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África y algunos otros fantasmas

El ÁFRICA FANTASMAL: DE DAKAR A YIBUTI

Michel Leiris

Pre-Textos, Valencia

Trad. de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar

844 pp.

45 €

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El África fantasmal es uno de esos libros no por inclasificables menos esenciales. El título, una adjetivación del «fantasma» del original un tanto gratuita, es uno de los pocos reproches que haría a la presente traducción, por lo demás muy solvente. Que haya llegado a nosotros más de setenta años después de su primera publicación es un síntoma elocuente de la falta de interés que hay en nuestro país por la etnografía africanista. Bien es cierto que, por un lado, no se trata de un texto etnográfico al uso, y, por otro, es mucho más que eso.
 

El África fantasmal es el diario de Michel Leiris durante su participación en la célebre misión Dakar-Yibuti que, con el patrocinio del Gobierno francés, recorrió el continente africano de su extremo occidental al oriental entre 1931 y 1933. Antes de este viaje, Leiris no era más que un joven con aspiraciones literarias, sin una obra de peso, cuya vinculación al surrealismo se había saldado con el desencanto. En 1929, el año en que, coincidiendo con la publicación del segundo manifiesto del movimiento, André Breton incluye el nombre de Leiris en la lista de bajas forzosas, Georges Bataille le ofrece trabajo en la recién fundada revista Documents. Poco después, Marcel Griaule, compañero suyo en la revista, es nombrado director de la misión Dakar-Yibuti y lo invita a participar en calidad de secretario-archivero e «investigador en materia de sociología religiosa y etnografía de las sociedades secretas». La formación etnológica de Leiris, cuando en mayo de 1931 se embarca en Burdeos rumbo a Dakar, es casi nula. Apenas ha asistido como oyente a algunos cursos de Marcel Mauss en el Instituto de Etnología de la Universidad de París (el centro, como correspondía a una disciplina todavía incipiente en Francia, había sido fundado por Lévy-Bruhl, Rivet y el propio Mauss poco antes, en 1925). Por no tener, Leiris no tiene siquiera un título universitario. Su participación en la misión, por tanto, no va a ser sólo un encuentro con la realidad africana del momento que, dadas las condiciones del viaje, apenas emerge de la opacidad las más de las veces, sino también con la práctica etnográfica en el contexto colonial. Como el propio Leiris escribió en 1981, en una de esas prières d’insérer de las que era un maestro consumado, para ese «surrealista disidente» lo crucial fue la experiencia de «su confrontación tanto con una ciencia para él totalmente nueva como con ese mundo africano del que apenas conocía nada más que su leyenda».

No hace falta ser etnógrafo para caer en la cuenta de lo mucho que esta obra prodigiosa tiene de rito de iniciación. De ahí, tal vez, la fascinación que sigue ejerciendo en los lectores de hoy. Iniciación como etnógrafo, desde luego. Las decisiones erradas, las meteduras de pata, las frustraciones, las impresiones ambivalentes y un casi permanente sentimiento de no estar a la altura de la tarea asignada, constituyen gran parte del encanto del libro. En «mi amateurismo de entonces», según escribiría ya entrado en años, tenían cabida no pocas dosis de ingenuidad, como cuando en la fase inicial del viaje le dice por carta a su mujer que los trabajos de la misión «serán al menos tan importantes como los de Malinowski». Nada más alejado de las estrictas prescripciones metodológicas del antropólogo de origen polaco que el programa que Griaule y los suyos se habían fijado. La regla de la misión fue el viaje de reconocimiento. Hasta la llegada a Etiopía, punto del itinerario en que el ritmo de la misión cambia por completo, no permanecen más que unos días allá donde van. Hasta entonces, la estancia más larga había sido entre los dogon del actual Mali, poco más de un mes. Las observaciones son forzosamente superficiales. La labor etnográfica se hace las más de las veces a salto de mata, casi siempre utilizando intérpretes, a menudo poco fiables. Leiris no esconde su decepción en aquellas ocasiones en que resulta particularmente evidente que no da más que palos de ciego, como cuando el 14 de enero de 1931 descubre por casualidad que hace diez días, en los alrededores de Mora, en el norte de Camerún, ha participado sin saberlo en la fiesta de reintegración en la comunidad de un grupo de adolescentes tras su iniciación. «Es una lección. En lo sucesivo, enfocaré las indagaciones aún más a ras de suelo», escribe decepcionado. En definitiva, un calendario marcado por la recogida voraz de objetos, que Leiris está encargado de registrar y clasificar, y que habrán de integrar más tarde la colección africana del Museo del Hombre de Trocadero, no deja margen a investigaciones en profundidad.
 

