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Escritura y verdad: Cuentos completos de Medardo Fraile

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Medardo Fraile (Madrid, 1925) es uno de los autores, a estas alturas casi legendarios, que conformaron el que se dio en llamar «Grupo de los cincuenta». Comenzó como dramaturgo, adscrito a un conjunto de jóvenes autores denominado «Arte Nuevo», que a finales de los años cuarenta tuvieron la osadía de defender en España el teatro de vanguardia. De aquel grupo formaron también parte Alfonso Sastre, Alfonso Paso, José Gordon, José María Palacio, Carlos José Costas y José Franco. La obra de Medardo Fraile El hermano fue significativa de una época y de una manera de hacer teatro. Alejado de España desde 1964, Medardo Fraile permaneció durante muchos años ejerciendo en Glasgow la docencia universitaria. Autor de ensayos, artículos periodísticos, relatos para niños y una novela muy característica de su estilo y de su mundo (Autobiografía), Fraile ha centrado en el cuento literario sus principales esfuerzos creativos en materia de ficción. Compañero de promoción de Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Rafael Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite, la reunión de sus cuentos sirve para completar la memoria necesaria de una época muy interesante de la literatura española. Añade oportunidad a la reunión de su obra breve el hecho de que, tras la anterior colección de sus cuentos completos, que editó Alianza Editorial en 1991, el autor ha publicado al menos media docena de colecciones más, y la edición crítica que publicó en 2000 María del Pilar Palomo en Cátedra (Letras Hispánicas) no tuvo como objetivo reunir toda la obra, sino presentar un conjunto de cuentos especialmente representativos.

Se ha ocupado de la edición y de la ordenación cronológica definitiva de los textos Ángel Zapata, que reúne los 130 cuentos literarios de Fraile en orden estrictamente cronológico, sin dejar de conservar los títulos en que fueron presentados a lo largo de los años. Zapata es también responsable de un prólogo, «La ternura del nómada», en que analiza la obra de Fraile desde diversas vertientes. Así, señala que las peculiaridades en la actitud narrativa y en la estética de Medardo Fraile lo separan de sus contemporáneos, encuadrándolo en una manera de relatar que se compadece poco con el realismo usual y la forma clásica de la representación. Por otra parte, le atribuye, «allá en los años cincuenta del pasado siglo» una consciente búsqueda de «una narratividad específica y diferencial del cuento» que entroncaría con herencias de las vanguardias lejanas, sin perder de vista el existencialismo coetáneo. Para Zapata, «lo que el lector va a encontrar en sus textos […] (lejos […] de aquel "realismo social" hegemónico en la generación del medio siglo) es una estratégica, intensísima y pionera deconstrucción del relato tradicional: la irrupción, realmente, de la posición subjetiva y el estilo de conciencia asociados a la posmodernidad, dentro del cuento español contemporáneo».

Es indiscutible la personalidad diferenciada de Fraile en el panorama del cuento español. Su manera de concebir el relato no incide demasiado en la importancia de la trama, de la historia, y en muchas ocasiones la mudanza dramática, el hecho narrativo, aparece como un vislumbre, un movimiento apenas esbozado por el autor, en una austeridad ajena a cualquier efectismo. Al mismo tiempo, tiene peculiaridades que podrían hacerla servir como ejemplo de lo que debe caracterizar en su naturaleza al cuento literario: la brevedad de la exposición, la condensación dramática, la libertad de optar por unas u otras formas, según los motivos y asuntos. La manera de trabajar de Medardo Fraile está claramente singularizada por la voz, por la manera de utilizar el lenguaje, que nunca es protagonista del relato, ni siquiera personaje, pero que está creado desde la precisión y la expresividad, de un modo descriptivo muy personal, conciso, huyendo de las grandes palabras para mantener la sutileza, esa delicadeza sin exageraciones ni extravagancias verbales, dramáticas o formales que es casi la estructura material de sus ficciones. En uno de sus relatos (Primeros pasos) se dice lo siguiente: «Un cuento se escribe siempre temblando. / ¿Por qué? / Porque puede quebrarse». Esto indica bastante acerca de la estética del autor, que da importancia primordial a la sugerencia, como es también obligado en los cuentos literarios puros, y obvia lo superfluo con certera intuición.

