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Privilegio o nación

El peso de la identidad. Mitos y ritos de la historia vasca

Fernando Molina Aparicio y José A. Pérez (eds.)

Madrid, Marcial Pons, 2015

344 pp. 25 €

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El pasado septiembre, Íñigo Urkullu, presidente o lehendakari del Gobierno de Euskadi, estrenaba una insólita definición del pueblo vasco como «nación foral». Insólita, porque el PNV, a pesar de incluir en su denominación oficial en español la palabra «nacionalista», ha sido siempre reacio a referirse al País Vasco como una nación (al contrario de lo que en el nacionalismo catalán constituye una obsesión permanente respecto a los «países catalanes»). Quizá porque el término nación, en su sentido moderno, arrastra inevitablemente una relación semántica con soberanía nacional, concepto por el que Sabino Arana Goiri sentía una visceral antipatía. El nombre eusquérico del PNV (Euzko Alderdi Jeltzalea) está limpio de cualquier referencia a naciones y soberanías nacionales (se traduciría como «Partido Vasco de JEL») y alude, en cambio, al acrónimo del lema que le impuso su fundador, Jaungoikoa eta Lagi-Zarra («Dios y la Ley Vieja»), traducción poética del «Dios y Fueros» de los integristas vascongados y navarros durante la Restauración.

El sintagma nación foral es un oxímoron: se es nación o se es foral. No cabe ser ambas cosas a la vez. Lo foral es lo que se sustrae a la soberanía nacional (es decir, a la nación). El sentido que Urkullu pretendió dar a dicha fórmula no queda mucho más claro tras leer su exégesis en el diario Deia, órgano oficioso de la ortodoxia peneuvista, que la requirió de José Luis Orella Unzúe, un catedrático de la Universidad de Deusto, irredentista navarro y aranista canónico en su concepción de Euskal Herria como una confederación de no se sabe qué, pero, en cualquier caso, no como una nación y ni siquiera como una nación foral. Sin embargo, hay una expresión que se acerca mucho a la de Urkullu, a pesar de tratarse de un hápax: España foral, que aparece como rótulo común a las Provincias Vascongadas y Navarra en un mapa incluido en la Cartografía Hispano-científica del presbítero Francisco Jorge Torres Villegas, publicada en 1852, que establecía en la representación de los territorios de la nación (española) una cuádruple división: la España uniforme (territorios de la antigua Corona de Castilla, salvo Vascongadas), la España foral (Vascongadas y Navarra), la España incorporada o asimilada (territorios de la antigua Corona de Aragón) y la España colonial (los restos del imperio –Cuba, Puerto Rico y Filipinas–, más Canarias, Ceuta y Melilla). El mapa de Torres Villegas, que se atiene al sincretismo de los moderados, proyecta sobre la planta territorial de Javier de Burgos el imaginario del despotismo ilustrado (el de los decretos de Nueva Planta). Para la ideología del PNV de la Transición (que respondía al designio personal de Xabier Arzalluz de alejarse del aranismo canónico hacia un fuerismo de raíz tradicionalista), el despotismo borbónico del siglo XVIII, elogiado en las obras del jesuita guipuzcoano Manuel de Larramendi (1690-1766), figura muy admirada por su paisano Arzalluz, venía a representar el ideal palingenésico de unas «naciones» vascongadas que conservaron sus privilegios medievales en medio de una nivelación centralizadora. Esto es, un sistema foral incólume al que Aita Manuel –el padre Larramendi– aludía no demasiado crípticamente mediante la metáfora de la resistencia del vascuence, primitiva lengua de las Españas, a los embates de la Historia: un Imposible Vencido. En ese revisionismo fuerista del PNV de Arzalluz se formó políticamente Íñigo Urkullu, que busca ahora concretar en su fórmula de la nación foral la imprecisa «identidad propia» de la «Comunidad de Euskadi o Euskal Herria» a que se refirió el lehendakari Ibarretxe en el preámbulo de su proyecto de reforma soberanista del Estatuto Vasco (2003). ¿Por qué precisamente ahora? Porque al PNV le es necesario replantear el «nuevo estatus» (sic) de la Comunidad Autónoma en la que ha vuelto a ser hegemónico, tras el desvanecimiento de las diferentes propuestas identitarias del nacionalismo vasco del pasado siglo, la desaparición del terrorismo de ETA y el surgimiento de un nacionalismo navarro (o, mejor dicho, de un nacionalismo vasco navarrocéntrico) y, muy en particular, frente a la tentación que supone para un sector de la comunidad nacionalista vasca la deriva secesionista del nacionalismo catalán. Por otra parte, en este período aún no concluido de la sucesión de Juan Carlos I por Felipe VI, el neologismo de Urkullu encubre una actualización de lo que Arzalluz no dejó nunca de proponer a la Corona: un pacto bilateral que consolidara la especificidad del privilegio vasco, separándolo definitivamente de las autonomías constitucionales y niveladas. Tal especificidad vasca derivaría por naturaleza de una marcada identidad histórica, irreductible a constructos puramente racionales como las constituciones.