El África fantasmal no fue, por lo demás, una iniciación profesionalmente exitosa. Antes bien, condenó a Leiris a una posición marginal en el estamento académico francés. Efectivamente, la recepción de la obra por los grandes nombres de la antropología francesa del momento fue inequívocamente hostil. Mauss calificó su publicación de «inoportuna» y reprochó a Leiris los efectos perjudiciales que el libro tendría en el futuro sobre la colaboración del aparato administrativo colonial con las investigaciones etnográficas. Le acusó, además, de falta de rigor científico y le tachó de «literaturero». Las heridas que el libro abrió en Griaule, el jefe de la misión, que, por sus trabajos entre los dogon, se convertiría con el tiempo en autoridad nacional máxima sobre religión, mitología y simbolismo africanos, nunca cicatrizaron. Leiris, que en un principio se había comprometido a mostrarle las pruebas de imprenta, nunca lo hizo. Sin duda, pesó en esta decisión la certeza de que su antiguo jefe le obligaría a cambiar o suprimir numerosos pasajes. Tras la aparición del libro, la ruptura entre ambos fue inmediata. Al igual que a Mauss, a Griaule, según dijo, le enfureció el modo en que Leiris había comprometido el futuro de las investigaciones de campo en el África colonial. A él, sin embargo, el relato de Leiris le tocaba bastante más de cerca. En efecto, Griaule es en el libro protagonista de numerosas peripecias, no siempre afortunadas. La dedicatoria de la primera edición, «a mi amigo Marcel Griaule», un débil gesto apaciguador, pronto quedó caduca y de­sa­pareció en sucesivas ediciones.

Para los no especialistas, en cualquier caso, tendrá aún más interés el modo en que Leiris se inicia en El África fantasmal como escritor. La prosa del libro es de una frescura incomparable. Parte del secreto reside en la cercanía entre las vivencias y el momento de la escritura. El cotejo del texto publicado con los cuadernos de campo originales no deja lugar a dudas. Con la salvedad de las obligadas correcciones, por un lado, y del aligeramiento de algunos relatos de casos de posesión en Etiopía excesivamente tediosos, por otro, el autor permanece fiel a esos cuadernos hasta la literalidad. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que no pensara en su publicación mientras los escribía. Al contrario, como él mismo confiesa al lector, «desde el principio, he luchado contra un veneno: la idea de la publicación». Desde muy pronto –lo sabemos por las cartas que escribió a su mujer durante el viaje– Leiris tiene clara conciencia del valor del texto, decide escribir en papel calco en prevención de una posible pérdida, y advierte a su mujer frente a la tentación de irse de la lengua sobre el contenido de sus páginas. El contacto con la editorial, a través de Malraux, por ejemplo, se fragua al poco de llegar la misión a Etiopía.

