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El Putinato

Putin’s Kleptocracy. Who Owns Russia?

Karen Dawisha

Nueva York, Simon & Schuster, 2014

464 pp. $30.00

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Vladímir Putin, ilustre desconocido para la opinión pública internacional cuando fue elegido presidente de le Federación Rusa por primera vez en el año 2000, supo pronto granjearse la consideración de sus pares en las cancillerías mundiales. Nunca ocultó su pasada pertenencia al Comité para la Seguridad del Estado o KGB, la temida agencia soviética de inteligencia y seguridad, sucesora de la no menos aterradora Cheká de los gloriosos tiempos revolucionarios y antecesora de la que el propio Putin habría de presidir por corto tiempo tras la desaparición de la Unión Soviética, el Servicio Federal de Seguridad o FSB. El nuevo presidente ruso se hacía preceder de fama justiciera y exigente, tan necesaria, se dijeron muchos, dentro y fuera de Rusia, para intentar encarrilar el desastre político, económico y organizativo en que había desembocado la Rusia postsoviética durante los últimos años del mandato de Boris Yeltsin. Y, en efecto, fueron varios los líderes occidentales que, tras entrevistarse con el recién llegado e intentar tomar la medida de sus intenciones y capacidades, se apresuraban a transmitir la buena nueva: «He rastreado en el fondo de su mirada y he encontrado en sus ojos el reflejo de una persona en la que se puede confiar», decían. Y era tanta la urgencia para encontrar una manera de enderezar los destinos de la que había sido la patria del proletariado mundial que hasta el KGB aparecía revestido de virtudes taumatúrgicas.

La desaparición de la Unión Soviética en 1991 culminaba el proceso de desintegración política y económica del sistema al que Gorbachov, primero como primer secretario del Partido Comunista y luego como presidente de la Unión Soviética, había intentado dar salida con un tardío e imposible programa reformista. Cuando Boris Yeltsin, también un veterano de la nomenklatura soviética, se hace con la presidencia de la recién creada Federación Rusa tras la forzada dimisión de Gorbachov, los observadores occidentales emiten un cierto respiro de alivio: Yeltsin había ganado sus galones democráticos al oponerse al golpe contra Gorbachov organizado por los cuadros políticos y militares del PCUS y llegaba con una indisimulada agenda occidental en lo político y en lo económico. De lo primero daría fe la Constitución de 1993, indudablemente inspirada en los principios de las democracias burguesas. De lo segundo, la economía, la presencia en el entorno inmediato de nuevo líder ruso de jóvenes economistas prestos a proclamar y aplicar sus recetas ultraliberales. La experiencia no supo o quiso tener en cuenta las evidentes dificultades para transitar sin pausa ni respiro de una economía centralizada y estatalizada hacia otra de mercado libre y produjo adicionales y duras distorsiones: la inmensa mayoría de la población, repentinamente privada incluso de las parcas coberturas sociales que había establecido el sistema soviético, entró en una agobiante espiral de pobreza y miseria mientras que, al aire de las privatizaciones que Yeltsin generalizó, surgía una potente minoría de nuevos propietarios que habían accedido a los tesoros de la nación –la energía, los minerales, la siderurgia, la defensa– por el atajo de la proximidad al poder. El Yeltsin que había subido a la cúspide postsoviética en olor de multitudes se vio enseguida enfrontado a un Parlamento hostil y a una opinión pública tan radicalmente descontenta que acabó por negarle al presidente la más mínima consideración. Y como recuerda Karen Dawisha en su reciente y estremecedor libro, la crisis bancaria de 1998 «produjo una huida de capitales en torno a los veinticinco mil millones de dólares, una caída del 64% en el valor del rublo y una subida del 41% en los precios al consumo» (p. 185). Pero todavía existía la esperanza en los círculos euroatlánticos de que el sarampión libertario encontrara pronto cauce y que incluso la nueva clase millonaria, que había accedido al poder y al privilegio por caminos de indisimulada corrupción, acabara por convertirse en pacíficos y ordenados dueños de empresas, atentos a las leyes del mercado y a las del Estado de Derecho. Yeltsin, se decían, había resultado un bienintencionado pero incompetente administrador, al que impedimentos físicos y sociales habían reducido progresivamente a la incapacidad –fue posiblemente uno de los alcohólicos más públicos y conocidos de la historia–, pero del que no cabían olvidar sus posiciones favorables a la libertad, fuera de expresión, de prensa o de empresa.