El sintagma nación foral es un oxímoron: se es nación o se es foral. No cabe ser ambas
cosas a la vez

De ahí que resulte verdaderamente oportuna y esclarecedora la recopilación de ensayos sobre esa supuesta identidad vasca que acaban de editar, en la colección de Historia de Marcial Pons, los profesores de la Universidad del País Vasco, Fernando Molina Aparicio y José Antonio Pérez Pérez. El libro reúne aportaciones de dos generaciones de historiadores vascos y navarros, representada la más añosa por Ángel García-Sanz, Félix Luengo, Javier Corcuera, Luis Castells y Antonio Rivera, y la más joven por Joseba Louzao, Pedro Berriochoa, Rafael Ruzafa, Raúl López Romo y los mencionados compiladores. Nada hay de excesivamente novedoso en las tesis de los diferentes trabajos, pero, en su conjunto, suponen una magnífica síntesis de la crítica de la mitografía nacionalista que la investigación histórica en las universidades públicas del País Vasco y de Navarra ha ido desarrollando a lo largo de cuatro décadas frente al discurso dominante en los ámbitos culturales y académicos de ambas comunidades autónomas. Es importante resaltar la continuidad entre las premisas metodológicas y los criterios conceptuales de las generaciones representadas por un elenco de autores, que podría caracterizarse, siguiendo a Juan Pablo Fusi, como una muestra característica del medio intelectual no nacionalista.

Un común denominador de todos ellos es, obviamente, su rechazo a aceptar la condición de evidencia que el nacionalismo atribuye a la «identidad propia» de los vascos. La ambigüedad, pluralidad o plurimorfismo de tal identidad se manifiesta ya en la falta de acuerdo acerca del nombre de la supuesta nación vasca, permanente e irresoluble discordia que ha sido puesta de relieve por un historiador no precisamente hostil al PNV, Ludger Mees, en un reciente artículo profusamente citado en el libro que nos ocupa«¿Cómo la llamamos? La nación vasca y los combates terminológicos por su denominación», en Ludger Mees (ed.), La celebración de la nación. Símbolos, mitos y lugares de memoria, Granada, Comares, 2012, pp. 95-115.. Es cierto que, como apunta Molina Aparicio con brillante ironía, todos los marbetes usados para referirse a la «nación vasca» son tan históricos como la toponimia de la famosa serie televisiva Juego de tronos. Sin embargo, creo que tal generalización precisa de una matización importante: lo no histórico, lo ficticio o fantástico, como quiera llamárselo, no es tanto la onomástica de la nación como la idea misma de una nación vasca. Lo de la inconsistencia histórica de la terminología, a mi juicio, resulta discutible: Euskadi fue un neologismo inventado por Arana Goiri, pero Euskal Herria aparece ya en la literatura en eusquera del siglo XVII (al principio en plural y con minúscula, referida a las comarcas en que se hablaba dicho idioma) y desde entonces se emplea –en vasco– como denominación territorial tras ir perdiendo su inicial denotación lingüística («comarca o zona de lengua vascuence»). El uso del latinismo Vasconia o Wasconia es muy anterior. Procede, por lo menos, de la Baja Antigüedad y tiene un claro significado étnico y geográfico («tierra, región, país o comarca de los vascones»). Ahora bien, en sus primeras ocurrencias cartográficas medievales se aplicaba sólo al sur de Aquitania, entre el Garona y los Pirineos (lo que después se llamó Gascuña, Gascoigne, Gasconha, etcétera, evoluciones románicas del Uasconia latino). Nunca se utilizó para designar una nación o reino vascón, pero su historicidad es de rango superior a los otros nombres mencionados. En una crónica latina del siglo XVII, el caballero suletino Arnaldo Oihenarte lo extendió a los actuales territorios vascos y navarros de Francia y España, distinguiendo, con todo, una Vasconia cántabra (o española) de una aquitana (o francesa). Por otra parte, tanto los aquitanos de lengua vasca como los de lengua gascona se autodenominaban vascos o vascones (bascoac, bascous, basques, vascos), denominación que no comenzó a aplicarse a los vascos de España hasta el siglo XIX. Montaigne se autodefinía como Gallus Uasco, es decir, como francés (o galo) vasco o gascón, lo que habría desconcertado a cualquier abertzale del presente, para quien los gascones son tan escasamente vascos como los castellanos.

