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Rawls, un cuarto de siglo después

El liberalismo político

John Walls

Crítica, Barcelona, 1996

Antoni Doménech

440

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Lo menos que se debe decir de la Teoría de la justicia de John Rawls es que se ha convertido en un texto clásico de la ética económico-social y de la filosofía política del siglo XX . Contribuyó a destronar al utilitarismo en la filosofía y en la ciencia social normativas, y dio un empuje decisivo y una orientación radicalmente nueva a las discusiones de los filósofos políticos y de los economistas normativos.

Entre 1971, la fecha de su aparición, y 1993, el año de publicación en su lengua original de El liberalismo político, su segundo libro, el mundo ha cambiado mucho. Ha cambiado, entre otros, en tres aspectos fundamentales:

                       1. La integración de la economía mundial, la llamada «mundialización» de la economía, ha dado un salto cualitativo espectacular; los espacios de libre movilidad del capital y, más parcialmente, del trabajo, los ámbitos de intercambio de bienes y servicios, se han dilatado drásticamente.
                      2. Las nuevas tecnologías, señaladamente la informática, han modificado sustancialmente las condiciones de producción, agilizando, flexibilizando y desarraigando o deslocalizando los emplazamientos productivos, y al propio tiempo, revolucionando las exigencias de cualificación del factor trabajo.
                      3. El sentido de identificación nacional ha sido, para bien o para mal, erosionado y estásiendo sustituido – para mal–, en muchos y muy variados países, por un sentimiento de tribalismo étnico.

El aspecto 1 y el aspecto 2, combinados, han tenido las siguientes consecuencias: a) en gran parte debido a la introducción de las nuevas tecnologías en la vida productiva, las exigencias de cualificación del trabajo han aumentado drásticamente, es decir, por debajo de una determinada cota de cualificación, lo que los empresarios (públicos o privados) están dispuestos a pagar por hora de trabajo cae muy por debajo de la línea de subsistencia culturalmente admitida en los países industrializados; b) por un efecto combinado de la megatecnificación de la vida productiva y de la enorme escala adquirida por los mercados potenciales, pequeñísimas diferencias de cualificación profesional pueden tener grandísimas consecuencias en términos de beneficios; c) eso hace que, desde el punto de vista empresarial, parezca obligado proporcionar incentivos salariales muy grandes que permitan explotar esas pequeñas diferencias de cualificación profesional de los asalariados; por último, d) la tremenda movilidad de los factores de producción que ha acompañado al proceso de mundialización de la economía permite a los empresarios buscar allí donde se encuentre (lo mismo en Marruecos, que en Pakistán, o en Malasia) fuerza de trabajo dispuesta a trabajar por salarios muy inferiores a la línea de subsistencia culturalmente admitida en los países industrializados tradicionales. Huelga decir que la combinación de estas cuatro consecuencias (a, b, c y d) significa una amenaza directa a conquistas sociales que en 1971 parecían definitivamente consolidadas; el papel de los sindicatos en la determinación de las políticas económicas, un estado de bienestar o asistencial protector y redistribuidor, etc.

El proceso económico mundial parece encaminarse derechamente a un modelo de competición formalmente análogo al de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP) Cfr. Robert H. Frank y Philip J. Cook. The Winner-Take-All Society. The Free Press. Nueva York, 1995.. Es seguro que entre Pete Sampras (núm. 1 del mundo) y Alex Corretja (por debajo del 40) hay poquísimas diferencias de talento y prestaciones tenísticas, pero la minúscula diferencia que haya significa diferencias de ingresos gigantescos entre ambos. Y quienes están fuera de la lista ATP de los cien primeros, ni siquiera pueden vivir (del tenis).

Hace más de dos mil años Platón, no precisamente un amigo del igualitarismo democrático, creía que ninguna sociedad que tolerara diferencias de ingresos superiores a 5 a 1 (los más ricos ingresan cinco veces lo que los más pobres) podría ser una sociedad políticamente viable. Y si pensamos en una vida económica con un nivel tecnológico parecido al de la cultura material mediterránea de los tiempos de Platón, la cosa es razonable. Es difícil, por no decir imposible, que, por sus puras características físicas –sin añadidos tecnológicos–, un campesino biológicamente superdotado pueda hacer una labor cinco veces superior a la de un campesino normal, o aun ligeramente subdotado. Pero cuando se trata, pongamos por caso, de una actividad económica en la que saber o no saber detectar un virus informático tiene por consecuencia ganar o perder millones de dólares, al que yo sea tan inteligente como Agapito, o más, no impedirá que haya un empresario que esté dispuesto a pagarle a Agapito cien veces más que a mí si Agapito es capaz de detectar un virus que a mí me pasa desapercibido. Y esto es exactamente lo que ha ocurrido en el mundo en los últimos veinte años: no sólo ha crecido el paro, y se ha enquistado (son los que están por debajo de la línea), sino que las diferencias salariales entre los que están «en la lista» se han multiplicado.