Anatoli Sobchak, exalcalde de San Petersburgo, fallecido, oficialmente, de un ataque al corazón

Incluso el hecho de que el entorno familiar del presidente –precisamente conocido por «La Familia»– se hubiera enriquecido desvergonzadamente, hasta el extremo de que Putin llegó a la presidencia de la Republica con el compromiso expreso de exonerar a Yeltsin y a su entorno de cualquier responsabilidad penal por los latrocinios cometidos, quedaba benévolamente anotado en las anécdotas del momento. No tan banal resultaba el papel adquirido por los que ya eran conocidos como los «oligarcas», el grupo de los beneficiados por las privatizaciones, verdadero núcleo de poder en la nueva Rusia. Ellos, junto con los rescoldos nunca apagados de las agencias de seguridad, son los que cooptan a Putin como sucesor, en la convicción de que en él encontrarían defensa para sus confusos y a menudo inconfesables intereses. Y entre ellos, de manera muy preeminente, el ya de antiguo amigo de Putin: Borís Berezovski. Karen Dawisha sospecha que «Putin visitó España con documentos falsos durante el período 1996-2000 para mantener reuniones de negocios entre él, Berezovski y elementos del crimen organizado ruso» (p. 146). Esos fueron los años de la irresistible ascensión de Putin en Moscú, tras haber dado sus primeros y lucrativos pasos en la administración municipal de San Petersburgo. Desde muy temprano había aprendido a no dar puntada sin hilo. Y, según todas las indicaciones disponibles, gracias entre otras cosas a la incansable investigación llevada a cabo por el fiscal español José Grinda González en sus actuaciones contra la mafia rusa en nuestro país, cuando llega a la presidencia de la Federación ya tiene establecido un sólido patrimonio inmobiliario en la costa mediterránea española junto con otros colegas y amigos con los que, desde principios de los años noventa, comparte aficiones varias. Sobre todo la de enriquecerse.

El desplome de la Unión Soviética, rápidamente aprovechado por las republicas periféricas y por los integrantes del Pacto de Varsovia para reclamar independencia y/o autonomía, cayó como un jarro de agua helada sobre la población rusa, que a la postre habría de mostrarse como la única columna vertebral del sistema inaugurado por los soviets en 1917. Una de las dos grandes potencias del siglo XX se había venido estrepitosamente abajo sin que el adversario hubiera tenido que disparar un solo tiro. El estropicio fue de tal magnitud que todavía hoy, veinticinco años después del evento, una buena parte de la población rusa se pregunta, terriblemente humillada, como aquello pudo llegar a suceder. Y lo que entonces era sólo una tímida y rencorosa explicación, hoy ha llegado a convertirse en moneda corriente en la Rusia del Putinato: la Unión Soviética fue derrotada por una gigantesca conspiración internacional que, naturalmente, había sido fraguada en las capitales occidentales, pero que tenía en la misma Unión Soviética aliados y cómplices objetivos. Gorbachov y Yeltsin se encontraban entre ellos.