La frescura, tal vez, deba algo también a su paso por Documents, la revista de la que Bataille quiso hacer «una máquina de guerra contra las ideas recibidas». Pero, por encima de todo, lo que se deja sentir en el texto es la huella del carácter inconformista de un outsider. Se buscarán antecedentes en vano. Sencillamente, la literatura en lengua francesa no conocía nada semejante. Piénsese, por ejemplo, en la comparación más obvia: los diarios del viaje de André Gide al África subsahariana. Publicados apenas tres años antes del comienzo de la misión Dakar-Yibuti, Viaje al Congo y El regreso del Chad tuvieron en su momento, por su denuncia de la explotación colonial europea en tierras africanas, un impacto considerableAndré Gide, Viaje al Congo, trad. de Marga Latorre, Barcelona, Península, 2004; Le retour du Tchad, París, Gallimard, 1928.. Además, permitieron a Gide inventarse a sí mismo como conciencia nacional e intelectual público, papeles en los que Regreso de la Unión Soviética, en 1936, y los Diarios, a partir de 1939, supondrían la confirmación. Leiris, como es lógico, y según nos cuenta en El África fantasmal, había leído los diarios africanos de Gide. Sin embargo, a pesar de ello y de la cercanía en el tiempo de ambos textos, el tono no puede ser más dispar. No es que Gide le vaya a la zaga a Leiris en la consignación de apreciaciones subjetivas. El lector acaba sabiendo más de lo que seguramente le gustaría sobre los problemas gástricos, los cambios de humor y otras aflicciones que padecen durante el viaje tanto Gide como su compañero, Marc Allégret. La diferencia estriba en sus distintas maneras de mirar el mundo. La voz de Gide, que tiende a tomarse a sí mismo demasiado en serio, suena impostada, grandilocuente y púdica frente al lenguaraz e irreverente Leiris.

Para hacerse una idea del contraste, basta comparar las anotaciones de ambos a su paso por un mismo lugar: el sultanato de Ray Bouba en la sabana camerunesa. Tanto alemanes como después franceses confiaron la administración de este extenso territorio a los clanes fulbe que lo habían dominado desde el siglo XVIII. El con­siguiente aislamiento había hecho de Ray Bouba una especie de pieza de museo representativa de las estructuras políticas teocráticas que se habían consolidado en el norte del actual Camerún tras la yihad declarada en 1804 por Usman dan Fodio, el fundador del emirato de Sokoto. Gide se presta dócil a «la entrada resueltamente teatral» que para él ha preparado el lamido (del verbo laamugo, «gobernar» en fulfulde) de Ray Bouba, hasta el punto de aprovechar el tiempo de espera para plancharse una chaqueta limpia y sacar lustre a sus botas. En su descripción de la llegada, el elemento coreográfico figura en un primer plano. A la polvareda levantada por veinticinco jinetes con sus cotas de malla, sesenta lanceros, y otros ciento cincuenta jinetes, esta vez enturbantados, le siguen nuevas oleadas de gente, que «se suceden cada vez más rápido, empujadas por una espesa muralla de hombres a pie: arqueros apiñados en un orden perfecto. Tras ellos, logramos distinguir algo al principio incomprensible: una fila de escudos de piel de hipopótamo, casi negros, sostenidos con brazo firme por figurantes que se esconden detrás. Transido yo mismo por este ballet extraordinario, el conjunto se funde ante mis ojos en una sinfonía gloriosa; pierdo noción de los detalles y detrás de este último telón de hombres que se rasga, no distingo ya, frente a los muros de la ciudad, a tiro de flecha de la puerta por donde entraremos, al pie de una leve pendiente y a la sombra de un grupo de árboles enormes, al sultán rodeado de su séquito. Al acercarnos, baja de una especie de palanquín cargado por hombres desnudos y agachados. Dos parasoles: uno púrpura le protege directamente; el otro, mucho más grande, negro tejido en hilo de plata, cubre el primero. Bajamos del caballo y, poniendo de nuestra parte para representar lo mejor posible a Francia, a la civilización, a la raza blanca, avanzamos lenta, digna, majestuosamente, hacia la mano tendida del sultán, flanqueados por los dos intérpretes, el que nos ha acompañado desde Binder y el intérprete del sultán llegado ayer a nuestro encuentro. El sultán es altísimo, aunque menos de lo que me había imaginado por los comentarios que sobre él circulan. La belleza de su mirada me impacta. Ciertamente, no persigue tanto hacerse temer como hacerse amar».