No sólo la economía pública y los gobiernos se ven incapaces de contener y compensar redistributivamente el paro, no sólo están crecientemente amenazadas las cuentas de las agencias públicas de asistencia (quiebra de los sistemas de seguridad social, deterioro de los sistemas de instrucción pública, etc.), sino que una especie de «principio de desigualdad», o de agente simbólico y causalmente generador y justificador de desigualdades crecientes, se ha introducido en el núcleo de lo que Rawls llamaría la «estructura básica» de la sociedad. Hemos asistido en los últimos años a un aumento muy importante de la polarización social, digamos, entre quienes están en la lista de los «cien primeros» de la ATP económica y quienes no lo están; eso por un lado, y por el otro, a un aumento decisivo de las desigualdades dentro de los que están en la lista.

A esa explosión de la polarización y de las desigualdades generada por fuerzas económicas de alcance mundial que parecen imparables pueden añadirse las consecuencias del tercer elemento mencionado al comienzo, la creciente erosión de las identidades nacionales y su progresiva sustitución por sentimientos de tribalismo étnico. El resultado de todo lo cual es que los fundamentos de la vida «política», en el sentido tradicional que esta noción aún podía guardar en 1971, han sido socavadas. Un porcentaje muy importante de decisiones que en 1971 aún eran «políticas» y dependían, en los países democráticos, de las tomas de decisiones de representantes elegidos por sufragio, dependen hoy de fuerzas económicas trasnacionales más o menos ciegas, o, en una parte ya nada desdeñable del globo, de pugnas y rebatiñas no entre dirigentes y bloques políticos más o menos indirectamente representativos, sino entre «señores de la guerra», sedicentes portavoces de supuestos intereses étnicos.

Este cuadro, pintado aquí con brocha gorda, parece que debería inducir a un filósofo como Rawls, cuya teoría de la justicia como equidad pasa –fundadamente– por ser la más importante teoría igualitarista de la justicia de nuestros días, a importantes reconsideraciones de su formulación original de 1971. Pues la justicia como equidad rawlsiana es una teoría normativa cuya viabilidad fáctica depende en gran medida de al menos tres cosas que ahora parecen claramente amenazadas: 1) la posibilidad de que el poder público democrático de un país conserve una capacidad política para ordenar en un sentido equitativo la estructura básica de la sociedad; 2) que el grueso de los ciudadanos sean no sólo «racionales», sino «razonables», es decir, que alberguen un sentido de la justicia; y 3) una democracia no liberal-pluralista, sino fuertemente participativa, o, como se dice más técnicamente en la filosofía política, republicana Para la posición actual de Rawls respecto del republicanismo político, cfr. El liberalismo político, trad. cast. A. Domènech, Barcelona, Crítica, 1996, pp. 239 ss. .

Pero la principal rectificación normativa que contiene El liberalismo político es, en mi opinión, reacia a responder a esos desafíos fácticos. El último Rawls anda obsesionado con el siguiente problema: Aunque es claro que el modo de argumentar en favor de la justicia como equidad es contractualista, en la Teoría de la justicia de 1971 no quedaba claro si ese contrato hipotético derivaba de una concepción ética o filosófico-moral general y englobante. Al Rawls de 1993 le importa mucho despejar esa duda. Para el Rawls del LiF ilosofía 6 beralismo político, cualquier concepción política o teoría de la justicia que derive de una concepción filosóficomoral amplia está amenazada por el vicio del sectarismo. La concepción de la sociedad justa debe ser expresamente agnóstica en cuestiones de ética individual, no puede permitirse, como su fundamento, un concepto filosófico de vida buena. De aquí el título: el liberalismo rawlsiano es ahora político; y «político» quiere decir, en este contexto, que no se funda en nociones, filosóficas o de otro tipo, comprehensivas. Rawls distingue así su liberalismo del liberalismo comprehensivo, no «político», de otros grandes filósofos contemporáneos que, como Raz o Dworkin, hacen derivar su concepción política de nociones filosóficas de la buena vida individual. Rawls funda ahora su concepción política de la justicia como equidad en un consenso entrecruzado al que llegan distintas concepciones comprehensivas del bien o de la vida buena; y el consenso entrecruzado pasa por que cada uno de los consensuantes deje en casa, fuera del ágora pública, su propia concepción comprehensiva.

