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Camino de perfección

HOTEL TIERRA

Sabino Méndez

Anagrama, Barcelona

318 pp.

18 €

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A Sabino Méndez (Barcelona, 1961) le debemos la mejor canción de Loquillo y los Trogloditas. Se titula Cadillac solitario, amarga balada donde el autor identifica las tres estaciones de paso para que un hombre madure con cierto buqué (y alcance lo que Verlaine llamaba sagesse). Primera: un buen fracaso económico o laboral. Segunda: los cuernos de la mujer que amas locamente. Tercera: una enfermedad inquietante que te «haga vislumbrar lo que realmente son la insignificancia humana, la vejez y la muerte». Pero… tarareemos la canción. A primeros de los ochenta, Sabino Méndez mata ocios en el Merbeyé y dibuja. Le falta poco para colegir como Pla que «observar es más difícil que pensar». Hubo un día en que Sabino, Loquillo y sus Trogloditas llevaron al límite la trilogía juvenilista del «sexo, droga y rock & roll». Su triunfo fue simultáneo a la eclosión de la movida madrileña. Barcelona y Madrid cambiaban de rol cultural. Mientras el pujolismo precocinaba grupos de rock catalán, los Trogloditas mantenían el estandarte de la Barcelona cosmopolita que entusiasmó a Vargas Llosa y García Márquez y que empezaba a decaer. Antes del desencanto del 81, el roquero veinteañero no se deja seducir por la «ilusión lírica» del antifranquismo esquemático y políticamente correcto, traducido hoy en esa «memoria histórica» teledirigida desde una izquierda revanchista. Del 36, escribe, «se airean ahora los crímenes de los fascistas (totalmente repugnantes) y se prefiere no mencionar –o justificar– los crímenes de los anarquistas (igual de repugnantes) o la deriva hacia el fascismo que tuvo, en esas fechas trágicas, parte de la izquierda nacionalista cuando perseguía a tiros a emigrantes llamándoles “murcianos”. Por higiene democrática, llegará algún día en que se tendrán que airear los peores crímenes de todos».

La peripecia vital de Sabino Méndez le lleva del rock a la fama; de la escritura al campo como lenitivo de la enfermedad, para acabar en la política dentro del Partido de la Ciudadanía que patrocinan Arcadi Espada y Albert Boadella, entre otros intelectuales opuestos a la deriva nacionalista catalana. El trayecto que Méndez describe en su dietario Hotel Tierra se revela coherente. Se abre en el año 1980, cuando Pujol se proclama presidente de Cataluña para permanecer veintitrés años sostenido por mayorías absolutas. Ya entonces, el dietarista intuye que la autoestima intelectual de Barcelona está bajo mínimos. Una legislatura después, en 1984, la tendencia declinante que Félix de Azúa plasmará en su magistral artículo del Titanic ya es una realidad. De cultura bilingüe, Méndez percibe que el aire que se respira en Madrid «es más libre, parece progresivo y cierto», mientras que Barcelona «se ha permitido ignorar la posmodernidad y la nueva ola, quedándose fuera de juego». Siguiendo la estela de sus títulos anteriores –Corre rocker, corre (2000) y Limusinas y estrellas (2003)–, Méndez concibe la música o el dibujo como antesalas de la madurez expresiva que es la escritura: el género mayor del relato moral que en este dietario une las costuras de experiencia vital. Pero cuando constata que todavía no está maduro para asomarse al abismo de la hoja en blanco, recurre a la cocaína y la heroína. Los viajes artificiales se conjugan con las agotadoras giras de un grupo de rock en pleno éxtasis triunfal. A medida que se consumen los días repetidos de hoteles, decibelios y sexo, Méndez va descubriendo quiénes han de guiarlo en su particular camino de perfección. Como si fueran entradas de una enciclopedia, hace partícipe al lector de sus encuentros decisivos con Ortega, Orwell, Fitzgerald, Conrad o Waugh. A cada nombre le adjunta su comentario y las fechas de nacimiento y muerte: todo un ejemplo de work in progress y sincero autodidactismo. Hotel Tierra aúna la crónica personal con la de toda una generación cultural. Como en la indispensable biografía de J. Benito Fernández sobre Eduardo Haro Ibars, Méndez disecciona lo que tuvo de «audaz e impostado» la movida que encarnaba, por ejemplo, La Luna de Madrid, la revista de una «posmodernidad» que en 1988 ya anuncia el cierre y clausura una época. Méndez no reniega del tiempo que le tocó vivir, pero, tras el paseo por la fama, llega la resaca, la despedida de los Trogloditas con la droga, todavía, de compañera. Hasta el 92, el guitarrista de rock estuvo eludiendo el gran reto: la escritura. Como William Blake, comprenderá que, tal vez, el camino del exceso puede conducir al templo de la sabiduría y se vacuna leyendo a Pla contra el vértigo de la página en blanco. El viernes 17 de junio de 1994 escribe: «La diversión empieza con los adjetivos y verbos. Con ellos se puede empezar a perseguir los matices, las pequeñas diferencias con las que podemos intentar la tarea de desmenuzar la complejidad y la ambigüedad de la vida». El dietarista se encuentra en el tercer tramo de su particular camino de perfección: ha conocido el éxito y el fracaso (como dos impostores); ha vivido el amor y el desamor, y se enfrenta a una enfermedad en cuyo proceso asoma la Parca. Llega la hora de la sinceridad; en la cuarentena (cronológica y terapéutica) ya no cabe el esteticismo, la mitomanía, ni el ejercicio diletante. Hotel Tierra es una lección de egoliteratura. El tercer tramo del camino lo culmina con provechosas e instructivas compañías: Jordi Llovet, Arcadi Espada, Ana Caballé, o el malogrado Roberto Bolaño. Nuestro roquero-escritor pasa horas en salas de clínicas donde espera que revisen su hígado enfermo y coteja dolencias con pacientes mayores que él. En las últimas páginas o «habitaciones» de su Hotel Tierra encontramos la primera crónica del bienio tripartito catalán y la primera memoria de la plataforma Ciutadans de Catalunya. Al ver gobernar a Maragall, Méndez constata que «nos ha salido una izquierda romántica en vez de una izquierda ilustrada». Una izquierda que fue marxista y que, lejos de corregirlo, reitera y aumenta el nacionalismo que criticó en las calendas pujolistas: «Hay más gente en el mundo aquejada por mi virus de la hepatitits C que el total en este territorio de los aquejados por el virus del catalanismo totalitario», apunta Méndez después de ver el rechazo que Ciutadans suscita en el esta­blish­ment político-mediático nacionalista. Coherentemente, se cierra el círcu­lo: veinticinco años después de aquella Barcelona que había dejado de ser mestiza, los políticos que gobiernan Cataluña han de sufrir la traumática experiencia de la realidad: «Darse cuenta de que han sido elegidos para representar a unos ciudadanos que real­men­te existen (y se quejan) en lugar de al pueblo que les hubiera gustado representar en sus sueños». Con la Commedia de Dante entre manos, Sabino Méndez observa de nuevo Barcelona desde su «Cadillac solitario». Su dietario es una lección de autocrítica para no decaer en los círculos infernales de la molicie intelectual. 

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Ficha técnica

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