El título del capítulo segundo, a cargo de Félix Luengo, termina con una pregunta retórica muy similar a la que abre el del artículo mencionado de Ludger Mees: «¿Con cuáles nos quedamos?» Se refiere a los «símbolos del País Vasco» y constituye, a mi modo de ver, un ensayo de transición entre los problemas abordados en los artículos de la generación senior y los de la junior, más ceñidos que la anterior, en general, a fenómenos de la historia reciente (con las dobles excepciones de Berriochoa y Ruzafa, entre los más jóvenes, y Castells y Rivera, entre los mayores). Félix Luengo subraya la falta de consensos básicos respecto a símbolos nacionales y autonómicos (banderas, himnos, fiestas, escudos), así como su proliferación descontrolada durante la transición a la democracia y aun después. La ausencia de comunidad simbólica entre nacionalistas y no nacionalistas se complica con disensiones interterritoriales (entre vascongados y navarros, por ejemplo) o entre el PNV, ETA y la izquierda abertzale respecto al uso compartido de códigos icónicos, musicales, eslóganes, festividades o tradiciones. Y es aquí donde, en mi opinión, se hallaría el principal síntoma de lo que hace imposible la existencia de una nación vasca. La ausencia de toda cultura común a los vascos (de España) que no sea la del Estado nacional (español). Ya en sus trabajos de la década de 1980 a 1990, Juan Pablo Fusi había llamado la atención sobre la pluralidad de subculturas que, al concurrir en un espacio geográfico demasiado reducido, se convierten en un factor endémico de anarquía y conflicto (Fusi se inspiraba en el modelo de historia cultural de Francis Stewart Leland Lyons, que lo había aplicado al estudio de la Irlanda contemporánea, desde Parnell a Yeats). En casos como estos, la única vía de superar el conflicto de culturas o, al menos, de mantenerlo bajo el umbral de la violencia, consiste en suscitar consensos en torno a culturas nacionales artificiosas, convencionales, laicas y moderadamente pluralistas, con base en tradiciones vivas, aunque ellas mismas no tradicionales. En este sentido, las propuestas identitarias nacionalistas han sido siempre monolíticas y excluyentes. La del primer nacionalismo –el de Arana Goiri– se fundamentaba en la raza y los apellidos, separando a la cepa autóctona de la población inmigrante. La del nacionalismo cultural de posguerra, basada en la lengua vernácula, resultaba aún más restrictiva (el número de vascohablantes es muy inferior al de poseedores de apellidos eusquéricos). Paradójicamente, ETA proporcionó al nacionalismo vasco en su conjunto una fórmula más integradora, al apostar por la vasquidad indiscutible de todo autóctono o inmigrante, vascohablante o no, que apoyara la «lucha armada» contra el Estado opresor (España). Como observaría el antropólogo Juan Aranzadi, desde la aparición del terrorismo etarra, la identidad vasca preconizada por el nacionalismo tuvo más que ver con la munición de nueve milímetros Parabellum que con las bellotas del Árbol de Guernica. No significa ello que ETA impusiera al PNV sus propios criterios de etnicidad, pero dulcificó los requisitos exigidos para la identidad vasca propugnada por el nacionalismo al convertirlos en autorreferenciales. Después de ETA, ya no fue necesario tener ocho apellidos eusquéricos o hablar vascuence para ser admitido como vasco por los nacionalistas: bastaba con la shahada abertzale, es decir, con proclamarse públicamente nacionalista vasco. Correlativamente, cualquier no nacionalista, fueran cuales fueran sus apellidos o hablara la lengua que hablara, dejaba de ser vasco según los nuevos criterios identitarios del nacionalismo.