Cinco años después, coincidiendo con los preparativos de la fiesta del final del Ramadán, el mismo lamido recibió la visita de Griaule y Leiris. En la crónica del secretario-archivero no hay espacio para la delectación en los fastos de la corte de Ray. El empeño de Gide de ver en el lamido a un déspota paternalista es reemplazado por una mirada más distante, por momentos abiertamente cínica. Griaule pasa la mayor parte del tiempo postrado por unas fiebres; Leiris, que para paliar el aburrimiento se harta de pasteles de mijo y otras golosinas, decide lavarse los dientes con aguamiel, también parte de los agasajos del anfitrión; ambos se enojan por lo mal recibida que es su toma de fotografías y la negativa a mostrarles el interior del palacio. Cuando, gajes del calendario lunar, el final del Ramadán se retrasa un día, un Griaule enfermo e impaciente anuncia, a través de Leiris, su intención de marcharse sin presenciar la fiesta. Los buenos oficios del intérprete de Ray, un maestro de la sutileza diplomática fulbeSe trataba de Hamadjoda Abdoullaye, el mismo que atendiera a Gide y que cuatro décadas después se convertiría, gracias a los esfuerzos de Eldridge Mohammadou por construir una historia oral de esta región, en cronista de Ray Bouba. Véase Eldridge Mohammadou (ed.), Ray ou Rey-Bouba, París, CNRS, 1979., y la leve mejora de las dolencias de Griaule les hacen quedarse finalmente. Tras una descripción poco entusiasta del despliegue ceremonial que tiene lugar, Leiris concluye: «Glorificación de la riqueza en lo que tiene de más real: la panza. Poco después de este punto culminante, felicitamos al sultán por su fiesta y nos despedimos. Sin duda no espera que asistamos a la distribución de alimento que va a tener lugar. La cosa se producirá con menos aparato y, dada la multitud, los víveres quizá resulten de una abundancia menos regia de lo que parecía. En dos palabras, nos vamos». El texto de Leiris, por su alejamiento de las convenciones narrativas que Gide respeta, pone el acento sobre las limitaciones de una visita relámpago a un paraje remoto en el que nadie, salvo dos intérpretes, habla francés. Mientras a Gide le basta una mirada para penetrar en las profundidades del ser del lamido, para Leiris, cuando llega la hora de marcharse, ese «coloso majestuoso» africano sigue siendo tan enigmático como el interior de su palacio.

Tal vez lo más cercano que encontremos a una fuente de inspiración de El África fantasmal sean las Impresiones de África de Raymond Roussel, recientemente reeditadas entre no­so­trosImpresiones de África,trad. de María Teresa Gallego, María Isabel Reverte y Pere Gimferrer, Madrid, Siruela, 2004.. En un artículo aparecido en Documents, antes del comienzo del viaje, Leiris recuerda cómo sus padres, amigos de Roussel, lo llevaron con sólo once años a ver una pieza teatral basada en la novela. Allí también deja constancia de que ese viaje de la imaginación pura que es la obra de Roussel había tenido un peso nada desdeñable en su decisión de tomar parte en la misión.

En cualquier caso, y los materiales heteróclitos que lo componen dan prueba de ello, estos diarios de viaje no se dejan reducir a un impulso único, por poderoso que fuera en un momento dado. El propio autor lo dejó claro en la prière d’insérer de la primera edición (1934), donde, en un pasaje que ha hecho las delicias de más de un representante de la llamada antropología posmoderna, especula sobre la obra tan distinta que habría escrito si se hubiera decidido a reelaborar los cuadernos de viaje. Esos cuadernos, que Leiris va rellenando con apretada letra –y no deja de ser admirable lo meticuloso que es en el cumplimiento de esa obligación en gran medida autoimpuesta–, están marcados por el signo de la transformación. Es, en el sentido más ajustado de la expresión, una work in progress. A ese respecto, el cambio más pronunciado tal vez sea el que media entre la primera y segunda parte del libro, que no puede disociarse de las circunstancias que rodean la misión a partir de la llegada a territorio etíope. A los obstáculos político-administrativos, los problemas logísticos y los días muertos de espera, se suman el creciente recurso del autor a la lectura como refugio y sus enormes dificultades para mantener a raya sus pulsiones eróticas.

