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El Inca Garcilaso

Traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo

Garcilaso Inca de la Vega

Madrid, Biblioteca Castro, 1996

553 pp. 45 €

Comentarios reales [Sobre el Imperio de los Incas del antiguo Perú]

Inca Garcilaso de la Vega

Madrid, Biblioteca Castro, 2015

760 pp. 50 €

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Figura mayor del Siglo de Oro, el Inca Garcilaso comparte con su contemporáneo Cervantes dos perfiles, el de aventurero de sí mismo y el de fundador de un género literario, quedando para la especulación las cábalas de algunos expertos acerca de un contacto por vía escrita entre ambos, en lo que respecta al uso de términos característicos y episodios de los Comentarios reales en el póstumo Los trabajos de Persiles y Sigismunda, pues revelan una lectura por parte del segundo de la gran obra del primero. Más cautivadora es la hipótesis verosímil, pero no ratificada, de que ambos pudieron verse las caras y tal vez saludarse, no del todo amigablemente, en un espinoso trámite, cuando Cervantes, establecido en Sevilla a partir de 1587 como proveedor de la corona encargado de exigir dineros y abastos para las campañas marítimas de Felipe II contra Isabel de Inglaterra, visitó a tal efecto distintas localidades de las provincias limítrofes, entre ellas Montilla. Se sabe que el Concejo de esa villa cordobesa, harto de requerimientos tributarios, había comisionado ya en 1587 a uno de sus conciudadanos distinguidos, el capitán Garcilaso de la Vega (más tarde conocido como el Inca Garcilaso) para impedir la tarea del recaudador del rey, que no era otro sino Miguel de Cervantes. Hay constancia documental de que el futuro autor de Don Quijote, sorteando al renuente Cabildo, tuvo que negociar las daciones con una decena de vecinos del pueblo, así como del día exacto de aquella transacción privada, el 3 de diciembre de 1591, precisamente en torno a las mismas fechas en que El Inca, tenido por sus vínculos familiares y sus posesiones como «caballero contioso», es decir, con la suficiente cuantía económica para hacer una aportación a las arcas del rey, abandona Montilla, elude quizás a Cervantes y pasa a residir en Córdoba.

Garcilaso el Inca no se llamaba así, naturalmente. Se trata, y es otra de las novedades de este hombre tan precursor, de un apodo libresco, no muy distinto de los que siglos después adoptaron Cecilia Böhl de Faber, Leopoldo Alas o José Martínez Ruiz para definirse literariamente en tanto que Fernán Caballero, Clarín o Azorín. El Inca fue bautizado cristianamente en Cuzco, el 12 de abril de 1539, como Gómez Suárez de Figueroa, siendo hijo natural de la «Ñusta», o nativa de sangre real, Isabel Chimpu Ocllo y del capitán extremeño Sebastián Garci Lasso de la Vega Vargas, emparentado por su lado paterno con el poeta renacentista toledano Garcilaso de la Vega. Crecido con ese nombre hispano en la casona cuzqueña del militar, con gran devoción al padre, que lo educó y lo legitimó, y constante apego a la madre y su progenie de emperadores incaicos, hay, sin embargo, que esperar a 1590, al publicarse en Madrid su primera labor literaria, La Traducción del Indio de los Tres Diálogos de Amor de León Hebreo, hecha del Italiano en Español por Garcilaso Inga [Inca] de la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, cabeza de los Reinos y Provincias del Pirú (que así reza la presentación del autor previa a su dedicatoria «A la Sacra Católica Real Majestad del Rey Don Felipe Nuestro Señor»), para ver impresa por primera vez tal denominación que mezcla los patronímicos del capitán español con la procedencia matriarcal.

Dos años después de que apareciese dicha traducción, en una carta privada al docto anticuario cordobés Juan Fernández Franco, el Inca, ya cumplidos los cincuenta, se dispone a decir la «verdad de lo que soy», contándole a Fernández Franco, con notable viveza expresiva, una infancia acomodada de estudios de latín y de gramática «mal enseñada por siete preceptores que a temporadas tuvimos» hasta que, cansados los niños nobles con quienes los compartía, todos mestizos como él, de mal aprender las lecciones «por la revolución de las guerras que en la patria había, que ayudaban a la inquietud de los maestros […] nos pasamos mis condiscípulos y yo al ejercicio de la jineta de caballos y armas hasta que vine a España, donde también ha habido el mismo ejercicio en la guerra y en la paz: hasta que la ingratitud de algún príncipe, y ninguna gratificación del Rey, me encerraron en mi rincón; y por la ociosidad que en él tenía di en traducir al León Hebreo, cegado de la dulzura y suavidad de su filosofía».