No creo que la rectificación de Rawls proporcione una respuesta lo suficientemente sensible a los tres tipos de cambios registrados en el mundo desde 1971. Que la estructura básica de las sociedades industriales democráticas ha experimentado un aumento espectacular de desigualdades y aun polarizaciones (como consecuencia del salto mundializador y «tecnificador» de la vida económica) es un hecho que, aunque empíricamente obvio, queda sin siquiera mención en El liberalismo político. Podría pensarse, con todo, que el giro «político», «anticomprehensivo» del último Rawls es una respuesta directa al tercer tipo de cambios registrados en los últimos veinticinco años, a saber, la erosión del sentimiento de identificación nacional y su creciente sustitución por una especie de tribalismo étnico. Podría pensarse que una concepción política que se entiende explícitamente neutral o agnóstica en punto a concepciones éticas comprehensivas de la vida buena, es una concepción apta para depotenciar los conflictos, presentes o previsibles, dimanados del multiculturalismo, de la creciente necesidad de convivencia política entre tradiciones étnicas o axiológicas muy distintas en un mundo de corrientes migratorias acrecidas.

En favor de esa línea de argumentación pro tolerantia suelen aducirse –y Rawls tampoco se priva de hacerlo– las grandes diferencias entre el mundo antiguo y el moderno. Según ese lugar común, la vida política antigua se habría erigido sobre bases étnica o culturalmente homogéneas, lo que traería consigo un fundamento comprehensivo (ético, filosófico y/o religioso) común. Y eso explicaría su tendencia a fundar las concepciones políticas en nociones generales de vida buena. El descubrimiento moderno de la tolerancia sería una respuesta a la diversidad comprehensiva del mundo incipientemente moderno posterior a la Reforma. Ahora bien; este tópico no resiste el menor examen histórico. El mundo antiguo –tanto las repúblicas, como los imperios– fue sorprendentemente proteico desde el punto de vista étnico-cultural. Ni la república de Atenas, ni la de Roma, ni por supuesto el Imperio romano, llegaron jamás a identificar pertenencia étnica y ciudadanía política. La identificación de pertenencia étnica y ciudadanía política es un invento indisputablemente moderno, que va de la mano del surgimiento de los Estados-nación en la Europa posterior al siglo XVI, los cuales fueron vertidos, precisamente, sobre el molde de la muy intolerante teología moral cristiana Véase R. Dworkin, Ética privada e igualitarismo político, trad. cast. A. Domènech, Barcelona, Paidós, 1993. . No hay incompatibilidad históricamente probada entre un concepto de ciudadanía que permita y aun fomente la multiculturalidad, la conservación y el desarrollo de endemismos étnicos de varia índole, y un concepto de ciudadanía fundado en una determinada concepción filosófica general de la vida buena privada. Por otra parte, es más que discutible que la única vía conceptual para evitar el riesgo de sectarismo político, para defender normativamente la tolerancia, pasa por una argumentación política éticamente agnóstica. Es perfectamente concebible una teoría política normativa que, en vez de hacer de la tolerancia un axioma metodológico, à la Rawls, la derive, como un teorema, de una noción filosófica general de vida buena Para el contraste entre los modernos Estado-nación, la teología moral cristiana y la filosofía política moderna, de un lado, y la filosofía política y las repúblicas antiguas, del otro. Cfr. A. Domènech, De la ética a la política, Barcelona, Crítica, 1989. . Por lo demás, en un mundo crecientemente turbulento, en el que previsiblemente las desigualdades y la polarización van a ir en aumento, en el que van a sentarse todas las bases para que la xenofobia, el racismo y la intolerancia doctrinal prosperen, parecería que necesitamos más que nunca una teoría política normativa con fuerza categórica –no sólo hipotética–, con capacidad protréptica para enfrentarse a ese rumbo aparentemente inexorable y corregirlo, para movilizar a la ciudadanía apelando a valores y nociones fuertemente arraigados o arraigables en su modo de entender la vida, la vida buena. Parecería, en una palabra, que necesitamos que el sentido de igualdad y la disposición a la tolerancia hinquen en lo más profundo de los valores de los ciudadanos, no que sean el resultado de hipotéticos ejercicios de autocontención doctrinal. Pero, precisamente, una concepción política éticamente agnóstica no parece adecuada para subvenir a esa necesidad Cfr. Dworkin (op. cit.) para una argumentación muy solvente en favor de la necesidad de John Rawls.

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