De todos modos, lo que constituye el sello distintivo de esta obra está presente desde las primeras páginas. En 1981, Leiris, en una de las numerosas ocasiones en que se entregó al ejercicio de revisitar su obra, lo expresó con lucidez: «El cuaderno pronto se deslizó hacia el diario íntimo, como si hubiese alcanzado inconscientemente la certeza de que, si se centraba en anotaciones exteriores y callaba acerca de lo que él mismo era, el observador estaría haciendo trampa al ocultar un elemento capital de la situación concreta». Una de las contribuciones capitales de El África fantasmal al género etnográfico es precisamente el modo en que hace visible lo que casi siempre quedaba en él totalmente oscurecido, por utilizar palabras de Clifford Geertz, «la rareza que supone construir textos ostensiblemente científicos a partir de experiencias claramente biográficas»El antropólogo como autor, trad. de Alberto Cardín, Barcelona, Paidós, 1989, pp. 19-20.. No es de extrañar, por tanto, que la antropología posmoderna norteamericana que irrumpió con fuerza a mediados de los años ochenta, tras la publicación del célebre volumen colectivo Writing CulturesJames Clifford y George E. Marcus, Retóricas de la antropología, trad. de José Luis Moreno-Ruiz, Madrid, Júcar, 1991., volviera a este libro. Para James Clifford, por ejemplo, la escritura de Leiris, que «minaba la asunción de la posibilidad de reunir en un todo coherente de narrativa estable el yo con el otro», estaba llena de lecciones para una disciplina atrapada en una profunda crisis de representación. Para salir de semejante impasse, El África fantasmal, con una «poética» en la que dominan lo incompleto y la idea de proceso, nos dice Clifford, apuntaba ya en fecha tempranísima en la dirección ­correctaVéase James Clifford (ed.), Dilemas de la cultura, trad. de Carlos Reynoso, Barcelona, Gedisa, 1995..

Este último es un aspecto estrechamente relacionado con una de las lecturas más frecuentes que ha venido haciéndose de esta obra. De celebrar una escritura en la que los etnógrafos y sus colaboradores tienen igual presencia que aquellas personas que se convierten en sus objetos de estudio, a identificar como motivo dominante de la misma una crítica de los métodos etnográficos, hay sólo un paso que muchos comentaristas no han dudado en dar. Se trata, como opina con acierto Jean Jamin, depositario de los papeles de Leiris y responsable de una espléndida edición comentada y anotada de las obras africanistas de su amigo y maestroMiroir de l’Afrique. París, Gallimard, 1996., de una lectura errada. No hay una crítica sistemática de la práctica investigadora. Antes bien, a pesar de su declarada insatisfacción con algunos procedimientos practicados por sus compañeros de la misión y la conciencia de sus muchas limitaciones, Leiris es el primero en recurrir a ellos cuando cree que las circunstancias lo aconsejan. Si hay crítica, pasa preferentemente por el expediente del distanciamiento irónico («mi trabajo de peón, juez de instrucción o burócrata») y es, en cualquier caso, más intuitiva que reflexiva. A lo largo del viaje, «ese demonio glacial de la información» se apodera de él más a menudo de lo que seguramente le hubiese gustado. En última instancia, Leiris asume el trabajo de campo à la Griaule, presidido por un principio de sospecha sobre la veracidad de las informaciones recabadas, y situado a medio camino entre la indagación policial y el dictamen judicial. Así lo prueban sus obras posteriores propiamente académicas. Del principal informante de su monografía sobre la lengua secreta que los dogon de Sanga utilizan en ciertos contextos ceremoniales, por ejemplo, escribirá que «soportaba a disgusto la contradicción, incluso cuando quedaba probado que había incurrido en delito flagrante de falacia». La misma actitud de fondo impregna las páginas de su otro libro académico de entidad, que trata sobre la posesión y sus aspectos teatrales en Gondar (Etiopía). Si algo muestran estas dos obras, por otra parte, es que a pesar de sus finas dotes de observador, Leiris nunca realizó un trabajo etnográfico suficientemente sostenido y profundo. La fecha tardía de publicación de ambas obras (1948, la primera; 1958, la segunda), basadas en materiales recopilados durante su participación en la misión Dakar-Yibuti, es reveladora a este respecto. Que antes de publicar el segundo estudio nunca contemplara volver a Gondar, donde sólo había pasado seis meses más de veinticinco años antes, para al menos intentar reencontrarse con su querido Abba Jérôme, figura omnipresente en la segunda parte de El África fantasmal y sin el que sus investigaciones sobre la posesión por espíritus zar no hubieran sido posibles, no deja de causar perplejidad. No en vano, como nos recuerda Jean Jamin, justo antes de la publicación de La posesión y sus aspectos teatrales entre los etíopes de Gondar, al poco de su tentativa de suicidio de 1957, Leiris había dejado escrito que «la etnografía no ha sido para mí nunca un verdadero oficio».