Vladímir Putin, agente intermedio del KGB, en el que llegó a tener el rango de teniente coronel, estaba destinado en Dresde, en la Republica Democrática Alemana, en 1989, cuando se produce la caída del Muro del Berlín y, aunque no se conocen grandes detalles de sus actividades en aquel momento, más allá de constatar el intenso trabajo al que él y sus colegas debieron de dedicarse para incinerar sus archivos antes de que se produjera la reunificación de las dos Alemanias, quedan al menos dos rastros perceptibles de su actitud y comportamientos en aquellos momentos. Uno: del sistema caído sólo permanecía la estructura de los servicios de seguridad, tanto más cuanto que Yeltsin habría de declarar disuelto el PCUS nada más llegar a la presidencia. Fueron esos servicios y sus gentes, ya bajo siglas diferentes, los encargados de administrar las finanzas exteriores del extinto organismo, finanzas por lo demás abundantes, cuyo último destino debían ser las arcas de la neonata Federación Rusa, pero que, según todos los indicios, hicieron su camino de vuelta no sin antes engrasar los bolsillos y las cuentas de ahorro de sus recolectores. Putin, que había establecido contactos que se convertirían en duraderos con miembros de la temida Stasi de la República Democrática Alemana, contempló cómo sus colegas germanos se apresuraban a buscar en la vida de los negocios privados lo que la realidad les negaba por la agotada vía del servicio al desaparecido Estado. De aquellos tiempos germanos surgió el primer núcleo de fieles locales y rusos: Serguéi Ivanov, Nikolái Tokarev, Serguéi Chemezov, Evgueni Mijáilovich Shkolov y el alemán Matthias Warnig, antiguo agente de la Stasi y hoy mismo miembro del consejo de administración de Bank Rossiya, de Rosneft, de Verbundnetz Gas, de VTB Bank, presidente del consejo de Rusal –el mayor productor de aluminio del mundo– y de Trasnsneft, presidente del consejo de Gazprom Schweiz AG y director ejecutivo del proyecto Nord Stream, un oleoducto para llevar gas desde Rusia a Alemania. De esas empresas, Bank Rossiya, Rosneft y VTB están actualmente sancionadas por el gobierno estadounidense como consecuencia de las agresiones de Moscú contra Ucrania. Chemezov es uno de los personalmente sancionados. Enumerar las compañías en las que tiene cargos de responsabilidad ocuparía varias líneas de este texto (pp.53 y ss., 338 y 339).

Putin vio cómo sus colegas de la Stasi obtenían a través de los negocios privados lo que ya no podía darles el servicio al desaparecido Estado

Y dos: Putin, cuyas convicciones patrióticas rusas coincidían con su personalidad y con la imperante en el servicio al que pertenecía, sintió con más acuidad que otros la catástrofe en que se veía sumergido su país y la nostalgia de los buenos y duros tiempos soviéticos, cuando Moscú era la capital de un imperio y trono de una gran potencia. Lo diría con franqueza unos años más tarde, en 2007, cuando afirmó: «Deberíamos reconocer que el colapso de la Unión Soviética fue el mayor desastre geopolítico del siglo. Y por lo que se refiere a la nación rusa, se convirtió en una verdadera tragedia. Decenas de millones de nuestros conciudadanos y compatriotas se encontraron de repente fuera del territorio ruso. Y, además, la epidemia de la desintegración infectó a la propia Rusia». La abundante bibliografía ya publicada sobre el personaje, y entre la que destaca El hombre sin rostro, de Masha Gessen (trad. de Juan Manuel Ibeas y Marcos Pérez, Barcelona, Debate, 2012), coincide en señalar la coincidencia de tales vectores –el dinero, el poder, la recuperación de la perdida grandeza rusa– en la temprana configuración del que, sin tardar mucho, habría de convertirse casi en el presidente vitalicio de la Federación Rusa. Todavía está por ver si no lo consigue.

Esa mezcla de avaricia –el diario británico The Guardian entrevistó en 2007 al analista político ruso Stanislav Belkovski, que cifraba por entonces la fortuna personal de Putin en cuarenta mil millones de dólares– y fachada patriótica tuvo una primera y contundente manifestación en Leningrado, pronto rebautizado como San Petersburgo, de donde el futuro presidente era originario y donde llegó a ser teniente de alcalde con el que fuera popular y en su momento hábil alcalde Anatoli Sobchak. Los manejos económicos de la pareja en sus mejores momentos, y en los que Putin se vio acompañado por los fieles de Dresde y por los recientemente adquiridos «oligarcas» de la nueva generación de billonarios, todos ellos indistinguibles de lo que en buena doctrina criminal puede considerarse como «mafia», dejaron un amplio reguero de oscuras realidades e inquietantes sospechas, mucha de ellas traducidas en investigaciones judiciales que sólo su llegada a la presidencia de la Federación permitiría archivar definitivamente. Los esquemas de enriquecimiento ilícito eran múltiples y abarcaban todas y cada una de las actividades productivas de la segunda ciudad rusa, en una ronda de latrocinios que tenían una doble finalidad. De un lado, crear una red de fieles servidores cuya mansedumbre era premiada con el robo prácticamente impune. De otro, y sin olvidar el propio enriquecimiento, construir un esquema de poder que el mismo Putin ha querido explicar en su «verticalidad» como el mejor sistema para acabar con el caos del inmenso y complejo país, pero que, en realidad, tiene otro alcance: colocar en sus manos todos los resortes de la autoridad.
La palabrería aparentemente democrática con que se manifiesta Putin –al que adecuadamente podría calificarse de nuevo autócrata ruso–no resiste un contraste con el análisis de la realidad y, tal y como Dawisha adelanta ya en el prologo de su libro (p. 1), Putin «ha construido un sistema basado en una depredación masiva y en un nivel que no se había visto en Rusia desde el tiempo de los zares.