A la doble identidad hispana y peruana, a su conocimiento de dos lenguas y la adhesión a dos religiones, El Inca Garcilaso suma otra duplicidad: la milicia activa

A la doble identidad hispana y peruana, a su conocimiento de dos lenguas (castellano y quechua) y la adhesión a dos religiones monoteístas, la cristiana pronto imponiéndose en la creencia y el culto al paganismo de los adoradores del Sol, El Inca Garcilaso suma otra duplicidad de ricos matices: la milicia activa, en los tercios de Italia y capitaneando las fuerzas cristianas, como antaño lo hiciera su padre en el Perú, contra los rebeldes granadinos, la equitación y cría de caballos, y las letras, que, pese al grado eminente que en ellas alcanzó, las dice consecuencia del desengaño guerrero y cortesano, que le habría impelido, en el aburrimiento provincial, a hacerse escritor. Más interesante, como se verá al hablar de sus tres grandes libros, es la amalgama de fidelidades opuestas, que motivan ese cruce vertiginoso presente en tantas páginas suyas, donde la aquiescencia a la monarquía ocupante y a los ejércitos responsables de la derrota de sus antepasados andinos, con la consiguiente erradicación de valores y ritos ancestrales, no le impide la apología de lo que el llamado imperio del Tahuantinsuyu supuso en la América de su época, visto por él como menos bárbaro, aun en la crueldad de sus sacrificios humanos, y más equitativo en el ordenamiento social que otras culturas autóctonas del continente. En ese sentido, llega Garcilaso a comparar favorablemente la «alteza de estado» de algunos indios del altiplano a la de sus conquistadores europeos, porque «Dios y la naturaleza humana muchas veces en desiertos tan incultos y estériles producen semejantes ánimos para mayor confusión y vergüenza de los que nacen y se crían en tierras fértiles y abundantes de toda buena doctrina, ciencias y religión cristiana»Primera parte del libro segundo, capítulo IV, de La Florida del Inca, edición de las Obras Completas del Inca Garcilaso de la Vega, Carmelo Sáenz de Santa María (ed.), Madrid, Atlas, 1965, vol. I, p. 279. Seguimos en todas las citas del autor la ortografía modernizada de las ediciones más autorizadas..

Y está, por añadidura, como bifurcación que nunca parece haber desembocado en una psicosis identitaria, el aprovechamiento de la diversidad, siglos antes de que el término y el modo de ejercerla quedasen establecidos como nuevo dato del Zeitgeist; una fusión que seguramente le inclinó a contrastar su temprano bagaje de lector de los clásicos grecolatinos, itálicos y españoles con la traducción del toscano al castellano de los Diálogos de amor, el libro de otro notable excéntrico, el médico judío portugués Yehuda Abravanel, tolerado en la corte española por su mucho saber pero expulsado al fin cuando rechazó el mandato de que su propio hijo se hiciera converso. Instalado en Nápoles, donde practicó con mucho reconocimiento la medicina, Abravanel, adoptando como apelativo el de León Hebreo (que tanto remite al de Inca Garcilaso), escribió en lengua ajena sus Diálogos, obra de prestigio en el Renacimiento europeo, conocida y parafraseada por Montaigne, Cervantes y Shakespeare, entre otros, y leída con encomio –pese a sus arriesgados enlaces entre el amor profano y el amor divino, que llevó el libro al Índice papal– por el círculo de humanistas cordobeses que favorecieron la formación intelectual del Inca y le sirvieron de apoyo y estímulo.

El tratado de Abravanel, deudor en muchos pasajes de la Guía de perplejos de Maimónides, plasma en sus diálogos de cuño neoplatónico la reconciliación de las tradiciones judía, cristiana y musulmana sobre un fondo de motivos pastoriles y alegóricos que se superpone a las disquisiciones sentimentales, algunas de ellas tan ingenuas como farragosas, de sus dos personajes, Sofía, la amada y discípula, y Filón, el enamorado maestro; el Inca, para hacerlas más leves, añade al margen de las partes conversadas unos sumarios, seguramente inspirados por los de la traducción francesa de 1551. El acercamiento a ese ensayo dialogado del Hebreo, que ya había sido traducido dos veces antes al castellano, no se sabe si con conocimiento del Inca, es posible verlo, más que como banco de pruebas, como un referente de tipo personal, dadas las importantes coincidencias entre ambos expatriados. Tan errante en su juventud como el médico judaico, viajero desde el nuevo mundo a nuestra península por pundonor familiar, náufrago rescatado a manos de un marino portugués, soldado de fortuna en Italia, comandante contra los moriscos en las Alpujarras, nostálgico de lo dejado en América y a la postre ufano de lo conseguido en España, Garcilaso desarrollaría en su vida y trasvasa a su obra las dualidades del criollo españolizante y devotamente católico que no volvió a pisar su tierra natal desde que la abandonó con veinte años, sin olvidarla; sin dejar nunca de revivirla, gracias a la germinación tardía de un acopio de experiencias primeras en el Cuzco, donde en sus «niñeces» fue testigo de las visitas de más de doscientos descendientes del tronco real incaico que pasaban por los aposentos de su madre, la Ñusta Isabel, para manifestar las desdichas de la majestad caída: «Trocósenos el reinar en vasallaje». Y escribe el Inca de tales exclamaciones de queja: «En estas pláticas yo, como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oír, como huelgan los tales de oír fábulas»Cito de los Comentarios reales, libro primero, capítulo XV, p. 64, en la reciente y muy cuidada edición de Andrés Soria Olmedo para la Biblioteca Castro..

