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Paul Celan, herido de realidad 

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Paul Antschel nació en 1920 en Czernowitz (Bucovina), cuando la región pertenecía al imperio austrohúngaro. Judío de nacimiento, soportó el totalitarismo soviético, que deshizo la ensoñación socialista de su juventud, y el totalitarismo nazi, que diezmó a su familia. Se suicidó en París en 1970, agotado por una depresión que le hizo perder transitoriamente la razón. Cuando se arrojó al Sena desde un puente, huía de un creciente malestar interior, alimentado por dolorosas pérdidas (sus padres no lograron sobrevivir a la deportación al Lager) e irresolubles paradojas (escribía su poesía en alemán, la lengua de los verdugos). Fidel Martínez ha recreado una vida marcada por la crueldad del poder totalitario, cuyo fin último es destruir al individuo, convertirlo en masa y procesarlo como un objeto, invocando la necesidad de crear un «hombre nuevo», presunta llave de un paraíso que pondrá fin a las imperfecciones y turbulencias del devenir histórico.

Fidel Martínez ha escogido como título de su novela gráfica Fuga de la muerte, el poema más conocido de Celan. «Fuga de la muerte» pertenece al libro La arena de las urnas (1948). Su celebridad está asociada a su carácter testimonial y a su clarividencia sobre el fenómeno de los campos de concentración. Aunque se escribió en 1945, poco después del término de la Segunda Guerra Mundial, puede afirmarse que es poesía desde Auschwitz. Celan no fue enviado al famoso campo ubicado en suelo polaco, pero conoció la experiencia de la deportación, los trabajos forzosos y la expectativa cotidiana de una muerte violenta. «Fuga de la muerte» es un poema oscuro y, al mismo tiempo, esclarecedor, que alude a la rutina del Lager mediante poderosas imágenes. «Negra leche del alba». Es lo que beben los prisioneros día y noche, mientras cavan «una fosa en los aires», una tumba que ofrece a los condenados espacio, libertad, dignidad. Allí «no se yace estrecho», como en las literas de los barracones, las cámaras de gas o las fosas comunes. «La muerte es un Maestro alemán» que hace sonar los violines mientras el humo de los crematorios trepa por el aire. La muerte es una «melodía» con el «ojo azul» –frío, glacial? que pretender borrar al pueblo judío de la faz de la tierra. Fidel Martínez ha captado con su estilo vigoroso y expresionista el mundo interior de un poeta que alumbró imágenes imposibles para explicar lo inexplicable. El genocidio no es una simple matanza, sino una abominación metafísica que nos sitúa en el terreno de lo imperdonable, lo inexpiable y lo imprescriptible. No puede perdonarse un crimen que atenta contra la humanidad como género, subvirtiendo un valor tan elemental como el derecho a la vida y a la diferencia. No hay atenuantes para un odio que niega al otro, repitiendo el gesto fratricida de Caín. No hay plazo de prescripción para los actos genocidas, que privan de la existencia a un grupo humano por el mero hecho de haber ocupado un espacio en la historia.

Aunque se trata de una cuestión moral y política, sólo un poeta puede narrar la estancia en un lugar que parece extraído de las visiones del infierno de Dante y el Bosco. Fidel Martínez actúa como un poeta, transformando sus dibujos en fogonazos que nos acercan a la angustia, el miedo y la impotencia de los deportados, meras briznas en el jardín de la utopía totalitaria, sin otro destino que ser violentamente extirpadas. La primera escena de su obra muestra a Paul Celan corriendo por un puente que atraviesa el Sena. Su sombra es inquietante y descomunal, con una forma que recuerda al Nosferatu de Murnau, la famosa película de 1922, que hoy se contempla casi como una profecía de los doce años de nacionalsocialismo. Un cielo negro y un perfil minimalista de París completan una página tan perturbadora como El grito, de Edvard Munch. La página siguiente escenifica una muerte que parece interrumpirse gracias a la intervención de la memoria.