Transparencia Internacional estima que el coste anual de los sobornos en Rusia se eleva a trescientos mil millones de dólares, equivalentes al total del Producto Interior Bruto danés o treinta y siete veces mayor que los ocho mil millones de dólares que Rusia gastó en 2007 en proyectos de prioridad nacional, tales como la salud, la educación o la agricultura. La fuga de capitales, que oficialmente ha llegado a los trescientos treinta y cinco mil millones de dólares desde 2005, equivalentes al 5% del PIB, ha engordado las arcas de los bancos occidentales, pero ha convertido a Rusia en la más desigual de todas las economías emergentes, en la que ciento diez billonarios controlan el 35% de la riqueza del país». No hace falta añadir que esos ciento diez son amigos y, por tanto, fieles seguidores de Putin. De otra manera no estarían en esa lista. Y de la época de Putin en San Petersburgo la misma autora subraya: «Las relaciones de Putin con sus amigos eran de reciprocidad: les facilitaba el acceso a la generosidad estatal bajo de la forma de permitir sus incursiones en negocios privados, facilitando a sus compañías contratos a dedo, y permitiendo a los tribunales legalizar sus actividades y criminalizar las de sus adversarios. A cambio, ellos le garantizaban su presencia en el poder; se convirtieron en el fundamento de su base; le ayudaban a financiar y asegurar sus victorias electorales; no le criticaban en público; hacían desaparecer de la escena a sus enemigos y le abonaban el correspondiente tributo» (pp. 102-103).

