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Celebración de la materia

Elogio del calígrafo. Ensayos sobre arte

JOSÉ ÁNGEL VALIENTE

Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 208 págs.

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Valente siempre rechazó la posibilidad de que sus ensayos pudieran interpretarse como una teoría de la palabra poética. La relación de unos temas con otros estaría determinada por esa continuidad que caracteriza a la respiración de la escritura, pero en ningún caso podría hablarse de un principio teórico que justificara cada juicio o valoración. Valente cita en el prólogo de La piedra y el centro (1982) a T. S. Eliot, según el cual «para teorizar se requiere una inmensa ingenuidad; para no teorizar hace falta una inmensa honestidad». Es imposible, sin embargo, transitar por su obra ensayística sin advertir la poderosa influencia de un centro, que no actúa como un canon o un método, sino como una meditación sobre la palabra que aspira a su descondicionamiento y refundación. Desde esta perspectiva, carece de sentido establecer distinciones entre géneros, pues la creación literaria y artística proceden de la misma matriz: crear una apertura que posibilite la teofanía del ser. Este propósito exige una disposición de escucha, donde el lenguaje, con independencia de sus formas (palabra, pincelada o acción de esculpir), no dice, sino que adviene. En los ensayos sobre pintura y escultura que reúne póstumamente este libro, se postula la unidad de las artes, estableciendo como horizonte de referencia el Heidegger de la Kehre (giro, vuelta). Valente identifica una raíz común en cualquier manifestación artística. El arte es el espacio de la verdad, el lugar donde se funden los contrarios y se muestra la condición fronteriza del ser. El límite no es el perímetro de la creación artística, sino ese no-lugar donde se revela la complementariedad de la materia y la nada, de la palabra y el silencio, de la escultura y el vacío.

Esto se cumple en la pintura de Luis Fernández, que pone de manifiesto «la absoluta plenitud del vacío». Se trata de una obra minimalista, cuyo estilo obedece al principio de evocar la totalidad mediante unas pocas imágenes que se repiten una y otra vez. Es el caso de la rosa. Cúbica, sencilla, elemental, su figura puede expresar el universo. Esta plenitud también acontece en la pintura sonora de Baruj Salinas, que plasma formas que se refieren simultáneamente al mundo y a sí mismas, adquiriendo la ubicuidad de esa esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Esta metáfora, que San Buenaventura aplicó a Dios, refleja la proximidad del arte y lo sagrado. Los paisajes de Paul Rebeyrolle corroboran este vínculo, pero advirtiendo que nada acepta la consideración de divino, salvo la materia. Su diálogo con la luz forma parte de ese regreso a los orígenes, donde los elementos primordiales –aire, tierra, agua– no son agentes físicos, sino fuerzas sagradas que emanan del poder creador de la naturaleza. La naturaleza de Rebeyrolle no se corresponde con la física clásica. Por el contrario, es Physis, Natura naturans, vida inagotable que produce incansablemente formas. La lluvia de Vicente Rojo confirma que «reina la materia sin los dioses». Esa es la revelación que nos deslumbra ante la contemplación del lienzo o la escultura. Es la voz de lo primordial que sólo se escucha al aniquilar ese yo, incapaz de comprender que el saber sólo se produce «por insapiencia o inconocimiento».

La visión del cabo de Gata exige una disposición semejante a la del artista que entiende la creación no ya como un artificio de la inteligencia, sino como un encuentro que sólo se produce cuando el alma adopta la quietud activa del místico. La pasividad es una búsqueda creadora que nos enseña a mirar. Cabo de Gata, con sus dunas y matorrales, sus flamencos rosados y su viento inclemente, sólo se muestra al que aún es capaz de contemplar la naturaleza con los ojos del alma, esperando el advenimiento que sólo acontece en la genuina contemplación. Esa disposición es lo que posibilita que las imágenes fotográficas de García Rodero se transformen en auténticas visiones. Su España oculta recupera esa espiritualización de la materia que caracteriza al Cristo alanceado. Su herida en el costado revela la esencia de lo sagrado: «cuerpo que se da, cuerpo infinitamente abierto». La concepción del arte como revelación, como don que adviene mediante el desalojo de uno mismo, no excluye el carácter manual de la creación artística, donde la obra surge del diálogo entre la mano y la materia. Esa es la lección aprendida del padre, calígrafo experto en los diferentes tipos de escritura. Su labor puramente artesanal no está muy alejada de la pintura de la tradición china, donde «la pintura se escribe». El ideograma es escritura, pero también pincelada. La unidad de las artes no está determinada simplemente por una intención común, sino también por el tratamiento de la materia, que concierta inteligencia y habilidad manual, pensamiento y técnica, cerebro y mano.