España en 1850

Lógicamente, tal planteamiento pudo resultar útil a los nacionalistas en la fase insurreccional, durante el llamado tardofranquismo, cuando el PNV no dudó en apoyar a ETA, pero no cuando, ya en democracia, debió asumir el gobierno de la comunidad autónoma. Ante la imposibilidad de exigir de la totalidad de la población vasca (definida como tal en el Estatuto de Autonomía según meros criterios de avecindamiento y residencia) públicas adhesiones al ideario nacionalista, el PNV optó por crear una identidad nacional vasca mediante la sustitución gradual, en todos los niveles de la enseñanza, del español, lengua del Estado, por la única lengua legítima del pueblo vasco: el eusquera o vascuence. Lo que se echa de menos en El peso de la identidad es algún ensayo que aborde, por muy someramente que sea, el fracaso del proyecto de construcción de la identidad neovasca a través de la lengua. Y ello por numerosos motivos: por el desmesurado esfuerzo que ha supuesto la vasquización de la enseñanza, por el despilfarro económico en la promoción del eusquera en los medios de comunicación públicos y por sus pobrísimos resultados, sin contar, claro está, el difícilmente mensurable sufrimiento infligido a docentes, familias, alumnos, opositores y aspirantes, en general, a empleos en las administraciones local y autonómica. La clave del fracaso se encuentra acaso en una observación de Julio Caro Baroja en 1974 –que recoge Molina Aparicio– a propósito de sus trabajos acerca de la vida rural vasca realizados antes de la Guerra Civil y en los años de la posguerra. Según don Julio, a mediados de los años setenta tales monografías se habían convertido en pura arqueología etnográfica. La vida rural se había extinguido. En esto, la región vasca no ha sido una excepción a los procesos históricos que llevaron, en todo el Occidente europeo, a la desaparición del campesinado. Una desaparición que reflejaron sobre el terreno autores como Ignazio Silone o Carlo Levi y que mucho después, ya en nuestros días, alimenta las narraciones y el ensayismo melancólicos de John Berger o de Jean Clair. Es sorprendente que en la literatura vasca no haya nada comparable a estas elegías posmodernas por la civilización campesina, cuando el eusquera fue preservado fundamentalmente por los campesinos (incluyendo al clero campesino, que lo convirtió en lengua escrita). La única explicación de tan pasmosa ausencia es que la urbanización del campo vasco no supuso tragedias desgarradoras dignas de pasar a la literatura. Ya Caro Baroja, en su biografía de Esteban de Garibay, había aludido a la transformación indolora del bandidaje feudal guipuzcoano en una floreciente burguesía burocrática cuando alboreaba el Renacimiento. Algo parecido sucedió con la promoción de los campesinos vascos a clases medias urbanas o suburbanas. Salvo casos excepcionales, no tuvo consecuencias catastróficas porque, en su mayoría, ya eran clases medias rurales. Cierta melancolía impregna los versos conservados en las hojas volanderas (bertso-paperak) de los últimos bertsolariak o repentizadores vernáculos auténticamente campesinos, como el guipuzcoano José Miguel Lujambio, Txirrita (1860-1936), pero no pasa de ser expresión de una congoja individual difícilmente transferible (Txirrita fue humillado por los cultores de un vascuence moderno y desabrido, como el sacerdote José de Ariztimuño, Aitzol, nacionalista, organizador de festivales literarios eusquéricos y protector de los nuevos repentizadores urbanícolas y modernos). La verdad es que la decadencia simultánea del campesinado y del vascuence había sido el motivo dominante en la literatura eusquérica desde comienzos del siglo XIX, pero la pérdida del eusquera fue tan fatalmente ineludible como la de otros elementos íntimamente vinculados a la civilización campesina vasca (por ejemplo, el catolicismo tradicional y su expresión política, el carlismo), y aunque el nacionalismo tratara de darles continuidad a través de versiones «normalizadas» o «modernizadas», no lo consiguió ni a medias. La secularización ha cundido en el País Vasco como en cualquier otra parte del Occidente posindustrial y el vascuence normalizado es hoy una lengua zombie, ni viva del todo ni del todo muerta, mantenida por literatos, cantantes y actores generosamente subvencionados, y por funcionarios, profesores y locutores y presentadores de la radiotelevisión autonómica. Fuera del sector público, esa jerga no tiene futuro ni presente.