Fue también en San Petersburgo donde comenzaron a producirse acciones violentas, en no pocas ocasiones con resultado de muerte, o fallecimientos inexplicables e inexplicados, o persecuciones judiciales sin fundamento, con la rara coincidencia de que todos ellos encontraban como víctimas a personas que habían osado mostrar su disconformidad con las prácticas de Vladímir Putin o de sus asociados. El catálogo es largo. Tan significativo como algunos de los casos, que sólo sirven de muestra: Iuri Shutov, que trabajó en la alcaldía de San Petersburgo con Sobchak y más tarde escribió un libro sobre las irregularidades del alcalde y de Putin, arrestado varias veces, murió en la cárcel, aparentemente de un ataque al corazón, en diciembre de 2014; Anatoli Levin-Utkin, periodista, que había denunciado en varias ocasiones las ilegalidades de Putin, fue asesinado el 24 de agosto de 1998 en la entrada de su vivienda, en San Petersburgo; Galina Starovoitova, parlamentaria crítica con el Gobierno, asesinada en su apartamento en San Petersburgo en noviembre de 1998; Igor Domnikov, Serguéi Novikov, Serguéi Ivanov y Adam Tepsurgaiev, periodistas de investigación, asesinados a lo largo del año 2000; Serguéi Yuschenko, del partido Rusia Liberal, miembro de la comisión parlamentaria que investigaba los ataques con bomba contra apartamentos en Moscú, asesinado en abril de 2003; Iuri Schcekochikin, parlamentario, miembro de la misma comisión, envenenado en julio de 2003; Mijáil Jodorkovski, «oligarca», dueño de la compañía petrolera privada Yukos, detenido, sometido a juicio en 2005 y encarcelado hasta este mismo momento, mientras la compañía ha sido disuelta y repartida entre afines al régimen«¿Putin hizo detenerlo porque quería apoderarse de su compañía y no por razones de rivalidad política y personal? No exactamente. Metió entre rejas a Jodorkovski por la misma razón por la que suprimió las elecciones o hizo matar a Litvinenko: en su continuo intento de convertir al país en una réplica a tamaño gigante de la KGB, no puede haber sitio para disidentes, y ni siquiera para actores independientes […]. Putin, como de costumbre, era incapaz de distinguir entre sí mismo y el país que gobernaba. La codicia no es su principal instinto; es simplemente un instinto al que nunca puede resistirse» (Masha Gessen, op. cit., p. 252).; Nikolái Gerenko, profesor de Etnología, activista de los derechos humanos, asesinado en Moscú en junio de 2004; Paul Klebnikov, director de la publicación financiera Forbes Russia, asesinado en Moscú en julio de 2004; Víktor Yúshchenko, candidato a la presidencia de Ucrania, deformado por envenenamiento masivo en septiembre de 2004; Andréi Kozlov, vicepresidente del Banco Central de Rusia, asesinado en Moscú en septiembre de 2006; Galina Politkovskaya, escritora y periodista crítica de las acciones bélicas llevadas a cabo por Rusia en Chechenia, asesinada en Moscú en octubre de 2006; Alexander Litvinenko, exagente del KGB/FSB, envenenado en Londres en noviembre de 2006; Stanslav Markelov, abogado especialista en derechos humanos, asesinado en Moscú en enero de 2009; Natalia Estemirova, periodista, secuestrada y asesinada en Chechenia en julio de 2009; Borís Nemtsov, político liberal, asesinado en una calle de Moscú el 27 de febrero de este mismo año. A los que habría de añadir a Serguéi Magnitski, abogado del fondo de inversiones Hermitage Capital, arrestado, encarcelado, torturado y muerto en prisión en 2009 como consecuencia de haber defendido los intereses de la compañía, sometida al acoso del entorno financiero gubernamental con la apenas escondida finalidad de hacerse con su propiedad. En 2012, el Congreso de Estados Unidos aprobó la hoy conocida como Magnitsky Act, prohibiendo la entrada en el país a todos los responsables de la muerte del abogado. El que fuera presidente de la compañía, Bill Browder, que había decidido invertir en la Federación Rusa impulsado en parte por el recuerdo de su abuelo, Earl Browder, frecuente visitante y gran admirador de la temprana Unión Soviética y presidente del Partido Comunista de Estados Unidos en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, acaba de publicar una interesante y desgarradora narración dedicada a su vida y a la manera en que las autoridades rusas le privaron ilegalmente de sus haberes. Merece un lugar destacado en la bibliografía sobre el Putinato y sus fechorías (Red Notice, Nueva York, Simon & Schuster, 2015).

Y a todos ellos, cuya lista no es exhaustiva, habría también que sumar las muertes producidas en lo que normalmente se tendrían por circunstancias anómalas, dada la buena salud, la relativamente corta edad del difunto o las características del óbito. En esa categoría se sitúa el ya mencionado Anatoli Sobchak, mentor y socio de Putin en los tiempos en los que el primero era el alcalde de San Petersburgo, oficialmente fallecido como consecuencia de un ataque corazón en Kaliningrado, en febrero de 2000: tenía sesenta y dos años. Sobchak, que había intentado sin éxito ser elegido miembro de la Duma, había declarado antes de su desaparición que Putin era «un nuevo Stalin, no tan sanguinario, pero no menos brutal y firme, porque esa es la única manera en que las cosas pueden funcionar en Rusia». O Borís Berezovski, el que fuera gran valedor de Putin en sus tiempos de San Petersburgo y primeras andanzas en Moscú, pronto peleado con el mandatario –en plena carrera ascendente– y muerto en Londres, de un aparente suicidio por ahorcamiento, en marzo de 2013: tenía sesenta y tres años. O Roman Tsepov, asociado a Putin desde los tiempos de San Petersburgo y, según varias fuentes, encargado de cobrar los «tributos» que el Kremlin percibía de empresas y hombres de negocios. Murió en 2004 víctima de un extraño envenenamiento. Tenía cuarenta y dos años. O Vitali Savitski, parlamentario en la Duma y miembro de la opositora Unión Demócrata Cristiana, muerto en 1995, en San Petersburgo, en un accidente de tráfico que llegó a ser bautizado como «muerte por Mercedes» cuando un vehículo de esa marca arrolló al que conducía al diputado provocando su muerte instantánea: tenía cuarenta años.