La frase tiene todas las resonancias del aprendiz que así sienta las bases de una ambiciosa iniciativa a la que el Inca dedicaría el tiempo de su madurez –hasta la muerte, con setenta y siete años cumplidos–, reconstruyendo el país perdido y el declive humillante de los suyos en un programa escrito que combina la historia, el apólogo legendario, los fundamentos de geografía física y humana, pero también la confidencia, el inciso biográfico y el apóstrofe, todo ello ensalzado por la vestidura de un estilo ocurrente, ameno, dotado de palpitante plasticidad y arrolladora potencia verbal. Son, sus tres libros, el producto del primer autor nacido en América con conciencia y voluntad de serlo, el primero también –y no es huero señalar a los que, como Juan Rulfo o Gabriel García Márquez, derivan de ese mismo patrón– en dar énfasis a la oralidad para ensanchar la densidad de la escritura.

En 1605, el año de la primera edición en Madrid de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, aparece en Lisboa, «con licencia de la Santa Inquisición», La Florida del Inca, la primera de sus tres narraciones verídicas («historias noveladas» las llamaría Menéndez Pelayo), resumida por el autor como la «Historia del adelantado Hernando de Soto, gobernador y capitán general del reino de la Florida, y de otros heroicos caballeros españoles e indios, escrita por el Inca Garcilaso de la Vega, capitán de Su Majestad». Este libro extraordinario, a mi juicio comparable en envergadura, dimensión literaria y originalidad de planteamiento a los Comentarios reales, no aspira a ser un relato imaginario ni una creación; «con verdad podré negar que sea fición mía, porque toda mi vida –sacada la buena poesía– fui enemigo de ficciones como son libros de caballería y otras semejantes»Primera parte del libro segundo, capítulo XXVII, de La Florida del Inca, edición citada, volumen I, p. 314.. Esas son las palabras del Inca en respuesta a la objeción que alguien le había hecho de loar y magnificar a su nación por ser Indio, cuando en este primer caso afirma limitarse a ser el «escribiente» del verdadero «autor», un tal Gonzalo Silvestre, a quien Garcilaso, después de haberlo conocido siendo niño en Cuzco, reencontró hacia 1651 en las antesalas de la corte, a la espera ambos de obtener las mercedes de los poderosos, y al que en 1586, instalado Silvestre en un pueblo cercano a Córdoba, Las Posadas, empezó a visitar amistosamente y escuchar con la idea de dar remate a una obra en la que, nos dice, «se gastaron más de veinte años».

El nombre de Gonzalo Silvestre, viejo soldado español y compañero de armas de Hernando de Soto en la expedición a La Florida, retirado tras su larga peripecia americana en dicho pueblo, nunca se revela en el libro, habiendo sido identificado, ya en el siglo XX, por el estudioso limeño José de la Riva-Agüero. Convertido Garcilaso en testigo oidor de sus hazañas y penalidades, Silvestre lo nombró albacea después de hacerle el supremo regalo de sus vivencias, que, como reportero escrupuloso, el Inca fue trascribiendo a modo «de relación ajena de quien lo vio y manejó personalmente». Reconociéndole esta asombrosa prelación al peruano, hoy podemos leer La Florida del Inca sin vernos forzados a elegir entre una u otra opción, la crónica ecuánime de aquella toma del territorio centroamericano, y la elaborada trama novelesca que transforma una memoria oral en un recuento escrito. El placer de la lectura es, en todo caso, intenso y similar al que deparan las más trepidantes historias bizantinas y las novelle renacentistas italianas que El Inca poseía, en cantidad muy inferior a los compendios de historia y filosofía, los breviarios religiosos, las obras de los grandes poetas de la antigüedad y los tratados morales. Otra particularidad de su surtida biblioteca cordobesa es la comparativa escasez de autores españoles contemporáneos; figuraban en ella la poesía de Juan de Mena, la Celestina de Rojas, la primera parte del Guzmán de Alfarache, entre otros pocos, pero faltaban por entero las obras de Cervantes y las comedias de Lope de Vega, un pionero, por cierto, en el tratamiento dramático de la conquista de América, con títulos como El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón y Arauco domado. (La biblioteca del Inca ha sido reconstituida en una fascinante exposición de la Biblioteca Nacional, abierta hasta el pasado 3 de mayo y enriquecida por un catálogo magníficamente ilustrado y anotado.)