A partir de ese momento, Fidel Martínez inicia una larga visión retrospectiva de la peripecia vital de Paul Antschel, que se convertiría en Paul Celan después de la guerra. La acción se ubica en Czernowitz, una ciudad donde convivían sin grandes tensiones lenguas y culturas. La liquidación del imperio austro-húngaro, indudablemente imperfecto, pero mucho más humano que cualquier ideología totalitaria, liberaría las tendencias más destructivas de la cultura europea. Fidel Martínez presenta a Antschel como un sensible y tímido niño judío que escribe poesía. Está muy unido a su madre, que acepta y alienta su vocación. Por el contrario, el padre es un hombre autoritario y pragmático, que obliga a su hijo a profesar los ritos del judaísmo y a encauzar sus estudios hacia una profesión de provecho. Martínez refleja la prematura soledad e inadaptación del poeta, obligado a leer un pasaje de la Tora en la sinagoga para cumplir con el rito de iniciación a la vida adulta de la tradición judía. Celan siempre se interesó por la mística. No es un escéptico, que rechazaba la dimensión religiosa del ser humano, pero renunció a continuar sus estudios de hebreo tras conocer el mito de la torre de Babel. Fidel Martínez recrea el pasaje bíblico con un eficaz planteamiento visual. Los hombres –figuras con cabeza diminutas que evocan el arte rupestre? parecen particularmente indefensos ante un Dios que observa su obra con desagrado. Su ardid de multiplicar las lenguas paraliza el proyecto, sembrando la división y el caos. Con trazos de enorme fuerza y crudeza, Fidel Martínez destaca la trágica dispersión del género humano por culpa de un Dios celoso y vengativo. Antschel, que sueña con un lenguaje poético tan universal como la música, comunica a su padre su decisión y éste reacciona con la misma cólera de Yahveh, arrugando la frente y alzando la voz. No sé si Fidel Martínez buscaba ese efecto, pero las arrugas componen una forma que se asemeja a la esvástica nazi. Es inevitable pensar en Imre Kertész, que identifica al poder totalitario con la figura del padre.

En su juventud, Antschel se identifica con el socialismo. Piensa que es posible un mundo nuevo, sin injusticias ni desigualdades. La ocupación soviética disuelve esa ilusión, pero en el camino conoce el amor y afianza su vocación poética. Una perspectiva cenital del joven Antschel, huyendo de los camisas pardas, parece presagiar la escena del puente sobre el Sena. Paul recaudaba fondos para ayudar a la Segunda República española, amenazada por el alzamiento militar, cuando unos nazis lo descubren y comienzan a perseguirlo. Durante la huida, conoce a Margarete, una chica que se integrará en sus reuniones de jóvenes socialistas, aficionados a la música. En un círculo donde se admira a Schubert y Beethoven, Paul no oculta que prefiere el jazz, la música degenerada tan odiada por Hitler y sus acólitos. Aún faltan unos años para la infame conferencia de Wannsee, que el 20 de enero de 1942 acordará «la solución final al problema judío». Mefistófeles se aparece al joven Paul, ofreciéndole el amor de Margarete a cambio de su alma. Margarete no es una simple mujer, sino la encarnación de la deslumbrante cultura alemana –Goethe, Hölderlin, Heidegger? que tanto seduce al futuro Paul Celan. Es la Margarete del «cabello de oro» de «Fuga de la muerte». En una viñeta, aparece como la clásica campesina alemana, con esa belleza nórdica que exaltaba la propaganda nazi. Paul cita a Rilke: «¿Como sujetar mi alma para / que no roce la tuya?» («Canción de amor»). Margarete se marchará a Alemania, provocando en Paul el dolor de la separación. No es una simple peripecia sentimental, sino la dramática escisión entre un poeta y su lengua, el idioma que ha escogido para levantar su obra.