Ninguna de las elecciones a las que ha concurrido Putin ha estado exenta de polémica y de acusaciones de fraude

Vladímir Putin ha venido influyendo de manera decisiva en diversas esferas del poder en Rusia desde que, en 1990, entrara a formar parte del equipo de dirección de la alcaldía de Leningrado/San Petersburgo. Fue miembro de la administración presidencial de Borís Yeltsin desde 1996, director del FSB en 1998, primer ministro y presidente en funciones en 1999 y elegido presidente en 2000. Tras dos mandatos, y por prescripción constitucional, debió dejar el cargo en 2008 a su colaborador y abogado Dmitri Medvédev, con quien parece haber establecido un sistema rotativo, aunque en la práctica, de nuevo como primer ministro, siguió dirigiendo los destinos del país. Reelegido presidente en 2012, ahora para un período de seis años, ya ha dejado caer su disposición a optar por un cuarto mandato en 2018. En caso de ser elegido, llegaría hasta el año 2024 en el poder.

Ninguna de las elecciones a que ha concurrido ha estado exenta de polémica y de acusaciones de fraude. Como prólogo a las primeras, fue el directo responsable del desencadenamiento de las acciones bélicas contra Chechenia en condiciones y resultados que han provocado, y siguen provocando, censura y espanto en los cada vez más reducidos medios de la oposición democrática rusa y en los observadores extranjeros que siguen los acontecimientos del país. En septiembre de 1999, dos edificios de apartamentos en Moscú fueron destruidos en sendos ataques con bombas, arrojando un resultado de 218 muertos. Putin, presidente en funciones, culpó de los atentados a los terroristas chechenos, pero un cuerpo de conjunto de pruebas cada vez más sólidas indican que fueron planeados y llevados a cabo por los servicios de la FSB, en una táctica planeada para elevar el nivel de tensión, justificar las acciones represivas y presentar al Gobierno y a su detentador como héroes de la martirizada nación rusa«¿Era un grupo situado entre las murallas del Kremlin el que estaba detrás de esos ataques? […] la credibilidad de Putin como un halcón de la seguridad y como cabeza del «partido de la guerra» necesitaba establecerse no únicamente en el Kremlin, sino también a ojos de la opinión pública. Las bombas en los apartamentos tuvieron el efecto de inducir el pánico en el conjunto del país, pero sobre todo en Moscú […]. La gente estaba clamando venganza y Putin se convirtió en su vehículo» (Karen Dawisha, op. cit., p. 209)..

Putin, de otro lado, ha conducido una política exterior plenamente acorde con su nostalgia de la extinta Unión Soviética y dirigida a condicionar directa o indirectamente el comportamiento de los países vecinos exsoviéticos a sus necesidades políticas o personales. La Rusia de Putin ha dado nacimiento a la existencia de los llamados «conflictos congelados», como consecuencia de los cuales países como Georgia, Moldavia o Azerbaiyán se ven privados del goce de la soberanía que habitualmente otorga el derecho internacional a los países independientes. Mientras, proyecta sin disimulo amenazas sobre los países bálticos, e incluso sobre Polonia. Bielorrusia, dirigida desde la caída de la Unión Soviética por un autócrata que al menos no tiene la pretensión de ocultarlo, se ha convertido en un satélite de Rusia. Por si hubiera alguna duda sobre las últimas intenciones de la moderna Federación Rusa, la anexión de Crimea por la fuerza y la sistemática agresión contra los territorios orientales de Ucrania dan muestra cumplida de una voluntad aventurera que no respeta ninguna convención internacional ni se atiene a los más elementales escrúpulos éticos, habiendo dado origen a una situación de crisis extremadamente peligrosa y, sin exageración, comparable a los peores tiempos de la Guerra Fría. Es transparente en todo ello el diseño político de devolver a la dolorida población rusa la dimensión de la grandeza perdida en lo que el país, colectivamente, considera la humillación de 1991. No menos transparente es el carácter de puro disimulo que oculta ese esquema. Putin no es un patriota ruso: es un ruso aquejado de la adicción al poder. A cualquier precio.