Ante este panorama, no es raro que el lehendakari Urkullu recurra al fuerismo renovado de Arzalluz y acuñe una fórmula identitaria, la nación foral, que viene a ser un retoque vergonzante de aquella «España foral» cara al liberalismo pastelero de los moderados isabelinos, nostálgicos del Antiguo Régimen borbónico. Agotadas todas las demás tentativas de definir la identidad vasca, queda la más obvia, la única avalada por la historia hasta que el nacionalismo vasco se propuso camuflarla bajo un alud sucesivo de tonterías modernistas, raciales, lingüísticas o, simplemente, tautológicas. A saber: los vascos son los españoles con privilegios (o con fueros, o con conciertos económicos, lo que viene a ser lo mismo).

Gabriel Moral Zabala fue uno de los pocos maestros que tuvimos los vascos no nacionalistas de mi generación. Tras una juventud como activista de las juventudes del PNV, lo que le valió tortura y cárcel bajo el franquismo, se convirtió en el crítico más incisivo de la ideología nacionalista. Patxo Unzueta lo reconoció así al dedicarle uno de sus libros: «A Gabriel Moral, que venía de vuelta cuando nosotros íbamos». Nació en Bilbao en 1929 y murió en 1987. Sería imposible recobrar la riqueza su pensamiento, porque fue un ágrafo genial y quedamos ya pocos de los que tuvimos la suerte de escucharlo y aprender de él. Uno de esos pocos, Javier Corcuera Atienza, catedrático de Derecho Político de la Universidad del País Vasco, abre su contribución a El peso de la identidad con una frase de Gabriel Moral que nunca deberíamos olvidar (si bien el lehendakari Urkullu, con la propuesta de la nación foral, ha tenido el detalle de corroborar su exactitud): «Los nacionalistas vascos no quieren dejar de ser españoles. Lo que quieren es ser españoles de primera». Creo recordar que Gabriel decía «quieren ser españoles con carnet de primera». Da igual. Arzalluz sostenía, hace treinta años, que España debería procurar que los vascos estuvieran tan contentos en su seno como en los tiempos del padre Larramendi. En eso consiste, efectivamente, lo de ser vasco. En disfrutar de lo lindo siendo español con fueros y en portarte como un indio bravo avasallado por los blancos cuando amenazan con tocártelos (los fueros, quiero decir). Pero otro de los aforismos inmarcesibles de Gabriel Moral rezaba así: «Hay indios de pradera y hay indios de jardín». ¡Qué gran verdad!

Jon Juaristi es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Sus últimos libros son Miguel de Unamuno (Madrid, Taurus-Fundación Juan March, 2012), Espaciosa y triste. Ensayos sobre España (Barcelona, Espasa, 2013), Historia mínima del País Vasco (Madrid, Turner, 2013), A cuerpo de rey. Monarquía accidental y melancolía republicana (Barcelona, Ariel, 2014) y Estrella de la paciencia (Santander, La Huerta Grande, 2015).

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