la continuidad y éxito final de la publicación. Grandes ministros de Luis XV, como el canciller D’Aguessau, el ministro de la Guerra D’Argenson y, muy especialmente, Malesherbes (el abuelo de Tocqueville y cumplido defensor del desgraciado Luis XVI ante la Convención), en sus funciones de censor de libros, mostraron un claro interés por proteger la empresa, aunque sin enfrentarse abiertamente con sus detractores, sino aparentando plegarse a sus temores y exigencias. El sucesor de Malesherbes en la censura de libros, Antoine de Sartine, conde d’Alby, amigo personal de Luis XV, una vez prohibida la Encyclopédie en 1759 por el Parlamento de París, facilitó la simulación de que los nuevos tomos de texto –hasta completar todo el abecedario– y los de láminas se editaban en Suiza, en Neuchâtel, mientras la ciudad de París, conforme a los mandatos del Parlamento de París y del Consejo Real, aparentaba cumplir escrupulosamente la prohibición de editar la obra dictada cinco años atrás por ambas instancias.

La paradoja del caso francés surge de esa situación política vergonzante, en contraste evidente con que sus recursos intelectuales, técnicos, económicos y el ambiente social y cultural convertían a Francia en el otro gran foco ilustrado del continente europeo junto con Inglaterra. Poco puede extrañar que el proyecto ilustrado, si no de liquidar el Antiguo Régimen, sí de encerrarlo en la jaula de hierro del Estado burocrático legal-racional, atrajera el interés y la simpatía hacia los ilustrados y sus ideas de soberanos ansiosos por unificar y racionalizar económica y socialmente sus reinos, en una perspectiva de prestigio de Estado, de felicidad terrena y tolerancia religiosa (aunque no de libertad política). De ahí la amistad de Federico II de Prusia con Voltaire y D’Alembert, de Catalina II con Diderot, o el modo apasionado con el que, durante horas, José II de Austria discutió con Turgot en el salón de Madame Necker sus ideas económicas durante su visita a París en 1777François Fejtö, Joseph II. Un Habsbourg révolutionnaire, París, Quai Voltaire, 1994, pp. 177-178.. Viene a cuento aquí recordar la atinada observación de Burke, en sus brillantes Reflexiones sobre la revolución francesa (1790), sobre la falta de experiencia práctica en las tareas de gobierno de unos intelectuales franceses desclasados y doctrinarios. Pues bien, esta observación debe ser puesta al lado de la mediocridad y falta de iniciativa que impidió a los Borbones franceses prerrevolucionarios, Luis XV y su nieto, Luis XVI, ver enla Encyclopédie y en todo lo que había detrás el mejor programa para establecer la comunicación con las élites emergentes de la sociedad francesa, inaccesibles desde el carnaval de Versalles, y relegitimar así la monarquía como palanca de transformación. Insisto, sin embargo, en que estas cuestiones quedan fuera de la preocupación de Blom.

 

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