Mapa de Córdoba, siglo XVI

La Florida del Inca fluctúa, pues, deliberadamente entre el saber transmitido y la recreación ficcionalizada, un dispositivo que se mantiene de forma más audaz en los Comentarios reales y La conquista del Perú. El autor dispone, por decirlo así, de bibliografía y de cultura, que alcanza, desde los historiadores latinos a los que se enorgullece de honrar como modelos, hasta los muy bien leídos y humildemente citados cronistas de Indias, que eran todos, por supuesto, peninsulares, antes de que él pusiera la voz del oriundo a ese importante género de la historiografía de los siglos XVI y XVII. Cronistas minuciosos y bien encaminados pero –y aquí asoma la vanidad del émulo– no del todo versados en las lenguas natales y sin los datos obtenidos por él in situ y en persona: «yo protesto decir llanamente la relación que mamé en la leche, y la que después acá he habido, pedida a los propios míos», afirmando que en lo esencial sus palabras reflejarán lo mismo que las de aquellos historiadores españoles, «para que se vea que no finjo ficciones en favor de mis parientes», al ser su único propósito el «declarar y ampliar muchas cosas que ellos asomaron a decir y las dejaron imperfectas por haberles faltado relación entera»Comentarios reales, I, XIX, edición citada, p. 76.. La epopeya de los conquistadores de Florida posee en ese primer título del Inca el ímpetu de la narración caudalosa y la evanescencia de lo superreal, que tiene una de sus muestras más percutientes en el episodio de los tormentos que un curaca (cacique) aplica a un español de Sevilla, Juan Ortiz, preso y esclavizado por aquél, y culminados en el momento en que «creciéndole por horas el odio que le tenía, por acabar con él mandó un día de sus fiestas hacer un gran fuego en medio de la plaza, y, cuando vio mucha brasa hecha, mandó tenderla y poner encima una barbacoa, que es un lecho de madera de forma de parrillas una vara de medir alta del suelo, y que sobre ella pusiesen a Juan Ortiz para asarlo vivo». Cuando la mujer y las hijas del cacique, que ya antes de esa tortura habían intercedido por el sevillano, oyeron los quejidos que aquél daba, acudieron junto a la parrilla «rogando al marido, y aun riñendo su crueldad, lo sacaron del fuego ya medio asado, que las vejigas tenía por aquel lado como medias naranjas, y algunas de ellas reventadas, por donde le corría mucha sangre, que era lástima verlo»La Florida del Inca, primera parte del libro segundo, capítulo II, edición citada, p. 275..

Abundan los ejemplos de inventiva novelesca, realzada por la hábil gradación de la intriga y el retrato vivaz de los personajes, como, en los capítulos X al XII de la segunda parte del libro segundoEdición citada, p. 334., el de Capasi, curaca de Apalache y «hombre grosísimo de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos que ella suele causar, estaba de tal manera impedido que no podía dar solo un paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en andas; dondequiera que andaba por su casa era a gatas». O, en lo tocante a las costumbres de los indios de la Florida, la descripción del castigo que daban a las adúlteras, consistente en que el marido desnudaba a la culpable «hasta dejarla como había nacido y con un cuchillo de pedernal, que en todo el nuevo mundo no alcanzaron los indios la invención de las tiseras, le trasquilaba los cabellos, castigo afrentosísimo usado generalmente entre todas las naciones de este nuevo mundo, y así tresquilada y desnuda la dejaba el marido en poder de los jueces y se iba llevándose la ropa en señal de divorcio y repudio». Y sigue el Inca describiendo con pormenores cómo «la gente del pueblo, mientras la pobre mujer iba y venía de unos jueces a otros, le tiraban, por afrenta y menosprecio, terrones, chinas, palillos, paja, puñados de tierra, trapos viejos, pellejos rotos, pedazos de estera, y cosas semejantes, según cada cual acertaba a llevarla para se la tirar en castigo de su delito, que así lo mandaba la ley, dándole a entender que de mujer se había hecho asqueroso muladar»Libro tercero, capítulo XXXIV, edición citada, pp. 413-414..