A la derecha, Matthias Warnig, antiguo agente de la Stasi, con el Viceprimer ministro Igor Sechin (San Petersburgo, marzo de 2012)

Vladímir Putin no es el «benévolo autócrata» que algunos en sus comienzos quisieron ver. Sus años al frente de Rusia lo han confirmado como dirigente caudillista dispuesto a sacrificar los intereses de la comunidad en exclusivo beneficio propio y de los que servilmente se pliegan a sus diseños. En el surco de sus acciones han ido desapareciendo metafórica o realmente los que a él se oponían en la economía, en la prensa, en la universidad, en la política, en la cultura o, simplemente, en la sociedad. El resultado, el Putinato, es un sistema radicalmente privado de libertades, pero también de imaginación, de capacidad creativa o de fuerza productiva. Andréi Piontkovski, un investigador de la Academia Rusa de Ciencias, lo definía con precisión: «El derecho a la propiedad en Rusia depende por completo de la lealtad del propietario al Gobierno ruso. El sistema no tiende a desarrollarse en la dirección de la libertad y de la sociedad postindustrial, sino más bien en la dirección del feudalismo, cuando el soberano distribuía tierras y privilegios entre sus vasallos y en cualquier momento podía arrebatárselos […]. Durante la última década se ha desarrollado un mutante que no es ni capitalismo ni socialismo sino una criatura hasta ahora desconocida cuyas características definitorias son la mezcla del dinero y el poder político, la institucionalización de la corrupción y el dominio de la economía por parte de grandes corporaciones […] que progresan gracias a los recursos públicos» (p. 335). Freedom House, la prestigiosa institución estadounidense dedicada a observar la evaluación de la democracia en el mundo, en su informe de 2015 sobre la libertad en el mundo, califica a Rusia como país «no libre» y le otorga una puntuación similar a la de Ruanda, Irak, Irán, República Democrática del Congo, Etiopía, Argelia o Brunéi.

Esa figura laboriosamente trabajada de «macho» defensor de la dignidad de la patria, a la que Putin sigue dedicando lo mejor de sus esfuerzos publicitarios, ha logrado calar efectivamente en amplios sectores de la población rusa que, desprovista de puntos de vista alternativos, otorga al Putinato altas cifras demoscópicas, consiguiendo con ello una peligrosa evasión de la realidad y un cada vez más profundo hueco de incomprensión entre la Rusia actual y el mundo democrático y desarrollado. Los rusos viven hoy una realidad paralela cuyas últimas y catastróficas consecuencias están todavía por conocer, pero cuyos primeros indicios se observan en la ceguera con que reciben las sanciones internacionales como consecuencia de las acciones agresivas contra la soberanía de Ucrania: no han servido para una reconsideración de los comportamientos, sino para un aumento de las baladronadas inducidas por la predicada paranoia en la que el Gobierno ruso quiere envolver a la ciudadanía. Sabe Putin que el carácter indiscriminado y sangriento de la represión practicada durante los tiempos de Stalin puede ser eficazmente sustituida, y con las mismas consecuencias, por otra represión, individualmente acomodada a las necesidades y objetivos. Lo que quizás ignora es que el mismo Stalin, por no hablar de sus sucesores, practicó en la vida internacional un marcado sentido del realismo, poco dado a las aventuras a las que el exagente de la KGB parece hoy tan inclinado. No resulta excesivo afirmar, y con ello prevenir, los riesgos que encierra el Putinato: es el mayor peligro para la paz y la estabilidad en Europa, y, con ello, en gran parte del mundo, desde que Adolf Hitler comenzó su ascenso al poder en Alemania en los años treinta del pasado siglo. Y también contaba con la simpatía mayoritaria de su pueblo.

José Grinda González, el fiscal español que había perseguido y encarcelado a varios miembros de las mafias rusas en España, manifestó en una reunión privada mantenida con representantes extranjeros de otros servicios judiciales, y que difundió Wikileaks en 2010, su convicción de que «Rusia, Bielorrusia y Chechenia eran Estados mafiosos». Quizá no exista mejor definición de la realidad hoy encarnada en la Rusia del Putinato.

Javier Rupérez es embajador de España y miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Sus últimos libros son El espejismo multilateral. La geopolítica entre el idealismo y la realidad (Córdoba, Almuzara, 2009), Memoria de Washington. Embajador de España en la capital del imperio (Madrid, La Esfera de los Libros, 2011) y, con David Vítores, El español en las relaciones internacionales (Barcelona, Ariel/Fundación Telefónica, 2012).

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Russian President Vladimir Vladimirovich PUTIN visits the EU

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