Otro error de lectura igualmente frecuente, nos advierte Jamin, consistiría en ver en El África fantasmal un libro de contenido esencialmente político, y más concretamente una proclama contra el colonialismo. Leiris estaba ciertamente familiarizado con semejantes posiciones, de las que el movimiento surrealista había hecho gala, expresando su repulsa, sin ir más lejos, frente a la gran Exposición Colonial Internacional de París de 1931. Sin embargo, no adopta en su libro una postura anticolonial, algo que, por otra parte, no debe extrañar en alguien que participa en un viaje pa­trocinado por el Ministerio de las Colonias francés. Este reproche, precisamente, fue el que le hizo su amigo Alberto Giacometti a su regreso del viaje. Como él mismo escribe en el preámbulo de 1981 que abre el libro, Leiris emprende el viaje sin otro programa que una vaga esperanza de autotransformación, que la experiencia haga de él otro hombre, «más abierto y curado de sus obsesiones». La obra, por supuesto, no deja de retratar a una Francia de ultramar a medio camino entre lo grotesco y lo absurdo, con su galería de personajes coloniales abiertamente racistas, provincianos, alcohólicos y ridículos. Pero lo que predomina no es un cuestionamiento de la opresión reinante, sino el sentido del humor y el inconformismo, rasgos del estilo del autor.

No será hasta más tarde, en los años cuarenta, tras la frecuentación de figuras como Jean-Paul Sartre y Aimé Cesaire, cuando tome una postura explícitamente anticolonial. Su célebre artículo, “El etnógrafo ante el colonialismo”, publicado en 1950 en Les Temps Modernes, constituye un acto inau­gural en la antropología francesa. Por primera vez, desde la disciplina, se sacan conclusiones sobre los mil pequeños actos de connivencia entre etnógrafos y funcionarios coloniales de los que está hecho el trabajo de campo en situación colonial: Leiris acuña este término, que Georges Balandier se encargará de popularizar en su Sociología actual del África negra, de 1955.