En el torrente de los acontecimientos, Garcilaso encuentra siempre ocasión de darle misterio al hecho sucedido, como el desfile de las canoas de «extraña grandeza» que navegan por un río en persecución de los españoles, todas con la particularidad, que al propio narrador asombra, de que «cada una de por sí venía teñida de dentro y de fuera, hasta los remos, de un color solo, como digamos de azul o amarillo, blanco o rojo, verde o encarnado, morado o negro, o de otro color si lo hay más que los dichos […] también los remeros y remos y los soldados; hasta las plumas y las madejas que traen por tocado rodeados a la cabeza, y hasta los arcos y flechas, todo venía teñido de un color solo sin mezcla de otro»Libro sexto, capítulo III, edición citada, p. 494.. Es frecuente asimismo la apostilla cultista, como al comparar la magnificencia de la embajada de la «india señora de la provincia de Cofachiqui» que se presenta ante el gobernador español en una aparatosa nave entoldada semejante, aunque inferior en grandeza, a la «de Cleopatra cuando por el río Cindo, en Cilicia, salió a recibir a Marco Antonio, donde se trocaron suertes de tal manera que la que había sido acusada de crimen lesae majestatis salió por juez del que la había de condenar, y el emperador y señor por esclavo de su sierva, hecha ya señora suya por la fuerza del amor mediante las excelencias, hermosura y discreción de aquella famosísima gitana, como larga y galanamente, lo cuenta todo el maestro del gran español Trajano»Edición citada, pp. 374-375..

Patraña es una hermosa palabra de nuestro idioma, casi siempre usada con recelo, como vocablo un tanto sospechoso, si no ruin. A nuestro autor se le ha acusado en más de una ocasión de ser mendaz, de silenciar aquello que denigra a los suyos y exagerar sus bondades en el cuadro general de los pueblos nativos anteriores al reino de los incas. Quienes lo defendieron de esos ataques, Rivas-Agüero, Porras Barrenechea y Miró Quesada entre otros sabios de relieve, atribuían sus errores y sus silencios al candor y al desconocimiento, y el segundo de los citados lo argumenta de modo persuasivo en el epígrafe correspondiente de su magistral Los cronistas del Perú. Yo querría, sobre cualquier otra consideración, subrayar el dominio del gran literato sobre el reducto del historiador en que se lo confina, sin dársele el justo valor a su veteado e imaginario tratamiento de lo acaecido. El Inca Garcilaso, pese a lo manifestado por él mismo y aquí citado, no era reacio al embuste y la fabulación, al énfasis morboso y a la hipérbole humorística, haciendo alarde, al menos en tres pasajes de su obra escrita, del término «novela», recogido en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de Sebastián de Covarrubias (cuya publicación, no hay que olvidarlo, data de 1611, cuando ya se han difundido los dos libros más célebres del Inca) y así descrito en su segunda acepción por el ilustre lexicógrafo madrileño: «Cuento bien compuesto o patraña para entretener los oyentes, como las novelas de Boccaccio».

Las veces en que el Inca habla de novelas piensa en patrañas, hilvanadas con el instinto y las veleidades del cuentista. En una de las incidencias de más impresionante pathos de La Florida del Inca, la de la enfermedad y muerte del gobernador, el adelantado Hernando Soto, a quien sus soldados, entristecidos por «la orfandad que les quedaba», se ven obligados a enterrar «con silencio y en secreto», sin solemnidad ni exequias fúnebres, el escritor añade como glosa: «porque los indios no supiesen dónde quedaba, porque temían no hiciesen en su cuerpo algunas ignominias y afrentas que en otros españoles habían hecho, que los habían desenterrado y atasajado y puéstolos por los árboles, cada coyuntura en su rama»Primera parte del libro V, capítulo VIII, edición citada, p. 462.. Sepultado, pues, Hernando de Soto de noche y en una hoya grande y ancha del terreno, su tropa, para encubrir el sitio y disimular su tristeza, dio noticia a los indios de «que el gobernador estaba mejor de salud, y con esta novela subieron en sus caballos y hicieron muestras de mucha fiesta y regocijo, corriendo por el llano y trayendo galopes por las hoyas y encima de la misma sepultura, cosas bien diferentes y contrarias de las que en sus corazones tenían, que, deseando poner en el Mauseolo o en la Aguja de Julio César al que tanto amaban y estimaban lo hollasen ellos mismos para mayor dolor suyo», habiendo tomado, sin embargo, concluye Garcilaso, la precaución de «echar mucha agua por el llano y por las hoyas, con achaque de que al correr no hiciesen polvo los caballos»Edición citada, p. 463..