Aunque ya se ha señalado que Medardo Fraile no podría incluirse en el «realismo social» que practicaron bastantes de sus contemporáneos –e incluso ciertos cuentos suyos que pudieran responder más a temas y personajes del momento, como A la luz cambian las cosas o Nuevo en esta plaza, muestran sin confusión la lejanía estética que el autor mantuvo hacia aquella corriente entonces tan de moda– la preocupación primera de sus relatos son muchas de las restricciones, sueños y derrotas de la condición humana. En las palabras dedicadas al lector que preceden a Cuentos de verdad (1964) Fraile señala: «Los cuentos se acercan hoy […] al ser del hombre, al último reducto humano de esperanza o protesta […]. No ayudan a soñar, sino a realizar. Puede que, para algunos, tengan mala cabeza. Pero tienen buen corazón. Por eso quizá no acaban del todo; porque no acaban cuando acaba el cuento, sino cuando acaba el hombre». Aquí se indica el núcleo de interés de estos cuentos, el ser humano, pero visto muy a menudo con la distancia del humor –que con los años llegará al sarcasmo– y con la cercanía de la compasión, de la identificación con unas peripecias que generalmente nos ofrecen héroes viviendo la frustración de un destino en que, sin embargo, pudo barruntarse la belleza difícilmente alcanzable del mundo.

A lo largo de su obra, Fraile ha sido fiel a sus propuestas primeras, marcando varios tipos de relatos que ha ido desarrollando con coherencia. Uno de los tipos, el más numeroso, suele hacer el retrato de un personaje en una situación determinada. Modelos de esta clase de relatos pueden ser Las equivocaciones, No sé lo que tú piensas, El puesto de libros, Chavachev, La presencia de Berta, Las profesiones, Genoveva, Lebrillán, Tregua, Bar El Alamein, Señor Otaola, ciencias… En ellos se muestran personajes por lo común vulnerables, oscuros, que viven de profesiones modestas o que ni siquiera consiguen alcanzar una profesión por abandono, por abulia, por estar perdidos en cierta ensoñación. Precisamente en el cuento Las profesiones, se dice lo siguiente del personaje central: «Alfonso García Solís fue sólo eso: un hombre. Sin profesión, sin nada ni nadie, con su drama a cuestas: el sueño, las ideas y la voluntad. Hombre desnudo, pero ¡hombre! ¿Quién pudo quitarle esta profesión? La Muerte no, desde luego». Por otra parte, la gama de edades es amplia: niños, adolescentes, solteros, parejas diversas, criadas, servidoras, empleadas, ladrones. Los escenarios son corrientes: apartamentos urbanos, pensiones, calles, bares, pero la poca trascendencia aparente del personaje o del ámbito espacial –o temporal, si nos remontamos a los cuentos escritos en los años cincuenta y sesenta– no lastran los relatos de costumbrismo ni de localismo, y se nos ofrecen ahora con frescura, ya restablecidos sus referentes temporales como puros datos de atmósfera.

Aunque hay por lo común en los cuentos de Fraile, como se ha señalado, una mirada continua de extrañeza, entre el humor y la piedad, ciertos cuentos plantean la narración de una especie de estampa recogida en un momento, que suscita una reflexión a través de lo simbólico –Las personas mayores, La cabezota, La trampa– o exaltan dicha extrañeza hasta rozar lo fantástico. Es el caso de La camisa, Un juego de niñas, El preso, El decapitado. A veces, por ese camino de la extrañeza del motivo, el cuento se aproxima a la fábula (Étnimos, La vigilia del gallo). Otro tipo de cuentos de Fraile pudiera servir para ilustrar bien aquella afirmación de Borges: «Un cuento puede estar tan cargado de complejidades y de intenciones como una novela». Desde esta perspectiva, Fraile demuestra cómo en muy pocas páginas puede concentrarse todo lo que, contado de otro modo, requeriría un desarrollo prolijo y extenso. Este tipo de relatos aparece en la obra de Fraile desde su primer libro (Cuentos con algún amor, 1954): El retrato, que narra la historia de una fiel servidora y su relación con el señor, ya muerto, desde la mirada de la hija; Mecanógrafa o reina, que describe un período de fascinación por una nueva empleada de los compañeros de oficina; Cuento de estío, en que un encuentro de dos amigos tras el curso, lejos de la facultad, ilumina la implacable corrosión del tiempo en unas vidas. Este modelo es recurrente a lo largo de los años, ofreciendo verdaderas obras maestras de síntesis dramática y estilización narrativa: El álbum, Nala y Damayanti, La mariposa, El mar, La piedra o La carta… El álbum, El mar o La piedra, cuentos pertenecientes a diversas épocas del autor, podrían representar muy bien ese mundo cargado de complejidades e intenciones que se resuelve en brevísimas páginas. En El álbum (A la luz cambian las cosas, 1959), una pareja repasa día tras día en un café, morosamente, el álbum de cromos que representa «el tesón del novio en su niñez». Cuando terminan de repasarlo, la novia espera que él se lo regale, aunque está dispuesta a no aceptarlo. Él no lo hace, y con ello el amor entre ambos se apagará. En El mar (Ejemplario, 1979) un matrimonio pasa unos días de vacaciones en un apartamento, en un lugar muy turístico de la costa. En la playa, las pequeñas rutinas, el bullicio, la vulgaridad del entorno, no conseguirán ocultar una sensación creciente de perplejidad y desasosiego ante ese mar que «se movía, hablaba y era inmenso». En La piedra (2003), el pisapapeles que se mantiene en la casa como un recuerdo de cierto delirio minero del bisabuelo se convierte de repente en un terrible superviviente y atroz testigo de la desgracia familiar.