Indisociable de las complicidades existentes entre etnógrafos y poder colonial –y si algo ilustran las anotaciones de este diario es que las relaciones entre ambos estaban muy lejos de ser siempre armoniosas– fue la laxitud con que los miembros de la misión interpretaron su «permiso de captura científica». La magnífica fotografía que sirve de portada a esta primera edición en castellano remite directamente a la falta de escrúpulos con que desarrollaron su labor, a veces rayana en lo compulsivo, de recogida de objetos. Tomada el 6 de septiembre de 1931, muestra a Griaule y Leiris dispuestos a presentar una ofrenda de pollos en sacrificio al kono, santuario de la principal sociedad de iniciación bambara. No se trata aquí de privar a los lectores del placer de leer el escalofriante relato de lo que sucedió después. Tal vez baste señalar que esa crónica de lo que desde entonces se ha conocido como «el robo del kono» estuvo en el centro de la posterior ruptura entre quienes fueran director y secretario-archivero de la misión. Animados por el éxito de su acto de pillaje, apenas disimulado por la entrega de diez francos, lo repiten en otras dos al­deas al día siguiente. «Mi corazón late con gran fuerza porque, desde el escán­dalo de ayer, percibo con mayor agudeza la enormidad de lo que cometemos», nos confiesa Leiris. La carta escrita a su mujer a los pocos días, el 19 de septiembre, ofrece un interesante contrapunto: «Los métodos empleados para la investigación se parecen más a los interrogatorios de un juez de instrucción que a conversaciones en plan amistoso, y los métodos de recogida de objetos, nueve de cada diez veces, pasan por la venta forzosa, cuando no por la confiscación pura y simple. Todo lo cual ensombrece en cierto modo mi vida y me hace tener la conciencia tranquila sólo a medias. Si, por una parte, aventuras como la captura del kono, a fin de cuentas, me deja sin remordimientos, pues no existe otro medio de conseguir semejantes objetos y el sacrilegio tiene de por sí algo de bastante grandioso, por otra, las compras habituales me sumen en la perplejidad, pues tengo la impresión de que estamos atrapados en un círculo vicioso. Saqueamos a los negros con el pretexto de transmitir a la gente conocimiento y amor por ellos, es decir, en definitiva, para formar nuevos etnógrafos que les “amarán” y saquearán tal y como hemos hecho nosotros».

Todavía hoy, una de las máscaras del kono ocupa un lugar prominente en las colecciones africanas del nuevo Musée du Quai de Branly, cuya apertura ha sido uno de los acontecimientos culturales más exitosos del París de los últimos años. El edificio de Jean Nouvel, con su magnífico emplazamiento a orillas del Sena, ha querido constituirse en imagen de una Francia contemporánea «donde dialogan las culturas», según reza el lema de los folletos. En una de sus oscuras galerías –la iluminación de las obras exhibidas ha sido una más de las muchas controversias que ha suscitado el proyecto museográfico– puede leerse, a duras penas, que la pieza procede de la misión Dakar-Yibuti. Se incluye hasta una breve cita de El África fantasmal. Es una lástima que el pasaje extractado se limite a una neutra descripción de los objetos encontrados y nada permita al visitante sospechar las condiciones en que fueron obtenidos. Es ésta una tónica general del museo, sintomática del grado en que el proyecto multicultural que lo anima descansa sobre una elipsis del momento colonial. Según parece, los escenógrafos y guionistas del diálogo entre culturas tienen una memoria un tanto selectiva. Hoy, por tanto, la visión sin paños calientes que nos ofrece este libro a cada paso sigue siendo tan necesaria como lo fue en los años treinta del siglo pasado.

Si el recientemente fallecido Clifford Geertz tenía un pasaje pre­dilecto de El África fantasmal, sería seguramente la anotación del 31 de agosto de 1932Véase op. cit.. Leiris recibe por la mañana una carta de una de sus informantes, Emawayish, miembro del grupo de mujeres en torno al culto de espíritus zar cuyo estudio le ocupa durante casi seis meses en Gondar. En ella, ésta le expresa su deseo de que le regale una manta. En respuesta, pasa a verla por la tarde y le hace entrega de plumas, tinta y una libreta en la que espera que escriba algunos de los cánticos que acompañan las sesiones de posesión. Le da a entender que, si Griaule queda satisfecho con lo que escriba, recibirá una manta como recompensa. Antes de la cena, Lutten, uno de los miembros de la misión, menciona incidentalmente las ganas que tiene de acostarse con Emawayish. Lo da por cosa hecha. Esto sume a Leiris en una tristeza profunda. Preso de una difusa angustia, le da vueltas a la posibilidad del suicidio. Se acuerda entonces de lo que esa misma tarde Emawayish, cuando él la ha animado a consignar por escrito canciones de amor como las que cantó la otra noche, le ha preguntado: «¿Existe la poesía en Francia? ¿Existe el amor en Francia?». La pregunta de Emawayish, ese dardo lanzado a Leiris que le conmueve en lo más profundo, interpelará también a quienes nos acerquemos a este libro singular tentados por la idea de encontrar en África el modo de exorcizar algunos de nuestros fantasmas.

 

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