La vida de Garcilaso se aquietó en sus últimos cuarenta años, en una suave rutina de escritor prolífico, piadoso hombre de iglesia y tardío miembro
del clero

Tras la condensada y fluida historia de La Florida del Inca, que no lograría ver publicada hasta 1605, prosiguió la composición de los Comentarios, cuya primera parte abarca ya varios siglos, frente a los pocos años cubiertos por la otra obra. Es probable que ambas se iniciasen a la vez. En todo caso, Garcilaso anuncia los Comentarios en el prólogo a La Florida. Toda la obra de creación del cuzqueño fue escrita en los años andaluces, desde que en el decisivo 1563, desengañado de su intento de obtener las prebendas del rey español a las que por sucesión de su padre, encomendero y luego corregidor de Cuzco, se sentía merecedor, y una vez frustrado su retorno al Perú, recibe inopinadamente «300 ducados, poco más o menos» de su tío Gómez Suárez, fallecido en Badajoz, y acepta a continuación el cobijo y la protección de su otro tío paterno Alonso de Vargas, instalado en Montilla. El resto de la vida del Inca transcurrirá dentro del perímetro de la provincia de Córdoba, excepto en el breve interregno, entre 1569 y 1570, de la campaña militar en las Alpujarras bajo el mando de Don Juan de Austria, que le tuvo en alta estima y trató de ayudarle en su nunca resuelta demanda ante Felipe II. Pequeño terrateniente (como heredero de su tío Alonso), criador de caballos y en conflictivo contacto –estrictamente administrativo– con el gran poeta cordobés Luis de Góngora, la vida de Garcilaso se aquietó en sus últimos cuarenta años (murió con setenta y siete, como dijimos), en una suave rutina de escritor prolífico, piadoso hombre de iglesia muy próximo a la Compañía de Jesús y tardío miembro del clero en funciones de cofrade, sin esposa conocida aunque sí unido a una sirvienta, Isabel de Vega, la madre de su hijo natural Diego, también legitimado como él mismo lo fuera en Cuzco.

Los Comentarios reales, en la totalidad de los nueve libros que forman su primera parte, la más divulgada, fue impresa en 1609, aunque se sabe que desde 1604, un año antes de aparecer La Florida del Inca, tenía ya concedida la licencia real de publicación. Sobre los Comentarios cabe señalar algún punto previo a su lectura. El primero es la advocación –bastante más que un guiño– al título de la obra central del «muchas veces grande Julio César», autor citado con reverencia y enaltecido por sus méritos, dubitativo el Inca de si fueron mejores en el general romano «los de las armas o los de las plumas». Pero también al adentrarse en este extenso libro vuelve a surgir la doble vertiente de lo real, algo que –desde que lo aventurara en 1968 el biógrafo norteamericano del Inca, John G. Varner– no ha suscitado, pienso, la debida atención. Me refiero a la ambigüedad del título, en el que el adjetivo, tanto en su tipografía mayúscula como minúscula, ambas usadas, es habitualmente entendido en su significación monárquica («royal», pues, en inglés), sin considerar la que define el territorio de la realidad («real», en el mismo idioma) que tan caro le es a este vocacional cronista de lo veraz. ¿Acaso el Inca no tuvo en cuenta ambos sentidos, hermanándolos en un subrepticio juego anfibológico? No podemos entrar aquí en los recovecos de esa posible antagonía garcilasiana, pero sí dejar constancia de cómo los anhelos de refrendar el linaje de sus parientes maternos y la gloria desmoronada de su patria son compatibles con las libertades de quien a menudo se inclina más por los «sueños o fábulas» que por los «sucesos historiales», como él mismo escribe en el capítulo XVIII del libro primero.

Una de las estrategias de sofisticado escritor del Inca es iniciar los Comentarios con la seriedad etimológica y la ciencia geográfica del erudito que procede metódicamente: el descubrimiento de aquel mundo nuevo en las antípodas, la orografía y la toponimia de su montañoso reino del Perú: eso le ocupa los siete primeros capítulos. De repente, en mitad del séptimo, como si el deseo de la ficción se hiciese apremiante, el nombre mencionado de la Isla Serrana lleva al autor a un inciso: la isla se llama así «por un español llamado Pedro Serrano, cuyo navío se perdió cerca de ella, y él solo escapó nadando, que era grandísimo nadador, y llegó a aquella isla, que es despoblada, inhabitable, sin agua ni leña, donde vivió siete años con industria y buena maña que tuvo para tener leña y agua y sacar fuego» (Comentarios Reales, I, VII, p. 45). El inciso termina y prosigue el Inca la enumeración de las etimologías de otros puertos, ríos grandes y provincias del nuevo mundo. Por breve tiempo, ya que al llegar al capítulo siguiente, el VIII, que lleva por austero título La descripción del Perú, el autor introduce una filigrana ilusionista en la estructura de la trama (un ardid que le gusta repetir), y a renglón seguido de una disertación sobre la latitud en leguas de los cuatro términos en que se dividía el reino de los incas, dice inopinadamente: «Será bien, antes que pasemos adelante, digamos aquí el suceso de Pedro Serrano que atrás propusimos, porque no esté lejos de su lugar y también porque este capítulo no sea tan corto» (p. 47). Suspensión del relato, circunloquio, manejo diferido y alterno del tiempo narrativo, guiño cómplice al lector; la novela desbordando el cauce histórico.