Es evidente que la estética esbozada por Valente mediante estos ensayos se aproxima al budismo zen y al quietismo de Miguel de Molinos. Es conocido el interés de Valente por esa herejía que muestra no pocos puntos de contacto con la espiritualidad oriental. Lo imposible sólo se alcanza cuando no se espera nada. La perfección de la obra necesaria sólo se materializa en ausencia de deseo y pensamiento. Ese arte definitivo («arte monumental», según la expresión de Kandinsky) se encuentra en la escultura de Chillida, que emplea el hierro y la madera para cercar el vacío. Peinar el vacío es invocar la impresencia, esa nada que precede al ser y sin la cual no advendría el mundo. «Lo profundo es el aire», decía Jorge Guillén. El vacío es lo esencial, lo que posibilita la concreción de la forma, la ilimitación que permite el límite. «La nada no es una carencia; es toda la posibilidad o seminalidad del ser.»

Al igual que Benjamin, Valente especula sobre el lenguaje adámico. Esa lengua primordial es el idioma de los pájaros, al que se refiere la tradición coránica, un lenguaje que sólo reaparece en el éxtasis místico o erótico. A semejanza de los chamanes, el místico es capaz de realizar un vuelo donde se unifica el cielo y la tierra, los dioses y los mortales. El poeta es un chamán que se adentra en la espesura del lenguaje, pero también un amante abrasado por el deseo de fundirse con lo absolutamente otro. El jardín es la referencia ineludible de esa experiencia. En el silencio de la vida vegetal resuena la inocencia edénica: «La historia del jardín es la historia del hombre». Por eso, el tríptico de El Bosco reúne en su misterio simbólico la cifra del universo, ese aleph donde todo se muestra simultáneamente, revelando su unidad intrínseca. Pintura polifónica, que reproduce la música de las esferas. La ciencia es incapaz de escuchar ese sonido.

La unidad de todas las artes no implica un sistema que excluya el fragmento, la dispersión y la diferencia. El arte es, de acuerdo con Heidegger, lo que sustrae a las cosas de su instrumentalidad inauténtica. El uso que hace el campesino de los zuecos implica comprensión, respetando el ciclo de donación (siembra) y aceptación (cosecha) de la relación primordial con la Tierra. La construcción de una presa implica, en cambio, violencia. Es «lo terriblemente monstruoso» (Ungeheure), que contrasta con el «llegar al luminoso ser» de la poiesis lírica. La técnica moderna despilfarra recursos. La téchne originaria implica decir lo máximo con el mínimo. Ese principio está en los fundamentos de la música de Schönberg y Webern, que buscan el silencio sonoro, «la última y única unión –por utilizar la expresión de Kandinsky– del silencio y la palabra». Valente confiesa que su poesía persigue el mismo fin. «Poética: arte de la composición del silencio.» El peso aéreo de las esculturas de Chillida surge del mismo fondo. La plasmación de ese objetivo sólo puede surgir de la desorientación, de la ausencia de intencionalidad. Valente rechaza el racionalismo de Valéry, pues entiende que el arquero sólo consigue dar en el blanco cuando se olvida de utilizar su puntería. Sólo cuando el artista se olvida de sí mismo y borra de su conciencia todo propósito, se produce el encuentro entre la forma y la materia.

Valente no utiliza la obra de otros para hablar sobre sí mismo. Su interés por la pintura, la escultura, la fotografía o el paisaje del cabo de Gata o del Mediterráneo, al que dedica unas hermosas páginas, testimonian la sinceridad de una búsqueda que se desprendió muy temprano de la poesía social de la generación del 50, para desbrozar el camino iniciado en nuestras letras por el segundo Juan Ramón Jiménez y el pensamiento de María Zambrano. La obra crítica de Valente no es teoría añadida, sino epifanía, palabra viva que celebra la trascendencia de la materia y que sueña con la restauración del lenguaje adámico, cuando la palabra era alimento y nombrar y conocer coincidían en la misma plenitud.

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