Con los años, Fraile ha hecho incursiones en otras formas de relato, siempre sin perder de vista lo que hay detrás de la aparente realidad. De una parte, ha ido reduciendo la ya escasa extensión de sus cuentos, practicando el relato brevísimo o «microrrelato», en ocasiones a través de un humor que recuerda la facecia medieval. Además, en su obra van apareciendo verdaderos apólogos, como Yeyo Pumba o José I, y divertidos homenajes: al género negro (Sabas Martel cuenta un crimen, Murió en tierra de nadie); cuentos en que se plantea el desarrollo dramático, al modo de una comedia teatral (Claudina y los cacos, Una casa portuguesa, Soap Opera) y otros en que la jerga del hampa es parte determinante del lenguaje (Operación La Mancha) o en que la realidad sirve de referente para la elaboración de la pequeña tragedia (Episodio nacional).

En el prólogo, Ángel Zapata utiliza un ejemplo del cuento La cajera –la descripción de un bar a lo largo del día, a través de los juegos de luz en los bultos y figuras de los clientes– para demostrar hasta qué punto Medardo Fraile se aleja del realismo que era paradigma estético de la época en que comenzó a escribir. Y es que la percepción de los escenarios y de las conductas en Fraile es capaz de subjetivizar, y con ello dar un significado que trasciende la mera representación realista, a muchos de los elementos del relato, caracterizados como un personaje más. Veamos algunos ejemplos. De Domingo con asfódelos: «El domingo gastado, mientras llegaban a sus casas, preparaba su escoba para irse por los aires, porque tenía muy poco tiempo. El lunes estaba ya para salir y metía, en su bolsillo del mono, su tabaco de noventa». De La trampa: «Hay tres caminos. Llevan a tres sitios, los mismos siempre. ¿Y entre ellos? ¿Y si fuera por entre dos de ellos? Iría también a sitios conocidos, siempre los mismos. Porque esto es conocido. Porque nada se mueve. Porque somos así. Porque estamos en el mapa y en el padrón y nos busca el tren, el coche de línea, el correo, el teléfono, los amigos, la familia, nos encierra la calle, la habitación, la puerta. La ventana mira siempre al mismo sitio. ¿Y si un día mirase a otro sitio? No lo hará». De El manantial: «Los periódicos no habían llegado aún, los coches seguían aparcados y el mar parecía su propio eco a las ocho de la mañana, con la casa del mundo ya encendida. Quizá se oía el chirriar de alguna bicicleta o alguna palabra alargada, borrosa, que parecía desprenderse de los rastrojos. Los rascacielos dormían inmutables, como dioses capaces de alargar la noche». De Nala y Damayanti: «Nala vivía en su finca y le miraba el gato, el perro, el caballo, la doncella, la del fregadero, la vieja cocinera, el aperador, el jornalero, el que pasaba. Nala era como un dios. Damayanti vivía en su finca, ni lejos ni cerca de la de Nala, y a su paso se abría la flor, saltaba el arroyo, gorjeaba el pájaro, se diluía la nube, se doblaba el roble, clamaba rumoroso el viejo fresno y la encina volvíase zalamera como una celestina antañona. Damayanti era como una diosa».

La publicación de la narrativa breve de Medardo Fraile trae a la actualidad una de las voces imprescindibles entre nuestros narradores del siglo XX , y sin duda uno de los autores verdaderamente relevantes del cuento español en lengua castellana.

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