Recuperado de ese modo fulgurante el hilo de la narración novelesca, el Inca lo expande en cuatro bellísimas páginas sobre las vicisitudes de aquel antecesor de Robinson Crusoe, y en ellas destaca el lance de cómo el náufrago captura con discernimiento a las tortugas gracias a las que subsiste, comiendo su carne esponjosa y bebiendo su sangre a falta de agua; después de tantos años en la isla, «la experiencia le decía a cuáles tortugas había de acometer y a cuáles se había de rendir» (p. 48). El capítulo que le sigue, el IX, La idolatría y los dioses que adoraban antes de los Incas, vuelve a la historia llana en un quiebro muy característico: se desvanece el cuento de aventuras, pero no el colorido de la palabra, que, por ejemplo, al hablar de las viviendas y los alimentos de los barbáricos antecesores de los incas, combina vívidamente la aversión con la fascinada curiosidad ante «esta golosina de comer carne humana, que enterraban sus difuntos en sus estómagos, que luego que expiraba el difunto se juntaba la parentela y se lo comían cocido o asado, según le habían quedado las carnes, muchas o pocas» (p. 59).

Tanto los Comentarios reales, que siguen el curso cronológico de la entera dinastía del Incario, como su segunda parte exenta, La conquista del Perú llevada a cabo por los invasores españoles, son grandes reconstrucciones de un reino milenario y de su final, unificándose las dos partes por la silueta del narrador confesional, el autobiógrafo, que entra y sale del relato –como el niño Gómez Suárez de Figueroa hacía en la casona cuzqueña de sus padres– para atestiguar los detalles de un incidente, reclamar una precedencia o permitirse la coquetería de la autocrítica mitigada. Así es cuando, en mitad de una exposición sobre la fauna de su país natal que se extiende a lo largo de los libros octavo y noveno de los Comentarios y está entre lo más ameno del libro, escribe el Inca, a propósito de la muerte en los Andes de una leona cazada por un español y a la que le encontraron en el vientre dos cachorrillos de tigre, reconocidos por sus manchas, lo siguiente: «Cómo se llame el tigre en la lengua general del Perú se me ha olvidado, con ser nombre del animal más fiero que hay en mi tierra. Reprendiendo yo mi memoria por estos descuidos, me responde que por qué le riño de lo que yo mismo tengo la culpa; que advierta yo que ha cuarenta y dos años que no hablo ni leo en aquella lengua. Válgame este descargo para el que quisiere culparme de haber olvidado mi lenguaje. Creo que el tigre se llama uturuncu, aunque el padre maestro Acosta [el jesuita vallisoletano José de Acosta, autor de una Historia natural y moral de las Indias, 1590] da este nombre al oso, diciendo otoroncos, conforme a la corruptela española; no sé cuál de los dos se engaña; creo que su Paternidad» (p. 621).