Paul se trasladará a París y empezará a estudiar medicina. Contemplando La libertad guiando al pueblo, el famoso óleo sobre lienzo de Eugène Delacroix, consolida su «compromiso con la capacidad regenerativa y liberadora del arte». Charlando con Inmanuel, músico y poeta, exclama: «Sólo el poema nos hará libres. A él debemos aferrarnos». La ocupación soviética revelará que el socialismo es una utopía ficticia, uno de los nombres que adopta el poder totalitario para encubrir su afán ilimitado de dominación. La decepción política profundizará su ardiente fe en el arte. La dictadura pronazi de Ion Antonescu se mostrará implacable con los judíos. Comienza en el hacinamiento en los guetos y, más tarde, la deportación y el exterminio. Fidel Martínez recrea la tragedia con perspectivas aberrantes: primeros planos de rostros aterrados, deformados, animalizados; planos generales con líneas gruesas, que explotan el contraste entre el blanco y el negro. El asesinato de la madre de Paul combina la ternura de una faz serena con la enorme boca dentada del verdugo. La víctima tiene un rostro, una historia; el verdugo sólo es una cara desfigurada por el odio, un hombre deshumanizado, que se ha anonadado a sí mismo para ser el brazo ejecutor de una ideología criminal.

Las últimas páginas son especialmente brillantes. Las viñetas se enlazan en una danza macabra que preludia el suicido de Celan. La mente del poeta es un hervidero de imágenes: hojas volando, el humo de los crematorios, cadáveres apilados, esqueletos bailando y tocando flautas, la tristemente célebre entrada a Auschwitz, los rostros más conocidos del antisemitismo (Lutero, Hitler, Himmler), el semblante de su madre con la frente agujereada por una bala, las bandas de música de los campos de concentración, la belleza clásica de Margarete, los pétalos blancos de la eufrasia, con sus poderes curativos. Y en una viñeta que ocupa toda la página el rostro del poeta convertido en máscara mortuoria, flotando sobre la gigantesca chimenea de un horno crematorio. Como decía Artaud: nadie se mata solo. Siempre hay una o varias manos que ayudan a precipitar el desenlace. Paul se arroja al Sena, cuya superficie tiembla y espejea con multitud de rostros. La Shoah no habría sido posible sin la complicidad de las masas que apoyaron y jalearon las políticas de exterminio. A pesar de todo, la última palabra no es la muerte, sino la poesía. Fidel Martínez finaliza con Paul en Bucarest, recitando el primer verso de «Fuga de la muerte»: «Negra leche del alba…».

En «Fuga de la muerte», Celan convocó a Bach, Wagner, Heine, el Génesis, el tango, la Margarete del Fausto de Goethe, y Sulamit, la doncella del Cantar de los Cantares. Como señala John Felstiner en Paul Celan. Poeta, superviviente, judío, el rasgo elemental del poema es «una cadencia de la degradación; un ciclo inescapable, carente de sentido como el que Nietzsche llamara el “más terrible” aspecto del eterno retorno. Wir trinken und trinken: “bebemos y bebemos”; un ritmo animado que recuerda canciones alemanas que le gusta cantar a la gente, tales como las que entonarían en la cervecería de Múnich en la que tuvo su origen el partido nazi». Esa fatal cadencia no desemboca en la desesperación, sino en la impugnación de una ideología que opone la Margarete del Fausto a la Sulamit judía. El «pelo de ceniza» de la doncella judía triunfa sobre el mito ario. «Oscurecida por la ceniza –escribe Felstiner?, Sulamit pone fin al poema aferrándose a lo que el nazismo trató de erradicar: una entidad con raíces. Arcaica, inalienable, tiene la última palabra, por no hablar del silencio que sigue».

Fidel Martínez obtiene el mismo resultado con una novela gráfica que sólo reconoce una patria para el género humano: la poesía. Y la poesía no es un género literario, sino un lugar de encuentro y una ventana abierta a la esperanza.

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