Los funerales de Atahualpa, de Luis Montero

La «corruptela» o ignorancia española es un punto de inflexión en la escindida personalidad del Inca, quien, enraizado en España social y religiosamente, no dejó nunca de reclamar la singularidad de su origen y de su transposición y la autenticidad que, convertido en cronista o novelista, solo él podía aportar. Este corolario se hace aún más palmario en su último libro, La conquista del Perú, publicado póstumamente a fines de 1616 y precedido de un Prólogo bastante doctrinario y complaciente con los españoles –personajes épicos de las proezas y guerras intestinas sobre el suelo peruano–, pero dirigido por el autor a «los Indios mestizos y criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo imperio del Perú». Siendo una obra muy pegada a la reseña de hechos militares, conspiraciones y facciones en liza (sobre las que el autor toma partido en favor de los hermanos Pizarro, como lo hizo activamente su padre), no por ello pierde Garcilaso el afán de dar brío a lo narrado y arrastrar al lector con las más brillantes figuraciones, entre las que resulta memorable la del maese de campo Francisco de Carvajal, orgulloso de vestir «un albornoz morisco de color morado con un rapacejo [fleco] y capilla que yo se la vi muchas veces», y en la cabeza un sombrero forrado de tafetán negro y plumas blancas y negras de las gallinas comunes, yendo de «esta gala por dar ejemplo con ella a sus soldados, que una de las cosas que con más afecto les persuadía era que trajesen plumas, cualesquiera que fuesen, porque, según decía, era gala y divisa propia de los soldados y no de los ciudadanos»La conquista del Perú, libro V, capítulo XLI, edición de las Obras Completas del Inca Garcilaso de la Vega, Carmelo Sáenz de Santa María (ed.), Madrid, Atlas, 1965, vol. III, p. 395.. Este colosal maese de campo, pintado con garbo en muchos episodios del libro cuarto, es dominante, al lado de Gonzalo Pizarro, en el quinto, donde se recogen sus dichos extravagantes, sus prisiones y, en el capítulo XLII, las atroces circunstancias de su muerte, descuartizado y repartido su cuerpo por los alrededores de Cuzco, donde cierto domingo, el propio Inca, de paseo con otros niños de su escuela, encuentra uno de sus muslos, «ya corrompida la carne, de color verde»; uno de los escolares, el más porfiado, tocó el despojo con un dedo pulgar, y en los días siguientes se le produjo una monstruosa hinchazón, desde la muñeca hasta el codo, estando muy cerca de perder el brazo y morir: «Todo esto causó Carvajal después de muerto, que semeja a lo que hacía en vida»Edición citada, p. 399..

Lo último que vio el joven Gómez Suárez de Figueroa antes de viajar a España fue la carne momificada de sus ancestros. Al ir a despedirse del entonces corregidor del Cuzco, el salmantino Polo Ondegardo, éste quiso mostrarle «algunos de los vuestros que he sacado a la luz, para que llevéis qué contar por allá», y, en una de las escenas de más bravura de los Comentarios reales, Garcilaso describe cómo halló en una estancia de la casa rectoral cinco cuerpos de los reyes incas, tres de varón y dos de mujer, «tan enteros que no les faltaba cabello, ceja ni pestaña»Libro V, capítulo XXIX, edición citada, pp. 377-378.. Con esa imagen postrera inició su tránsito este «Español en Indias, Indio en España» (tal como lo vio Raúl Porras Barrenechea, profesor y mentor de Mario Vargas Llosa, que lo retrata con afecto en unas páginas muy jugosas de El pez en el agua), en quien la desnacionalización asumida, la fe católica, tantas veces confirmada en sus escritos, el acatamiento a la corona española aun cuando se permita criticarla tangencialmente, no son, a mi modo de ver, indicios de astucia ni de temor, sino las actitudes de una sincera y perdurable alteridad hecha a partes iguales de remembranza y expectación de un porvenir superior, al que él, por azar, tuvo acceso.

Nunca sabremos si el Inca Garcilaso, de haber conseguido lo que pretendía en la corte de los Austrias, habría existido con ese nombre y esa prodigiosa obra de narración histórica articulada con los materiales de la crónica y el memorial autobiográfico. Lo cierto es que su relativa frustración en tierras hispanas le embarcó en una vasta operación de rescate simbólico en el que los vínculos de sangre, el ansia de justicia, las exigencias morales y la doble razón patriótica son los fundamentos. Pero sobre ellos edifica el Inca un monumento para contrarrestar el fracaso, el olvido y las manchas que el tiempo arroja sobre los seres humanos.

En la citada visita de cortesía al corregidor Ondegardo, tras hacer unas reflexiones sobre el embalsamamiento y la pervivencia de aquellas veneradas momias, escribe el visitante: «Acuérdome que llegué a tocar un dedo de la mano de Huaina Cápac [el duodécimo rey de la dinastía]; parecía que era de una estatua de palo, según estaba duro y fuerte»Edición citada, p. 379.. Los cadáveres secos de los cinco reyes pesaban tan poco que los naturales los llevaban, cubiertos con sábanas blancas, de casa en casa de los caballeros que pedían verlos. Y concluye así el Inca su reminiscencia de juventud: «por las calles y plazas se arrodillaban los indios, haciéndoles reverencia con lágrimas y gemidos; y muchos españoles quitaban la gorra, porque eran cuerpos de reyes, de lo cual quedaban los indios tan agradecidos que no sabían cómo decirlo».

Vicente Molina Foix es escritor, traductor y cineasta. Sus últimos libros son El abrecartas (Barcelona, Anagrama, 2010), El hombre que vendió su propia cama (Barcelona, Anagrama, 2011), La musa furtiva. Poesía, 1967-2012 (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013), El invitado amargo, con Luis Cremades (Barcelona, Anagrama, 2014) y Enemigos de lo real (Escritos sobre escritores) (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016).

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